Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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30 de agosto de 2019

La cápsula del tiempo (con ilustraciones de Margarita Espertino)

* ilustrado por Margarita Espertino 

La maestra había explicado en clases lo que significaba una cápsula del tiempo. Martín, que habitualmente se distraía con facilidad en el salón, había prestado mucha atención.
Una cápsula del tiempo servía para comunicarse con el futuro. No como si fuese una conversación. Era una especie de mensaje escondido, guardado por años, para ser descubierto en un tiempo determinado.
En primer lugar, había que conseguir un envase hermético, lo suficientemente seguro y resistente como para ser enterrado y sobrevivir con los años a la humedad y a los insectos. Era vital que no le entrara aire o pudiera ser abierto con facilidad.
Luego, había que pensar qué se pondría en el interior de esa cápsula. No podía faltar un cuaderno donde escribir los datos de la, o las personas que lo habían hecho, explicar los motivos y quiénes eran.
El paso siguiente era elegir objetos que uno quisiera que alguien pudiera encontrar muchos años más adelante. Según la maestra, era mejor colocar cosas relacionadas a la época en la que se hiciera la cápsula del tiempo. Martín pensó en algunas figuritas que estaba coleccionando, un par de revistas de historietas, una remera de su club favorito, juguetes que ya no usaba, el pedal roto de su bicicleta y la foto en la que estaba junto a mami y papi a orillas del mar.
Estuvo a punto de poner un paquete de galletitas, pero recordó que en clases alguien había preguntado y habían dicho que la comida se pone en mal estado con el paso del tiempo. Las terminó comiendo mientras ordenaba todo dentro de la cápsula.
Ya tenía el envase cerrado y sellado. Pesaba bastante. Había tratado de levantarlo con una sola mano y apenas si pudo sostenerlo. Pero Martín no era de desalentarse. Vació la mochila del Hombre Araña, en la que guardaba autitos de todo tipo, y metió la cápsula dentro.
Ahora sí, podía cargarla en la espalda sin problemas. Claro que el paso siguiente era un tanto más complicado que los demás. Debía elegir dónde enterrar la cápsula del tiempo.
En la escuela la maestra les había contado que existían muchas cápsulas enterradas en el mundo. Y muchas ya habían sido abiertas. Se podían dejar indicaciones precisas, por ejemplo, que se abriera en tal año, tal día a tal hora. A Martín le parecían demasiados preparativos.
Salió al patio de su casa con la mochila puesta y una palita de jardinería. Hubiese preferido la pala grande, la que usaba su papá para remover la tierra en primavera, para sembrar las semillas de las flores que tanto le gustaban a mamá, pero estaba bajo llave junto a otras herramientas y la máquina de cortar el césped.
Buscó el rincón más alejado, hundió las rodillas en el pasto húmedo y con ayuda de ambas manos comenzó a cavar con la pequeña palita. Churro, su perro, saltaba a su alrededor y parecía celebrar con cada montoncito de tierra que volaba por el aire.
De repente la palita golpeó algo duro. Martín pensó que sería una piedra, pero el segundo golpe sonó algo así: ¡clank! Parecía algo de metal. Con cuidado fue cavando alrededor y pronto descubrió que era una enorme lata. El entusiasmo hizo que olvidara el cansancio. Martín estaba haciendo un gran esfuerzo.
Luego de un rato, obtuvo su premio. Una lata rectangular, que quizá había sido roja o naranja, pero que ahora estaba cubierta de tierra y aunque parecía descolorida, tenía un color marrón clarito. Parecía tener un nombre escrito en la parte superior. Debajo de la mugre, pudo leer “Anibal”. ¡Cómo el abuelo! pensó con alegría Martín.
Abrió la lata con entusiasmo y quedó con la boca abierta. Adentro había algunos juguetes de madera, un banderín muy antiguo de su club favorito, revistas viejas de hojas amarillentas, monedas, billetes que le parecían muy distintos a los que su papá usaba en el almacén al hacer las compras, y una foto…
La imagen tenía diversos tonos marrones. Era una foto antigua y, sin embargo, ya la había visto. Era la que su mamá le había enseñado hacía un tiempo, contándole la historia de su abuelo Aníbal, al que no había alcanzado a conocer.
Martín no lo podía creer. ¡Su abuelo había dejado enterrada una cápsula del tiempo! ¡Su abuelo le hablaba a través del tiempo! Sintió una alegría inmensa. Se apuró entonces a enterrar la suya y taparla con tierra.
Luego, con Churro corriendo a la par, salió disparado hacia su habitación, cargando en la mochila ese hermoso mensaje enlatado de su abuelo. Al fin, iba a poder conocerlo.



El cuento "La cápsula del tiempo" fue seleccionado y publicado en un libro ilustrado de cuentos editado por la "Caja de previsión social de los profesionales de la ingeniería de la Provincia de Santa Fe" en el año 2018. El relato fue ilustrado por Margarita Espertino.

23 de agosto de 2019

Cuesta abajo


En las letras de un tango
     me escondo
lindante de precipicios
                                        bien hondos

decorado de fiestas antiguas
olvidado en sepias fotografías
lienzos de trazos sin rima
odio encerrado en melancolía
rogando en voces exiguas

diadema de penas de una dura
condena
emociones del pasado en frágil
estado

yerro de años
ayer, hoy y mañana,

nocturna, suena la campana
oscurece, resplandece el daño

soy nadie, volviéndose melodía
el que sueña de día al último agnóstico
requiem tonto de un inútil acróstico

16 de agosto de 2019

Ciudad enferma

Comenzó de manera inocente, como suelen comenzar todas las cosas. La necesidad de protegernos, de estar más seguros, de colocar un obstáculo para que cuando estuviéramos lejos de casa nos sintiéramos más tranquilos.
Es así que el paisaje de la ciudad fue transformándose. Las rejas en las ventanas, los portones cada vez más altos, el alambre de púa encima de los tapiales, puertas más robustas, vidrios más gruesos, alarmas con sensores en cada rincón. Primero una casa, luego la de al lado, la otra, la de más allá, la que está cruzando la calle y en un abrir y cerrar de ojos, la totalidad de las mismas.
Pero no bastaba con enrejar las viviendas: también los colegios, las instituciones, incluso las plazas. Los herreros de la ciudad iban y venían en sus camionetas, tomando medidas, instalando, llevando rejas, cambiándolas por otras más resistentes, más altas, más seguras.
Los barrios se fueron pareciendo a cárceles, con la salvedad que podíamos salir a la vereda, transitar hasta el mercadito a hacer las compras, ir a trabajar, charlar con los vecinos, dar un paseo con el perro por la plaza. Pero el sol comenzaba a bajar y corríamos a la seguridad que nos brindaban las fortalezas en las que vivíamos.
Los robos en las viviendas comenzaron a disminuir. Se escuchaba de tanto en tanto el chillar de alguna alarma, pero estábamos seguros de que los malvivientes no podrían entrar. Fue entonces que se incrementó el robo en la vía pública. Ya no esperaban la noche ni la protección de las sombras. En pleno día salían de atrás de los árboles, bajaban de una moto a toda velocidad o hasta de vehículos en movimiento, que también eran luego utilizados para la fuga.
Los comercios comenzaron a atender por pequeñas ventanas. La gente tuvo que hacer cola en las veredas, porque los comerciantes no se animaban a levantar las persianas y permitir el paso. Entonces, sucedió algo más. Esa gente formando cola se convirtió en presa fácil del robo.
¿Qué soluciones se podían dar? Comprar en forma online. Se impuso la lógica y las personas, desde sus hogares, hacían los pedidos por las redes sociales o en los sitios web de los comercios de la ciudad. Era práctico y sencillo. Se hacía el pedido, se pagaba con tarjeta y en cuestión de minutos o un par de horas, alguien tocaba timbre para entregar los paquetes.
Claro, no demoraron mucho en darse cuenta que ahora el negocio era asaltar los delivery. En cuestión de meses, nadie se animaba a trasladar un pedido, ni en bicicleta, moto o auto. También disminuyó el tráfico, porque los automovilistas eran emboscados y asaltados.
En los trabajos permitieron que los empleados pudieran hacer sus tareas de manera remota. Los operarios que sí o sí debían trasladarse, eran pasados a buscar por utilitarios preparados como para ir a la guerra, con una malla metálica de protección en las ventanas, para repeler cualquier ataque con piedras.
La policía primero no daba a basto, luego dejó de concurrir a los llamados de emergencia. Es que los oficiales no podían llegar a la Comisaría, por el mismo miedo que atravesaba al resto de la sociedad.
Las personas ya no salían a la calle. Se las ingeniaban para pasar alimentos e insumos para el día a día a través de los tapiales o los techos. Cada manzana comenzó a organizarse con comunicaciones internas entre las viviendas. Los que tenían conocimientos en construcción propusieron excavar y crear túneles. Durante varios años, y trabajando por turnos, las manzanas comenzaron a conectarse de manera subterránea.
Familiares y amigos volvieron a darse un abrazo después de mucho tiempo. En tanto, en las calles, solo transitaban maleantes. De tanto en tanto trataban de derribar alguna puerta, asaltar una casa poco protegida o robarle a los pocos valientes que aún, apremiados por la necesidad, debían asomarse por alguna circunstancia.
El factor salud fue desde siempre el principal motivo de nerviosismo. Hasta que se pudo conectar con las pocas manzanas que tenían farmacias, los remedios únicamente podían conseguirse escabulléndose a toda velocidad por las calles. Los malvivientes esperaban ansiosos la acción. Y cuando atrapaban a alguien, no solo eran víctimas de robo. Muchos eran golpeados hasta morir.
Otros morían en las prisiones que tenían por hogares. Y debían ser enterrados en el patio.
Los niños más pequeños no sabían que era jugar en los juegos de una plaza. Mucho menos, lo que era ir a la escuela. Cuando se habilitaron los túneles subterráneos, pudieron al menos jugar con sus primos o hacer nuevos amigos. Pero eran juegos sin alegría, de labios cerrados. Algunas maestras dictaban clases en sus hogares. Lo básico, leer, escribir y las matemáticas elementales.
El abastecimiento de comida de a poco se fue convirtiendo en un problema. Las reservas de los comercios se fue extinguiendo. Las huertas de cada vivienda se transformaron en los pilares de la supervivencia. Pero se imponían estrategias de racionamiento.
La energía eléctrica apenas si duró algunos meses, hasta que los de afuera se dieron cuenta que cortando el cableado aéreo nos tendrían a todos a oscuras, con mucho más miedo. De todos modos, la hubiesen cortado tarde o temprano por falta de pago. La economía de cada familia estaba estancada, la ciudad era tierra de nadie y no había forma de generar dinero.
El desconocimiento de lo que sucedía en el mundo era total. No funcionaban las antenas de telefonía móvil, las radios locales tampoco y las pocas que provenían de afuera, solo pasaban música. Y las pilas para las radios iban agotándose a un ritmo vertiginoso. De todas maneras, parecía que el mundo se había olvidado de nosotros. O lo que sería mucho peor, el mundo estaba tal como nosotros. No queríamos ni siquiera imaginarlo.
Con el tiempo, la falta de mantenimiento, de limpieza, hizo que el paisaje pareciera viejo, olvidado, con un dejo de óxido por donde se mirara. Las calles y veredas sucias, llenas de hojas secas que nadie barría, los frentes de las viviendas con la pintura descascarándose, el hierro oxidándose producto de las lluvias. Incluso en el aire se podía respirar ese olor metálico tan característico en una chatarrería.
En las viviendas, las conversaciones eran cada vez más espaciadas, los silencios se volvían la norma y las risas parecían una facultad perdida. No había nada para celebrar, ni siquiera los cumpleaños. De vez en cuando mirábamos las calles, no para anhelar la libertad, sino para aborrecer a los delincuentes que nos la habían privado. Aunque nunca faltaba aquel que nos recordaba que el encierro lo habíamos hecho nosotros. Que las rejas las mandamos a poner nosotros, lo mismo que las puertas robustas, las persianas pesadas, el alambrado alto. Otros replicaban que había sido necesario. Y allí, si las fuerzas nos acompañaban, se producían algunas discusiones.
Hasta que sucedió lo de Ornella. La hija de los García. Toda su adolescencia transcurrió en la prisión de su casa. Miraba hacia afuera durante horas y veía cómo los maleantes pasaban en sus motos y coches a toda velocidad, a veces haciendo carreras entre ellos, otras indiferentes de todo. Los veía también andar de a pie, golpear los barrotes de las ventanas, disparar contra las ventanas, gritar como poseídos y reír a grandes carcajadas, sacados, furiosos.
Cruzó miradas con uno de ellos, uno joven, quizá apenas un par de años más que ella. En otro caso, el muchacho quizá hubiese disparado en su dirección. Pero no lo hizo. En las noches, cuando su familia dormía, ella se acercaba a la ventana y arriesgándose, arrojaba hacia afuera un sobre con una carta redactada a mano. Su caligrafía era prolija, impoluta. Y a cambio encontraba cada mañana, antes incluso que el sol saliera, el mismo sobre pegado del otro lado del vidrio, con una respuesta en su interior. La letra era irregular, dura, tosca, y las palabras estaban plagadas de errores de ortografía, pero a ella nada de eso le importaba, solo el mensaje, lo que esas palabras mal escritas decían. Y así, Ornella se enamoró de uno de ellos.
Escapó una noche, sin que nadie lo supiera. Había coordinado con él, que la esperaría en la vereda de enfrente. Salió por la puerta principal, pero no tuvo tiempo siquiera de cerrarla. Dos tiros le volaron la cabeza a corta distancia. La llave cayó al suelo y repiqueteó cuatro veces. Los maleantes entraron en tropel y dispararon en todas las habitaciones. Los García ni se enteraron que estaban muertos.
La seguidilla de disparos nos puso a todos en estado de alerta. Los túneles comenzaron a llenarse de transeúntes preocupados, que iban de un lado a otro. Hasta que comprendimos la situación pasó al menos un día. Ellos se habían apoderado de una vivienda. Y no tardarían en descubrir la entrada a los túneles. Cada familia la tenía escondida y además, cerrada con llave. Pero era cuestión de días, u horas.
Estábamos casi famélicos, pálidos, faltos de fuerzas. Sabíamos al mirarnos a los ojos, que no era mucho lo que nos quedaba de vida. El encierro, la desesperanza, nos estaba matando mucho más rápido que la falta de alimentos y de medicamentos. Y a pesar de todo nuestro esfuerzo ellos habían logrado quedarse con una de nuestras viviendas. Una de las puertas al universo secreto de túneles laberínticos que conectaban a cada rincón de la ciudad.
Al mirarnos a los ojos, éramos conscientes de nuestra suerte. Tarde o temprano sucedería. Y vaya paradoja, al tomar la decisión fue la primera vez que en años nos sentimos en libertad.
Buscamos armas, cuchillas, palas, rastrillos, palos con punta, nos colocamos ropas gruesas, máscaras e incluso, arrancamos algunos hierros oxidados de las ventanas traseras. Ya no harían falta. Para bien o para mal, el momento había llegado.
No nos sentimos héroes ni nada parecido. Solo queríamos tener paz. Y para tenerla, había que librar una batalla. Corrimos por los túneles en todas las direcciones, gritando fuerte en un solo alarido, miles y miles de enfermizas personas apareciendo por puertas, ventanas, alcantarillas, como si de repente esas casas prisiones hubiesen decidido escupirnos por todas partes.
Y ellos, munidos de armas, de maldad y crueldad, se supieron vencidos antes de oponer resistencia. Porque la fuerza contenida de un pueblo, una vez en erupción, no hay quién pueda doblegarla.

10 de agosto de 2019

No son, son, somos

Esta es la entrada "1000" del blog Netomancia, creado hace ya quince años, y que se ha convertido en una especie de libro abierto de cuentos e historias, de libre acceso para todo lector que tenga ganas de dedicarle algunos minutos a su lectura.
Y para celebrar estos mil posteos, publico una poesía que hace muy pocos días, en mi ciudad, Villa Constitución (Santa Fe), fue galardonada con el primer premio en el certamen provincial organizado por la Dirección de Cultural del municipio local.


No son, son, somos

No son pañuelos, esas lágrimas al cielo
no son reclamos, esos gritos que escuchamos
no son bastones, esos violáceos moretones
no son verdades, esas viejas falsedades

No son piadosas, las palabras mentirosas
no son insultos, los sinsabores de un indulto
no son de suerte, las loterías de la muerte
no son lo mismo, el cinismo del periodismo

No son,
y aunque
quieran ser
nadie
quiere ver

Son
     productos de lo infame
        mentiras de un derrame
          escarnio a quien no tiene
            presagio de lo que viene
            deuda, hambre, miseria
           sangre sin arteria
       riquezas sin sus tierras
    un pueblo que va
a la guerra

Son máscaras que engañan
son promesas que nos dañan
son falacias y distracciones
son falsos y ladrones
son el futuro devastado
son los sueños mutilados
son los que duermen tranquilos
son los que huyen en sigilo

Somos los que quedamos
somos los que perdimos
somos los que soñamos
somos los que siempre
las deudas de otros pagamos.



La subo también como imagen, junto al premio obtenido.