Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

www.OLVIDADOS.com.ar - Avila + Netomancia

28 de diciembre de 2019

Atrapada

La mujer negó con la cabeza. Los ojos buscaban en tanto algún punto de apoyo. Desde hacía horas repetía una y otra vez que ella no había sido. Que todo lo que contaba solo lo había visto. Pero sabía que era difícil de explicar y mucho más, que la entendieran. Sobre todo, cuando no solo había sido testigo de los crímenes, sino que el lugar que había ocupado como tal, era el mismo del asesino.
Las personas en la sala actuaban de modos diferentes. La psiquiatra se mostraba fría y distante, la escuchaba y hacía preguntas simples, directas, sin el menor indicio de empatía. El detective que la había llevado hasta el lugar era el único que le ofrecía agua, pañuelos o trataba de calmar los ánimos de los demás interrogadores. Había otro policía, de rostro agrio y ojos achinados, que sacaba fotos atroces de una carpeta y las arrojaba con violencia sobre la mesa. Eran imágenes de las víctimas, con escabrosos detalles, que harían vomitar a más de uno. Su abogado, en tanto, parecía asustado, acobardado por cada palabra que ella decía.
- Nos confirma señorita Estevez que estuvo presente entonces en cada uno de estos crímenes - señaló la psiquiatra, sin levantar la vista de su libreta de apuntes.
- Si. No. - se tomó la cabeza con las manos, estaba cansada y quería llorar - Si. Pero no estaba físicamente. Cómo le dije, podía ver todo como si fuese mi cuerpo el que estuviera cometiendo esos asesinatos, veía a las víctimas cómo los veo a ustedes acá, pero no era yo, no era yo.
- ¿Por qué no intervino? - ahora el que intervenía era el policía de mal talante.
- ¡Porque no era yo! Podía ver a través de los ojos del asesino, sentía los olores, los ruidos, hasta me daba cuenta de la agitación del asesino, del vértigo, pero solo era una espectadora, no estaba ahí.
- Varios testigos aseguran que era usted.
- ¡Pero no estaba yo dentro del cuerpo! ¿Comprenden? Sería mi cuerpo, puede ser, pero estaba atrapada, solo podía ver lo que pasaba. Cómo si a usted la pusieran delante de un televisor y fuera viendo como alguien va matando a otros, en primera persona.
- ¿Quiere ver de nuevo la grabación de la cámara de seguridad del crimen en la veterinaria?
- No.
- ¿Se reconoce a usted en la imagen?
- Reconozco mi cuerpo.
- ¿Usted escucha lo que dice? Si es su cuerpo, es usted. Me está confirmando entonces, que usted estaba ahí.
- ¡No! O sí. Estaba dentro de ese cuerpo, pero sin poder hacer nada. Ese cuerpo respondía a otras órdenes, por más que trataba de detener lo que estaba pasando, no podía hacerlo.
- ¿Órdenes de quién? ¿Extraterrestres? ¿Fantasmas? ¿Un dios supremo?
- ¿Se cree que estoy jugando?
- ¡Claro que creo que está jugando! Quiere hacernos creer que está loca.
- No estoy loca. No quiero hacerles creer eso. Quiero que me crean lo que les estoy diciendo.
El abogado colocó una mano sobre el brazo de la mujer, transmitiéndole calma.
- Esther... esta gente tiene pruebas, que son las imágenes en video y la palabra de testigos. Es evidente que estabas. Como te sugerí hace un momento, tenés derecho a no seguir contestando las preguntas de este interrogatorio.
- Carlos, no soy ciega. Veo lo que ustedes ven. Imaginate que en estos momentos algo se apodera de tu cuerpo, que seguís viéndome acá delante, que escuchás a los demás, incluso el tránsito de la calle que entra por la ventana, hasta el sonido de mierda que hace ese ventilador de techo que tenemos por encima de nuestras cabezas, imaginate por un instante que seguís apreciando todo eso, pero algo, no sé qué, empieza a mover tus manos hacia un lado y hacia otro. Y vos observás eso, atónito. Lo observás y decís: ¡Qué carajos pasa! Y las manos ya no solo se mueven, avanzan hacia el cuello de la persona que tenés adelante. Ves el rostro estupefacto de esa persona, incluso podés sentir a presión que hacen tus manos. Por dios, Carlos. ¡Sentís hasta el olor que destila el miedo, escapando de sus poros! Y creéme que tratás de detener esas manos, mientras buscás entender lo que sucede, pero no podés ni frenar lo que ocurre, ni entrar en razón. Lo único que podría salvarte, es que todo fuese una pesadilla. Pero todo es muy real, incluso la sangre que sale de las cuencas de los ojos de esa persona. Todo. Y de repente, estás caminando, las manos en los bolsillos, por una calle oscura y peligrosa. Una calle por la que ni en pedo andarías sola, porque sos mujer. Bueno, en tu caso no sé que harías, Carlos. Pero yo no podría ni pensar en transitarla. Pero ahí estoy, con mis tacones repiqueteando a más no poder, llamando la atención a cada paso, y eso es lo que más me preocupa Carlos, que alguien me vea sola y trate de atacarme, pero al mismo tiempo, se que llevo las manos ensangrentadas, que sobre el vestido hay vestigios de sangre, y algo debe tener mi rostro, porque las pocas personas que me cruzo me desvían la mirada, se hacen los que no me ven, se cruzan de vereda, y yo sigo, con paso decidido, sin abrir la boca, sin emitir ninguno de los gritos de auxilio que trato de lanzar, camino hasta una casa y entro, sin golpear antes, sin llamar a nadie por su nombre, y voy directo a la cocina, como si conociera el recorrido hasta ese lugar a pesar de no tener la menor idea de dónde estoy, ni de quien vive allí, o al menos, no saber su nombre, porque veo a la chica, está picando algo sobre una tabla, no tiene tiempo de nada, levanta las manos, se protege con el cuchillo, pero mis manos sostienen algo más letal, que no sé de dónde salió, y se escuchan tres disparos, siento como el brazo y el hombro retroceden en cada explosión, el olor a pólvora, la sangre en los azulejos, el camino de regreso hasta la calle, avanzar con pasos largos, entrar a la veterinaria, degollar a esa chica, volver a la calle, subir a una moto, oh por favor estoy en una moto, en la puta vida me animé a subir a una, pero ahí estoy, sintiendo el viento en el rostro, la adrenalina hecha un torbellino en la cabeza, la impotencia de no poder escaparme y otra vez los pies en el piso, la escalera, una puerta de chapa, un grandote con poco pelo y un tatuaje en el brazo, la mirada sorprendida en un intento de reconocerme y bang bang dos flores rojas en el pecho... y allí cerré los ojos, los ojos de la mente, porque me di cuenta que podía hacerlo. Seguía escuchando, oliendo, sintiendo los movimientos del cuerpo. Una o dos horas, no sé, de ir de un lado a otro, de forcejeos, de gritos, de pedidos de clemencia... y ni una palabra. Ese cuerpo, ese que ustedes dicen que es el mío, y que no me queda más remedio que reconocerlo, ese cuerpo no abrió la boca ni un instante, mientras hizo ese raid de sangre, llevándome como prisionera. Te das cuenta Carlos, que puedo contarles todo lo que quieran de este calvario, pero sin embargo, no tengo para darles ninguna respuesta.
El abogado levantó la vista, hacia los demás. El detective volvió a tender un pañuelo en dirección a la mujer, que lo tomó agradecida, en silencio. El policía juntó las fotografías que estaban sobre el escritorio y gruñó. La psiquiatra de acomodó los lentes y garabateó unas líneas en la libreta.
- Recomiendo su internación, en espera de la primera citación del juzgado - dijo finalmente.
- Sabía que se iba a salir con la suya, lo sabía - el policía golpeó la pared.
El abogado pidió compostura, interponiéndose por las dudas, entre ellos y su cliente.
Solo el detective permanecía ajeno, mirando a la mujer. Se acercó a ella y la invitó a ponerse de pie.
- ¿Dónde me llevan? - preguntó.
- A un hospital, no se preocupe. No irá a la cárcel por el momento.
- ¿Usted me cree?
- Eso no importa.
- ¡Claro que importa! ¿Se da cuenta que puede volver y matarme?
- ¿Y cómo lo haría? ¿Un suicidio?
- Suicidio sería si yo tomara la determinación. Pero si fuese lo que sea que se apoderó de mi cuerpo... ¡sería un asesinato!
- Señorita... por más que le crea... ¿cómo podríamos diferenciar una cosa de la otra?
Mientras la conducían hasta una ambulancia, supo que estaba en un callejón sin salida. Y qué dijera lo que dijera, no podría demostrar nada a su favor. El mejor escondite, es el silencio. E incluso, las palabras, cuando carecen de significado, suenan vacías e inútiles. Sentada en la camilla, en la parte posterior del vehículo, su brazo acercó la mano hasta un botiquín de aluminio. En el interior había un bisturí.
- Crean lo que quieran... - susurró como últimas palabras.


18 de diciembre de 2019

El laberinto y yo (ilustración de Fabricio Garfagnoli)

La pesadilla comenzó al poner un pie en el laberinto del parque, donde había prometido llevar a mis hijos. No éramos de ir muy seguido, pero de vez en cuando, un sábado o domingo, nos subíamos al auto y pasábamos el día aprovechando las bondades de una entrada general todavía accesible y que permitía utilizar todos los juegos, sin necesidad de un centavo extra.

Mi mujer llenaba tres termos, preparaba el mate, elegía cuidadosamente las galletitas dulces de la preferencia de cada uno y así nos asegurábamos una jornada amena, provistos de lo necesario para merendar y lograr que la armonía familiar se trasladase también al parque.

El laberinto era la nueva atracción. Lo promocionaban como natural, con arbustos y ligustros enormes y bien podados. En el folleto publicitario lo definían como un laberinto barroco, con varios caminos sin salida y solo un punto correcto donde salir. Y debo confesar, estaba más entusiasmado que nadie.

Entramos los tres, mis dos hijos y yo (mi mujer prefirió alimentar a los flamencos de un estanque cercano) a las cuatro de la tarde con veinticinco minutos, de ese primer sábado del mes de septiembre de hace siete años. Recuerdo exactamente la hora, porque nos propusimos tomar caminos diferentes y competir por ser los primeros en salir del laberinto.

Observé a Jaime corretear hacia la izquierda y a Mauro doblar en una bifurcación a la derecha. Fue la última vez en mi vida que los vi. Confiado en mi instinto, tomé un corredor por la izquierda, luego giré dos veces a la derecha, volví hacia la izquierda y allí me topé contra la primera vía muerta del recorrido. Lamenté esos minutos que irremediablemente perdería, aunque aún me tenía fe en ser el primero en encontrar la salida.

Estoy seguro de haber avanzado hacia la derecha, girar tres veces consecutivas hacia la izquierda y…, bueno, a partir de allí ya no estoy seguro de nada. Finales abruptos, giros imprevistos, recodos, arbustos en lugares imposibles. Perdí la paciencia, la noción del tiempo, la compostura. Llamé a gritos, pero jamás me crucé con ser viviente alguno. Corrí, caminé, anduve de rodillas. El cielo se llenó de estrellas con la luna majestuosa observando impávida, para luego, horas más tarde, dejar su lugar al sol prepotente, astro rey indiferente. Y la sucesión de ambos me fue dando la pauta que los días seguían su marcha inevitable, mientras mi presencia se limitaba al andar de un lado a otro dentro de un laberinto demoníaco en cuyas fauces me veía atrapado, cual pesadilla infantil de la cual esperaba despertar de una buena vez y totalmente mojado entre las piernas.

Ilustración de Fabricio Garfagnoli

Pero no fue así, no desperté, porque aquello era real. Sentí como el hambre comenzaba a atravesarme. Resignado, arranqué raíces de los arbustos y me alimenté con rabia y desesperación. Los días de lluvia atesoraba el agua como una bendición. Vagaba sin parar por los caminos entreverados, llenos de corredores interminables, delimitados de verde en todas partes y anclados en el fondo de un cielo que se repartía entre celestes, blancos, grises y negros.

Mis días fueron muchos. La cordura fue dejándome en un punto que hoy no creo recordar. Olvidé de a poco los rostros de mis hijos, de mi mujer, de la gente que quería. No dejé un solo día de ir y venir por el laberinto, pero estoy seguro de no haber repetido jamás un camino, como si cada uno de ellos fuera único e irrepetible.

Siete años vagué sin sentido, con el cuerpo hecho hilacha, las mandíbulas flojas, los ojos desorbitados, el cabello y la barba largas como imaginé siempre la de Noé o el propio Moisés. Podía verme los huesos a través de la piel. Estaba jadeando cuando al fin, tras siete años de perdición, de laberíntico anonimato, observé atónito y casi sin comprenderlo, la abertura al final del camino con enormes seis letras talladas en madera. Las primeras letras que veía en largo tiempo. Las letras que tanto anhelaba encontrar: Salida.

La gente se horrorizó al verme. Llamaron a los de seguridad, me interrogaron sobre mi estado, me preguntaron mis datos, pero entre tanta verborragia ajena fluyó la ironía contenida, el llanto patético, las emociones perdidas en el cuerpo de un ser cuya mente se había transformado en su única compañía y a la vez, en su peor enemigo. Lloré y reí, como un demente. Así deben haberme creído. Pero un guardia llegó corriendo con un panfleto muy viejo, casi arrugado, que guardaba vaya a saber dónde. Era sobre una persona desaparecida en el parque, hacía tiempo. Y en la foto, estaba mi rostro, o al menos, el que alguna vez había sido.

Ante la revelación, me llevaron con médicos, me alimentaron, vistieron. De a poco quisieron conocer la historia, saber dónde había estado. Confundido e intentando recuperar el habla, fui buscando la forma de hacerme entender. No aceptaban los hechos como se los contaba. Y era lógico: ¿quién podría hacerlo?

Ayer me dieron de alta en el hospital. He repetido desde hace una semana la historia mil veces. Podría contar con los dedos de una mano a aquellos que sinceramente creyeron mis palabras. Apenas dos días atrás me revelaron que fui dado por muerto oficialmente tres años después de haber desaparecido. Y que mi mujer y mis hijos se mudaron lejos, y que ella ya estaba casada nuevamente y que había tenido mellizos el invierno último. Estoy seguro de que se enterarán tarde o temprano que he vuelto, pero hoy siento que mi presencia en sus vidas sería un estorbo. Aprendieron a vivir con mi muerte. Mi supuesta muerte.

Entre que salí del hospital y este momento, he comprendido que nada me queda. En el barrio todo ha cambiado y ya ni casa tengo. Mis padres fallecieron al poco tiempo, mi hermano se suicidó el año pasado y de mis amigos, pocos han quedado en la ciudad y seguramente han borrado de su mente todo lo relacionado a este muerto viviente, hoy resucitado, o, mejor dicho, escupido al fin por el laberinto que se lo había tragado. Este demente, como muchos piensan.

Y aquí estoy, sentado en un banco de piedra, mirando las siete letras talladas en madera que me abren paso a ese infierno que hoy considero el lugar más seguro. Dejaré este escrito aquí mismo, para el que quiera leerlo. Mi mente y mi cuerpo van otra vez hacia ese laberinto de pesadilla. Pero esta vez no voy solo. Un calibre treinta y ocho va en mi bolsillo.