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22 de septiembre de 2020

Instante último

Tiene su gracia, lo admito. El observar la desesperación, la angustia, el arrepentimiento, la desolación, la locura, todo lo que se desata en el instante último de la vida. Y no me refiero a una vida, sino a todas.
El planeta en llamas, titularon los diarios del mundo entero. Tarde o temprano iba a suceder. Sin la acción del ser humano, quizá en unos milenios. Con la ansiosa arrogancia pretenciosa de la especie que mayor daño le hizo a su hogar, los tiempos se apuraron. ¿Se podía romper la Tierra? Claro, está visto. Tan frágil como una esfera de cristal. La polución, los incendios forestales, los volcanes en erupción, los maremotos, los suicidios en masa, la falta de alimentos, los inviernos arrolladores, los veranos agónicos, las guerras por los recursos naturales… todo se precipitó ante los ojos de cada habitante en los continentes terrestres. 
En el tiempo cósmico, el reloj marca el último minuto del planeta. Y todos lo saben. Yo lo sé. Es el final. Cierro los ojos. Soy viejo, mi memoria es buena, y los recuerdos llegan como cataratas de imágenes. Pero quiero elegir, quedarme con los que desearía despedirme. Prefiero quedarme con lo más recientes, que son los que comparto con gran parte de la generación que está por perecer. ¿Me alcanzará este minuto? Veamos...
No fui del fútbol, jamás, pero siento ganas de llorar y abrazar a ese genio cuando lo veo una y mil veces gambetear a medio equipo inglés en el mundial de México 86, y casi desde el piso empujar el balón hacia el fondo de la red, para luego salir corriendo puño en alto y festejar el gol más hermoso y significativo de todos los tiempos. 
Esa corrida mitiga el dolor de ese mismo año, en la Unión Soviética, en tierras que en segundos desaparecerán bajo el nombre de Ucrania, con el terrible accidente nuclear que provocó muertes directas y muchas más por la radiación y efectos posteriores en la naturaleza. Radiación que también es culpable de que hoy sea el último día.
Aún tengo sentimientos encontrados con el incendio de Notre Dame, en París. El fuego en el tejado desencadenó una pérdida masiva de la catedral, llevándose consigo de manera irreparable, belleza e historia. Pero cuánta hipocresía posterior, de ayudas multitudinarias desde todas partes, para reconstruir una edificación. ¿Dónde está esa ayuda cuando realmente se necesita para cosas importantes inherentes a la vida del prójimo?
Me hace bien, en cambio, pensar en la caída del muro de Berlín, en 1989. Un país dividido en dos. Mundos opuestos. Hoy, se miran entre sí, y ni de un lado ni del otro, se reconocen. Ya no existen esos mundos, ni habrá tiempo para ningún otro.
No puedo evitar tampoco pensar en las guerras que sumieron a países en la miseria. Varias, producto de esa caída y el debilitamiento de los regímenes socialistas tras la finalización de la llamada Guerra Fría. La guerra de Croacia, por ejemplo, con el sangriento desmembramiento de la desaparecida Yugoslavia, de 1991 a 1995, y casi en paralelo, la guerra de Bosnia. O antes, la fabulada guerra del Golfo, con una finalidad real de carácter económico, escudada en otros factores, junto a muchas mentiras, que le permitieron a Estados Unidos liderar una coalición contra Irak. Y más acá, el desastre de Kosovo, y un nuevo enfrentamiento histórico entre albaneses y yugoslavos, que se remonta a casi dos siglos. ¡Vaya que tengo guerras en la memoria! ¡Malvinas!¡Chechenia! ¡Congo! ¡Líbano! ¡La guerra civil somalí que incluso ahora, cuando el mundo eclosiona, aún continúa, con casi tres décadas de crueldad!
Y aunque quisiera borrarlo, el recuerdo que más me duele, es la bestialidad en Hiroshima y Nagasaki, en la segunda guerra mundial. Cuando pienso en todo esto último, me parece que el exterminio está bien. Que el planeta, ahora, cuando reviente en mil pedazos, estará haciendo justicia. 
La mayoría cree que el destino lo escribo yo, pero se equivoca. Solo me limito a observar. Y en este planeta, he visto lo suficiente. Al fin de cuentas, es uno entre millones. Y si me preguntan si acaso lo extrañaré, sinceramente, lo dudo. No hay manera que empiece a enumerar cosas bonitas sin tropezar con atrocidades deleznables. Cuando las llamas todo lo consuma, sonreiré. 

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