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25 de septiembre de 2020

Bermellón

 La luna es el faro que la noche nos regala a todos los que perdemos el rumbo en las tinieblas de la locura. Una luz tenue pero segura, reflejo pálido y ancestral, de sabiduría adquirida por siglos y siglos de ser testigo involuntario (o quizás no) de la muerte y perversión que ese ser despiadado, que es el humano, ejecuta sobre sus pares sin vacilación ni arrepentimiento.

Y de una noche en particular, que no puedo sacarme de la cabeza, vuelve a mí en forma de olvido una sombra turbia que me obliga a buscar respuestas de algo que por momentos me parece, fue solo un sueño. O una pesadilla. Pero cuando la oscuridad se posa calma en la habitación y cada nítido detalle del mobiliario se transforma en un monstruo dormido, aquello se vuelve tan real que puedo ver, oler, sentir, como entonces. Y es cuando se me hiela la sangre y las lágrimas que escapan de mí, son rojas, de un tinte bermellón, al borde de la negrura. No hay contención, solo el horror, la desdicha.

El tiempo rebobina como una vieja película en VHS. Estoy otra vez en el sofá de la casa de mis viejos. Los nombro en plural, pero para entonces solo vive mi papá. De la muerte de ella, han pasado cinco años. Nos destrozó a ambos, pero al hombre que la amó más que a nada en el mundo, lo mató en vida. A dos años de jubilarse, dejó de ir a su trabajo, se encerró en su habitación en la planta alta y dejó de preocuparse por el mundo, acumular deudas y esperar por el momento de acompañar a su esposa.

Cada tanto lo visito, alimento a los peces, limpio un poco, barro la vereda para que no parezca una casa abandonada, llevo algunas compras, provisiones, trato de darle charla, acompañarlo delante del tele, le cuento cosas sobre mi vida, pero sé también que todo es en vano. Es un zombi. 

Esa noche le digo de hacer un asado. Recuerdo preparar el fuego, renegar con el viento y verlo a él, su silueta, observarme detrás de la ventana de su habitación, ubicada en la parte alta de la casa. Le hago un ademán con la mano, a modo de saludo. Le sonrió. No alcanzo a darme cuenta si responde. Detrás de mí, en lo alto, ella. Blanquecina, inmortal. Nos mira. Sabe algo que no sé. Se ríe entre dientes. 

El olor de la carne danza en silencio. Preparo la mesa debajo de un alero, para tener a mano la parrilla y para que el viejo tome algo de aire. Pongo los platos, los cubiertos, un poco de pan, saco un vino de la heladera y un sifón a medio llenar. Lo llamó a papá desde la puerta que da al patio. Sé que va a demorar en responder. Insisto, lo llamo una vez más, dos veces. A la tercera, me acerco hasta la escalera. Voy a gritarle algo en broma, pero veo la sangre. Cada escalón tiene un tramo rojo. Bermellón, al borde de la negrura. Subo apurado, sin poder desviar los ojos del suelo. Veo que sigue en el descanso, también en el pasillo. Entro veloz a la habitación, empujando la puerta con fuerza. No está. Pero hay sangre, mucha, por todas partes. Me desespero, siento cómo el pánico se apodera de mi respiración. Veo la ventana. Allí donde estuvo parado minutos antes, mirándome. Me acerco. Desde allí veo el patio, los árboles. La luna. La parrilla. Y siento que mis piernas flaquean. Digo NO, en voz alta. Tan alta que me asusto. Me agarro la cabeza. Vuelvo a las escaleras, tratando de esquivar la sangre. Me agarro de la baranda, para no desfallecer. Cruzo la sala de abajo en dos zancadas y salgo al patio. El aire me da de lleno, me abre los ojos. El olor me da náuseas y a medida que me acerco, me voy desarmando. 

Al llegar a la parrilla, no doy crédito a lo que me depara. Ahí está mi viejo, descuartizado, asándose lentamente, la ropa hecha jirones humeantes, con restos ya carbonizados entre las brasas. Y sé que ella, en lo alto, me acusa, flagrante, sin odio. Es cuando me derrumbo, es cuando decido entregarme al olvido.

La sombra turbia ha vuelto. Retazos de una pesadilla. Veo a un hombre avejentado y entregado a la muerte mirándome desde una ventana. ¿Lo conozco? ¿Es mi viejo? ¿O soy yo, esperando el ocaso?

La luna lo sabe, vaya que lo sabe. Pero calla. Cada noche, guarda el silencio. El secreto. El mío, el de muchos. El de la humanidad misma.

22 de septiembre de 2020

Instante último

Tiene su gracia, lo admito. El observar la desesperación, la angustia, el arrepentimiento, la desolación, la locura, todo lo que se desata en el instante último de la vida. Y no me refiero a una vida, sino a todas.
El planeta en llamas, titularon los diarios del mundo entero. Tarde o temprano iba a suceder. Sin la acción del ser humano, quizá en unos milenios. Con la ansiosa arrogancia pretenciosa de la especie que mayor daño le hizo a su hogar, los tiempos se apuraron. ¿Se podía romper la Tierra? Claro, está visto. Tan frágil como una esfera de cristal. La polución, los incendios forestales, los volcanes en erupción, los maremotos, los suicidios en masa, la falta de alimentos, los inviernos arrolladores, los veranos agónicos, las guerras por los recursos naturales… todo se precipitó ante los ojos de cada habitante en los continentes terrestres. 
En el tiempo cósmico, el reloj marca el último minuto del planeta. Y todos lo saben. Yo lo sé. Es el final. Cierro los ojos. Soy viejo, mi memoria es buena, y los recuerdos llegan como cataratas de imágenes. Pero quiero elegir, quedarme con los que desearía despedirme. Prefiero quedarme con lo más recientes, que son los que comparto con gran parte de la generación que está por perecer. ¿Me alcanzará este minuto? Veamos...
No fui del fútbol, jamás, pero siento ganas de llorar y abrazar a ese genio cuando lo veo una y mil veces gambetear a medio equipo inglés en el mundial de México 86, y casi desde el piso empujar el balón hacia el fondo de la red, para luego salir corriendo puño en alto y festejar el gol más hermoso y significativo de todos los tiempos. 
Esa corrida mitiga el dolor de ese mismo año, en la Unión Soviética, en tierras que en segundos desaparecerán bajo el nombre de Ucrania, con el terrible accidente nuclear que provocó muertes directas y muchas más por la radiación y efectos posteriores en la naturaleza. Radiación que también es culpable de que hoy sea el último día.
Aún tengo sentimientos encontrados con el incendio de Notre Dame, en París. El fuego en el tejado desencadenó una pérdida masiva de la catedral, llevándose consigo de manera irreparable, belleza e historia. Pero cuánta hipocresía posterior, de ayudas multitudinarias desde todas partes, para reconstruir una edificación. ¿Dónde está esa ayuda cuando realmente se necesita para cosas importantes inherentes a la vida del prójimo?
Me hace bien, en cambio, pensar en la caída del muro de Berlín, en 1989. Un país dividido en dos. Mundos opuestos. Hoy, se miran entre sí, y ni de un lado ni del otro, se reconocen. Ya no existen esos mundos, ni habrá tiempo para ningún otro.
No puedo evitar tampoco pensar en las guerras que sumieron a países en la miseria. Varias, producto de esa caída y el debilitamiento de los regímenes socialistas tras la finalización de la llamada Guerra Fría. La guerra de Croacia, por ejemplo, con el sangriento desmembramiento de la desaparecida Yugoslavia, de 1991 a 1995, y casi en paralelo, la guerra de Bosnia. O antes, la fabulada guerra del Golfo, con una finalidad real de carácter económico, escudada en otros factores, junto a muchas mentiras, que le permitieron a Estados Unidos liderar una coalición contra Irak. Y más acá, el desastre de Kosovo, y un nuevo enfrentamiento histórico entre albaneses y yugoslavos, que se remonta a casi dos siglos. ¡Vaya que tengo guerras en la memoria! ¡Malvinas!¡Chechenia! ¡Congo! ¡Líbano! ¡La guerra civil somalí que incluso ahora, cuando el mundo eclosiona, aún continúa, con casi tres décadas de crueldad!
Y aunque quisiera borrarlo, el recuerdo que más me duele, es la bestialidad en Hiroshima y Nagasaki, en la segunda guerra mundial. Cuando pienso en todo esto último, me parece que el exterminio está bien. Que el planeta, ahora, cuando reviente en mil pedazos, estará haciendo justicia. 
La mayoría cree que el destino lo escribo yo, pero se equivoca. Solo me limito a observar. Y en este planeta, he visto lo suficiente. Al fin de cuentas, es uno entre millones. Y si me preguntan si acaso lo extrañaré, sinceramente, lo dudo. No hay manera que empiece a enumerar cosas bonitas sin tropezar con atrocidades deleznables. Cuando las llamas todo lo consuma, sonreiré. 

19 de septiembre de 2020

La piba del sueño

 Desde el ventanal que daba a la calle céntrica, el que tenía el nombre del bar fileteado en amarillo y rojo, ya desgastado por el paso de los años, podía verse el andar de la gente. 

Alejandro y Walter estaban en la mesa pegada al vidrio, con el latido de la ciudad de fondo.

La aceituna no se dejaba atrapar, para bronca de Walter, que trataba en vano de clavarle el escarbadientes. Alejandro lo miraba impasible, sin meterse, porque era la última. La de la vergüenza. Y no sabía si por costumbre de pibe, o vaya a saber de dónde, siempre que quedaba algo en soledad, lo dejaba para el otro. 

— Anoche soñé de nuevo con esa piba — dijo Alejandro. Walter levantó un solo ojo debajo de la tupida ceja. 

— ¿Cuál? - preguntó Walter - ¿La que te pareció ver en el parque la otra tarde? ¿La rubiecita, que iba con nosotros a la primaria?

— Si, esa. No la vi, lo soñé. Soñé que me la encontraba en un parque. 

— Es lo mismo. 

—- No, no es lo mismo. Si la hubiese visto, entendería por qué la sueño. Pero hace treinta años que no la veo y de repente la tengo presente.

— Te la llevaste dos veces a la cama — Walter soltó una risotada, mientras le hacía seña al mozo para que trajera dos cervezas más. 

— Le pregunté a mi tía Matilde…

— ¿La bruja?

— No es bruja, tira el tarot.

— Es lo mismo. 

— No, no es lo mismo. La llamé esta mañana y le conté. Ella es muy bicha con estas cosas. ¿Y sabés qué me dijo?

— Y no, la adivina es ella. 

— Que seguro es algo pendiente y sacó una baraja del mazo, en videollamada, así yo veía y salió un Arcano, la de Los Amantes, invertida. 

— ¡La piba es ahora un hombre!

— Por lo que cree que algo no se concretó en su tiempo, que quizá tendríamos que haber sido novios o algo de eso, y ahora mi mente me lleva a ese momento, tratando de hacerme dar cuenta que ella podría ser el amor de mi vida.

— Alejandro, teníamos diez, once años. A lo sumo se daban un beso, le tocabas el culo en la fila, pero de ahí a ser el amor de tu vida… vamos. Hasta que no me diga los números del Quini 6, no le creo un pito a tu tía Matilde.

—- Tengo que encontrarla, Walter. Es una señal.

— No te acordás ni como se llamaba.

— Puedo ir a la escuela, buscar en los archivos, quizá en algún cuaderno viejo. Alguna maestra jubilada por ahí mantenga contacto, quizá…

— Basta Ale.

— Mi vieja guarda las fotos de cada curso, y detrás las firmábamos, así que en alguna tiene que estar el nombre de la chica. Mañana voy a buscarlas.

— Basta.

— ¿Basta con qué? Si todavía no empecé.

— Con engañarte. Se acerca agosto y cada año lo mismo. Yo sé que hacés todo el esfuerzo del mundo por olvidarte, pero hay algo ahí dentro de su cabezota que no funciona bien. Y la bruja de tu tía no es capaz de decirte la verdad, y tu vieja, mucho menos. Y vos, vas a seguir buscándola, como cada año, desde hace treinta años. 

— Pero, ¿qué decís, Walter?

— ¡Qué está muerta! ¡Lara está muerta! La mató el puto colectivo de la escuela, cuando estaba cruzando delante tuyo. Jamás te gustó Lara, Ale. Hasta ese día. Y cada año, querés que vuelva. Y cada año trato de persuadirte de la idea. Los demás te dejan escarbar en el pasado, creyendo que eso te hace bien. Dejala ir. 

— Mirá qué decir tremendas barbaridades… ella… la voy a encontrar, y vas a tener que tragarte todas esas estupideces que dijiste.

— Tenés que superarlo. Hace treinta años que cargás con lo mismo. 

— No es cierto, mañana voy a ir de mi vieja y voy a buscar esas fotos.

— Sabés que no.

— Claro que las voy a buscar.

— ¿Y cómo vas a salir de acá? Hace años que no te dan un pase de salida.

— Pago y me voy, ¿cómo querés que haga?

Walter volvió a llamar al hombre que iba y venía por el recinto. Alejandro observó cómo el chopp con cerveza era en realidad un vaso plástico. Giró hacia la ventana y al ciudad no estaba. En su lugar, un patio amplio, con bancos de plaza y algunos árboles. Tampoco había fileteado alguno en el vidrio. Ni platitos con aceitunas, ni restos de una picada. Su amigo vestía de calle, pero él llevaba puesta una bata celeste.

— Ale, mañana o pasado vuelvo. Sacate esa idea de la cabeza. O nunca vas a poder salir de acá. 

El enfermero vino a buscarlo. Era hora de volver a la pieza. Instintivamente se llevó la mano al bolsillo. Suspiró aliviado. Al menos, no tenía que pagar la cuenta. Se había olvidado la billetera en alguna parte.


16 de septiembre de 2020

Voces

 Aún hoy me estremezco de solo pensar en aquellos años. El terror nocturno que me atormentaba, que hacía lo que quería con mi psiquis. Fueron años de lucha en silencio, de fingir actuar con normalidad, de aparentar ser un niño como cualquier otro. Esa necesidad imperiosa de arrancar las voces de mi cabeza, de decirles basta, de poder adueñarme de mis actos…

No recuerdo cuando comenzó, solo sé que estaba allí, latente. Era una voz interna que me demandaba cosas. Tocar las cosas dos veces, mirar a cada instante detrás de la cama, pisar siempre primero con el pie derecho, y la lista era interminable. 

Sentía mucho miedo, porque temía que tarde o temprano esas demandas fueran aumentando en el grado de dificultad. Rogaba internamente que no sucediera. Y al mismo tiempo, me asustaba pensar que sabía mi temor y que se aprovecharía de él. 

Me costaba mucho dormir, las voces no paraban de murmurar todo el tiempo. Eran frases ininteligibles, que parecían plegarias en un idioma que desconocía. Una noche otras voces llamaron mi atención. No las internas, sino otras que provenían desde la calle. Mi ventana daba a la parte de adelante de la casa y con asomarme, tenía un panorama de mi vereda, la calle y la cuadra de enfrente.

Cerca de un árbol, un grupo de jóvenes fumaba tranquilamente, mientras conversaban en un tono no demasiado alto, pero que llegaba hasta mis oídos. Los observé unos minutos, tratando de no mover la cortina. Quería saber qué hacían, cuando la otra voz, la interior, despertó. Es difícil explicar cómo la escuchaba. No me hablaba de manera directa, no eran órdenes las que dictaba, sino que lo que quería, de alguna manera, se metía en mi cerebro, como si enviara un comando.

La orden era muy clara. Salir a la calle e ir hasta donde estaban esos jóvenes. ¡Era ridículo! Tenía nueve años, ¿cómo iba a salir solo afuera, en medio de la noche? Mis padres escucharían, no sabría cómo abrir la puerta, había mil obstáculos para poder cumplir lo que la voz quería. 

Pero de alguna manera, la voz se las ingeniaba para convencerme. Una sensación de angustia y opresión se apoderaba de mi cuerpo. Sentía ganas de llorar. La única manera de superar ese estado, era haciéndole caso a lo que pedía. 

Me cambié en silencio, tratando de no hacer ningún ruido. En la cama de al lado dormía mi hermanito menor, pero a mi favor tenía que su sueño era muy profundo. Me calcé las zapatillas, me puse el pantalón y caminé muy despacio hasta la puerta, que estaba entornada. La abrí apenas y salí al pasillo. Me dirigí hacia la puerta, pasando por delante de la habitación de mis padres. Los vi durmiendo, bajo las sábanas. Estaba yendo hacia la puerta de la calle, cuando la voz me pidió un detalle más. Cambié el rumbo hacia la cocina y busqué una cuchilla. Era enorme, pesada, pero pude agarrarla con firmeza con las dos manos.

Volví al pasillo, rumbo a la salida. Llegué a la puerta de la calle y traté de abrirla. Estaba cerrada con llave. Busqué con la mirada y no la vi por ningún lado. Me giré para buscarla en la habitación que papá usaba de oficina cuando la vi de pie delante de mí.

Era mamá, que se había levantado al escuchar mis pasos deambulando. Sus ojos miraban fijamente, incrédula, la cuchilla que llevaba en mis manos. Me la quitó con las manos temblorosas y luego, me largué a llorar. La voz ya no estaba, solo quedaba el desconsuelo y la imposibilidad de contarle a ella lo que me estaba pasando. 

Nunca hablamos de lo sucedido, jamás. Hoy, en su lecho de muerte, me miró por última vez y creí adivinar en el brillo de sus ojos, una vieja preocupación aún latente en su corazón. Le besé la frente, como diciéndole que no se preocupara, que todo estaría bien.

Qué increíble que es el ser humano, qué increíble y complejo. No sé qué habría pasado en aquel entonces si la llave estuviese puesta en la puerta. Y no sé qué hubiese pasado si mamá, antes de morir, no me expresara con un solo gesto su temor de aquella noche. Sobre todo sabiendo que las voces volvieron sin ninguna razón hace una semana y ya van tres madrugadas seguidas que me sorprendo de camino a la habitación de los niños, cuchilla en mano.


13 de septiembre de 2020

El Cuervo

El póster estaba ahí, desde tiempos inmemoriales, o al menos, eso me decía de manera inexacta mi memoria. Cada vez que abría los ojos en la oscuridad, los ojos de ese poster me miraban, me seguían, me dejaban paralizado. Y aunque quería cerrarlos, no podía, porque si los cerraba, ese ser oscuro de rostro pálido se me arrojaría encima y vaya a saber que me haría, seguramente dejarme sin sangre o cortarme hasta que la sangre se derramara sobre toda la cama.

Lo había puesto mi hermano más grande, fascinado con esa película. La historia de un muchacho que es asesinado y vuelve del más allá para vengarse, gracias a la brujería o no se qué de un cuervo. Quiso hacérmela ver más de una vez, pero me negué. Bastante tenía con tener que observarlo cada noche. 

De más está decir que me sumió en pesadillas horribles y más de una vez terminé con la cama mojada, para decepción de mis padres que no podían comprender la razón de aquel retroceso. Mi hermano, creo, en el fondo sabía que la culpa era del póster de esa película.

Una vez, sonriendo, me dijo que era una película maldita. Que el  actor principal, que a su vez era el hijo de otro famoso actor, que también había sido un luchador de artes marciales muy famoso, lo habían matado en plena filmación. 

Mis ojos incrédulos le dieron motivos para darme más detalles. Que alguien le había puesto balas de verdad a una de las armas de utilería y que en una escena de disparos, una de esas balas lo había alcanzado. No podía salir de mi asombro. ¿La gente podía morir haciendo una película? Eso abría en mi cabeza un sinfín de interrogantes, sobre las películas con accidentes de autos, de guerra, con aviones que explotan en el aire. También me dijo que tuvieron que filmar las escenas que faltaban con dobles y tomas en las que solo se ve la sombra del personaje.

Pero a pesar de todo eso que me contó, que despertaban mi curiosidad, seguí negándome a ver la película. Un par de años más tarde, el póster, ya comido en algunos bordes por las polillas y esos bichitos de la humedad largos, grises, de mil patitas, fue reemplazado por otro que tenía a Kim Bassinger. Mi hermano había crecido y sus intereses ahora eran otros. Y debo confesar, que la llegada de la blonda fue también para mí un alivio enorme. Si bien, no la veía con los mismos ojos que la veía él, su presencia era un bálsamo de paz.

La primera noche con el póster en la pared, abrí los ojos, sobresaltado y al mirar hacia ese lado, allí estaba ella, imperturbable, hermosa, haciendo gala de su figura, sin generar ningún sentimiento de miedo, de pánico, ni nada, sobre mi persona. Hacía años que al despertar en la oscuridad, no tenía esa sensación de seguridad que por unos segundos me abrazó por completo.

Pero fue desviar la mirada apenas un poco hacia el otro lado, que mis músculos se estremecieron, los vellos de la piel se erizaron por completo  y mi cuerpo se paralizó por completo, al punto de no poder tragar saliva, respirar ni poder hacer nada, absolutamente nada. Sentado, al borde de la cama de mi hermano, que dormía plácidamente, estaba él, el Cuervo, mirándome con la cabeza ladeada, una sonrisa pueril en su rostro y el impacto de bala a la altura del corazón, aún chorreando sangre espesa. Se puso de pie lentamente, se acercó hasta el poster para mirarlo de cerca, sacó la lengua - una lengua negra, sucia - y la pasó de arriba abajo por el cuerpo de la hermosa Kim, sin dejar de mirarme de reojo, apreciando mi desconcierto y horror.

Me oriné y me cagué encima. Tras parpadear, el Cuervo ya no estaba. Pero si la humedad mugrienta que había dejado sobre el póster. Permanecí toda la noche sentado en la cama, con el fétido olor de mis necesidades aromatizando la habitación y la certeza, irremediable, que mi mente ya no era la misma, ni lo serían, de allí en más, las noches que tuviera por delante en mi vida.


10 de septiembre de 2020

Carcajadas

Ana fue la culpable. Entre ella y Jacinta habían pergeñado todo con un plan elaborado y meticuloso, que por supuesto, no me incluía. El odio hacia mi persona se remontaba incluso mucho antes de que me las volviera a encontrar en la empresa. Si la memoria no me falla, tenía doce años cuando tuve la desgracia de conocerlas.

Como todos ya habrán leído en las noticias, tengo un problema físico particular. Tengo dos narices. Y es algo que, supongo, es chocante para la persona que me ve por primera vez. Toda la vida me he conocido así y si bien entiendo que es una anomalía singular, no me provoca repulsión ni nada parecido. Pero he sido testigo de muchos gestos a lo largo de mi vida. Ana y Jacinta, en el patio de la escuela, reaccionaron de la peor forma: a las carcajadas. Y esas risotadas con sorna, humillantes, fueron algo cotidiano a lo largo de todo el paso por el colegio secundario, invitando a otros a burlarse de la diferencia física que tenía.

La vida con dos narices es fácil de llevar. Siempre me preguntan qué pasa cuando me resfrío. Supongo que debo hacer el doble de esfuerzo que los demás, solamente. Para mi es natural, por lo tanto, no tengo forma de saber cómo sería con una sola. Pero estéticamente, en plena adolescencia, fue un verdadero karma. No había manera que no me hicieran sentir mal. Y a pesar de tener amigos que me bancaban y alentaban siempre, sufrí mucho ese período de la vida. 

Pero luego, la facultad, madurar, hacer otras amistades, conservar las buenas, el cambio de aire, otra ciudad, me ayudaron mucho en lo personal. Me recibí, hice varias pasantías y me recomendaron a una multinacional. Primero en un sector, luego en otro. Finalmente, me dieron un puesto, en la casa central.

Oh sorpresa, el destino, la fatalidad, no sé que nombre ponerle. Dos de mis compañeras eran Ana y Jacinta. La sorpresa fue más grande para ellas. El engendro del pasado volvía a ser parte de sus vidas. Fingieron tener un recuerdo vago de aquellos tiempos, hicieron ver en la oficina que me tenían aprecio, se mostraban falsamente predispuestas con mis tareas, pero solo en la empresa. Era salir a la calle y cambiar la actitud. No saludar, no hablar, no nada.

¿Me afectaba? En realidad, no. En el sentido anímico, al menos. Me daba bronca, más que otra cosa. Porque, en cosas mínimas, en lo laboral, comencé a notar pequeñas trabas. Reuniones canceladas a último momento, papeles que no aparecían por ningún lado, permisos en carpetas compartidas a través de la red que se perdían de un día para otro, mensajes que no me eran transmitidos.

Me dediqué a hacer mi trabajo, a soportar verlas sonreír con falsedad cuando se dirigían a mi persona y convivir con el destino. Hasta que salió lo de Tokyo. Un cargo, para una oficina bilingüe. Me postulé. Pero Ana también. Y allí comenzó a salir a la luz todo el odio que cargaba contra mí.

Con Jacinta hicieron todo lo posible, de forma minuciosa y silenciosa, para desprestigiar mi labor. Y lo lograron, porque misteriosamente los reportes que había confeccionado, como la carpeta de proyectos que había elevado, aparecieron con un sinfín de errores. 

El puesto fue para ella. Recuerdo aún el sonido de la botella de champagne que destaparon en la oficina para celebrarlo. Y sus risitas estúpidas. Pero lo peor de todo, lo que hizo clic en mi cabeza, fue ese gesto de brindis hacia donde yo estaba parado.

Lo que pasó, fue un acto reflejo. Como cuando uno estornuda, que se lleva el brazo a la nariz. En mi caso, al tener dos, debía tener mayor precisión. Y esa precisión es innata. Salida del edificio, calle, transeúntes, colectivo que pasa, empujón, muerte en el acto. 

El monstruo de dos narices, titularon los diarios. Y así me conocieron en la cárcel, cuando me ingresaron. No sé si fue mi aspecto, mi bronca dilatada en los ojos, el grotesco que en la secundaria daba risa, pero aquí fue un instantáneo respeto.

No me puedo quedar, aún me quedan varios años, pero los demás reclusos me tratan bien. Algunos me dicen que soy como una pesadilla viviente. No los culpo. Prefiero que les de miedo y no carcajadas. Tras las rejas, uno se conforma con poco. Y eso, es algo que le debo a Ana. Eso y comprobar el famoso dicho, ese que dice que quién ríe último, ríe mejor.  

7 de septiembre de 2020

Del otro lado

Lo siguió hasta el baño para no armar una escena delante de todos. Había notado que durante la comida Héctor se había mostrado nervioso, pero el momento en el que criticó al mozo por el modo de servir el vino fue la gota que colmó el vaso. Y no de vino, precisamente.
Entró hecho una furia, buscando las palabras adecuadas, pero el baño estaba vacío. Al menos, los mingitorios. 

Se agachó para buscar los pies de su amigo por debajo de las puertas de los espacios destinados a los inodoros. Encontró las Adidas blancas en el que daba contra la pared. 

— Héctor, ¿qué carajo te pasa? Salí, así hablamos.

— Estoy cagando, Raúl.

Como para corroborar sus palabras, Raúl soltó un pedo fuerte y largo, que parecía el ruido que hacen las bicicletas cuando los chicos le ponen un broche de ropa agarrado a los rayos de la rueda.

— Bue… parece que va en serio — replicó Raúl, que entonces dio media vuelta, se abrió la bragueta del pantalón y enfiló hacia el mingitorio justo al frente. Se hizo un silencio que fue quebrado segundos después por el sonido del líquido golpeando en el cerámico.

— No sé qué te pasa - dijo Raúl elevando la voz por encima del ruido que hacía su pis - pero me tenés las pelotas al piso, Héctor. Son tus viejos, boludo. Les contestaste toda la noche mal, a tu hermana no le dirigís la palabra, a mí me respondés con monosílabos, y al pobre infeliz del mozo casi lo hiciste poner rojo de vergüenza. ¿Quién sos? — hizo una pausa para sacudir el pito - ¿Baby Etchecopar? Ponete las pilas, va de onda el consejo.

— Por qué no me chupás la… 

Otro pedo, muy fuerte, no le permitió a Raúl entender el final de la frase. Aunque no hacía falta.

— Dale, hacete el ofendido, seguro. ¿No hay papel? ¿Vos tenés papel ahí dentro, Héctor?

— Nunca hay papel en un baño público, infeliz. Siempre me traigo en el bolsillo.

— ¿Andás con papel higiénico encima? Jodeme. 

Raúl se puso a reír. 

— Bueno, dame un poco, que me meé la mano y tengo que lavarla y no hay nada para secarlas.

— Secátelas con la camisa, ya que te hace tanta gracia que uno sea precavido.

— Toda la mala onda encima, loco. Ya está, acá hay papel en el tacho de la basura… le saco esta parte que está sucia y… listo. Con esto me alcanza. Che, Héctor, posta boludo, decime qué te pasa. Te juro que me hiciste calentar. Dale, decime.

Con el revés de la mano le dio golpecitos a la puerta detrás de la que estaba Héctor. Esperó unos segundos y repitió la operación.

— Podés dejarte de joder y volver a la mesa. Cago y vuelvo. 

— Es que con la cara de ojete que tenías, tengo miedo que cuando te vayas a limpiar el culo te equivoques y te pases el papel higiénico por el rostro. 

— Te lo voy a meter en la boca al papel, con caca y todo. Además, qué te importa a vos cómo trato a mi familia. Ya fue loco, dejame cagar.

— Si me invitás a comer con ellos y después te comportás como un pelotudo, claro que me importa. Además, me cansé de tener que decir alguna ocurrencia para disimular un poco tus desplantes. Y tarde o temprano, si tu actitud viene por ahí, se los vas a tener que decir.

Héctor se quedó en silencio. Raúl estaba apoyado con la espalda en la puerta. 

— ¿Es eso, no? ¡Mirá como te conozco! No te puedo creer que por eso, estés así. Hay que ser pelotudo Héctor. Hay que ser pelotudo.

— ¿Cómo podés saberlo vos? Si nunca te arriesgás por nada.

— Que yo no tenga huevos para esas cosas no significa que no valore al que lo tiene. Si total, se los digas o no se los digas, lo vas a hacer igual. Ahora decime la verdad, esta comida... ¿la armaste para informarles de tus planes?

Silencio.

— El que calla otorga. Ok. No te animás. Bien. Comparado a lo que vas a hacer, parecería algo menor. Pero se ve que no. No te preocupes Héctor, vos cagá tranquilo, que vuelvo a la mesa y se los cuento yo.

— ¡Ni se te ocurra Raúl! ¿Raúl? ¿Te fuiste? ¡Volvé acá! ¡La concha del mono, ni se te ocurra!

Héctor buscó desesperado el papel en el bolsillo, se limpió con dos manotazos, se levantó los pantalones casi a los tropiezos y sin acomodarse la camisa, abrió la puerta. Raúl estaba de brazos cruzados, sonrisa de oreja a oreja, observándolo a dos metros de distancia.

— ¡La puta que te parió! Me vas a infartar.

Raúl se acercó y lo abrazó.

— No creo imaginarme lo difícil que es para vos confrontarlos y decirles, pero ahí voy a estar, boludo. Cómo siempre estuve con vos para todo. ¿O para qué somos amigos? 

Héctor se secó una lágrima de la mejilla. Luego fue al lavabo y se lavó las manos y la cara. Al no haber papel, se secó sin darse cuenta en el pantalón.

— Voy a cambiar de sexo. Solo eso tengo que decirles. No es tan complicado… ¿no?

— No. Va a ser más complicado para ellos procesarlo. Pero ya no es problema tuyo. ¿Estás bien?

— Si, dale. Vamos.

— Cómo voy a extrañar esta charlas en los baños públicos de hombres, no te das una idea. Lo que aprendo de vos, es increíble. Traerse el papel higiénico. Sos un adelantado. Y además, te vas sin tirar la cadena. Capo.

— Por qué no te vas a la concha de tu madre, pelotudo.


4 de septiembre de 2020

No son tiempos para Marlowe

Marlowe se hubiese cagado de hambre. Con ese pensamiento enciende la computadora cada mañana Enrico Chiessa, el otrora famoso detective privado porteño que usaban los famosos  y cuyo nombre solía salir en las revistas de chismes. Ahora, entrado en años y reemplazado en el ambiente de las estrellas por sangre joven, se dedica a casos menores que le llegan a través de las redes sociales.

Enrico descubrió, después de pasarla mal económicamente, que sus avisos en los diarios no servían de nada. En primer lugar, porque se vendían menos, y en segundo, pero no por eso menos importante, por el contrario, el punto vital en el asunto, porque la gente ahora tenía vidas de mierda y toda su existencia se reducía a lo que hicieran en Tinder, Snapchat, Facebook, Instagram o Twitter. 

No necesitaba enfundarse en un sobretodo y perseguir sigilosamente a personas por las calles de la ciudad, ni disfrazarse con pelucas y bigotes. En pantuflas, calzoncillos y camiseta, se acomodaba en su escritorio, mate cocido y tostadas a un lado, mouse del otro, y daba por iniciada su faena diaria de stalkeo, entrando a perfiles, haciendo capturas de pantalla, enviando exploits para poder acceder a cuentas de correo y creando perfiles falsos en toda red social en la que pudiera encontrar una pista.

El cambio, abrupto, lo obligó a conocer un poco más el uso de la tecnología. Más allá de pinchar líneas telefónicas o de ocultar micrófonos, su experiencia era nula. Hizo desde el curso básico de manejo de ordenadores y paquete Office, que no le sirve a nadie de nada, hasta complejos cursos de programación y uso de las redes sociales en modalidad de community manager. Allí fue que conoció a Lara, una jovencita de veinte años, cabello negro, ojos pintados de negro, labios pintados de negro, largos vestidos del cuello a los pies también negros. En realidad, ella lo conoció primero a él. Una tarde que la abordó, con la sola intención de saludarla, Lara, sin levantar la cabeza de su celular, le dijo: - Sesenta y ocho años, detective privado, tiene una operación del corazón, no fuma desde hace quince años, separado dos veces, tres hijas a las que ve una o dos veces por año, sin pareja actual, tiene un vecino malabarista al que odia y la última mascota que tuvo se le escapó por la ventana. Una causa pendiente con la justicia, por una denuncia de un famoso cantante. Si me toca, me dice un piropo, o amaga tan solo a invitarme a salir, alrededor de diez gigas de información sobre su pasado y cosas que ha hecho, saldrá a la luz de inmediato, afectando a la reputación de su familia.

Desde entonces, ella es su hacker en las investigaciones y quién le consigue la información más jugosa. No puede quejarse, hacen un buen equipo, por más que si se atrasa en hacerle la transferencia de dinero por su trabajo, ella vuelva a recordarle los diez gigas comprometedores. En el fondo, sabe que ella lo aprecia. 

Ser detective en los tiempos que corren, no solo lo obligó a actualizarse, sino que también lo hizo aumentar unos quince kilos. Ya no camina ni se pasea por la ciudad, a la que observa cada día por la ventana de su departamento en un octavo piso y que visita muy poco, solo para hacer las compras básicas para sobrevivir. Podría decirse que hace full home working, tan en moda últimamente. Se ríe de solo pensarlo, pero solo para no llorar.

Con resignación, moja las tostadas de a una en el mate cocido y se las lleva a la boca. Su trabajo solo se complica cuando la velocidad de internet está lenta. Se podría pensar que en plena pandemia, con la gente sin poder salir demasiado, las infidelidades se han reducido y el trabajo de detective mermado, pero no es así. Los cuernos en lugar de la oficina o en el asiento de atrás del auto, se ponen ahora en la habitación de al lado, o desde el celular, sentado en el inodoro. El ser humano no cambia, los celos siguen existiendo y si bien está cómodo en su casa, sin que nadie lo moleste, su trabajo, como la vida de los demás, se ha vuelto la bosta misma. Y si, no lo duda: Marlowe se hubiese cagado de hambre.


1 de septiembre de 2020

Cronómetro

Cuando de niño se lanzaba corriendo barranca abajo en dirección al río, solo soñaba con una cosa: ser la persona más rápida del planeta. El viento contra el rostro, el vértigo de las ramas y desniveles en el suelo quedando atrás a gran velocidad, junto a la fragilidad de sentirse vivo y al borde de la muerte al mismo tiempo, se convertían en su razón de ser.
En la escuela sufrió el aburrimiento de las clases de educación física, donde las rutinas se hacían repetitivas y correr era tan solo una de las actividades. Pero en el barrio encontró la manera de poder hacer aún más divertido lo que tanto le gustaba. Carreras por dinero.
Durante años compitió en la clandestinidad de las calles de su ciudad. Le gustaba mucho cuando llegaba un desconocido y al verlo tan joven, lo retaba por mucha plata. Más le gustaba cuando tras la paliza, veía el rostro furioso del derrotado. El cronómetro no mentía, sus piernas eran más rápidas que las de cualquier otro.
Tenía quince años cuando apareció Lamberti. Era un tipo que vestía bien y que cualquiera podría pensar que se trataba de gerente de un banco o una empresa. Pero Lamberti era un buscatalentos. Trabajaba para la comisión olímpica del país y recorría cada provincia siguiendo rumores o noticias sobre atletas fenómenos que no sabían ni siquiera que lo eran. Incluso, en algunos ámbitos, se rumoreaba que las competencias en clandestinidad las impulsaba el propio Lamberti, con el deseo de hacer salir de dónde fuera a los futuros representantes nacionales en las competencias más importantes del mundo.

- Así que usted, Pedernera, es el que llaman “Piernas de fuego”.

- ¿Quién me llama así?

Lamberti le explicó cuál era su trabajo y lo que se propondría con él. La ecuación era simple. Con un entrenamiento de alto nivel, el sueño de convertirse en el hombre más veloz del planeta, podría convertirse en realidad. Trabajo, constancia, sacrificio. Eran palabras que el joven no podía asimilar. ¿Era un trabajo correr? ¿Constancia para hacer lo que deseaba más en la vida? ¿Sacrificio era sinónimo de placer? Algo no cuajaba entre el discurso y su realidad. Así que le preguntó algo básico.

- ¿Voy a ganar dinero con esto?

El buscatalentos se frotaba las manos con alegría. Había encontrado una verdadera aguja en un pajar, no necesitaba demasiadas pruebas. Le bastaron cinco o seis carreras bajo las farolas de la calle para, cronómetro en mano, registrar tiempos fuera de lo común. ¿Si iba a ganar dinero con esto? ¡Ambos iban a ganar dinero con esto!

El adolescente volvió a su casa entusiasmado, preparado para hacer el bolso y partir al día siguiente con Lamberti para comenzar las pruebas en un centro de alto rendimiento deportivo, a unos kilómetros de distancia. Pero sus padres pusieron el grito en el cielo. ¡De ninguna manera! ¡No vas a ir a ninguna parte! Fue un escándalo, con gritos y platos rotos. El chico se marchó igual y los padres, lloraron abrazados en silencio durante gran parte de la noche.

Las primeras pruebas fueron de velocidad. La pista que tenía por delante no se asemejaba a ninguna barranca ni calle que hubiese visto antes. Aquello era maravilloso. A la orden de Lamberti las piernas lo lanzaron al recorrido como una bala se lanza hacia su víctima. Increíble. Todos los presentes quedaron con la boca abierta, incluso los otros atletas que estaban concentrados en sus rutinas de entrenamiento. El pibe Pedernera había hecho el recorrido más rápido que nadie, batiendo el récord de la pista. 

En cada salida, el tiempo se iba bajando. Era inaudito. Imposible no imaginarlo en lo alto del podio, el himno nacional sonando en el aire y la medalla de oro en el pecho. El muchacho podía darse cuenta de lo impactados que estaban todos.

Luego fueron a otro sector del predio, que se parecía más a una clínica que a un centro deportivo. Allí, le informaron, le harían todos los estudios médicos.

Esa tarde se la tomaron libre, y Lamberti, casi como a un hijo, lo llevó por la ciudad, mostrándole lugares turísticos e históricos. Por la noche, volvieron al completo deportivo, dónde le habían preparado una habitación. Descansó como nunca, con la tranquilidad de un campeón.

Se levantó temprano y como se lo imaginó, la pista estaba vacía. Corrió durante dos horas, en total soledad. Nunca se había sentido tan bien. Lamberti entró por una puerta lateral, con una carpeta en la mano. Venía mirando unos papeles y caminaba muy rápido. El pibe se acercó para saludarlo. Lamberti, en cambio, le arrojó la carpeta por la cabeza. - ¡Un cronómetro! ¡Tenés un maldito cronómetro en lugar de un corazón! ¿Qué carajo sos, pibe? ¿Quién mierda te hizo eso? ¡Es imposible que compitas, no sos humano, sos un…humanoide!


El taxi lo dejó en la puerta de su casa. En la puerta, sus padres lo esperaban con caras de tristeza. No necesitó decirles nada. Lo rodearon con abrazos y los tres lloraron en silencio. En algún momento debían decirle la verdad. Lástima que la vida fue más veloz que ellos para dar la noticia.