Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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30 de agosto de 2016

Derecho de admisión

Se acodó sobre el escritorio, aclaró la garganta y a pesar de estar visiblemente nervioso, se mostró convincente en sus palabras:
- No soy un improvisado, verá. Desde muy chico que robo, no le miento. No es que comencé ayer. Claro, eran minucias si uno lo piensa ahora: caramelos masticables, figuritas, lápices de colores, alguna que otra moneda. En una escuela no hay mucho para elegir. Ya de más pibe empecé a caminar la calle. Era otra cosa. Billeteras, bolsos, bicicletas. Fui aprendiendo, haciéndome una reputación. No es fácil, no se crea. Hay mucha competencia, más cuando uno no va calzado. Porque armado, jamás. Y mire que me insistían. No era mi modo. Lo mío era el robo, no la violencia. Y no creo que por ese detalle, reste puntos. Ladrón fui siempre, eso se lo puedo asegurar
Sentado del otro lado del escritorio, enfundado en un traje caro y corbata haciendo juego, el Diablo se llevó la mano a la boca para disimular un bostezo.
- Mire... - dijo el Diablo, buscando en el papel el dato que se le escapaba - Lorenzo, el tema es así. El averno está hasta la manija. Por eso mismo nos estamos reservando el derecho de admisión.
- ¡Pero vea mi legajo! ¡Me he portado mal toda la vida!
- En estos tiempos, eso no cuenta. Es usted un ladrón de poca monta. ¿Sabe todos los que ya tenemos acá dentro? No, para ganarse un lugar, el hurto no sirve. Si piensa volver en alguna reencarnación, anote: funcionario público, político, juez, agente de tránsito, abogado, representante de futbolistas... le tiro algunas profesiones para que no pierda el tiempo. Y en todo caso, hágase de un chumbo. Salga, dispare, baje unos cuantos. En la Tierra va a estar libre y aquí se asegura un lugar.
- No creía que fuera así... me deja sin palabras. ¿Y tengo que ir al Cielo entonces?
- Vaya tranquilo, que están ofreciendo promociones de todo tipo, incluso pusieron áreas para pecadores. No saben que hacer para atraer gente.
- ¿Y si delinco en el cielo, hay alguna posibilidad que me transfieran?
- Olvídese, si quiere entrar, vuelva a la Tierra y haga lo que le dije.
- Es que volver... me da miedo. Allá es un infierno.
- Y si, es la mejor escuela.

22 de agosto de 2016

El diamante

Un día mi padre, cuando yo era pequeño, llegó exultante a casa luego de una larga jornada de trabajo. No le habían aumentado el sueldo ni le habían otorgado días extras de vacaciones. Nada de eso. Mi padre había encontrado un diamante.
A mí corta edad sabía que un diamante era algo poco común para mortales como nosotros, que vivíamos con lo justo y necesario. Veía que era motivo de luchas y robos en películas que pasaban en la tele, pero desconocía el verdadero significado de tener uno propio. Me divertía ver como la policía perseguía a los ladrones de la joyería, pero jamás me puse a pensar que tan valioso podían ser.
En ese momento lo único que quería, era poder verlo. No me importaba otra cosa. Estaba hecho un loro, repitiendo siempre las mismas palabras: ¡Quiero verlo! ¡Quiero verlo! ¡Quiero verlo!
Papá hizo gala de su afecto al suspenso. Extrajo de su bolsillo un pañuelo blanco atravesado por franjas marrones y celestes, que estaba doblado varias veces, escondiendo el diamante en su interior.
El pañuelo estaba bastante roto, era probablemente el único que él tenía, y por un momento temí que por uno de los agujeros de la tela lo hubiese perdido. Pero tras ese lapso infinito - al menos para mi corta edad, que tampoco entendía de paradojas - en el que fue desplegando los dobleces de la tela con sus dedos grandes y algo sucios debajo de las uñas, quedó a la vista el impoluto y brillante diamante.
Quisimos agarrarlo, tanto yo como mi hermano menor, pero papá, rápido de reflejos, lo hizo desaparecer nuevamente dentro del pañuelo, alejándolo de nuestro alcance.
- No es para jugar, esto vale mucho dinero - dijo, llevándolo hasta su dormitorio, terreno inexpugnable para nosotros.
Mucho dinero. Esas dos palabras transformaron nuestros rostros. No porque fuéramos avaros, muy por el contrario. Porque justamente, dinero era lo que nunca había en casa. ¿Y qué significaba entonces ese diamante? Para nuestras cabezas con poco conocimiento, era la puerta a la abundancia y a las cosas prohibidas: las golosinas, los juguetes, pistas de carreras y quizá, con suerte, hasta una bicicleta.
Sospecho que el mismo pensamiento deslumbraba la mente de papá desde el mismo momento que recogió ese diamante del suelo. Y era probable, que entre todo lo que proyectaba en su cabeza, algo de lo que nosotros queríamos formara parte de la lista. El solo hecho de pensar en el nuevo abanico de posibilidades que se nos abría ante nuestros ojos, nos hacía saltar de alegría. Con mi hermano corrimos a la cama para enumerar todo lo que nos gustaría tener.
Mi padre esgrimía una sonrisa radiante durante la cena. Mamá le decía una y otra vez que lo mejor era poner un aviso en el diario para informar que habíamos encontrado un diamante, asegurando que el dueño debía estar lamentándose. Ni papá ni nosotros estábamos de acuerdo. El que lo encuentra es para él, eso lo sabíamos todos, incluso en la escuela. Era igual al otro dicho: rompe paga. Son leyes universales, tácitas. Están impuestas desde el vamos. El diamante estaba allí y papá lo encontró. Punto.
Tomamos la sopa con entusiasmo. Mi padre dijo que quizá fuera el último plato de sopa aguado de nuestras vidas.
- Mañana a esta hora vamos a estar comiendo pizza... ¡pero de la pizzería!
Cuánta felicidad con mi hermano. Parece que fue ayer. Creo que hasta nos abrazamos. Pedir pizza era todo un lujo.
Esa noche nadie durmió. Con mi hermano estuvimos hasta altas horas debatiendo que juguetes debíamos pedir primero. Por supuesto, descartando la pelota número cinco, en la que coincidíamos los dos. Mamá, preocupada, con temor a que en cualquier momento el dueño del diamante apareciera y quisiera llevárselo a la fuerza. Y papá, sintiéndose el hombre más rico del barrio, proyectando mil cosas con el dinero que le darían en la joyería a cambio de esa pequeña y maravillosa piedra.
Por la mañana, tras el desayuno, anunció que luego del trabajo iría a vender la piedra. Tiramos las mochilas al suelo del salto que dimos. Mamá se enojó porque acababa de colocarnos los guardapolvos para que fuéramos al colegio. Papá se fue riendo. Recuerdo el gesto serio que nos hizo, haciendo como que tuviera un cierre en la boca.
- De esto, ni mu en la escuela. ¿Entendido?
Con mi hermano cumplimos la promesa, aunque ese debe haber sido el único día en nuestras vidas que estuvimos en la escuela con una sonrisa en el rostro. Cuando la campana de salida repicó en los salones, fuimos los primeros en salir corriendo. Ninguno de los dos escuchó que fue lo que nos gritó la maestra.
Volvimos tan rápido como nos dieron las piernas. Sabíamos que aún tendríamos que esperar un buen rato para la llegada de papá, pero solo queríamos estar en casa. Prepararnos para el gran momento de nuestras vidas. ¿En qué traería papá tanto dinero? ¿En carretilla? ¿En una gran valija? ¿O se compraría un auto para traerla dentro del maletero?
¡Qué expectativa! Mamá, en cambio, tenía rostro de preocupación. Pero no nos importaba. Allá ella si no quería tener dinero, regalos, ropa nueva. Solo pensábamos en los juguetes, la pelota, la bicicleta... todo lo que el diamante nos daría.
Pero las cosas no funcionan así. Al menos, no para nosotros, en aquel pobre barrio, con nuestras prendas remendadas. Papá abrió la puerta lentamente, sin nada de ímpetu. Hasta parecía que le costaba caminar. El semblante triste, los ojos rojos, un funeral en sí mismo, el ocaso mismo de la esperanza.
Mamá corrió hacia él. Le preguntaba si lo habían asaltado, si había perdido el diamante... lo acompañó hasta una silla y dejó que cayera sentado. Cuando no soportó más su sepulcral silencio, le pidió a gritos que hablara de una buena vez,
Mi padre metió la mano en el bolsillo, extrajo el pañuelo y lo dejó sobre la mesa. La tela se desplegó, dejando a la vista el diamante, que a pesar de mantener su brillo y encanta, ya no encandilaba a papá.
- ¿Qué pasó, cariño? - preguntó mamá, reticente a soportar ese voto de silencio caprichoso - ¿No quisieron comprarlo?
- No vale nada - contestó casi en un suspiro, desinflándose - Es un diamante industrial.
No entendí nada. Ni yo, ni mi hermano. Mamá lo abrazo y hasta lo acompañó en el llanto. No por todo lo que no tendría, porque ella no había soñado nada. Sino porque vio en las lágrimas de su esposo, la muerte de la esperanza.
¿Qué era un diamante industrial? ¿No era acaso, de todos modos, un diamante? Solo a los días, cuando recuperó parte de su compostura (aunque nunca volvería a ser el de antes) papá nos explicó que solo son valiosos los diamantes naturales y que los industriales se usan para otros fines, pero el valor es irrisorio.
Aprendí muchas cosas en aquel suceso de mi niñez. La más importante, que el dinero no cae del cielo y que las buenas noticias llegan tan rápido como se marchan. Por alguna razón, papá guardó el diamante dentro de una copa de vidrio, arriba de un armario. Creo que lo hizo para que, al pasar por delante, recordara siempre que no podía esperar milagros.
Uno no recuerda cómo y cuánto, pero al poco tiempo, era un viejo. Y con los años, los achaques. Y con los achaques, la muerte. Lo despedimos con tristeza, añorando los tiempos buenos, lejos y a la distancia.
Cuando abandonamos aquella casa, nos llevamos la copa y el diamante. Durante décadas estuvo en la alacena de la nueva casa. Hasta hace un par de semanas que volví a encontrarlo. Uno tiene tiempo libre cuando se queda sin trabajo. Entonces se dedica a perder el tiempo de la manera más útil posible. Y en casa, siempre hay cosas por remendar. La misma casa donde nos mudamos con mamá y mi hermano. Donde incluso ella murió, ya hace bastante. La que hoy ocupo con mi esposa y mis dos nenas. Las que, hasta hace dos semanas, no sabía cómo carajo iba a mantener.
Hasta que di con ese bendito diamante. Es industrial, había dicho papá, sirve para otros fines.
Recién entonces me pregunté cuáles. Me informé, leí lo suficiente. Y allí estaba, esa insignificante piedra, que le había robado la ilusión a mi padre, conjugándose con mi realidad, el desempleo, la desesperación, una familia.
El diamante es el mineral más duro. El diamante se usa para, entre tantas cosas, cortar vidrio.
La noche estaba helada, por la calle no volaba ni una mosca. Pude comprobar que esa propiedad del diamante era verdad. Corté el vidrio de la joyería con total facilidad. Pude entrar sin hacer sonar ninguna alarma. Cargué todo lo que pude dentro de la mochila: alianzas de oro, de plata, relojes, incluso algunos diamantes naturales.
Vendí todo esa misma noche, en el mundillo negro de la compra venta. Volví a casa con la mochila repleta de dinero. De a poco estoy comprando todo lo que siempre nos hizo falta. Ver a las nenas felices con las muñecas nuevas, me hace llorar de la emoción. Cuánto entiendo ahora a papá, destrozado por no poder darnos una mejor vida. Veo a mi familia hoy, que desconoce mi secreto, pero que cree en la indemnización milagrosa de mi antiguo empleo. No me siento feliz por lo hecho, sino por la felicidad de quiénes me rodean. Me angustia mi secreto, pero tampoco me arrepiento.
Cada vez que, al pasar delante de la copa con el diamante en su interior, que he vuelto a colocar encima de un armario, me acuerdo de aquel día en el que papá llegó exultante a casa con miles de sueños en su cabeza. Creo que de alguna manera, he podido darle utilidad a su diamante. No puedo esperar que esté orgulloso de su hijo, pero al menos, que las lágrimas que derramo en la oscuridad de mi habitación, no terminen siendo en vano.



16 de agosto de 2016

Tres amigos y un vampiro (cuento infantil)

Cada tarde, Agustín, Germán y Axel se juntaban a jugar en la plaza del barrio, que a esa hora estaba lleno de niños y niñas usando las hamacas, el tobogán, el sube y baja y el pasamanos.
Trataban de llegar temprano, para poder conseguir lugar donde tirar unos penales. Pero ese día, al pisar la plaza, escucharon el sonido de un silbato.
¡Otros chicos estaban jugando al fútbol e incluso uno hacía de árbitro!
Con algo de bronca, decidieron ir a jugar a casa de Germán, que vivía cerca, atravesando la plaza. Al llegar a la esquina, mientras esperaban que pasaran los autos para cruzar la calle, observaron que la vieja casa abandonada de tejas rojas y telarañas en las ventanas estaba iluminada.
Todos sabían que nadie vivía allí. Los amigos se miraron entre sí. Aquello era muy extraño. ¡Pero no era solo luz que se veía a través de las cortinas blancas y desgastadas que cubrían las ventanas! ¡Se escuchaban ruidos provenientes del interior!
- Vamos, acerquémonos para averiguar que pasa – sugirió Agustín, aunque sus amigos no estaban muy convencidos.
Temerosos, los tres abrieron la vieja y oxidada reja del frente. Una escalera descolorida conducía hasta la enorme puerta de madera. Desde el interior no provenía ningún sonido nuevo. Solo se escuchaban sus pasos sobre los escalones.
- ¿Nos imaginamos esos ruidos? Porque ahora no se escucha nada – dijo Axel, arrojando una piedra pequeña contra una de las ventanas.
Pero entonces, claro y fuerte, se escuchó una voz desde el otro lado de la puerta.
̶-¡Vampiro, te atraparé dónde sea que te hayas escondido!
Los chicos pegaron un grito del susto y del salto que dieron, se golpearon con la puerta. Como si eso fuera poco, la gran puerta de madera comenzó a abrirse lentamente.
̶-¡El vampiro! ¡El vampiro! – chilló Agustín, tapándose los ojos.
Pero el que apareció, sosteniendo unos papeles, no fue un vampiro, sino un hombre con unos auriculares en la cabeza.
̶- Chicos, estamos filmando una película acá dentro. ¿Ustedes tiraron la piedra?
Más avergonzados que asustados, los tres amigos admitieron lo hecho.
- Bueno, si prometen hacer silencio y no romper nada, pueden ver el resto de la filmación. ¿Están de acuerdo?
De la emoción Agustín, hizo picar la pelota tres veces en el suelo, Germán silbó con alegría y  Axel… arrojó otra piedra a la ventana.

(cuento escrito para mi esposa Mariana, con el fin de realizar un juego en una clase de teatro para alumnos de 7mo grado)

12 de agosto de 2016

El reencuentro

Había estado nervioso todo el último mes. Más precisamente desde que había confirmado que iba a la cena del reencuentro con sus compañeros del colegio secundario. Lo habían invitado a principio de año, cuando algunos de sus viejos amigos comenzaron a organizarlo. Pero dudó hasta último momento. Hasta que llegó el ultimátum en su teléfono celular: ¿"Te anoto? Cerramos hoy las reservas".
En ese momento dijo que sí y de inmediato se arrepintió. Pero no era posible retractarse. No se trataba de una comida en el trabajo o en el club, era nada menos que con los ex compañeros de colegio. Ya había confirmado. No había vuelta atrás. Se imaginaba lo que dirían: "Siempre igual vos, amargado". O peor aún "No cambiás más, que pelotudo sos".
En su defensa podía alegar que no fue una época fácil. Sufrió mucho la adolescencia. En aquel entonces era muy tímido. En realidad, lo seguía siendo, pero al menos podía pronunciar dos palabras seguidas sin trabarse. Trataba de pasar desapercibido, pero sus esfuerzo fueron siempre en vano. Ese afán por convertirse en un fantasma, parecían irónicamente dejarlo más expuesto.
Cómo aquel episodio en la fiesta de graduación, que por apartarse del grupo para no salir con su ridícula cara en la foto grupal y arruinar ese recuerdo a los demás, tropezó con la mesa donde estaban los vasos servidos que luego los mozos repartían entre los presentes. Tambalearon todos y más de la mitad derramó el líquido que contenía. Una verdadera catástrofe.
O la vez que por no animarse a dar aviso que lo habían encerrado en uno de los armarios cuando la profesora preguntaba a viva voz dentro del aula dónde estaba Aroldi - tal era su apellido- permaneció en silencio con el fin que no castigaran a sus compañeros y se quedó hasta la noche en la oscuridad, cuando sus padres fueron a buscarlo al colegio asustados que no había retornado y lo encontraron allí, orinado y temblando del miedo.
El día del acto de fin de curso, que debía desfilar con una compañera hasta el escenario central, no concurrió, por miedo a que le jugaran una broma. El pobre Aroldi logró atravesar esa etapa, pero aún los recuerdos pesaban en su mente. A veces, incluso, volvían en forma de pesadillas.
Las últimas cuatro semana habían sido traumáticas. Su cabeza iba y volvía en el tiempo, entre su ser adolescente y éste de ahora, casado y con dos hijos, empleado en una farmacéutica de renombre. Su mujer le había preguntado varias veces si le pasaba algo, a lo que él respondía siempre con la verdad: lo tenía a maltraer esa bendita cena del reencuentro.
Una noche ella le dijo: "¿Y entonces para que vas, si te pone así?
¡Vaya pregunta! De la misma manera que había dicho que iba y luego se había arrepentido, no tenía manera de explicarle a su mujer las razones. Porque era algo que estaba muy adentro suyo. Después de veinticinco años podía demostrarle a todos que había cambiado, que era otra persona, que al fin había dejado de existir el paliducho tímido y tartamudo de la adolescencia.
Ojalá fueran todos, incluso alguno de los profesores, si es que eran que vivían. Porque incluso mucho de ellos se habían mofado de él en aquella etapa tan brava de su vida. No quería pensar en todo ello. Porque el objetivo era demostrar que Aurelio Aroldi era otra persona. Y el nuevo Aurelio Aroldi no solo hablaba bien, tampoco se dejaba pasar encima como antes. Y a diferencia de aquel enclenque de dieciséis años, era capaz de muchas cosas. Entre ellas, cobrarse revancha.
Su mujer lo despidió con un beso en la mejilla. Hacía rato que no lo veía tan exultante. Aurelio subió a su coche cargando el maletín de su trabajo: "Les llevo presentes querida" le dijo antes de arrancar. Y así era: lindas botellitas de vidrio con picosulfato de sodio líquido que vertería en el ponche de bienvenida. No había vuelta atrás.Se lo había jurado en aquellos tiempos: algún día los iba a hacer cagar a todos juntos.



 

8 de agosto de 2016

La cima

Era él y la cima, nada ni nadie más. Allá, en lo alto, la inalcanzable meta. Allí, donde él estaba, el punto de partida. Elevó el rostro para observar su destino y dejó que la brisa fresca lo golpeara. Cerró los ojos y respiró hondo. Los pulmones se llenaron de aire. Exhaló. Volvió a abrirlos.
Exhibía una sonrisa contagiosa, sincera. De quién comprende el significado de estar vivo. Emprender su camino entre rocas y salientes era el siguiente paso. Ascender, con la sola ayuda de su cuerpo. Aferrarse a la naturaleza, a sus años en forma de minerales sólidos. Llegar hasta tan lejos, a un sitio que no había soñado de niño. Quería abrazar ese paisaje ríspido que se rendía a sus pies, ese lugar que para otros era quizá tan peligroso como desolador. Y luego, alzarse como una bandera hacia arriba, hasta donde pocos habían llegado.
¿Y para qué? ¿Para qué ese riesgo? ¿Por qué desafiar a la muerte? Su novia lo había perseguido a sol y sombra con esas preguntas. Le había mostrado filmaciones de accidentes en escaladas, imágenes terribles, sucesos desgraciados, uno tras otro, día a día, durante todo el último mes. Y al no poderlo hacer cambiar de idea, se había negado a acompañarlo.
Por eso estaba solo, ante imponente lugar. De nada serviría tratar de llamarla para escuchar su voz y aguardar esperanzado sus buenos deseos, porque no atendería y si lo hiciera, solo habría reproches. Y en aquel instante, envuelto en un aire tan puro, solo pensaba en la cima.
Apoyó el pie derecho sobre una roca y con las manos, buscó una saliente para sujetarse. ¿Para qué? La voz de ella surgió de la nada, apenas audible. Sonrió. La respuesta estaba a su alrededor. Para fundirse en la naturaleza, para atrapar sus formas, para mimetizarse con aquel paisaje al punto de confundirse y la montaña sea hombre y el hombre montaña, que en un momento no se sepa quién sujeta a quién, que ya no sea que escala, sino que la montaña lo sube, agradecida por su abrazo.
La sonrisa de quién está vivo y comprende la vida, cuyo significado está distante de lo material y más cercano a lo simbólico, como aquella cima en lo alto. Vivir es un riesgo a largo plazo porque implica, en un punto imposible de predecir, la muerte. Y feliz es aquel que la enfrenta, buscando no la muerte, sino sus propios límites. Porque son esos límites los que nos recuerdan lo hermoso de lo que nos rodea.
Un pie, luego el otro. Las manos firmes. Un metro, dos. De a poco, disfrutando, el objetivo es más nítido. A veces distante, pero nunca imposible.

4 de agosto de 2016

Afiches negros

La sala estaba a oscuras. Un acomodador acompañaba a los espectadores hasta sus asientos. Algunos, con generosidad, le daban algún billete a cambio. La ausencia de luz le confería un aire íntimo, de sepulcral silencio. Se escuchaban, sin embargo, suaves cuchicheos, parlamentos en voz baja, el crujir de los asientos, alguna que otra tos que trataba de ser disimulada. Se intuía, el lugar se estaba colmando.
Durante la semana intrigantes afiches habían decorado el frente del modesto teatro. Sugestivos carteles negros sin imágenes ni textos. En la parte inferior, un papel de reducidas dimensiones, pegado por encima del mayor, rezaba: "Jueves imperdible estreno".
¡Una obra cuya publicidad no hacían mención al título, ni a los actores, director y autor, que carecía de respaldo de una gráfica impactante! Tan solo, afiches negros. Nada más.
Pero esa simpleza fue suficiente para acaparar la atención. Ni siquiera en la boletería del teatro daban mayores precisiones. Hasta parecía que ni los responsables del espacio sabían de qué iba la obra. ¿Cómo no ir?
Pasaban los minutos y el haz de la linterna del acomodador hacía rato no se veía enfocar de manera temblorosa las filas de asientos, tratando de encontrar un sitio disponible. Nos decíamos que tarde o temprano debía comenzar. Pero la espera se hacía larga, casi burocrática, como si hubiese un horario estipulado que cumplir no informado en ninguna parte. Se escuchaban entonces algunos comentarios con el tono más elevado que antes.
De repente escuchamos un sonido sobre el escenario. El de una silla que era arrastrada. Está por comenzar, arriesgamos todos interiormente. Y así fue, porque una tenue luz iluminó el escenario, sacándolo de la penumbra. En el centro del mismo, una silla. Y sentada a la silla, una mujer.
Estaba arropada con un gran vestido blanco. Lo que parecía ser una vincha o venda de tela, del mismo color, pendía de su cuello como un collar de mal gusto. Miraba hacia delante, hacia nosotros. Pétrea en su postura, pero el semblante indiferente, los ojos extraviados en ninguna parte en particular. Estaba descalza, pero a pocos metros podían apreciarse desparramados unos zapatos de tacón. Cerca de estos, lo que parecía ser una espada. No alcanzaba a distinguirse bien, uno estaba sentado y el escenario estaba un tanto más alto, apenas si podíamos ver la silueta del objeto. Pero más atrás, fácil de reconocer, una oxidada balanza griega de dos platillos.
La mujer observaba, parpadeaba, pero no se movía de su lugar. Los labios permanecían impávidos, rigurosamente en silencio. Parecía mirarnos y nosotros a ellas. Pero no había conexión. Era como si su mirada nos traspasara y la nuestra, un inútil intento de alcanzarla.
Seguía sentada sin hacer nada. En cambio, uno se ponía nervioso. Podía percibir la tensión en cada uno, el deseo de preguntarle al otro qué es lo que estaba sucediendo allí arriba del escenario, si acaso la obra estaba por empezar o era parte de la puesta en escena. Aparecieron algunas toses, carraspeos, síntomas de impaciencia. ¿Nos estaban poniendo a prueba? ¿Era parte de un experimento artístico? ¿Era acaso arte lo que estábamos presenciando? Si el arte debe movilizar, vaya si lo estaba haciendo. Se escuchó el sonido de una butaca, un insulto débil pero insulto al fin lanzado al aire y los pasos audibles por el pasillo de un par de piernas retirándose del recinto.
La mujer sobre el escenario, miró hacia otro lado. Como si no quisiera ser cómplice de ese desplante. ¿Era parte de la obra? ¿Ese sujeto en la oscuridad era un integrante del elenco y su partida marcaba el comienzo de un segundo acto? La mujer continuó mirando hacia atrás, en parte dándonos la espalda. A pesar de estar a oscuras, tratábamos de mirar hacia otros asientos, cruzar miradas, encontrar respuestas que no teníamos. La ignorancia es la peor de las mochilas que uno puede cargar.
Otras personas se levantaron de sus asientos y emprendieron el camino central hacia la salida. Los que aún dudábamos sobre lo que estaba sucediendo comenzamos a sospechar algo: esa gente se iba por voluntad propia. Voluntad que otros no teníamos, porque guardábamos celosamente la esperanza de un giro en los acontecimientos.
La mujer de blanco, seguía observando para otro lado, cómo si lo que ocurría en la sala no fuera de su incumbencia.  Una señora de la primera fila de quizá unos setenta años de edad, que seguramente ha visto infinidad de escenarios a lo largo de su vida, se puso de pie y con voz trémula exigió que comenzara la función. Otras personas se sumaron al pedido.
La mujer, estoicamente, siguió mirando para otro lado. La señora levantó los brazos y los bajó de golpe. Su paciencia se había acabado. Refunfuñando tomó la ruta del pasillo y fue dejando atrás fila por fila, con personas que trataban de asimilar lo que sucedía y tomar una decisión pronto. ¿Irse o quedarse? ¿Aguardar a la mujer sobre el escenario o resignarse a la pasividad casi criminal de la que incluso parecía jactarse con su indiferencia?
Los que comenzaban a irse mencionaban términos como estafa, fraude, vergüenza... ¡todo parecía irreal! ¿Qué estábamos viendo? Entonces, entre tantas personas que marchaban en dirección a la salida, apareció un joven yendo hacia el escenario. Caminaba con la cabeza gacha, casi eludiendo las miradas. Se acercó hasta el escenario y desde el borde mismo, le hizo seña a la mujer para que se acercara.
Quiénes quedábamos en las butacas, algunos ya de pie esperando su turno para salir al pasillo y de allí a la calle, tratamos de prestar atención a la escena. ¿Ahora si? ¿Comenzaba el espectáculo?
La mujer se volteó hacia el joven y se puso de pie. Nosotros, yo, los que aún permanecíamos, sentimos una extraña sensación de alivio. La mujer ataviada de blanco fue hasta la balanza, la tomó y se acercó al borde del escenario, donde se agachó para agarrar algo que el sujeto le alcanzaba. Era algo chico. La frágil iluminación no permitía una visión clara, pero era una bolsa de plástico. Parecía un sobre al principio porque dentro de la bolsa había algo blanco y el color había brindado la falsa familiaridad del papel.
Con la balanza a sus pies, la mujer depositó sobre uno de los platillos la bolsa con el contenido blanco. La estaba pesando. Pareció asentir con la cabeza, conforme. Se irguió y retrocedió hasta el otro objeto que estaba en el suelo. Las sospechas se disiparon. Era una espada. Y tenía filo. Tal, que la utilizó para rasgar apenas la bolsa plástica. Introdujo un dedo en la misma y lo sacó con un poco del contenido. Acercó su mano al rostro y con la nariz absorbió la sustancia que se ofrecía con el dedo. Arrojó la cabeza hacia atrás y permaneció así medio minuto. Luego se enderezo, buscó algo en su vestido, a la altura de los pechos y extrajo una billetera. La abrió, tomó unos billetes y se las entregó, tras volverse a agachar, al sujeto que le había dado la bolsa de plástico.
El intrigante personaje se marchó por el pasillo, esquivando a los espectadores que en medio de la huida se habían detenido a contemplar lo que sucedía al fin sobre el escenario. En realidad, en el borde mismo, ese que habitualmente delimita la ficción de la realidad.
Miramos de inmediato hacia el escenario. La mujer nos estaba dando de nuevo la espalda, pero porque se estaba marchando. Se llevaba consigo la espada y la balanza. Segundos después había desaparecido detrás de un telón. La silla quedó olvidada, en el centro de la escena, con la pálida luz del único reflector activo.
Quedamos una vez más en silencio, sintiéndonos abandonados, en el desamparo mismo. Cruzamos semblantes perturbados. ¿Qué palabras utilizar para describir las sensaciones? De repente la poca iluminación dejó de ser y como al principio, todo quedó en penumbras.
Tanteando, fuimos buscando la salida, no sin chocarnos unos con otros en varias oportunidades. Era tal la desazón, que ni disculpas nos pedíamos. Solo queríamos estar afuera, lejos de las fauces de aquella sala, lejos de esa mujer, a años luz de su indiferencia.
Marché, marchamos, con la cabeza cabizbaja, con la derrota en la boca y tristeza en el corazón. Son los tiempos que corren, pensé, quizá engañándome. Fuimos dejando a nuestras espaldas los afiches negros, sobre los cuales no pudimos trazar ninguna imagen, ni - imagino - podremos en días posteriores.
Aquella mujer de blanco parecía disfrutar nuestro desconcierto. Sensación amarga y de vulgar familiaridad, como si esa mujer fuera el presente y nosotros, simples espectadores de su decadencia.