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29 de marzo de 2013

Maldición

El pecho de su hija subía y bajaba, en forma rítmica y constante. La respiración se escuchaba cada vez más comprometida. Afuera la tormenta azotaba ferozmente, golpeando ventanas y puertas con un viento implacable y obstinado.
Raquel volvió a asomarse. Los relámpagos surcaban el cielo y el agua caía vertiginosamente, sin dar tregua alguna. Estaba nerviosa, demasiado quizá. Temía que la pequeña Aldana se asustara aún más. Pero los minutos transcurrían y Enrique no volvía.
- Papá ya viene querida, tranquila, no te agites.
Quería calmarla, hacerla sentir segura. Pero se delataba en sus miradas furtivas a la ventana, en el sudor de su cuerpo.
Alexis y Martín estaban arriba, en la habitación de ellos. Les había pedido que subieran, que se encerraran en su cuarto. Apenas si tenían dos y tres años. Rogaba en silencio que no bajaran, que permanecieran en el piso superior. Estuvo a punto de llamarlos, para que buscaran el teléfono y llamaran a su padre. Se detuvo a tiempo.
Creyó escuchar el sonido de un motor, amortiguado por el temporal. Luego fueron pasos y finalmente la llave en la cerradura. La puerta se abrió con violencia, pero solo penetró el viento, salvaje y furioso, arrojando agua al interior y derribando las revistas que descansaban sobre una mesa. Se había puesto de pie, más asustada de lo que estaba. Entonces Enrique cruzó el umbral.
- Raquel, no hay tiempo. Debemos irnos - urgió desde donde estaba.
Ella no supo que hacer.
- ¿Y la niña? ¿Los chicos?
- Ya es tarde. Si la llevo al hospital, no hay escapatoria para vos. Ahora obstaculicé la ruta del lado del pueblo, tenemos la oportunidad de escapar hacia el oeste.
- Pero...
- ¡Nada Raquel! Nos vamos. No quiero que esto comience otra vez. Pensé que todo había cambiado, pero el doctor estaba equivocado. Es lo mismo que hace quince años Raquel, es lo mismo. Pero entonces no se salvó ninguno. Si te vuelven a atrapar, la locura dejará de ser excusa.
 - ¿Y los chicos? ¿Qué será de ellos?
- No importa, siempre estarán mejor lejos de vos.
Raquel se largó a llorar.
- No es mi culpa Enrique, es algo más fuerte que yo. No es mi culpa - decía entre sollozos, mientras se aferraba al cuello de su marido.
- Ya lo sé, chiquita, ya lo sé.
Aldana exhaló por última vez y dejó de respirar.
- Vámonos, no mires a la niña. Vámonos - pidió Enrique, consternado aún al ver el cuerpo de su hija atravesado por un enorme cuchillo de cocina - Vámonos Raquel, antes que llegue la policía.
- ¿Algún día va a terminar? - el llanto se mezcló con la tormenta, lo mismo que la respuesta de su marido.
- Por lo visto las maldiciones nunca terminan mi amor, nunca.

26 de marzo de 2013

Minicuentos x la Identidad III

Los siguientes, son mis aportes a la convocatoria "Minicuentos x la Identidad III" del sitio de microficción "Cuentos y más", de Juan José Panno y Mónica Pano. Hacen alusión, por supuesto,  a la conmemoración del 24 de marzo, del Día Nacional de la Memoria por la Verdad y la Justicia. La consigna para este año fue que todos los micros (de hasta 140 caracteres) comenzaran con "Hace 37 años..."



Hace 37 años…
Un país se dividía y los militares se multiplicaban. La represión sumaba horror y las muertes restaban vidas. La ecuación fue negativa.

Hace 37 años…
De niño vio llevarse a sus vecinos. La niña, solitaria, sobreviviente, fue su amiga. Luego novia, esposa. Juntos no olvidan aquel espanto.

Hace 37 años…
El suelo argentino lloraba espanto sobre sus mejillas. El tiempo ha lavado algunas lágrimas, pero no ha podido cerrar las heridas.

Hace 37 años…
 En una esquina, éste diálogo:
- Volvieron los milicos
- Como otras épocas, dirá
- Pero esta es peor, mire bien, ahora sonríen y fingen bien

Hace 37 años…
El silencio fue edificado a base de muertes y secuestros. Hoy el grito de justicia sueña con derribarlo ladrillo por ladrillo.

Hace 37 años…
Durante las noches, llegaban camiones al Río de la Plata. Se iban vacíos, mientras el río escondía las culpas.

Hace 37 años…
Pensar distinto era ser subversivo. Por eso Juanito, se limitó a pensar en sueños. Y en sus sueños, era un subversivo.

Hace 37 años…
Sorprendidos por milicos, la pareja echo a correr. Dos disparos a cada uno y los hicieron caer. NN, archivados, enterrados en el cuartel.

23 de marzo de 2013

La parcela

Había llegado al pueblo a comprar terrenos en la zona. Era su meta, por eso ignoró cuando los vecinos le recomendaban que no comprara la última parcela en venta de los Terranova.
- ¡Está maldita!
- ¡No la compre!
Le previnieron, no obstante el corredor inmobiliario siguió adelante con la transacción. Aquella era la única porción de tierra que estaba en venta en ese pueblo y era suya.
Volvió a la ciudad feliz por su buen trabajo. Pero esa misma noche sucumbió ante el espanto de las pesadillas. Cuerpos acribillados, mujeres y hombres, se levantaban de sus tumbas y corrían tras de él.
Despertó bañado en sudor, en el patio de su casa. No supo como había llegado ahí, el solo hecho de verse sobre el césped, en plena noche, lo estremeció aún más que la pesadilla.
- ¿Qué puede ser? - le preguntó a su terapeuta.
- Quizá stress. Dígame ¿tuvo algún percance en su trabajo en estos días?
Claro que no lo había tenido. Su viaje al interior había sido próspero, logrando comprar más de lo que se imaginaba. Todo iba viento a favor. No creía que fuera eso. Por lo tanto, respondió en forma negativa.
Por la noche, antes de acostarse, recibió un llamado telefónico.
- No debió haber comprado esa parcela, su vida será un sufrimiento.
- ¿Me amenaza?
- Intento salvarlo.
La línea quedó muda. Tampoco esa noche pudo dormir.
A la mañana siguiente llamó a su socio. No había pegado un ojo, quería quedarse en su casa. Pero a media mañana estaba subido a su coche, de regreso al pueblo.
Llegó pasado el mediodía. La gente lo observaba con recelo. Solo un paisano se le acercó al coche, cuando estacionó frente a la plaza.
- ¿Viene a devolver la parcela?
- No, vengo a averiguar que es toda esta patraña.
El lugareño meneó la cabeza de un lado a otro, decepcionado. Luego se perdió cruzando la calle y doblando en la esquina más próxima.
No había muchos sitios por donde empezar las investigaciones. Entró al bar, donde daba la sensación que todos los estaban esperando. Incluso había una mesa con una cerveza servida, que el dueño del local, con un gesto desde la barra le indicó que era para él.
La bebió despacio, acomodando sus ideas. Todo le resultaba extraño, como las miradas que lo rodeaban y se posaban sobre su figura. Quince minutos más tarde un parroquiano se sentó a su lado.
- Le dijimos que no la compre. ¿Para que volvió?
- Para averiguar sobre la maldición.
- ¿Aún no comprende, verdad? Tuvo la oportunidad el otro día, ahora es tarde. Ya está aquí.
- ¿Y con eso, qué?
- El pueblo está erigido sobre tierras de los Terranova. Cada uno de nosotros le ha ido comprando una parte. Y estamos malditos. No nos podemos ir de aquí. No tenemos escapatoria.
- ¡Qué dice! ¿Quiere irse? Tiene una ruta. Váyase.
- ¿Si? Quiero verlo irsea usted primero.
El agente inmobiliario lanzó una carcajada. Apuró el vaso de cerveza y volvió a reír.
- Por lo visto, he perdido el tiempo. Ustedes están todos chiflados. Adiós.
Pero por más que quiso marcharse, no pudo hacerlo. Permaneció en la silla hasta que desistió de la idea. Entrada la noche, llamó al barman.
- Dígame... ¿dónde puedo comprar materiales en el pueblo para construirme una casita?

20 de marzo de 2013

Con la muerte no se jode

El hombre, vestido de saco y corbata, se acercó a la recepción del lugar. Una mujer joven y bonita le dirigió un cordial saludo.
- Quiero contratar sus servicios - anunció.
- Bien señor, le agradecemos en primer lugar su confianza. ¿Nos podría decir quién es la persona fallecida?
- No, en realidad es para mí.
- Entiendo, desea reservar un servicio de sepelio. ¿Usted tiene obra social?
- No, por eso estoy aquí. Tengo unos ahorros y me gustaría organizar todo, porque éste sabado me muero.
- Disculpe, pero... ¿usted quiere contratar un servicio ya, para éste sábado? Es decir... puede reservar un servicio, pero poner la fecha no es algo tan sencillo. A ver, si me aguarda...
- Espere. No se apresure. Tengo la plena certeza que el sábado voy a morir. No tenga miedo de organizar el sepelio, no le voy a fallar.
- Es que jamás han venido a contratar un servicio fúnebre con una fecha de antemano. Tengo que llamar al dueño para que...
- Perdón que insista, pero lo del sábado es un hecho. ¿Podríamos cerrar la compra sin necesidad de alarmar a nadie?
- Señor, tengo que consultar antes...
- ¿Prefiere que sea ahora y no el sábado?
- ¿Cómo dice?
- Mi muerte.
- ¿Su muerte? ¡No, por favor! Ni hoy, ni el sábado. ¿Qué clase de broma es esta?
- Si prefiere que sea hoy, le pago ahora, me deja terminar con unos asuntos y vuelvo hasta aquí para morir, así les ahorro el traslado.
- ¡Usted es un demente! - le gritó mientras se ponía de pie dispuesta a cruzar la puerta que tenía a sus espaldas.
- Aguarde, no se vaya. Le pago y muero, no voy me voy nada, así ni siquiera tienen que esperarme. ¿Le parece mejor?
La joven salió por la puerta, llamando a gritos al dueño. El hombre, lejos de inmutarse, se acomodó en la silla. Aprovechó para poner sobre sus piernas un bolso que llevaba y acomodar algo dentro. Al cabo de un minuto, la joven regresó con la compañía de una persona de edad avanzada, repleto de canas y que se sostenía con un bastón.
- Señor, le voy a pedir que se retire. Me dice Noelia que usted está haciendo una broma de muy mal gusto y eso acá no lo toleramos. ¡No se jode con la muerte! 
- Por favor, no se altere. No es ninguna broma. Es una pena que esta chica lo haya creído así. Déjeme explicarle, tengo la imperiosa necesidad de morir y deseo dejar organizada la cuestión del sepelio, para no importunar a mi familia.
- Le reitero, lo quiero fuera de esta oficina.
- Pago en efectivo.
- No me importa.
- Puedo dejar una importante propina.
- Le dije que no.
- Es una lástima, tenía muy buenas referencias de este sitio. Me hubiese gustado que fuese aquí.
- Acá no hay cosas raras, la gente se muere y la familia lo trae. Su pedido no es admisible. Así que si es tan amable...
- Ya me voy, no se preocupe. De todas formas, si el sábado desean pasar por mi velorio, serán bienvenidos.
- Gracias, pero me temo que estaremos aquí.
El hombre se retiró al fin. El dueño del lugar suspiró aliviado.
- Si vuelve, me avisás.
- Si señor. Lo haré, por supuesto.
Había pasado casi una hora, pero la joven seguía aún pensando en lo que había sucedido. Entonces, empezó a sonar el teléfono. Atendió.
- Funeraria Gómez, en que puedo ayudarlo.
- Si, cómo te va. ¿Noelia creo que te llamás, cierto? Mirá, yo estuve ahí hace un ratito. Era el que quería el servicio este sábado. ¿Podrías decirme si me dejé un bolso? Sabés, es gracioso. Estaba seguro que me vendías el sepelio y cuando te fuiste para adentro, programé la bomba con la que quería matarme. Está a quince segundos de explotar y no la encuentro por ningún lado. ¡Qué mala pata!

17 de marzo de 2013

Ventanas abiertas

La habitación era asfixiante. Un solo ambiente, donde la cama y la mesa apenas estaban separadas por un metro de distancia. El baño era un inodoro y una ducha en un rincón. Una pileta y un anafe conformaban la cocina. Ni siquiera un balcón. Aquel sitio en un octavo piso era su hogar.
Su forma de ganarse la vida, atendiendo un kiosco durante doce horas en una estación de subte, evitaba que pasara más tiempo en aquel cuarto. Pero las noches eran inevitables, al menos, ese tiempo muerto entre que llegaba, se aseaba, comía y se iba a dormir.
Había un solo ventanal. La persiana levantada por la mitad, para lograr algo de intimidad. Los demás edificios parecían abalanzarse unos sobre otros y las ventanas ajenas se mostraban distraídas, como salpicadas por el azar en la vista exterior, invitando a escenas de otras personas.
Aquello le provocaba cierto rechazo. Sentía la necesidad de mirar por la ventana para escapar del sofocante paisaje de su habitación, pero al hacerlo, de repente se sentía un voyeur, un curioso con sentido de la perversidad, tratando de espiar a personas que no conocía, que sin saber que los observaban, hacían sus vidas en sus departamentos.
Pero la imperiosa necesidad de asomarse al exterior, lo sentaba en la única silla que tenía, de cara a la ventana. Apagaba las luces y desde ese bosque de sombras, observaba en silencio ese paisaje con luces propias que se extendía a sus anchas, en medio de la noche.
Y sin quererlo, al menos de manera consciente, se introducía en otros departamentos, sin ponerse colorado.
En la ventana que tenía justo enfrente vivía un joven, aparentemente solo. Más bien gordo, cenaba en una mesa redonda, donde tenía la computadora. Estaba todo el tiempo chateando y se levantaba solo para buscar agua o algo más para comer de la heladera.
A la izquierda, había un cuarto muy iluminado, con la cama tendida. Miró su reloj, todavía era temprano. No creía que ella apareciera aún.
Un piso más abajo, en el mismo edificio, una familia compartía la comida alrededor del televisor. Dos niños, una niña y los padres. Los pequeños eran muy inquietos. La madre solía hacer ademanes, seguramente retándolos, pero era escaso el orden que podía lograr. El padre parecía distante de la situación, con la mirada fija en su plato, sin levantar la vista ni para mirar la televisión.
Si desplazaba la vista hacia la izquierda, en un edificio contiguo, podía divisar cuatro ventanas iluminadas. Una de ellas, quedó en penumbras justo que posaba su mirada. En las restantes, divisaba gente solo en la que estaba a la altura de su habitación. Una pareja de ancianos, que se ayudaban mutuamente mientras lavaban los platos. Podía ver como él iba secando cada cosa que ella le pasaba. Se imaginaba la habitación con algún vals sonando de fondo.
En el edificio de la derecha, en cambio, solía tener más vida. Varios de los departamentos estaban habitados por estudiantes. De vez en cuando los veía bailando o en grupos. En ese instante, tenía a la vista seis ventanas. En las dos más altas, solo divisaba personas mirando la tele. Más abajo, una mujer quitaba ropa tendida en el balcón. En la ventana vecina, una joven levantaba el alto a un niño de dos o tres años de edad.
En los ventanales inferiores, la contemplación se ponía más interesante. A la derecha, una joven hacía yoga sobre una manta color violeta. Llevaba un top ajustado y calzas negras. Sus movimientos eran pausados y rítmicos. La elegancia de sus piernas y brazos iba a la par del cuerpo esbelto, que realizaba posturas que le parecían imposibles.
A la izquierda, una parejita se besaba sobre un sillón. Apenas iluminados por un velador, exploraban sus bocas con pasión, en tanto las manos iban y venían por el cuerpo y la espalda.
Observó esas dos ventanas durante varios minutos, preguntándose de tanto en tanto si estaba bien lo que hacía, si acaso existía alguna prohibición o castigo por mirar lo que sucedía en los departamentos ajenos.
¿Mientras él comía o se preparaba para ir a dormir, acaso alguien también lo estaba observando desde un edificio lindante? ¿Habría gente que además de espiar las ventanas cercanas como él estaba haciendo, se dedicaba a hacer lo mismo con edificios más lejanos, usando binoculares o algo por el estilo?
Las dudas despertaban ciertos recelos, la sensación de estar desprotegido, de quedar a merced de los demás. Pero él estaba haciendo lo que temía que le sucediera. Resultaba contradictorio.
Por eso mantenía las persianas a medio levantar. Tenía por otra parte, un doble sentido. No solo el de protegerse de los demás, sino de quedar oculto cuando observaba. Si bien apagaba las luces, aquello le daba mayor protección.
El sueño comenzaba a atacarle. En cualquier momento se iría a dormir. Pero aún tenía esperanza que ella apareciera. Volvió su mirada al edificio de enfrente, a la habitación iluminada que mostraba una cama impecablemente tendida y puso allí su atención, mirando de vez en cuando el reloj.
Aguardó varios minutos, luchando contra el sueño que arremetía y los cabezazos al aire que lo mantenían ganando la batalla, aunque por escaso margen. Parecía que iba a darse por vencido, pero de pronto ella entró.
Como un ángel, vestida de oscuro, el cabello suelo, su piel radiante y desprendiendo un aroma que él imaginaba dulce y suave. Llegó hasta los pies de la cama, dejó caer una prenda que apenas cubría sus brazos, luego se quitó la remera dejando a la vista un corpiño obsceno, abundante; se sentó sobre el colchón y estiró sus brazos para sacarse el calzado. Luego levantó las piernas y con agilidad felina, se deshizo de los pantalones de jeans. Debajo, inmaculado, apareció la parte que combinaba con el corpiño.
Se adelantó en la silla, como si aquellos veinte centímetros que ahora separaban el respaldar de su espalda le dieran una mejor visión. Sintió su respiración más rápida. Por la ventana veía a la joven dejarse caer sobre la cama, de frente a su habitación. Podía verla extendida a lo largo, las rodillas flexionadas, con las pies aun tocando el piso. La ropa interior parecía bermellón y resaltaba su figura.
Ella llevó sus manos bajo la prenda inferior y las detuvo allí. Podía intuirse el movimiento, la serenidad de su rostro, cuyos gestos iban cambiando, mutando con los segundos. Una de sus manos subió por el estómago y se detuvo en los pechos, luego fue hasta la boca, que mordió de a uno los dedos.
El se puso de pie bruscamente y se alejó de la ventana. Se sentía agitado y fuera de si. ¿Qué estaba haciendo? No tenía respuestas, estaba desorientado como cada noche en ese punto, cuando se sorprendía a si mismo mirando por la ventana a una desconocida.
Avergonzado se descambió y se arrojó a la cama. Demoró en dormirse, angustiado por esa mano que aún seguía viendo en sus pensamientos, moviéndose sensualmente, alargándose de manera sobrenatural, cruzando el abismo entre los dos edificios, metiéndose en su cuarto asfixiante, alcanzando su pantalón, bajando el cierre relámpago, para llegar finalmente al éxtasis de su soledad.

14 de marzo de 2013

Micorrelatos sobre "Romeo y Julieta"

Micros escritos para el concurso "Romeo y Julieta" convocado por el sitio "Cuentos y mas".  Escúcheme Mr. Shakeaspeare fue el ganador de dicho certamen.

Escena de la escalera
- ¡Oh Julieta, amada mía! Mi amor es eterno, pero…
- Dime Romeo…
- ¿No podrías instalar Skype de una buena vez?

Moraleja
Al mirarse a los ojos comprendieron que nadie sale vivo del amor verdadero.

Escúcheme Mr. Shakespeare
Mire, le sugiero que cambie ese final mi amigo, con esta idea de matar a los dos amantes llevará la obra al olvido.

Entrevista a Julieta en el más allá
¿Qué sentí al matarme por Romeo? Mucho júbilo. La muerte me devolvía la vida.

Causalidades
Ella se llama Julieta y el, Romeo. Ninguno ha leído a Shakespeare, pero igual se enamoraron. No es la literatura, sino el amor.

11 de marzo de 2013

El secreto del universo

Abelardo era un eminente científico, una de las mentes más brillantes del planeta. El mundo de la ciencia se rendía a sus pies y las revistas especializadas publicaban cientos de páginas con sus descubrimientos y teorías.
Pero Abelardo, si pudiera, cambiaría todo ese genio resguardado en su cerebro, por un beso de una mujer. Tarde se dio cuenta que jamás había besado a una chica, ni que nadie del sexo opuesto había posado los labios en los suyos.
Tantas horas descifrando fórmulas imposibles y enigmas de la existencia, y ni siquiera un segundo dedicado al misterio del amor. Se supo viejo una mañana, al levantarse y mirarse al espejo. Arrugas, cabello ralo y canoso, la piel flácida y cadavérica y en su cama, el vacío de la ausencia, de la soledad.
¿Acaso se había perdido de lo más hermoso de la vida? ¿O tan solo era una angustia sin razón, una idea descabellada que se había posado en sus pensamientos de manera caprichosa?
Esa mañana llegó al laboratorio con el rostro demacrado. Apenas si había podido dormir. Perkins, su asistente, se sorprendió al verlo y temió alguna enfermedad.
- ¡Doctor, debe dejar que lo vea un médico! - la voz había entrado en pánico.
Sin embargo el notable sabio sacudió una mano en el aire y se dirigió a su escritorio. Perkins estaba nervioso, porque si algo le pasaba al doctor la ciencia se vería comprometida.
- Doctor, insisto.
Abelardo levantó la mirada y la posó con furia en su asistente. Quería concentrarse en sus cálculos, alejarse de todo pensamiento con remordimiento, que lo llevara a replantearse su vida, sus decisiones.
- Perkins, déjeme en paz o consígame una novia.
- ¿Qué le consiga qué...? - preguntó sorprendido, mientras hilvanaba teorías que iban desde un pico de stress a la demencia senil.
El científico hizo caso omiso de la reacción de su asistente, regresando de inmediato a sus asuntos. Perkins, en cambio, se acercó al teléfono. Dudaba entre llamar al director del instituto o a Graciela, la asistente más joven del doctor.
- ¿Graciela? - preguntó con el teléfono en la boca, tras unos minutos de indecisión - ¿El doctor actuó raro ayer, mientras estuvo con vos? Porque me está asustando. Creo que está enfermo y eso es algo terrible.
La chica, del otro lado de la línea, contestó que no. La tarde anterior había sido como tantas otras. El silencio parco de Abelardo, sus pedidos puntuales, el movimiento de un lado a otro del laboratorio. Lo de siempre. Solo cuando le sirvió café intentó lograr que se relajara, preguntándole por su familia. Pero la única respuesta fue un par de ojos severos que la escrutaron violentamente, para luego volver al trabajo rutinario de cotejar fórmular y encontrar los secretos que otras mentes no pudieron.
- ¿Estás segura? - Perkins no se daba por vencido. Si el doctor estaba enfermo, sería un problema para la investigación. Porque la investigación, era el doctor Abelardo. Nadie más podría seguirla adelante.
Al cabo de unos minutos, se acercó y volvió a preguntarle si se sentía bien. Esta vez el científico, candidato al Nobel cinco veces y ganador en una oportunidad, se puso de pie y le pidió que se retirara.
Quedó solo en el laboratorio. Las sienes parecían querer explotar. Volvió la vista a sus papeles. La cantidad de dígitos anotados era menor que lo acostumbrado. No había fórmulas ni la simbología habitual. Tampoco anotaciones al márgenes. El número no era parte de ningún cálculo, tan solo era un número telefónico. Lo había archivado por años en su mente, debajo de miles de datos más importantes. Y sin embargo, ahí estaba, como el mayor de sus descubrimientos.
Se volvió a parar, pero esta vez caminó hasta el teléfono. Sus manos temblaron al tomar el tubo. Marcó cada dígito con terror y aguardó con angustia mientras la línea llamó.
- ¿Hola, quién habla? - preguntó una voz trémula, desgastada por los años.
Abelardo sintió que el universo se abría a sus pies, sintiendo en su corazón una sensación tan extraña que ni la física cuántica podría explicarla. Y a duras penas, casi obligándose a reparar el pasado, habló.  
- Habla Abelardo, no se si te acordás de mí. Pasaron muchos años. En la secundaria te regalé una rosa - y con dolor y al mismo tiempo, esperanza, agregó -  Prometí verte en las vacaciones, pero nunca aparecí.
- Aberlardo... - las sílabas parecieron resquebrajarse en el aire - Es tarde, cincuenta años tarde.
Luego, el sonido de la línea muerta. Ella había colgado.
En esa soledad acostumbrada, por primera vez se sintió solo. El corazón lo exhortaba a gritos. Corrió hacia su escritorio, abrió uno de los cajones y sacó una pila de papeles. Los desparramó delante suyo y se sentó a corregir fórmulas como si estuviera poseído.
Pasaron las horas, el día, la gente en el laboratorio. No le habló a nadie, ni a Perkins, ni a Graciela. Absorto del mundo que lo rodeaba, escribía cálculos en márgenes repletos de anotaciones, tachaba y volvía a escribir, se ponía de pie, caminaba en círculos mirando a ninguna parte, los ojos en otro mundo, para luego volver a su silla, a sus papeles, a su mundo de números y signos, a cálculos y teorías.
Era de madrugada cuando levantó el rostro hacia el cielorraso y gritó de júbilo. Lo había logrado. Su vieja teoría sin resolver del viaje en el tiempo, era un hecho. Y no necesitaba mucho. Siempre había estado tan a la mano y no había podido verlo. Pero lo había resuelto. El objetivo no había sido la ciencia, ni el reconocimiento. Había sido lo más buscado por el ser humano, el verdadero secreto del universo: el amor. El mismo que había sepultado por estudios e investigaciones, por una vida dedicada a sus pasiones intelectuales.
Se encerró en la cámara de experimentación y adecuó el tunel de pruebas. Los cálculos le permitirieron crear un agujero de gusano, mientras aceleraba uno de los extremos a la velocidad de la luz. Lo que hizo a continuación, fue una revolución en la ciencia sin testigos. Aceleró el otro extremo, a una velocidad superior a la de la luz y con los números que había pergeñado en silencio, estaba seguro que lo lograría, que la gravedad cuántica no podría derrumbar ese túnel.
- Muy bien Einstein, vamos a probar que estabas equivocado. El espacio-tiempo también puede ir para atrás.
Los cilindros giraron como nunca los había visto y una luz irradió en todo el lugar. Sin pensarlo dos veces, se introdujo al túnel. Y luego, la noche lo dejó ciego.
Despertó aturdido, con ganas de vomitar. Miró sus manos, su cuerpo y aún no lo podía creer. No había arrugas, ni siquiera una mancha en la piel. Ya no estaba en el túnel, sino en un descampado, quizá en el mismo sitio donde estaba unos minutos antes el laboratorio, en las afueras de la ciudad. No lo sabía. De a poco, fue adaptándose a la claridad. Amanecía.
La ropa estaba hecha jirones y le quedaba grande. Caminó un par de kilómetros y de un patio robó un pantalón y una camisa que estaban tendidas. La ciudad apareció ante sus ojos con forma de pueblo, tal como la recordaba, cincuenta años atrás. Las fachadas le eran familiares, pero como salidas de un cuento que le habían contado hacía siglos.
Pero fue reconocimiento cada lugar, los rostros de las primeras personas que salían a la calle a desandar el día. No se detuvo a saludar a nadie, trotó por la calle, como un loco. Solo quería llegar a un lugar, golpear en una puerta, ser atendido por una mujer.
Sentía el peso de las piernas, el dolor en cada articulación, el latido del corazón que parecía salirse de la boca. Pero en su mente todo era un torbellino, ideas chocando unas contra otras. Sabía que no era momento para analizar resultados, para sacar conclusiones. Solo anhelaba una cosa y llevaba cincuenta años de retraso.
Llegó a la casa de frente blanco y tejas rojas. A la puerta de madera que tantas veces observó a la pasada, con cierta nostalgia. Una puerta a la que siempre le fue esquivo, por temor, por miedo, por priorizar todo menos su corazón.
Golpeó, lentamente. Era temprano, no pretendía sobresaltar a nadie. La joven se asomó por la ventana, apenas envuelta en un camisón. Abrió la puerta sorprendida.
- Abelardo ¿qué hacés tan temprano en casa? Mi madre me va a matar.
- ¿Temprano? Llego medio siglo tarde, mi querida Eloísa.
- ¿Qué decís? Es temprano Abelardo, si querés nos vemos más tarde en el convento. Estos días he estado en caso visitando a mi madre. Pero hoy debo volver. Así que estaré allí.
- ¿Convento?
- ¿Es que perdiste la memoria? No, en realidad no es eso. Seguramente ni te has enterado. Vives en tu mundo de cuentas y números. Soy monja Abelardo, desde hace un año. Ya hace tres que te fuiste a la universidad y jamás viniste por mí. Me cansé de esperar. Hoy tengo mi vida. Así, que si quieres hablar conmigo, hazlo allá, esta tarde. Adiós Abelardo.
La puerta se cerró delante de sus ojos. Abelardo cayó de rodillas. Volvió a mirarse las manos y ahora, las veía con arrugas y la piel manchada. Su corazón, de repente, se hizo viejo. Miró el cielo, imponente, maravilloso. ¿Acaso estaba allí, en un pasado inexacto, también tardío o la realidad era otra, había fallecido en el túnel y lo que experimentaba eran los últimos estertores de su mente, que en un piadoso intento, querían sepultar su amor, evitarle tanto sufrimiento?
Y mientras los ojos cansados se cerraban al sueño, el beso, ese beso tan anhelado, cuya ilusión había palpado en cada átomo de su ser, desaparecía para siempre en la eternidad, no importa la dirección en la que esta viajara. Se moría sin poder resolver ese secreto tan velado, tan intrigante, tan único y revelador, como el amor de una mujer, el amor correspondido de una mujer.

8 de marzo de 2013

Minuto final

Frente al equipo de audio, cayó de rodillas. El relator gritaba enloquecido que el árbitro había cobrado penal. ¡Un penal cuando el partido terminaba! Aquello era un milagro, una señal del cielo. No quería ponerse de pie, había cerrado los ojos y apoyado la frente contra el frío de las baldosas.
¿Quién lo patearía? No quería escuchar, no podía. Bajó el volumen a cero. El silencio que de inmediato invadió la habitación fue atroz. Un silencio que no era tal, porque podía escuchar los latidos de su corazón. Sentía que le faltaba el aire. Debía ser valiente.
Subió el volumen. Había un revuelo en el área y el árbitro estaba expulsando a un jugador local. Y si, no era para menos. Un penal en el último minuto y la posibilidad de ganar un partido imposible. ¿Quién patearía?
Entonces escuchó al relator pronunciar su apellido.
- ¡Torrenti toma la pelota y se dirige al punto penal!
No, ya era suficiente. Lo había intentado, no podía. Cinco años aún eran escasos. Apagó el equipo, quitó la grabación y se encerró otra vez en su pieza. La vergüenza no lo dejaría en paz jamás.

5 de marzo de 2013

El diario de Susana

En su diario personal la pequeña Susana llevaba registro de sus pensamientos, lo que le pasaba en la escuela y también en su casa. En esas hojas adornadas con dibujos infantiles iba plasmando su vida, a su manera, con lapiceras de colores y letra grande y prolija.
Desde las travesuras con sus amiguitas a las desventuras con sus hermanos, el amor a su madre y el odio a las maestras que le daban tareas. Allí plasmaba sus sueños de princesa, los deseos para Navidad pero también los tragos amargos, los chicos que la molestaban, los que no quería, a los que temía.
El día que Felipe, su hermano más chico, se lo robó para esconderlo creyó que el mundo se venía abajo. Primero lloró encerrada en su cuarto, luego, al regresar su madre del trabajo, imploró para que intercediera y cuando nada prosperaba, decidió hacer justicia por mano propia.
Fue hasta la habitación que compartían Felipe y Martín, el más grande y se escondió debajo de la cama. Ellos estaban en la casa del vecinito. Esperó bastante tiempo, pero finalmente escuchó la puerta del frente abrirse y luego los pasos apurados y torpes de sus dos hermanos. Entraron al cuarto empujándose, como era costumbre de ellos tratarse.
No se impacientó, al contrario, fue ganando confianza en tanto aguardaba el momento ideal. Martín se fue a hacer la tarea a la cocina y Felipe se quedó jugando en la computadora, de espaldas a la cama. Susana sacó el brazo de abajo de la cama y lo estiró hasta el cable de la computadora, que pasaba muy cerca de su posición. Con un tirón lo arrancó del enchufe y volvió a esconder su brazo fuera de la vista.
Felipe desplazó la silla para atrás y pegó un grito.
- ¡Nooooooo! ¡Perdí todo lo que había avanzado en el juego!
Salió corriendo de la habitación. Susana lo escuchaba llamando a los gritos a su madre, preguntando si se había cortado la luz.
Volvió con ella, que intentaba calmarlo.
- Ves, sacaste el enchufe de la zapatilla, seguro le diste una patada sin darte cuenta.
El desconsolado Felipe se limpió el rostro y volvió a encender la máquina. Susana sabía que estaba triunfando, que para su hermanito comenzar de nuevo aquel video juego era una tragedia. Pero no se rendiría hasta hacerlo sufrir mucho más.
Había aprovechado el momento que se había ido del cuarto para volcar en la silla medio frasco de pegamento escolar que había sacado de la mochila de Martín, que estaba tirada en el piso. Esperó unos minutos (la paciencia era ahora su aliada principal) y arrojó una pelotita de ping pong al otro lado de la habitación.
Felipe miró hacia donde cayó la pelotita con desconcierto.
- ¿De dónde te caíste? - le preguntó con aire repleto de bronca porque lo distrajo del juego. De inmediato se quiso poner de pie, pero le sucedió algo imprevisto. Al levantarse, la silla se levantó con él y las patas, que se alzaron al aire, voltearon en su paso el mouse y el teclado.
- ¡Mamááááá! - chilló como un poseído, mientras trataba de quitarse la silla.
La madre entró corriendo, quizá temiendo que otra vez le hubiese dado una patada al enchufe de la computadora, pero se sorprendió al ver lo que ocurría.
- ¿Felipe, que le pasa a la silla?
- ¡No sé mamá, está pegada!
- Seguro te dejaste un chicle en el asiento.
Lo ayudó a desprenderse de la silla y al ver el pegamento, sospechó en voz alta de Martín.
- Vos seguí jugando querido, que yo voy a buscar a tu hermano. Agarrate otra silla, que esta la voy a tener que limpiar.
Susana aguantaba la risa como podía. Y ahora vendría lo mejor. Tironeó la sábana hasta que la hizo caer al suelo, sin que su hermano se diera cuenta. Buscó los pliegues de la tela y se la puso encima. Con ese atuendo, completamente bajo la sábana, salió de su guarida y con un grito tremendo, hizo notar su presencia:
- ¡Búúúúúúúú!
La carita de Felipe se transformó, pasando de la sorpresa al terror. Soltó un alarido potente, desgarrador y luego, una gran mancha oscura se dibujó en su pantalón corto. El orín comenzó a caer en forma de chorrito, deslizándose por las piernas y las zapatillas, para terminar desparramándose en el piso, donde se formó en apenas unos segundos, un pequeño charco.
Su madre esta vez no lo escuchó, había salido al patio a buscar a Martín. Estaba solo, indefenso, frente a un fantasma. Y ahora el fantasma avanzaba hacia donde estaba. Se sentía paralizado y no podía atinar ni siquiera a salir corriendo.
La figura de blanco caminaba en forma lenta y con los brazos estirados, como deseando tomar su cuello. En ese instante, el fantasma habló con una voz gutural, de ultratumba. Se le escapó otro chorro de orina.
- Felipe - dijo el fantasma - si no le devolvés el diario que le robaste a tu hermana, te meto adentro del inodoro y tiro la cadena. Pero antes, te voy a sacar la lengua y los ojos.
El cuerpo de Felipe comenzó a temblar y al mismo tiempo, sus piernas parecían arquearse. Su mano derecha, que no podía permanecer firme, señaló un cajón. Pero ya no pudo resistir más. Cayó desmayado, encima de su propia meada.
Susana aprovechó para quitarse la sábana, arrojarla sobre la cama y luego correr hacia el cajón. Allí estaba su diario. Lo tomó y se marchó sonriendo a su habitación. Estaba fascinada. No solo por lo que había logrado, sino por todo lo que se venía. Se moría por ver la cara de su hermanito explicando a su madre lo del fantasma.
Riendo con ganas, tras haber aguantado las carcajadas durante tanto tiempo, buscó una lapicera de color y se puso a escribir. ¡Tenía tanto para contar!

2 de marzo de 2013

Realidad algebraica

Un día cualquiera, en un pueblo cualquiera. El sujeto X se cruza con P, la mujer más bonita del lugar. La saluda, le sonríe y sigue de largo. Es que X sabe que P sale con Y. Puede que sean apenas amigos, pero los ha visto en un par de oportunidades comiendo juntos y se rumorea que son pareja.
Esa noche X no puede dormir, ni la siguiente, ni la otra. No se puede quitar a P de la cabeza. La quiere, desea que sea suya. Por lo tanto, irremediablemente debe eliminar a Y. Traza entonces un plan, con exactitud matemática. El insomnio lo ayuda, le da las horas necesarias para pulirlo.
Nada puede salir mal. Tiene lugar, horario, forma e incluso, coartada. Pero P aparece con Q. No es Y el que la acompaña. Q es una variable fuera del esquema, el plan no podrá funcionar. Decide abortar, pero ya es tarde.
Su cómplice, R, no conoce a Y. No es del pueblo, solo ha venido porque X lo ha llamado. Y en ese instante conduce el coche a gran velocidad. Su objetivo es el hombre que acompaña a P, la mujer que tantas veces su amigo X le ha mostrado en fotografías.
X observa a R entrar a la avenida. En la vereda de enfrente, P y Q comienzan a cruzar la arteria. R acelera. P se sobresalta y Q da un paso atrás. X corre y se arroja, logra empujar a P pero R lo atropella y sale disparado, sin poder creer lo que ha pasado.
En el pueblo la tragedia es noticia. P llora a X sin saber que él la amaba. El entierro de X se hace con mucho dolor. Una P conmocionada, es abrazada por Y. Q asiste solo, avergonzado aún de su actitud. R mira desde unos arbustos, con la culpa sobre los hombros.
Nadie jamás se entera ni sospecha de la ecuasión de X, tan solo conocen el resultante, o un punto de vista del mismo. No hay nada exacto, sino partes del todo y ni siquiera así, si alguien pudiera sumar cada una de éstas, la realidad podría verse como realmente es.