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29 de diciembre de 2011

El encanto de las serpientes

Era su primera visita a un psicólogo. Desde que tenía uso de razón, sentía adversidad sobre las personas que acudían a estos especialistas. No encontraba lógica alguna en el hecho de sentirse bien a partir de contarle a un desconocido cosas personales. Se le antojaba un profesional a medias, una especie de chanta con título, que lo único que haría mientras durara la consulta sería escucharla y mover la cabeza, asintiendo o negando, según correspondiera la situación. Llegó repleta de preconceptos y mucho disgusto. Esto último debido a que en su casa la habían obligado a ir.
Su padre estaba preocupado, lo mismo que su madre. Pero no fueron ellos quienes más insistieron, sino su hermana. Había existido desde que eran chicas una reticencia a hablar de problemas particulares entre las dos jóvenes. No eran los tres años que separaban una de la otra, sino la personalidad que poseían. Ella era menos segura, no tan linda y algo más inteligente; y su hermana, hermosa, despreocupada por el estudio y ferviente partícipe de evento social que se preciara de tal. Sin embargo, para sorpresa de ambas, la mañana en que ella estaba llorando desconsoladamente, su hermana abrió la puerta de la habitación y tras acomodarse a su lado en la cama, la escuchó durante hora y media y le habló durante un lapso similar, no solo demostrando tener los pies sobre la tierra, sino un conocimiento sobre su persona que jamás hubiese pensado.
Su hermana era la mayor y la que más libertad tenía a la hora de salir de la casa. La vida que llevaba parecía tener la luz de los días, mientras que la suya, solo las sombras de media tarde. Pero algo de esa luz la alcanzó en aquella charla y finalmente cedió. Por eso aguardaba ahora con paciencia su turno, en una sala pequeña, de banquetas verdes y una pequeña mesa en el centro, donde solo había una revista del cable.
Un cuadro en la pared mostraba a una niña corriendo entre flores de todo tipo. El celeste acuarela del cielo contrastaba con la diversidad de colores que se mezclaban en formas de flores. Un solo detalle la sobresaltó en su silenciosa observación. Una serpiente que aparecía escondida entre unos tallos, a pocos metros de la pequeña. Aquello la desconcertó. ¿Estaba la serpiente esperando atacar a la niña? ¿Tan solo era un detalle más del cuadro? ¿Acaso el pintor lo había hecho con un significado? ¿O esa serpiente era fruto de su imaginación?
La puerta del consultorio se abrió a sus espaldas. Salió una mujer de unos treinta y algo, junto a un niño de unos ocho o nueve años. El chico iba llorando. Intentó sonreírle a la pasada, pero su pobre esfuerzo no llegó a los ojos del pequeño. En cambio la otra mujer, con seguridad la madre, si la vio pero hizo caso omiso y pasó a su lado sin siquiera dirigirle un saludo.
Se quedó observando como se iban por la puerta de calle, que al abrirse filtró un poco de luz del exterior. Si no fuese que el psicólogo la llamó por su apellido, se habría quedado mirando ese espacio en el suelo donde el sol había hecho brillar la superficie unos instantes, para luego quedar sumido otra vez en la opacidad en la que se encontraba el resto del lugar.
El hombre al final no era ningún cuco y no solo escuchaba, sino que también le hablaba. Y preguntaba. Demasiado tal vez. Lo más difícil fue explicarle el verdadero motivo por el que estaba allí. Había otros, como ser la insistencia de sus padres y el calificativo de "persona negativa" que todos le ponían ante sus frases y acciones. Sin embargo la esencia de su presencia allí radicaba en aquella charla con su hermana, en la intimidad de la cama en la que dormía desde que era una pequeñita. E increíblemente, el cuadro de la sala de espera le había recordado parte de esa conversación. La idea de esa serpiente entre tanto color y alegría, le había dado escalofríos, de la  misma manera que su constante forma de ver las cosas le ocasionaba malestar y depresión.
Aquella serpiente era la perversidad personificada, la maldad plasmada en un detalle casi ínfimo, pero presente, esperando su momento de atacar y terminar con todo lo bello. Aquella pincelada de forma alargada y escamosa era el verdadero significado de aquella imagen. Ignoraba quién lo había pintado, pero lo comprendía. El mal no necesita ser inmenso para asustar. Puede parecernos insignificante y de golpe, devorarnos.
Cómo un cáncer.
Un ataque cerebro vascular.
Un infarto.
Un conductor ebrio.
Una maceta mal colocada en el balcón de un séptimo piso.
La vida es un escaparate de maldad. No siempre visible, muchas veces disfrazada. Pero siempre latente, esperando la oportunidad de arrojar una sombra sobre la luz, de esconder la belleza, de robar la felicidad. No sabía si el psicólogo la entendería y tampoco lo esperaba. Pero era cierto, necesitaba hablarlo con alguien más.
Sus miedos se remontaban a sus primeros años. Pero no había sido hasta el último invierno que se convirtieron en pesadillas. Desde que había aprendido a caminar, la curiosidad era su mejor compañera. Dado que su hermana le prestaba poca atención, se había apañado en sacarle fruto a sus horas en soledad. Se creía una exploradora y así fue creciendo, siempre con su afán aventurero, recorriendo techos, subiendo árboles, devorando libros y libros, alimentando sus conocimientos y al mismo tiempo, abriendo nuevas puertas con renovadas preguntas y más desafíos para su apetito mental.
Y sumando miedos, claro está. Porque aprendía de enfermedades, de la muerte, de la locura que se instalaba en ciertas personas convirtiéndolas en psicópatas, asesinos o violadores. Se asustaba con la contaminación, con los cambios climáticos, con el incremento de la mortandad infantil, con la hambruna que arrasaba ciertas regiones... saber implicaba el riesgo de no tener los paliativos para todo aquello que ella anhelaba confrontar y remediar.
Pero esos eran solamente sus miedos. Había algo más que comenzó el último invierno. Y al querer hablar de eso, desvió la mirada del psicólogo y la llevó a sus brazos: la piel erizada y fría, un cierto temblequeo en sus articulaciones. Sintió como las lágrimas comenzaban a formarse en sus ojos. Ese algo más que escondía como algo horrible que llevaba dentro crecía y era hora de enfrentarlo. Así se lo había hecho saber su hermana.
- Nuestra fuerza proviene de cuánto deseemos estar bien, Ana - le había dicho antes de abrazarla y abandonar el cuarto.
Para estar bien, debía mirar a los ojos a aquello. Y para ello, debía utilizar toda su fuerza. Juntó el coraje y devolvió la vista al punto fijo que se había impuesto: el psicólogo. ¿Cómo explicar esa fuerza sobrenatural que llegó aquel invierno, ese poder que le permitía detectar la maldad alrededor, por minúscula que sea? ¿Cómo explicarle a ese hombre tan común, bien vestido, con un título universitario en la pared, que la maldad es como el polvo que se respira por el sencillo acto de estar en el aire que permite sobrevivir? ¿Cómo decirle, en pocas palabras, que el mal es parte de todos y que de una u otra manera, se hace uso de éste en algún momento dado la vida? ¿Cómo hacerle entender que por momentos no podía discernir si acaso veía lo que creía ver o simplemente era producto de una mente desbordaba por la negación, que de tanto temer a lo malo, lo había convertido en su eje de existencia?
Había llegado el momento de hablar y ahora le temblaba la boca y le palpitaba el corazón. ¿Y si estaba loca? ¿Y si todos aquellos que le decían en broma que le faltaba un tornillo, en definitiva tenían razón? ¿Y si acaso no solo era negación, sino también demencia? ¿Había sido el acto de su hermana de convencerla tan solo cariño y bondad o un esfuerzo último de repulsión para sentarla en el banquillo de los acusados donde la tildarían oficialmente como carente de cordura?
Estaba allí y no tenía otro camino. De repente, esa luz que tantas veces veía en otros, iluminó su mente. Para estar bien, debía ser fuerte. Era verdad. Pero ante todo, debía seguir siendo ella, para mal o bien. Exploradora, curiosa, inteligente.
Miró al profesional a los ojos y con voz clara y precisa, le preguntó:
- ¿Qué le transmite la serpiente del cuadro que está en la sala?
Y en silencio, esperó su destino.

26 de diciembre de 2011

El frasco de vidrio

El paso del tiempo obligaba a buscar cada vez más lejos los recuerdos felices. Le ocurría como cuando niña, que quería buscar los caramelos que estaban al fondo del frasco de vidrio y su bracito no los alcanzaba. En aquel entonces, era su abuelo el que tomaba el recipiente con sus enormes manos y como si no pesara nada, lo inclinaba para que ella se hiciera con su premio.
Pero de eso habían pasado años y años, una inmensa capa de polvo cubría todo lo que había rodeado esa escena, única que lograba escapar de los tropezones de la mente en ese laberíntico sobrevivir al paso de las décadas.
Su andar se había vuelto lento, casi un suplicio. La vista era un pálido espejo de colores moribundos con eternas neblinas que la sumían en una oscuridad repentina. Ni siquiera el oído era el fiel amigo de antaño. Y sus manos, vencidas por la artritis, apenas una sombra de aquellas que supieron acariciar.
No obstante, ella dejaba su cama y atendía la casa. Salía a la calle y saludaba a sus vecinos y a todo aquel que la quisiera saludar. Celebraba cada comida con alegría, sabiendo que otros no tenían que comer. Lavaba la ropa y aseaba las habitaciones. Barría el patio y también la vereda. Hasta se cruzaba la calle para comprar al fiado en el almacén de Oscar.
Nunca abandonaba la sonrisa, ni los días de lluvia en los que no se animaba a andar por miedo a resbalarse. Ni cuando sus hijos y nietos prometían visitarla y brillaban por su ausencia. Ella sonreía igual, no importaba que pasara.
Y lo hacía por una sola razón. No quería que la muerte la sorprendiera en el momento cúlmine, porque como su abuelo le había enseñado, en aquel pasado tan distante y esquivo, nada mejor que una sonrisa para aliviar disgustos ni nada mejor que la risa para abrazar a un enfermo.
A pesar de todo, la sonrisa y la risa seguían allí. Y con seguridad, cuando ya nada quedase, seguirían estando. Como aquel bracito de niña, la vida siempre se quedaba corta. Y nada mejor que su abuelo y su sabiduría para ayudarla a alcanzar a ser feliz.
Para eso no había edad ni excusas.

23 de diciembre de 2011

Fuego en el cielo

El silbido es la antesala del final. El sonido agudo que atraviesa la paz, que la destroza y hace añicos. Y a lo lejos, los fuegos en el cielo, estallando en mil colores como una arcaica celebración. Los niños corren por las callejuelas sucias, sus pies repletos de barro y arena. Los apremia una promesa de salvación, del otro lado de las trincheras.
La sangre hierve joven, inconsciente y detrás del terror una mueca sonriente pretende hacerse a la luz. Pero los disparos silban cerca. Apenas una delgada línea los separa de la muerte, pero siguen adelante, mientras el polvillo y el escombro que la munición le roba a la pared se desparrama a sus espaldas.
Se han criado con ese ruido y los colores en el cielo. Esas luces que en la noche parecen inundar la negrura, para estallar en matices hirientes una vez que tocan la tierra, llevándose vecinos, familiares y amigos. Quedan los restos de un pasado que no volverá a ser, que no sueñan con volver a ver.
El mundo parece absorberlos, pero ellos siguen corriendo, metiéndole piernas a sus ganas de seguir vivos, encorvando sus cuerpos, agachando la cabeza, doblando en los recodos a tiempo, jadeando sin cesar, respirando con la boca abierta y al borde del desmayo, ya sin aliento.
Y la trinchera se antoja lejana, distante, como un oasis, un país lejano, una promesa de ayuda que no llegará, de paz que nadie querrá, de felicidades que sus corazones ya no albergarán. Hay ardor en los pies descalzos, en la piel desgarrada por los silbidos que apenas pudieron esquivar. Pero no se resignan, porque resignarse es lo mismo que morir. Y la vida, por más penosa que sea, es vida. Es un don. Es un regalo. Es un placer incluso en el dolor, es una sonrisa detrás de una mueca de terror.
Y es la trinchera justo delante de los ojos, para quedar otra vez a salvo. Se arrojan salvajemente del otro lado, poniéndose a resguardo. Los niños están agitados pero así y todo se miran unos a otros y comienzan a reír. Están todos, cansados, pero vivos. Y eso solo, amerita la risa. Una risa carente de felicidad, pero repleta de otra cosa: satisfacción.
Uno de los niños saca de una bolsa varias varillas de pan y media torta, lo poco que han podido robar de los restos de la panadería más cercana. Y lo ofrece a los más pequeños que esperaban allí en el refugio. Y con un hilo de voz, faltándole el aire, bendice la esperanza:
- Feliz Navidad, es poco, pero suficiente.

20 de diciembre de 2011

Fabricante de mentiras

Básicamente me dedico a eso. A mentir. Así me gano la vida y puedo enorgullecerme de hacerlo muy bien. Mi posición económica es muy buena, fruto de esa labor que tan bien desempeño. Se podrían escribir libros de mi, pero la mayor parte serían mentiras.
Llega un momento que son tantas las capas de mentiras que recubren mi figura, que ya no importa encontrar la verdad perdida en alguna parte. Incluso, se transforma en una nimiedad no menos insignificante que una mota de polvo.
Mis mentiras no son ficciones literarias, sino realidades disfrazadas, a veces hasta encapuchadas, destinadas a tomar como rehenes a los desprevenidos de turno. Pero nadie se entera, nadie asume su rol de víctima, porque nadie cae en la cuenta jamás que se enfrenta a hechos carentes de veracidad.
En una realidad ficticia, solo gana el que inventa las reglas o las impone. El secreto es crear la ilusión necesaria, el show de máscaras de plástico que van y vienen, el papel picado, la música, las palabras indicadas, e incluso, hasta inventar las oposiciones, los bandos contrarios, los reclamos, los pedidos de justicia.
En definitiva, para triunfar, es vital convertirse en un Dios, en alguien por encima de los demás, que puede decidir sobre los otros sin que los otros, se animen a replicar un pero. Hacerles creer que esas decisiones son vitales, que el beneficio es de ellos. Con el tiempo, las técnicas se han pulido.
Los métodos tiranos y autoritarios han dejado paso a otros más civilizados. Los semblantes ya no son los mismos. Hay más sonrisas, más acercamiento a las masas. Es más fácil mentir cuando la confianza existe, cuando el otro nos siente cerca.
Con la práctica, esto se convierte un arte y uno, en un artista. Basta un gesto para faltar a la verdad. Una insinuación puede dejar cavilando un eje cualquiera entre lo real y lo falso y sin embargo, no estar ni de un lado ni del otro, porque incluso, esa realidad donde cavila el eje, tampoco es verdadera.
La mentira en la mentira nos aleja más y más de la verdad. Y si alguien se atreve a buscarla, a traerla ante nosotros, diremos que es mentira, y a quién sino a un mentiroso, le cree la gente. Porque así está acostumbrada desde que el hombre se siente parte de una sociedad.
Lo habitual es lo que se convierte en corriente, la mentira es el plato del día, a toda hora, en todo lugar. Nos llega en muchas formas, nos embriaga de tal manera que no nos permite ver bien, nos engaña con una visión tan deformada como real, porque así nos hemos encargado que sea.
Me dedico a eso, a mentir una y otra vez, al punto de hacer de ello, ni profesión. Somos muchos, cada vez más. Es la manera más fácil y rápida de lograr poder. Uno vende lo que los demás quieren. Ellos tienen lo que quieren de uno. Mentiras y mentiras. ¿La verdad? Ya no vale la pena en estos tiempos que corren. Ya es tarde para ponerse a buscarla.
Miento si digo que necesito ocultar todo esto para ser elegido por la gente al cargo que aspiro. Pero mentiría más aún si dijera que con la mentira no se llega a ninguna parte.

17 de diciembre de 2011

Nada de luz

El hombre apartó una cortina y dejó a la vista una puerta que conducía a un pasillo de escasa iluminación. Apenas podían verse las figuras dibujadas en las paredes. Ella lo siguió con cierta vacilación. ¿Tendría acaso que limpiar allí también? Si, suponía que si. Pero el hecho de pensarlo, le daba escalofríos. En realidad, el museo mismo le daba terror, sobre todo al imaginarse sola con la oscuridad ya instalada en el cieloraso, cubriendo de sombras las cosas, sin más compañía que sus elementos de limpieza.
Sin luz aquel lugar parecía un pasaje a las entrañas de una casa embrujada. Incluso el sonido del piso de madera al sufrir el peso de ambos era el testimonio grave de un quejido. El hombre la condujo hasta una puerta que se erigía al final del pasillo. Era de chapa, antigua y un picaporte dorado coronaba la invitación que esperaba no le hiciera: Abrirla.
Pero eso sucedió. Supo antes de entrar que no era buena idea. De pronto, sintió una nostalgia enorme por sus pequeños, que había dejado en casa de su madre mientras ella se ocupaba de asistir a la entrevista de trabajo. Pensó en su marido, de viaje con el camión haciendo un flete a seiscientos kilómetros. Y que sería de las gallinas, sueltas en el fondo de la casa. Con seguridad al llegar la noche, el perro del vecino las destrozaría. Pero para entonces, ella ya no estaría...
El presentimiento era enorme. Sin embargo, a pesar de sentirse paralizada, avanzó. Siguió al hombre. ¿Acaso había alguna fuerza extraña que la obligara a ese andar autómata? No entendía la razón por la cual no se detenía y ya. Solo debía frenar sus piernas y pegar media vuelta. Recorrer de nuevo el pasillo oscuro pero en dirección contraria, atravesar todo el hall del museo y sus antiguos y extraños objetos y abandonar el edificio para regresar con su familia.
Solo debía hacer eso, pero no podía. Sus miedos parecían agarrotarle las piernas, en la misma medida que atenazaban su respiración y le quitaban el habla. Si tuviese que gritar, no podría. Se sentía prisionera en su cuerpo, una imbécil que miraba la espalda del hombre y lo seguía por ese lugar oscuro y tenebroso. Hasta que el hombre, se detuvo. En el mismo momento, ella hizo lo mismo.
La voz grave del encargado llegó a sus oídos, como proveniente de otra dimensión.
- Aquí, Susana, podrá guardar los elementos para la limpieza. Está oscuro porque a ellos, la luz les lastima los ojos. Así que por favor, ni siquiera use linterna en esta zona.
Susana miró hacia todas partes, pero no comprendió a lo que el hombre se refería. El lugar estaba oscuro, pero podía divisar las siluetas de los baldes, de los envases de detergentes y más allá, contra la pared, escobas, palos de piso y hasta un lampazo grande.
- Nada de luz Susana, ¿entendido? - preguntó el hombre.
La mujer, que iba perdiendo el miedo, asintió con la cabeza.
- Si señor Ramírez, nada de luz, no se preocupe.
El temor se había disipado. En su lugar había un dejo de preocupación sobre el pedido de Ramírez, no por el pedido en si, sino por la cordura del encargado.
Se retiró sin saber que más de doscientos pequeños ojos la observaban marcharse desde la oscuridad. Ramírez si lo sabía, pero había aprendido con los años a no molestarlos con la luz. Y si eso seguía así, nada malo sucedería.
Algunas risillas se escucharon en el pasillo, pero Susana las atribuyó equívocamente a su propia mente y un intento desesperado de enmendar el irracional miedo de minutos antes.
- Y recuerde Susana, nada de luz en aquel sector - volvió a decir Ramírez despidiéndola hasta el día siguiente en la puerta del museo.
La vio irse, resignado. Es que Ramírez ya había perdido toda esperanza de encontrar una persona que limpiara que respetara esa regla. Odiaba cada tres días tener que buscar una nueva empleada, tras desaparecer la anterior.

14 de diciembre de 2011

El trayecto final

Hay lugares comunes, recurrentes, que se transforman en parte de nuestro cotidiano existir. Sin premeditarlo ni tampoco desearlo, de pronto comprendemos que pasamos gran parte del día en sitios donde si tuviésemos que elegir, no estaríamos. Es así que si sumamos los minutos, al término de una semana quizá hayamos estado horas viajando en colectivos, otras tantas esperándolos, unas más en las colas para pagar los servicios y una eternidad en nuestro puesto de trabajo.
Dónde menos estamos y disfrutamos, es allí donde nos sentimos bien, que puede ser nuestra casa, la de nuestra novia, amigos, padres o la canchita de fútbol del picado de los viernes.
Lo cotidiano nos supera, nos roba la vida con verdadero empeño de hormiga. Molidos, a la noche, nos arrojamos al abismo del sueño casi sin darnos cuenta que el mayor tiempo que pasamos bajo lo que consideramos nuestro techo, lo hacemos durmiendo.
Y el día, lo vivimos casi corriendo: para llegar a tiempo al trabajo, a realizar los trámites, porque quedamos en vernos con mengano a tal hora, con fulano más tarde; y vamos de un lado a otro, sin detenernos. A veces extrañamos los años de la infancia, sin responsabilidades y mucha inocencia, y otras, los de la adolescencia, con miles de nuevos mundos detrás de cada esquina. Hoy el mundo se nos antoja anodino, repetitivo, casi un karma.
Mientras transitamos desde la última parada del día hasta casa, repasamos si algo de lo que hicimos a lo largo de la mañana y la tarde valió la pena, si acaso una de las tantas corridas para llegar a tiempo tuvo como beneficiario a uno mismo. Caemos en la cuenta que no, que todo es por un motivo ajeno, nada se hace por el bienestar propio. Incluso, se nos hace imposible recordar cuando fue la última vez que hicimos algo para sentirnos bien. Si incluso llevarla a ella al baile es para que no se enoje o haga una escena, o ir a lo de los chicos a jugar al póker lo hacemos para que no queden en banda. ¿Visitar a los viejos? Y si, es lindo, pero también, la idea es no recibir reproches. ¿Una salida a pescar, con amigos? Si, pero siempre mirando de reojo el reloj, porque quedan cientos de cosas por hacer en casa que dejamos para el fin de semana.
No disfrutamos, perdimos el gusto por ello. Y tampoco entendemos cómo es posible que antes nos resultara tan habitual y fácil de lograr. Pensamos que es culpa de la edad, que los años han pasado muy veloz e injustamente, que no solo es la barriga cada vez más prominente o el cabello que escasea en mayor abundancia, sino también el espíritu más avejentando, como aprisionado por enormes pilares del tiempo. El ánimo decae, a la risa de antaño le cuesta más desprenderse de nuestro rostro cansado, la paciencia no es la misma, el humor se ha vuelto huraño y la imaginación ha dejado de remontar vuelto.
Consecuencias de crecer y resulta preocupante. En el sentido de no estar preparado, de no conocer las formas adecuadas para contrarrestar esos cambios. Nos miramos al espejo antes de ir a dormir y el señor que vemos reflejado nos parece una persona lejana, ausente. Sin embargo, la reconocemos al instante. Es la que convive con uno desde que se tiene memoria, pero al mismo tiempo, ha dejado de serlo hace rato.
Y ese tramo final en el colectivo, ese trayecto con el que cierra su jornada, es el que termina de darle el cachetazo final. En un horario, además, de los denominados “pico”, que lo obliga a viajar parado, observa con indignación a gente mayor de pie, asida a las barandas y haciendo equilibrio en cada vaivén del transporte mientras jóvenes indiferentes ocupan asientos sin mayor preocupación. Aquello lo enerva y lo llama a la reflexión, se siente más viejo aún, a pesar de no serlo en edad. Y cuando parece que no solo basta con un día ajetreada, el hecho de estar exhausto, los apretones o empujones dentro del colectivo, la falta de educación de muchos, lo escucha. No lo cree posible, pero es verdad. Su oído no miente, su cabeza no se siente acribillada por algo imaginario, aquello es bien real. Está en el aire, lo envuelve, lo aturde, lo machaca. Supone que a los demás les sucede lo mismo y que luchan por reprimir sus pensamientos, que intentan alejar su mente a otra dimensión. Pero él ha perdido la capacidad, ya no sabe abstraerse y la sociedad y sus nuevos modos recaen sobre su ser, casi como una lápida.
La música, esa puta música estridente. Ese chillido proveniente de un celular con parlantes, ese “chi qui chin” “chi qui chin” propio del oprobio, que arremete con irreproducibles y asqueantes “psh psh psh” y cuyos versos remiten al espanto, a la degradación más baja del vocabulario humano.
Ese sonido llega a su cerebro y lo traspasa. Es un hierro caliente en su oreja, es una herida sibilante en su condición ciudadana, es la falta de respeto que desborda el vaso de paciencia que lleva en su interior. Y estalla.
- ¡Si tenés ganas de escuchar música, ponete auriculares la puta madre que te parió!
Vaya si lo hace. Está colorado, respira agitado. Y entonces dos grandotes con sombreros de viseritas y equipos deportivos se ponen de pie tres asientos a la izquierda. A uno alcanza a verle el celular en la mano, del otro solo recuerda su cara prepotente y el puño cayendo.
Solo sabe que hizo lo que cualquier hijo de vecino hubiese hecho. Revoleó su portafolio y se lo encajó entre el cuello y la mandíbula. El puño quedó en el aire, la figura se desplomó hacia atrás como un árbol viejo y vencido por el viento, mientras el compañero de prepotencia se hacía a un lado, ahora temeroso por la reacción de la que era testigo.
Se hizo un silencio repentino. El mundo se detuvo dentro de ese colectivo, a cinco cuadras de su parada habitual. Pudo darse cuenta como cada uno de los pasajeros e incluso el chofer, habían detenido la respiración. La escena parecía extraída de una película de alto presupuesto, sentía que si se apresuraba podía girar en trecientos sesenta grados alrededor del joven desplomándose. Pero sobre todo, se sentía bien.
Entonces la gente atinó a una sola cosa: romper en aplausos. Las palmas batieron al grito de vítores por la hazaña. La música ya no sonaba para todos, el portador del celular la había apagado y estaba ayudando a su golpeado amigo a ponerse de pie, para abandonar el transporte en la siguiente parada. No era tonto. Sabía que la multitud apretujada estaba ganando un factor crucial: el sentido de la unión.
Los aplausos llovieron a lo largo de esas cinco cuadras y sintió la gloria acariciarle el ego. La paz recorrió su cuerpo y se sintió en paz con aquello que lo rodeaba. Algo de la vieja esencia seguía aún en al aire. Algo no había perdido.
Esa noche descansó con una sonrisa y una verdad: aquello que nos hace mal no es siempre culpa de los demás, sino, de uno mismo que lo deja avanzar.

11 de diciembre de 2011

El bailarín de milonga

Pero a Mateo la idea le seguía pareciendo muy arriesgada. Y a pesar de todo, había dicho que si. El, que solo gustaba de bailar en milongas, si era posible cada noche, se encontraba agazapado dentro de un utilitario pequeño de vidrios polarizados, esperando que se diera la orden.
¿Pero cómo era que había llegado a esa situación? Si, su nulo carácter era quizá la razón principal, pero se habían presentado otras circunstancias, si es que podía llamarlas así.
El Tano podía ser una de las respuestas. Siempre fue una mala influencia. Desde pequeño, cuando cascoteaban a las hermanitas González, o molestaban a los niños del jardín que funcionaba en la misma manzana donde estaba su casa.
Había aparecido después de varios meses. Según sabía, estaba dejando pasar el tiempo, para que se enfriaran un par de enemistades que se había hecho por levantar apuestas clandestinas. Apareció de repente en La Crencha, donde iba a bailar los jueves, y como si esos meses no hubiesen transcurrido y al mismo tiempo, olvidara que había desaparecido debiéndole una buena guita, lo llevó hacia la barra.
- Mateo, me tenés que ayudar la semana que viene. Tengo un trámite.
La sola idea de tenerlo enfrente le daba un vuelco al corazón. Tenerlo cerca era sinónimo de vértigo, de problemas, de no saber como escapar. Ni siquiera valía la pena pedirle que hablaran más tarde, que Analía lo estaba esperando para bailar. El Tano no escuchaba. El Tano, en realidad, se cagaba en todos. Pero era el Tano. Su amigo de la infancia, de la adolescencia. Con el que más había compartido cosas a lo largo de su vida. Y por supuesto, el culpable de un sinfín de problemas.
- Tanito, mirá, depende... sabés que podés contar conmigo, pero estoy haciendo buena letra y...
- No se habla más Mateo querido. Te paso a buscar. Si es el martes por La Papirusa... ¿seguís yendo ahí los martes, verdad? Y si es el jueves, vengo acá.
- ¿Un trámite de noche, Tano?
El Tano sonrió. La pregunta estaba de más y Mateo lo sabía. Por más esperanza que albergara su corazón, la piedra de montaña será eternamente árida al tacto y el sol cegará siempre al que lo mire. Nada ni nada cambia, nunca jamás. Lo vio marcharse, mientras la música flotaba en el aire. Analía fue a buscarlo para salir a bailar, pero el desconsuelo atenazaba sus piernas.
Y ahora, allí en el utilitario, la sensación no se había disipado en lo más mínimo. Incluso, había crecido como un cáncer. Miró el reloj. Casi las tres de la mañana. Se imaginaba en la milonga, aprovechando el resto de energía para seguir moviéndose al ritmo del 2x4. Pero ni esa imagen le quitaba el miedo que galopaba con brío en su corazón.
No quería echarle toda la culpa al Tano. Pudo haber dicho que no y punto. O no aparecer ni el martes ni el jueves a bailar. Pero en el fondo sabía que quería estar. Su madre se lo había dejado en claro unos años atrás, tras echarlo de la casa: si defendía a su amigo era porque él era igual de delincuente. Podía ser verdad, o no. A veces se pensaba como un ángel protector del Tano, el que intentaba arrearlo por el buen camino. Y otras, se creía un tonto justamente por ese intento en vano. Pero como en las noches, alrededor de las mesas, era cuestión de seguir los pies del otro. Y él seguía los del Tano con armonía, como si fuese la dama de la pareja.
Algunos perros ladraban en un umbral cercano. No debía asomarse hasta tanto recibiera la orden, así que se mantenía abajo, con la cabeza casi sobre el asiento. El tiempo parecía hacerse eterno, prolongarse en cada partícula de aire que lo rodeaba. Su boca estaba áspera y pastosa. Casi no podía tragar saliva.
Y estaba el tema del dinero. De la ausencia del mismo, en realidad. Apenas si ganaba en la verdulería donde trabajaba algo como para poder invitar a Analía en las noches con uno u otro trago. Pero vivía al fiado, siempre suplicando unos días más para cubrir las deudas. El trámite del Tano podría brindarle un poco de aire, un respiro de unos meses. En la penumbra del utilitario sabía que responsabilizar al Tano no era la verdad en todo el asunto. Aunque reconocía que pensarlo así, le quitaba parte de la angustia que le carcomía el alma, más que nada al pensar en su madre, a la que no llamaba ni visitaba desde que lo echara de la casa.
Mateo se supo culpable de sus actos, de estar allí y de todo lo que pudiera pasar con su vida. La vida no tenía música de fondo. Cuando se estaba en el baile, se bailaba. No importaba cómo ni si se hacía bien o no. Por eso amaba las milongas, porque allí era otra cosa, allí sabía lo que hacía, era respetado por eso. En cambio, bajo las estrellas y la luna que alumbraba a todos por igual, era un don nadie, un tipo sin carácter que se metía en problemas por no saber hacer otra cosa, un perdedor sin prescripción.
La vida es una tortura en la que uno es el propio verdugo. Lo comprendia desde siempre, pero no conocía la salida para ese infierno. Sintió vibrar el teléfono celular en su bolsillo. Esa era la señal. Suspiró profundo y cerró los ojos. Las manos bañadas en sudor sacaron de la cintura el revólver y al fin se incorporó dentro del utilitario. Salió a la calle, recibiendo el abrazo de la noche como una mortaja milenaria. Cruzó la calle y dobló la esquina, tal como estaba pactado. Y dejó que la vida continuara, según lo que el destino había escrito para su existir en aquel arrabal de miseria.

8 de diciembre de 2011

Gracias carnaval

El pueblo era chico, como todo pueblo. De veredas anchas, árboles altos y viejos, y gente sentada en la puerta de sus casas.
Esa tarde no era como cualquier otra, había mucha expectativa. Las calles, que en las tardes de verano solían estar desiertas, el movimiento de niños y jóvenes era continuo. Los más grandes observaban sonrientes ese ir y venir, un desgaste sano de energías.
Los más pequeños corrían con globos de agua, apuntándose entre si y arrojándolos con fuerza, con el fin de alcanzar a otros y reír con ganas en caso de alcanzar el objetivo de mojarlos.
Quiénes habían superado los doce años pero no habían llegado a los quince, no corrían a nadie, sin embargo, ayudaban en todo a los más grandecitos. Y el resultado de ello se podía ver en el centro de la calle principal del pueblo: un carro, colorido y enorme, que acompañaría a la comparsa en el carnaval de la noche.
Lo jóvenes trabajaban sabiendo que no tenían demasiado tiempo para terminar de ornamentarlo, sin embargo eran prolijos y cuidadoso en cada aspecto. ¡La primera participación en mucho tiempo del pueblo en el carnaval de la ciudad lindante no podía quedar librada al azar!
Algún que otro hombre de edad, testigo o partícipe de antiguas comparsas, se acercaba para observar o aportar consejos. Los pocos adultos que colaboraban, en cambio, dejaban que fueron sus hijos los que llevaran adelante la iniciativa. Ellos habían impulsado la idea y por lo tanto, eran los merecedores de hacerla realidad.
La música de la comparsa se escuchaba en todo el pueblo. Practicaba desde hacía un mes en el predio del colegio, al menos cinco horas diarias. Eran cincuenta y para la ocasión se habían confeccionado trajes de colores vivos, con mucho amarillo y verde.
El acontecimiento había revolucionado a los pocos habitantes y todos, en mayor o menor medida, estaban involucrados. Todos salvo don Ignacio, que mientras el resto de la gente participaba colaborando o aunque sea, observando, se encerraba en su casa, buscando distracción en sus gallinas y patos.
- Vamos don Ignacio – le dijo Agustín, su nieto más chico, pero el hombre, que peinaba canas desde que tenía memoria, rehusó con un simple gesto y siguió encorvado sobre los bebederos de sus aves.
El pequeño Agustín entre desilusionado y preocupado, recurrió a su mamá. Le costaba ver a su abuelo, una persona alegre y entusiasta, de esa forma. ¡Era el carnaval! Todos tenían que estar contentos.
Su mamá le acarició la cabeza, acomodando los rulos que el viento, en su jugueteo, había movido hacia todas partes.
- El nono está bien, no te preocupes - le dijo. Pero algo en sus ojos, quizá un dejo de tristeza, le hizo sospechar que no era tan así.
Salió a la calle, donde estaban sus hermanos y amigos. Se agachó justo a tiempo para evitar un globo con agua en la cara. Al instante estaba persiguiendo a sus atacantes, mientras reía a carcajadas.

Las gallinas picoteaban el balanceado, mientras se empujaban entre si. Más allá, los patos, se bañaban en el estanque que les había hecho. Escuchó los pasos a su espalda y luego la delicada voz, que como cada vez que la oía, colmaba su alma de calidez.
- Papá... tenés que hablar con Agus, sabés lo que te adora y te ve así, tan triste...
Ignacio se puso de pie, pero solo para dirigirse a un tronco que servía de banco. Invitó a su hija sentarse a su lado. Meditó unos minutos en silencio y luego le contestó.
- Marisa, sabés lo que significa el carnaval en mi vida, te criaste viéndonos con mamá bailar en lo más alto del carro del pueblo, mientras el pueblo entero nos aplaudía con felicidad. Después que ella... - su voz se quebró, vaciló un instante – después de aquello, el carnaval me la recuerda tanto que no puedo soportarlo.

Su hija le tomó la mano. Ella se había separado de su marido dos años antes y le costaba entender como sus padres habían podido estar tanto tiempo juntos. Y hubiesen estado toda la vida, si la enfermedad de mamá no lo impedía. Pero no solo compartieron la vida, sino aquello que los hacía realmente felices: el carnaval y la comparsa.
- Hay algo papá que jamás te dije. Cada vez que te veo y que estoy con vos, me resulta imposible separar tu imagen de la de mamá. Pienso en vos y automáticamente, en ella. ¿Te das cuenta si por ese motivo, entonces, te dijera que no quiero verte?
Su padre levantó la vista hacia ella, hacia ese rostro angelical que viera crecer desde sus primeras horas.
- Es distinto... - se excusó.
- No papá, no lo es. Aquello que el pueblo está disfrutando afuera, en la calle, es lo que te hizo sentir vivo toda la vida, a vos y a mamá. Y de golpe, porque ella no está más, pasa a ser lo que más odiás.
- No nena, no es que lo odie...
- ¿Entonces? Si no lo odiás, acompañá a tu nieto, contale quién eras, cómo es que esa persona que tanto admira y sigue a todas partes, cuando era más joven era el rey de la comparsa y cómo, lo más importante – Marisa se enjugó una lágrima – tenía a su lado a la reina más hermosa del planeta.
- No... no puede corazón.
Marisa se puso de pie y lo besó en la mejilla. “Si, podés” le susurró al oído y se metió en la casa.
Las gallinas cacareaban a sus pies, pero no se percataban que también él estaba llorando.

- Mamá ¿a que hora salimos? Ya se están llevando el carro a la ciudad.
- No hay apuro Agus, ellos tienen que ir antes, para preparar todo. A nosotros nos pasa a buscar la tía Cecilia en un rato.
El chico puso cara de fastidio y se dejó caer en el sillón delante del televisor. Su hermano más grande se estaba bañando y el que le seguía aún estaba jugando en la calle.
- ¿Qué te pasa? - le preguntó la madre al pasar por delante de donde estaba sentado.
- Es que quiero ir a ver como se preparan.
- Agustín, por favor, ya vamos a ir.
El niño quedó solo ante el televisor sin encender. Por la ventana vio a su abuelo, aún en el patio. Supo que había escuchado la conversación, por la forma en la que lo miraba y porque esa ventana no tenía vidrio.
Lo llamó con un gesto. Agustín salió al trote. Al llegar al patio, su abuelo estaba abriendo el portón del fondo del patio.
- Vamos pequeño, a dar un paseo.
El niño sonrió ante la invitación y subieron a la vieja camioneta del abuelo. Cuando el motor se puso en marcha, Marisa se asomó al patio.
- Eh, ¿dónde van? ¡Agustín todavía tiene que bañarse!
Recibió como respuesta un dedo en alto por parte de su padre y la manito agitándose en forma de saludo de su hijo.

Cecilia conducía tomando todos los recaudos posibles, lo que hacía un viaje corto, como el que tenía hasta la ciudad, de apenas unos diez kilómetros, una eternidad. Si bien Marisa estaba acostumbrada, el hecho de no saber donde estaba su hijo y su padre hacían que el viaje le pareciera un verdadero fastidio.
- Tranquilizate, nos deben estar esperando en el bar de la plaza, tomando una gaseosa. Hacete cargo nena, vos convenciste a papá que llevara a Agustín al carnaval y eso es lo que seguro hizo – Cecilia habló sin despegar un segundo la vista del parabrisas.
- Si, pero me hubiese avisado. Sabés que no me gustan que salgan sin llevar teléfono. ¿Y si les pasa algo?
En el asiento trasero, los niños jugaban ajenos a la conversación, inmiscuidos en su particular mundo, impacientes por llegar y disfrutar del desfile, las comparsas y por supuesto, todo el algodón de azúcar que pudieran comer.


El bar de la plaza estaba atestado de gente, pero no había indicios de don Ignacio y Agustín. Marisa estaba preocupada, pero intentaba disimularlo. En tanto, renegaba con sus otros dos hijos, que no se quedaban quietos.
- Relajate querés – aconsejó su hermana – Ya van a aparecer, sabés como es papá.
El desfile por la calle principal arrancaba aplausos y gritos entre la multitud. La música hacía vibrar el aire, desde la veinte de altoparlantes dispuestos de un lado y otro de la avenida. En el cielo estrellado, fuegos artificiales coronaban una fiesta gigantesca, en la que la mayoría de los pueblos de la zona estaban representados.
Entre tanta gente, era difícil reconocer a los vecinos del pueblo, pero Marisa no perdía oportunidad, cuando se cruzaba con uno, de preguntarle si había visto a su hijo o a su padre.
La música que llegaba de los parlantes le resultó conocida. Era la que utilizaba la comparsa del pueblo. Del otro lado de la calle vio a un grupo de conocidos que vitoreaban dando saltos en el lugar. Miró hacia la otra punta y a lo lejos divisó el carro y la comparsa del pueblo.
Se veían preciosos, con esos trajes coloridos, las plumas que las chicas llevaban tan bien y el carro, sin dudas pintoresco y uno de los más vistosos hasta el momento.
Sus hijos se escaparon para llegar hasta el borde de la vereda y poder así, apreciarlo mejor cuando pasaran por donde estaban ellos. Quiso detenerlos, pero dejó que fueran. Ella hacía lo mismo cuando era pequeña para poder ver a sus padres, encaramados en lo alto del carro, bailando y disfrutando.
Miró hacia aquel lado. Hasta le parecía ver la figura de su padre en lo alto, bailando al ritmo de la música. Cuántos recuerdos despertaban, todos felices. Si mamá viviera...
Sacudió la cabeza, debía dejar los recuerdos de lado. Le hacían ver visiones. Sonrió. Podía haber jurado que había visto a su padre en el carro. Miró otra vez. No podía ser. Buscó a su hermana con la vista, pero se había alejado unos metros.
La comparsa avanzaba y las luces lo hacían todo más nítido. Ahora si, no le quedaban dudas... ¡era su padre! Y bailaba, sonreía, hasta tiraba besos y... Marisa se llevó la mano a la boca, mientras dos lágrimas le caían por las mejillas. A su lado, intentando imitarle los pasos, bailaba su hijo. Abuelo y nieto, los reyes de la comparsa. Sus ojos se nublaron, pero ya no estaba triste ni enojada.
Cuando pasaron frente a ella, su hijo gritó su nombre, bien fuerte. Marisa les mandó besos con la mano, a los dos.
Entre tanta gente, la música, los fuegos de artificio y la emoción, sintió por un instante que su madre la abrazaba.
- Gracias carnaval, gracias – murmuró, al mismo tiempo que sus otros dos hijos volvían a ella.

5 de diciembre de 2011

La conspiración de los ladrones

Durante meses se juntaron en un sótano de la calle Moreno, en el viejo barrio Las Callejuelas del Olmo. Los vecinos veían llegar personas sospechosas, enfundadas en trajes oscuros o llamativas prendas que cubrían sus rostros, pero por miedo, se alejaban de las ventanas y ni se les pasaba por la cabeza el llamar por teléfono a la policía. En Las Callejuelas todo se sabía tarde o temprano.
Las reuniones se prolongaban largas horas y cada vez eran más los que asistían. Llegaban en coches viejos o motos, con los motores apenas ronroneando, en el mayor de los silencios. Se iban muy tarde, cuando el barrio dormitaba ataviado en pijamas de algodón. Algunos dicen haber visto las luces bajas reflejadas de los vehículos a través de las ventanas, mostrando el ocaso de aquellas noches.
De un momento a otro dejaron de juntarse. El plan se había puesto en marcha y aún se ejecuta. Todos somos víctimas de ellos, a veces sin darnos cuenta. Sigilosos y casi inadvertidos, los ladrones merodean calles y ciudades, pueblos y avenidas.
Roban lo más valioso que nos queda, de manera organizada y sin vergüenza alguna. Nos despojan sin que comprendamos exactamente qué. Para cuando todos puedan darse cuenta y entiendan la gravedad del asunto, ya será muy tarde.
Los que hemos descubierto el eje de esta conspiración, tememos lo peor. Su accionar es sencillo, premeditado. Nos detienen en una esquina cualquiera y nos hablan, de esto y lo otro, o nos preguntan la hora, el tiempo, el día, tal calle, tal cruce, tal salida a la autopista. Si acaso recordamos a fulanito o menganito, o nos hablan de recuerdos muy lejanos, en los que tardamos en caer.Y así, de a poco, nos roban el tiempo. Nuestro tiempo.
Nos van sacando segundos, minutos, horas, que nunca llegaremos a recuperar. Algunos nos hemos avivados y hacemos caso omiso a los desconocidos que nos detienen por nada. Y sin darse cuenta, muchos conocidos se han hecho cómplices, repitiendo los mismos artilugios. Es que la conspiración es tan grande que es imposible detenerla. Muchos se han sumado a la causa sin habérselo propuesto.
Hoy en día existe gente robándole el tiempo a otros a cada paso. Aún no podemos determinar que hacen con el botín. Lo único cierto es que cada vez disponemos de menos tiempo para nuestras vidas. Por eso, no doy la hora, no devuelvo un saludo ni me detengo a conversar del tiempo.
Sólo el egoísmo nos salvará de esta conspiración de los ladrones. Sólo eso.

2 de diciembre de 2011

Los soñadores

Se dedicaban a soñar. El trabajo les resultaba relativamente fácil. Llegaban con sus ideas y les pedían que las soñaran. Ellos cumplían, por un módico precio.
Llegaban enamorados desilusionados queriendo que les soñaran una nueva oportunidad o el desengaño de una infidelidad. Y ellos lo soñaban.
Acudían poderosos en sus autos de lujo, exigiendo sueños donde se adueñaran de todo. Y ellos, lo soñaban.
Uno tras otro, no dejaban de llegar.
Políticos con anhelos de grandeza.
Pobres con deseos de revancha.
Deportistas con hambre de gloria.
Laburantes con esperanza de una mejor vida.
Jóvenes con un gran futuro en sus ojos.
Y ellos todo lo soñaban.
Advertían, cuidadosamente: "Si experimenta una sensación de felicidad por la mañana, no tema, es que lo estamos soñando. Pasa que no me quedó ningún turno para la noche y lo puse en el sueño de las 10.30 horas".
La gente se iba satisfecha. Al menos en los sueños de otros, obtendrían aquello que no les permitía dormir en paz.