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30 de julio de 2014

Elena sin fiestas

La triste realidad de Elena se remontaba a su infancia. Desde pequeña sus padres se negaron a organizarle fiestas de cumpleaños. Y dado que tampoco eran de celebrar otras festividades, como ser Navidad, Año Nuevo o el Día del Niño, por citar algunos ejemplos, jamás tuvo fiesta alguna.
Lo más cercano a tal cosa, eran los actos escolares, con todo lo que ello implica. Elena creció anclándose en esas tradiciones, tomándolo como algo natural, aunque no aceptándolo, dado que en la misma medida que a ella se le negaban, veía como a sus amigas las agasajaban o eran partícipes de otras fiestas.
Trató de disuadirlos de que, al menos, la dejaran asistir a cumpleaños de otra forma, pero tras eternas negativos, desistió en forma definitiva.
En su adolescencia vio como sus pares disfrutaban de fiestas de quince, más adelante de graduaciones, casamientos e infinidad de cumpleaños. Ella, que había adoptado la postura de sus padres, se fue marginando no solo de los eventos sociales, sino también de sus amigos.
Con más de treinta años, la rutina la invitaba a acostarse apenas caía la noche, levantarse ni bien salía el sol, ir a su trabajo del que retornaba por la tarde, asear el departamento, comer delante del televisor - que a veces permanecía apagado - y volver a la cama.
Los fines de semana solía distraerse leyendo o viendo alguna película que ya había visto. Sus conocidos, que tenían relación con ella en el trabajo, habían dejado de invitarla a reuniones o fiestas hacía mucho tiempo atrás.
Sus padres habían fallecido años atrás y los únicos familiares vivos residían lejos. El llamarse por teléfono para saber cómo estaban, tampoco era tradición familiar. Si alguien le preguntaba, Elena podía afirmar que vivía en la más absoluta soledad. Ni siquiera tenía mascotas. Ni un mísero pez. O un bicho embalsamado. Hasta las cucarachas se habían aburrido y abandonado el piso de madera.
Lo que no sabía Elena, ni nadie más en el planeta, salvo una persona, era que ella era un experimento de la organización secreta más grande que jamás haya existido. Por esa razón, cuando el profesor Von Gast Hobben tocó a su puerta, ella no supo quién podía haberse equivocado de departamento.
El hombre, que se presentó con una foto de sus padres en mano, en la que sostenían a una pequeña Elena, recién nacida, le explicó el asunto en menos de media hora. En resumen, Elena se hizo una idea a grandes rasgos que Sergio y Flavia no eran más que dos personas tristes, solitarias, que aceptaron participar en un novedoso experimento, por una suma de dinero suficiente como para comprar una casa, pero con dos condiciones insalvables.
La primera, tener que criar a una niña como si fueran sus padres.
La segunda, jamás brindarle amor.
Von Gast Hobben estaba exaltado, exuberante de la alegría. Tenía delante de sus ojos el producto de su experimento más importante.
Elena aún ordenaba sus ideas cuando el profesor le mostró otra foto. Sus verdaderos padres.
- Mi hijo, Mathieu y mi nuera, Evangeline. Una pena, perecieron tan jóvenes.
Asimiló la información. El ser que se movilizaba como un rayo en su departamento, caminando de un lado a otro sin dejar de hablar, entusiasmado, el mismo que la había confinado a una tristeza controlada de por vida, era su abuelo.
A los treinta y tres años, cinco meses, cuatro días, Elena dio por sentado que sus tristes días habían llegado a su fin. Von Gast Hobben nunca supo de donde salió ese cuchillo, pero la última fracción de segundos de su existencia le bastó para comprender que la opaca joven lo estaba degollando.
Esa noche Elena no durmió en su cama. Salió a emborracharse.
Mientras alternaba entre una bebida y otra, resolvió que recién cuando saliera el sol y el amanecer la sorprendiera en alguna parte, decidiría que haría con su vida. Era muy pronto para tomar semejante decisión. Pero sin lugar a dudas, lo primero que haría sería organizar una fiesta. Una enorme y divertida fiesta.

27 de julio de 2014

Atraso

Se asomó por cuarta vez a la vereda, indignado. El taxi no llegaba y la fiesta comenzaba en quince minutos. Volvió a marcar el número de la compañía, lo atendió el mismo operador que cinco minutos antes y con temperamento reclamó una vez más.
La respuesta era la misma. Debía tener paciencia. ¿Pero cómo se podía tener paciencia cuando se iba a llegar tarde a un evento donde el agasajado era uno?
Finalmente, cuando estaba a punto de llamar a un conocido para avisar que llegaría atrasado, apareció el auto, un Peugeot avejentado, aunque reconocible por los colores habituales.
Pidió celeridad al chofer, que solo atinó a mirar por el espejo retrovisor y tras un gesto de desaprobación, encendió la radio.
El viaje era lento, por calles atestada de tránsito y con una banda de sonido que orillaba el mal gusto. Por si fuera poco, el taxista se puso a fumar.
Incrédulo, le pidió que por favor apagara el cigarrillo. No le preocupaba el humo, sino el olor que tomaría su ropa. ¡Tenía que estar elegante para la ocasión! Era la noche de una gran distinción.
Las últimas calles fueron interminables. Jóvenes en las veredas pasando el rato, parejas transitando lentamente, filas de personas pugnando por entradas en los teatros, vendedores ambulantes ganándose la vida y un sinfín de conductores al volante, recorriendo las arterias centrales de la ciudad a paso de tortuga.
Estaba nervioso. Miraba el reloj continuamente. Estaba atrasado al menos diez minutos. Podía divisar el hotel de lujo donde se realizaba la gala, pero aún tenía un par de minutos más de viaje. Aprovechó para volver a peinarse y ajustar su vestimenta.
El coche se estacionó en la dirección que había indicado. Pagó con un billete grande y muy a su pesar, para no perder más tiempo, le dijo al taxista que se guardara el cambio. Bajó disparado, se disculpó con dos jóvenes a las que casi arroja al suelo y llegó a la puerta giratoria del hotel. Antes de cruzarla, se observó en el reflejo del vidrio, aprobando su aspecto.
Se presentó en la recepción, anunciando grandilocuente su nombre. La mujer que estaba del otro lado del mostrador, vestida con extrema pulcritud, le sonrió de oreja a oreja.
- La fiesta en su honor fue ayer, Licenciado.
El botones, que estaba a su espalda, lo atajó en el momento justo del desmayo, más precisamente, a veinte centímetros del piso de mármol.

24 de julio de 2014

¿Y dónde querés que esté?

El teléfono sonó tres veces antes que atendiera. Lo hizo mecánicamente, mientras en la computadora guardaba el archivo en el que estaba trabajando. Dio su nombre, como era costumbre, como le habían enseñado hacía ya cinco años, durante sus primeros días en el puesto, antecedido siempre por un "buenos días" o "buenas tardes".
- ¡Pablito, por fin te ubico! - dijo con júbilo la voz del otro lado de la línea.
Conocía esa voz, claro que si, pero provenía de recuerdos distantes, casi de otra vida. Su mente le dijo que era improbable, mientras el corazón comenzaba a latirle frenéticamente.
- ¿Filomeno? - preguntó tímidamente.
- ¡Y quién otro puede ser! - contestó eufórico su entrañable amigo, al que no veía desde hacía veinte años. El cálculo era exacto, ni un año más, ni uno menos. La última vez que habían estado juntos fue para mediados de aquel año en el que habían ido de viaje a la Cordillera de los Andes, con el grupo de amigos de la universidad, que se había forjado a través de los años y que luego, tras terminar los estudios, prosiguió con entusiasmo.
Ese viaje lo habían organizado para celebrar el décimo aniversario de amistad. Era ineludible la fecha. Los veinte años, sin embargo, habían pasado volando. ¿Veinte años, ya? se preguntaba una parte de su cabeza, en tanto la otra, trataba de ordenar un poco las ideas.
Un viaje que ninguno jamás olvidó. La idea inicial había sido la de conocer el lugar. Pero dos o tres de la barra insistieron y al segundo día todos estaban internándose en aquel completo paisaje de rocas elevadas. El problema surgió casi de inmediato, cuando arreció la noche antes que ninguno se diera cuenta: no tenían la menor idea sobre supervivencia.
Armaron las carpas donde pudieron, improvisando sobre la marcha. El frío se acrecentó y el viento no permitía mantener el fuego demasiado tiempo. La noche se fue haciendo eterna, sin poder dormir, alarmados por los sonidos extraños del lugar. Aquello se tornó en pesadilla. Filomeno fue el primero en decir que no se quedaría de brazos cruzados. Y salió a la intemperie. Nunca más volvieron a verlo.
Apenas salió el sol, emprendieron el retorno. Mal dormidos, cansados y casi al punto de morir congelados, volvieron con la esperanza de encontrar en el camino a Filomeno.
Veinte años después, Pablo lo estaba escuchando al otro lado del teléfono.
- Filomeno... - las palabras parecían no querer salir de su boca - ¿Dónde estás?
- ¿Y dónde querés que esté, en Cancún? En casa perejil, como siempre. Che, a que hora salimos mañana, a las nueve o a las diez. Mirá que leí que hace frío allá.
Su voz se convirtió en una daga helada, pudo sentir el filo en cada fibra de su cuerpo, traspasando la realidad, llegando a lugares hasta ahora desconocido de su ser. Esas palabras, esa contestación, cada sonido articulado proveniente del otro lado de la línea, era un gigantesco déjà vu. Y de repente entendió que estaba sucediendo, que estaba recibiendo la misma llamada que veinte años atrás y...
- ¡Filomeno, no vayas...! - alcanzó a gritarle al auricular, antes de escuchar el sonido de la línea al quedar muerta. Sus ojos se posaron en el teléfono, que por un instante pareció convertirse en el viejo aparato gris con discador que estuviera en casa de sus padres durante años, ahora en silencio, con sus teclas modernas como ausentes, quietas, inertes, distantes de su semblante.
Pablito se movió incómodo en su asiento, con un dolor incipiente en el estómago. Colgó el auricular. Apagó la computadora. Se puso de pie y miró por la ventana. Su ciudad, las calles de siempre, la gente en movimiento, su tiempo, la vida que había seguido después de los Andes, tratando de dejarlo atrás. Pero hay cosas que nunca concluyen. La muerte, por ejemplo. Siempre vuelve, siempre está. Casi como una broma.
Se largó a llorar sin darse cuenta. Las lágrimas nublaron su vista. La oscuridad devoró el momento.

21 de julio de 2014

El pistolero

La pistola más rápida del oeste. No del mentado far west, sino del oeste de su pueblo, en el barrio La Cacerola. Lugar pobre si los hay, donde comida es una palabra fuerte, que hace ruido en el estómago de solo nombrarla. Pero, a pesar de ello, refugio de trabajadores.
Y él, el Pirigundín, de tan solo siete años, solía pasearse en patas y vestido solo con un pantaloncito corto que le quedaba grande, por las arterias de tierra y barrio de aquel paraje olvidado, y por qué no, evitado. Con sus manos sucias, de uñas negras, sujetaba firmemente una gomera, al tiempo que de reojo miraba las ramas de los árboles, esperando que se posara el desprevenido pájaro que caería fulminado por obra y gracia de su puntería.
Caminaba lentamente, con la mano izquierda haciéndose visera, como si supiera que en otras partes del planeta, cazadores experimentados respiraban la misma tensión aguardando por presas más grandes y peligrosas. Aunque, de haberlo sabido, poca importancia le hubiera dado. No era el prestigio ni las ansias de aventura lo que estaba en juego en su mundo, sino el equilibrio natural de la vida. Es decir, comer para vivir.
Adela, su mamá, salía cada mañana a limpiar casas a la ciudad. Volvía tarde, maltrecha y con apenas unos pesos. Hasta el transporte se le hacía cada día más difícil de pagar. Pero allá iba Adela, en busca del pan para su hijo. El único vivo, porque a los otros, a los que el Pirigundín no llegó a conocer, se los llevó el río, en aquella crecida de la década anterior, donde su madre casi se vuelve loca.
Muchas noches llegaba llorando, porque no le habían pagado o algún vivo de otro barrio - cosa que sucedía cuando se reservaba la plata del transporte  y volvía a pie - le sacaba el dinero a cambio de dejarla seguir su camino. Esas noches las tripas rugían ferozmente, casi salvajes.
Desde que tenía uso de la razón, la gomera era parte de sus manos. Fue el Alberto, el vecino que durante un tiempo frecuentaba a su mamá, hasta que le salió un trabajo en el norte y ya no volvió más, el que le enseñó a usarla.
Lo había hecho practicar con latas vacías y botellas. No tardó demasiado en tomarle el tiempo a la pequeña "y griega", como le decía Alberto a aquel instrumento. Pirigundín no sabía a que se refería cuando la llamaba así, pero poco cambiaba el hecho de ser ahora un "pistolero", otro término de su vecino, pero que en este caso si tenía una mayor dimensión en su cabeza.
A los cuatro años, el niño era un eximio tirador. Podía darle a cualquier cosa que estuviera a menos de cincuenta metros. Pero lo que más llamaba la atención, era la velocidad con la que podía armar la gomera con la piedra y soltarla en la dirección correcta.
Alberto ni siquiera era en el presente un recuerdo, su imagen había quedado atrás por otras premisas, como la de comer. Y esa mañana, en la que caminaba en patas vestido tan solo con un pantalón corto, no era diferente a cualquier otra. Pirigundín avanzaba lentamente hacia un sauce, donde había visto la sombra de un hornero moverse entre las ramas. Podía distinguir las sombras de las hojas, las hojas de las ramas y desentramar aquella maraña visual en tan solo un segundo.
Intentaba pisar con cuidado, evitando hasta el mínimo sonido, sabiendo que esos bichos alados podían escuchar lo que incluso, uno no escuchaba. Iba con sigilo, cuando los gritos lo alertaron a su espalda y vio, apesadumbrado, como el hornero escapaba a puro vuelo por encima del árbol.
- ¡Piri! ¡Piri!
Giró sobre sus talones, con el rostro ensombrecido por la bronca. Vio a Jacinto, el almacenero, corriendo a su encuentro. El mismo que no le fía ni los caramelos, porque sabe que nunca va a tener una moneda en el bolsillo. Y venía a los santos pedos, espantándole el pájaro del árbol.
- Tú mamá Piri... es terrible, mijo, justo una redrada, en la villa vecina, ella iba caminando y parece que la policía creyó que... y... ¿Piri? ¿Estás bien? ¿Dónde vas? ¿Entendés que tú mamá...?
Pirigundín sujetó con fuerza la gomera y se alejó lentamente. Jacinto le hablaba, pero era tiempo pasado. El estómago gruñía. Volvió a preguntarle si entendía. ¿Acaso era tonto? Hambriento si, pero estúpido no.
Apenas volvió su rostro sobre el hombro, lo justo para observar al almacenero, de cuya angustia desconfiaba.
- Claro que entiendo - le dijo - Si el pistolero no hace bien su trabajo de aquí en más, se muere de hambre.
Y allá salió la pistola más rápida del oeste, de ese confín llamado La Cacerola, en busca de su salvación, gomera en mano, la vista al frente y el dolor bien escondido, para que no lo muerda, para que no lo espante, para que nadie pueda aprovecharse. Sobre un cable del tendido eléctrico le pareció ver algunas palomas. Eran sabrosas a las brasas. Se relamió y tensó su arma.

18 de julio de 2014

El viejo de las palomas

Sentado en un banco de la plaza, rodeado de unas pocas palomas, un saco de lana cubriendo la camisa abotonada hasta el cuello, pantalones con broches para la ropa aún colocados que delataban la propiedad de la bicicleta  apoyada en un sauce, un par de metros a la derecha. El viejo estaba en su lugar, como cada mañana. Su mirada vagaba entre el suelo y las hojas secas que se llevaba el viento.
La bolsa del supermercado descansaba a un costado de su pierna. Dentro tenía un poco de pan, para tirarle migas a las palomas. Pero a diferencia de otras mañanas, no las alimentó. Sus alados compañeros merodeaban esperando el momento en que comenzara a llover comida, aunque sin mostrar impaciencia. Picoteaban aquí y allá, levantando la cabeza de tanto en tanto, como si realmente estuvieran esperando algo.
Su imagen era habitual a los transeúntes. El viejo de las palomas. Los que tenían negocio en la vereda de enfrente se sabían de memoria la rutina. Llegaba siempre puntual, a las nueve, montado en su bicicleta. Traía consigo una bolsa de supermercado en la que guardaba el pan. Hacía miguitas con los dedos y se entretenía arrojándolas a las palomas. Se quedaba hasta el mediodía y en el preciso momento en que las campanas de la iglesia hacían retumbar el aire con su inconfundible melodía, se ponía de pie y se marchaba.
Devolvía todos los saludos, aunque no dialogaba con nadie. Si alguien quería entablar una conversación, se hacía el desentendido mirando hacia otra parte. Muchos, por ese motivo, le tenían antipatía. Se lo veía venir por el sur, pero se marchaba hacia el norte. Nadie lo siguió jamás, ni tampoco, nadie se lo propuso. ¿Qué sentido tendría? Era el anciano anónimo que se pasaba las mañanas en soledad, con la única compañía de esas aves consideradas por una buena porción de la comunidad como una plaga. Era probable que no tuviera familia, ni amigos.
Pero esa mañana, se lo notaba extraño. Había pasado hora y media de su llegada y aún no había tocado el pan. La mirada parecía extraviada, como si no supiera donde estaba. Intentó ponerse de pie un par de veces, pero de inmediato volvió a sentarse. El farmacéutico y la camarera de un bar, que observaban por la ventana, salieron a la vereda y al notar que prestaban atención a lo mismo, cruzaron una mirada. Sin embargo, volvieron a meterse en sus locales.
De repente, de forma apresurada, el viejo tomó la bolsa, se puso de pie y salió caminando. Las palomas se dispersaron a su paso, temiendo ser atropelladas. Miraba continuamente hacia arriba, hacia las copas de los árboles que ornamentaban la plaza.
La dueña de la tienda de ropa de la esquina, que también estaba mirando hacia afuera, creyó que el hombre se estaba olvidando la bicicleta. Estaba por salir para avisarle, pero entró una clienta y se olvidó del asunto. En tanto, el viejo llegó al cordón de la vereda, ya preparado para cruzar la calle. Hacía gestos con los brazos, como si quisiera espantar a alguien.
La camarera volvió a asomarse. Escuchó claramente que hablaba en voz alta.
- ¡Ya vienen! ¡Ya vienen!
Ella miró hacia todas partes y sintió una opresión en el pecho. No de dolor, sino de lástima. Pobre hombre, pensó. Era quién más cerca estaba, así que decidió ir en dirección al anciano, para tratar de calmarlo.
El viejo, al verla caminar hacia él, retrocedió sin quitarle la mirada. Tenía sus brazos hacia delante y decía lo mismo una y otra vez.
- No, no, no.
La chica se detuvo al llegar a la plaza. El viento se puso raro, primero frío y luego, ruidoso. ¿El viento ruidoso? Miró hacia arriba. Las copas de los árboles se agitaban ferozmente. Volvió a enfocarse en el hombre, pero éste había llegado a su bicicleta y se trataba de montar. La bolsa de supermercado había quedado a mitad de camino.
¿Qué está haciendo? se preguntó la camarera, que al dar un paso se tuvo que atajar el rostro instintivamente, ante la estampida de palomas huyendo del lugar.
- ¡Qué fue eso! - aulló con bronca, porque una de las aves había arañado uno de sus brazos.
Entonces, el viento se convirtió en torbellino y las copas de los árboles se abrieron de par en par, dejando un claro. Pero en lugar de quedar a la vista el cielo y sus nubes, apareció un monstruoso objeto plateado. La chica ahogó un grito. Aquella cosa tenía un ojo gigante en el centro y parecía moverse.
El viejo también lo vio, pero el semblante no fue de horror, sino de resignación. Trató de pedalear, pero sabía que era tarde.
El ojo lo vio y de una compuerta que se abrió, salió un brazo mecánico que le dio alcance en menos de un segundo. Lo tomó por la cintura, lo elevó en el aire (la bicicleta siguió rodando sola unos cinco o seis metros más, para luego desplomarse hacia un lado) y se retrajo, desapareciendo la garra extensible y el viejo dentro de aquel objeto gigantesco que se había posado sobre la plaza del pueblo.
Luego, casi en un abrir y cerrar de ojos, aquella cosa desapareció. Cesó el viento, como el sonido que provocaba, las copas de los árboles volvieron a su posición de siempre y solo quedó en la plaza una bolsa de supermercado tirada a unos metros de la camarera y mucho más lejos, una bicicleta en el suelo.
Se había llevado las manos a la boca, pero no recordaba cuando. Quizá había sido un reflejo para dejar de gritar. Se volvió hacia la cuadra de enfrente, deseando que estuvieran todos en la vereda y le confirmaran lo que había visto. Pero allí no había nadie.
Solo las palomas volvieron, pasando muy cerca de ella, que una vez más se cubrió. Por alguna razón las había odiado siempre, desde que era pequeña. Y desde ese momento, las odiaría con más fuerza. Habían bajado alrededor de la bolsa y a picotazos la habían destruido en busca del pan que contenía en su interior.
Un frió bajó por su espalda. Sintió una arcada, luego otra y al final, no pudo contener el torrente. Cayó de rodillas al suelo. Había vomitado pan. Solo pan. Las palomas, que observaron lo sucedido, saltaron sobre ella.
Cuando despertó, el farmacéutico estaba a su lado.
- ¿Qué ha pasado, Lucrecia? ¿Cómo es que te desmayaste?
Ella no contestó. Estaba confundida. Vio sangre en sus manos. El farmacéutico notó la desesperación y se apuró en calmarla.
- No te asustes, una de las palomas quiso probar suerte en tu mejilla, pero no ha pasado nada. Justo salía a ver al viejo y te he visto caída. ¿Por cierto, los has visto? Se ha dejado tirada la bicicleta.
Lucrecia guardó silencio. Al ver una paloma de cerca, sintió repulsión.  Aquel ojo que había visto en el cielo era similar al de una paloma. Casi viene otra arcada, pero la reprimió.
- ¿Estás bien? Eh... Lucrecia ¿Dónde vas?
Era la voz del farmacéutico, pero ya no la distinguía. Se había puesto de pie y caminado a tropezones hasta la bolsa. Allí tironeó con las palomas, hasta que se quedó con el premio mayor. Luego siguió unos metros más, levantó la bicicleta y se fue pedaleando. Desde otra galaxia alguien la llamaba por su nombre, a los gritos. Solo tenía por delante la calle, el deseo de escapar y la seguridad, que en alguna parte, encontraría una plaza tranquila para alimentar a las palomas.

15 de julio de 2014

Teatros temporales

La discusión fue porque ya había comprado ropa la semana anterior. Por ese motivo, cuando me propuso entrar a la tienda, le dije que no. Me planté en la puerta y le advertí que no la acompañaría. No le prohibí que entrara, solo le manifesté mi posición de no hacerlo. Ella se ofendió, por supuesto, y cruzó la puerta sola.
Decidí sentarme en el cordón de la vereda, haciendo tiempo hasta que ella saliera. Lo haría con varios bolsos y prendas innecesarias, me lo imaginaba. Tenía una compulsión por adquirir nuevos moradores para su gigantesco guardarropa. La excusa de "no tengo que ponerme" era tan inverosímil como la cantidad de veces que la decía por semana.
Sencillamente, no pude con mi genio. Masticando bronca, busqué la calma mirando los coches pasar. No es un ejercicio muy relajante, menos cuando pasan velozmente y haciendo mucho ruido, pero era mejor que nada. O que imaginar en mi cabeza una pelea posterior, que era probable, si no controlaba mi temperamento, sucedería a la brevedad.
Supuse que estaría esperando media hora. Sin embargo, habían pasado cuarenta y cinco minutos y no había señales de ella. Me acerqué lentamente hasta la puerta. No iba a entrar. Hacerlo implicaba romper mi palabra. Si era lo que ella pretendía demorándose más de la cuenta, no lo iba a lograr. No había nacido ayer, no señor.
Traté de divisarla entre las clientas que iban de un lado a otro, la mayoría con una percha en la mano, y alguna que otra vestimenta colgando. Pero no la identifiqué. Observé atentamente los cambiadores, creyendo que podría estar allí. Pero tampoco tuve fortuna en la misión.
Me decidí a llamarla. Busqué el teléfono en el pantalón, sintiendo que estaba volviendo a enojar. Si estaba demorando adrede, estaba logrando su propósito. Busqué su nombre entre los contactos y marqué. Sonó una vez, dos veces, tres veces...
- ¿Dónde estás?
No fui yo el que pregunté. Fue ella, con una voz chillona, como cuando se volvía histérica porque algo no le salía bien.
- ¿Dónde estás vos? - retruqué, cada vez más enojado.
- ¡Mirá, si te cansaste de esperar y te fuiste, para después hacerme una escena, no lo voy a tolerar Roberto, porque ya somos grandes y si a mí se me canta comprar ropa, compro ropa, así que es hora que lo vayas entendiendo Roberto...!
- Pará loca, que me gritás, hace casi una hora que estoy como un boludo esperando acá afuera.
- No me mientas, hace treinta minutos al menos que salí. Te busqué por toda la cuadra. Hasta me crucé al bar ese de mala muerte que está del otro lado de la avenida.
Miré para el otro lado de la calle. El bar estaba atestado de gente en las mesas de la vereda, pero no la veía a ella. ¿Podía ser que pasara a mí lado y no la viera?
- ¿Todavía estás ahí? Porque estoy delante de la puerta de la tienda, mirando hacia el bar y no te veo.
- ¿Te pensás que te iba a seguir el jueguito? Claro que no estoy ahí. Estoy en un taxi, volviendo a casa.
- Te juro Malena que estuve acá afuera todo el tiempo, sentado en el cordón de la vereda. ¿No me viste cuando cruzaste la calle?
- No me vengas con boludeces Roberto, no soy una ingenua.
- Ya mismo voy para casa y hablamos ahí. Me estoy quedando sin créd...
El crédito se agotó. Era sabido. En cada pelea con ella, o se me acababa la batería o me quedaba sin crédito. Lancé una puteada de todos colores y dos mujeres que salían de la tienda cargadas de bolsas, me miraron con desaprobación. Mentalmente las mandé a la mierda.
Fui a casa caminando. Llegué veinte minutos después. No había nadie. Incluso estaba todo como cuando salimos. Busqué el teléfono fijo y marqué su número.
- ¿Querés que me enoje en serio? ¿Eso querés? - le dije levantando la voz.
- La que se voy a enojar soy yo. Cuando vas a...
- Cuando voy a qué, estoy en casa y vos no estás. Me hiciste venir para nada. Dónde estás, porque...
- Roberto...
- No, pará, dejame hablar a mí. Porque ya bastante tuviste por hoy. Decidiste comprar ropa, te fuiste del lugar dejándome ahí...
- Roberto...
- Paaaaará, paaaará Malena. No me vas a callar tan fácilmente, yo sabía cuando empezamos a discutir que esto terminaba mal, pero vos no, vos dale que va, que viva la pepa, que hago lo que se me antoje, que...
- ¡Roberto! ¡Escuchame carajo!
Me llamé al silencio, impresionado por su exhorto.
- Estoy mirando la pantalla del celular, Roberto. Me estás llamando desde el fijo de casa.
- Y si, de dónde querés que te llame. Me quedé sin crédito, llegué a casa, no estabas y te estoy llamando desde el fijo. Mañana compro una tarjeta y recargo, pero no tenía sentido comprar una en el camino, si en teoría vos ibas a estar acá. ¿Dónde carajo estás, Malena?
- En casa Roberto. Estoy parada en el living, al lado del teléfono fijo.
Me quedé tieso. Observé a mi alrededor de reojo, temiendo moverme.
- Malena, no me jodas.
- Roberto - su voz temblaba - te juro que estoy al lado del teléfono.
- Pero, entonces....
No pude articular ninguna palabra más. Colgué, resignado. Uno de los dos ya no estaba en este mundo. Uno de los dos, había cruzado la línea. Eso sucedía a menudo, cuando había un conflicto, desde no hacía muchas décadas. Al fin las fuerzas divinas que nos metieron en esta representación gigante, tomaron las riendas del asunto. Y cansados de nuestras peleas, comenzaron a evitar que las personas en confrontamientos se siguieran viendo. Entonces, como le ha sucedido a millones, nos colocaron en escenarios diferentes.
Universos paralelos le decían antes. Teatros temporales, le dicen ahora. Siempre lo habíamos temido, pero nunca creímos que nos fuera a tocar nosotros. La humanidad ha cambiado. Algunos dicen que para bien. La verdad que no lo sé. Miro alrededor y me cuesta imaginar una vida sin ella. A pesar de las discusiones, de los conflictos, de su histeria. Supongo que ella, en su nueva realidad, está derramando alguna lágrima. En el caos, el amor es el único lazo, más allá que por momentos, pareciese que no.

12 de julio de 2014

Hojas secas, flores hermosas

Omarcito comenzó a pasar casa por casa a muy corta edad. Algunos dicen que a los seis años, otros a los siete e incluso no falta el que aventure que antes.
Sencillo para vestir, sin compañía alguna más que la del perro callejero de turno, de esos que siempre están dando vueltas por las calles, Omarcito golpeaba despacito cada puerta, con un ritual que todos recuerdan: cinco golpecitos rápidos y dos lentos, bien pausados. El sonido se convirtió, con el tiempo, en su carta de presentación.
En otoño e invierno, llevaba en sus bolsillos hojas secas rescatadas de las veredas, en primavera y verano, hermosas flores robadas de los jardines del barrio. Pero se trataba de Omarcito, el pequeño de cachetes gordos y pecosos, de mirada cálida y ojos claros, ese gurrumín al que todos conocían, pero del que nadie sabía nada.
Por las tardes, después de la siesta, se lo solía ver caminando con su sonrisa habitual y esos bolsillos abultados. Se detenía en cada casa y golpeaba la puerta. Guiñaba un ojo si veía a alguien asomarse detrás de la cortina y era inevitable salir a recibirlo.
Y a cada persona que le abría la puerta, Omarcito le tendía una hoja seca o una flor hermosa. La gente, enternecida, le daba una moneda a cambio y algún que otro más pudiente, un billete. El niño agradecía con una reverencia y sin mediar palabra, guardaba el dinero en el bolsillo trasero de su pantalón y seguía su peregrinar, silbando una melodía por lo bajo, cuyo sonido todos han olvidado.
Durante años, Omarcito fue nuestro visitante diario. Con sol, con viento, frío o lluvia, él siempre llegaba al barrio. Se lo vio por última vez cuando orillaba los doce años, según los cálculos que se hacían en conversaciones de esquina, entre hombres y mujeres que iban y venían del mercado.
Algunos, con los años, aseguraban haberlo visto en otros barrios de la ciudad, vendiendo diarios o haciendo changas. Decían, esas personas, que lo reconocían fácilmente por la sonrisa, sus pecas y los ojos claros. Siempre creí que se equivocaban, que Omarcito seguía siendo un niño y caminaba otros barrios, si, pero llevando como siempre, hojas secas en otoño, flores hermosas, en primavera.
No volví a verlo, hasta hace unos días. En realidad, no supe que era él hasta que descorrí la tela blanca que cubría su cuerpo. Allí estaba su rostro, ya crecido, pero con esos rasgos que durante tanto tiempo habían comprado nuestra simpatía. Estaba solo en la morgue y miré hacia todas partes, pensando que aquello era una broma. No podía ser Omarcito, no podía ser él. Su cuerpo estaba pálido y nada quedaba de la luz que parecía desprenderse en su andar.
Miré la mesa contigua y observé la caja, donde sabía, iba a encontrar sus prendas. No dudé ni un instante. Tenía que confirmar que era él. Con nerviosismo hurgué en busca de sus pantalones y mis manos, al encontrarlos, se movieron automáticamente hacia sus bolsillos. Cerré los ojos al sentir entre mis dedos las hojas secas, que parecieron desgranarse con el contacto. En los bolsillos traseros había monedas y billetes. Un gélido invierno recorrió mi cuerpo, estremeciéndome el corazón. De repente escuché cinco golpecitos seguidos de dos más, con una pausa intermedia.
Me quedé de una sola pieza, asustado. Supe que si giraba, vería a Omarcito sentado en la mesa de la morgue. Lo hice, giré a pesar del miedo. Sin embargo, no había allí más que un cuerpo de un joven cuya identidad nadie conocía, ya sin vida. Seguía acostado, semicubierto con una tela blanca.
Suspiré en el silencio de aquel lugar, siempre lúgubre y final. Más allá del pánico, me había aferrado a una esperanza. Hubiera besado aquel milagro. Pero no hubo nada. Dejé los pantalones donde estaban. Y preparé el cuerpo.
Antes de irme, volví a la caja, tomé una hoja seca a cambio de un billete de los grandes. Existen ritos que no deberían acabar nunca. Los Omarcitos de la vida, deberían ser inmortales. Al menos, para recordarnos que nosotros lo somos.

9 de julio de 2014

Círculo de hielo, círculo de fuego

Primero fue un reflejo en el horizonte, una especie de luz mágica que se acrecentaba, proveniente quizá de los cielos. Para ellos, que danzaban en la costa, era la señal de algo divino, porque otra explicación no encontraban. De todas formas, entre la arena debajo de sus pies y aquel indicio de algo diferente, había un abismo de aguas para nada calmas, que se agolpaban en olas, sacudiendo la paz.
Un sonido potente y rítmico se desprendía desde las colinas, donde los jóvenes que aún no podían bajar a la playa, golpeaban enormes tambores como les habían enseñado desde que tenían memoria. El fuego, con una hoguera aquí, otra allá, se alzaba majestuoso hacia las estrellas, en un baile ritual cambiante, con vida propia.
La noche era perfecta. El círculo blanco de hielo brillaba imponente en lo alto. La brisa atraía olores propios de la selva, que ajena a todo le daba la espalda al delirio general.
Aquello siguió creciendo. Fue una mancha, una silueta y luego, una estructura extraña, enorme, repleta de misterio. Se fue acercando sin miedo sobre la bravia figura del mar, tan irritado que parecía devorarse la costa con feroces zarpazos de agua salada.
De un momento a otro, se convirtió en un imponente monstruo de fisonomía perfecta. La danza, que pretendía atraer a un dios, se transformó en una inquietante tensión. Los bombos dejaron de sonar. Los más sabios abandonaron las plegarias: aquel gigante estaba casi sobre la costa.
Pero no solo estaba allí, detenía su andar. Sino que abría sus fauces delanteras y de su interior, merced a una parte que se apoyó sobre la arena, surgió un rugido de otro mundo, un grito ronco, una especie de tos demoníaca. Y tras el ruido, que erizó la piel de quienes formaban parte del ritual bajo el mando oscuro de la noche, aparecieron veloces unos artefactos que rodaron sobre la playa, en dirección a ellos. Esas cosas, que jamás habían visto, iban montadas por seres de piel negra y cabeza protegida por una esfera sobre la que la luna reflejaba su luz.
El rugido provenía de esas extrañas maquinarias, que de pronto los rodearon haciendo círculos alrededor de ellos. Los que estaban en las colinas, dudaron entre correr hacia el boscoso paisaje a sus espaldas o descender hasta la playa, para ayudar a los suyos.
Entonces, comenzó todo. Si eran dioses, no venían a traer nada bueno. Se arrojaron al ataque, impiadosos, con unas especies de estacas que disparaban un objeto sólido que a una velocidad imposible de distinguir, surcaban el aire en busca de algo en que impactar.
Dispararon cientos de esas armas, que además de encender un fuego fugaz en su extremo, emitían repetidos sonidos que laceraban los oídos. Lo hicieron durante un breve lapso, el suficiente para acallar las estacas y permitir que el silencio se adueñara del lugar.
Con seguridad esperaban haber arrasado con todo. Pero ellos seguían allí. Ninguno había caído. Eso que salía de ese armamento desconocido no les había hecho daño. Se miraron entre si, apretaron los dientes y sacaron a relucir los colmillos. La danza ahora sería otra.
Esos foráneos no sabían que habían despertado. Hasta los jóvenes que estaban en las colinas, al sentir el llamado de la sangre, corrieron cuesta abajo. Primero fueron los hombres de piel negra, que en realidad, al clavar los colmillos buscando la carne, descubrieron que tan solo era una cobertura. Debajo, había piel blanda y mucho líquido. Luego fueron por el monstruo gigante y devoraron todo a su paso en su interior.
El amanecer los encontró con la panza llena, tirados en la arena, observando el majestuoso círculo de fuego subir al cielo. El monstruo estaba muerto. Era solo un objeto más en el paisaje.
Un tambor empezó a sonar a lo lejos. De a uno comenzaron a ponerse de pie. La playa era un cementerio de huesos y extrañas máquinas. Llevaría un tiempo arrojar todo al mar, como agradecimiento a los dioses. De vez en cuando regalaban festines como el de la noche anterior. Otros tambores se fueron sumando. Pronto el sonido rítmico se apoderó de sus cuerpos y comenzaron a danzar.
La vida bajo los dos círculos era un continuo momento sin fin.

6 de julio de 2014

La bufanda

La vio por primera vez en la feria de Oroño al fondo, lindante al río, en un puesto que ofrecía ropa usada a muy buen precio. Su intención era revolver hasta dar con una camisa decente, aunque las prendas con las que se cruzaba no eran precisamente de dicha índole. Sin embargo, luego de hurgar un par de minutos en aquel cubo de madera repleto, sus manos rescataron de la ensalada de telas una  bufanda que lo deslumbró desde ese primer momento.
No supo precisar entonces si lo que había subyugado su atención había sido el estampado de dibujos tribales, el color suave y cálido que predominaba  o esos flecos enormes en los extremos, que parecían tener vida propia. Lo que supo con certeza, era que esa bufanda debía irse con él, aunque de todos modos, estuvo como petrificado largos minutos contemplándola, extendida cuál largos sus brazos. El convencimiento, para entonces, era total. Era la bufanda para él.
Preguntó el precio a la joven que atendía el puesto, pero para su sorpresa, no se la quisieron cobrar. Insistió y a pesar de la risueña empleada, empecinada en sonreír, dejó unos billetes sobre el tablón de madera que servía de mostrador.
Se fue contento y ese sentir representaba todo un logro, porque estaba pasando por un difícil momento personal. Si bien su vida había sido siempre proclive a ir cuesta abajo, le parecía ahora un verdadero tobogán.
Las siguientes horas serían un ejemplo, con una fatalidad tras otra. Y empezó con una discusión con su novia, con quien no venía llevándose bien. Algo trivial, como un regalo, se convirtió en una feroz pelea. A pesar de sentirse feliz con su bufanda, decidió regalársela a ella. Lo consideró un gran gesto. Se trataba nada menos que de su flamante adquisición.
Sin embargo, ella rechazó el obsequio. ¿Cómo podía ser? No lo comprendía. Caminaron hasta la casa de ella trenzados en un diálogo subido de tono. La gente que pasaba por al lado, los miraba asustados. A veces las palabras son como revólveres desencajados.
Una vez en la casa, ella le pidió estar sola.
- ¿Todo por un regalo? - preguntó asombrado.
Ella no respondió. Su mueca era de desagrado. Sin mirarlo, encendió un hornalla para calentar café.
Ofendido, él arrojó la bufanda hacia ella.
- Te la dejo - anunció alzando la voz.
- Salí de acá - fue la respuesta de su novia, alejándose hacia su habitación.
La bronca lo encegueció. Pateó una silla y se fue de la casa, golpeando con violencia la puerta. No quiso explicaciones, ni nada. Se fue mascullando futuros insultos, con las manos enterradas en los bolsillos.
Recién al llegar a su departamento reparó en que no había tomado la bufanda despreciada. Y a pesar del enojo, de no haber pasado ni media hora de la pelea, la llamó por teléfono. Pero no tuvo suerte. Ella no le contestó. La maldijo en voz alta. No iba a salir de nuevo, mucho menos volver para buscar la bufanda. Iría al día siguiente, y con suerte, las aguas estarían más calmas.
Salió temprano, sabiendo que ella se levantaba antes de las ocho para ir a trabajar. Era probable que la encontrara en la parada del colectivo, o justo saliendo de su casa. Pero al llegar a la esquina divisó a los patrulleros. A medida que se fue acercando, confirmó que los policías entraban y salían de la casa de su novia. Una cinta blanca con letras en rojo prohibía el paso. Con voz temblorosa le preguntó a un uniformado que estaba sucediendo.
Primero hubo silencio. Luego, al anunciar que era el novio de la joven que vivía allí, surgieron las palabras. La noticia fue un latigazo en la frente. De inmediato lo llevaron hasta donde estaba un investigador para hacerle preguntas. Allí además de indagarlo, le dieron más datos: a su novia la habían ahorcado. La habían sofocado hasta la muerte.
Pensó en su bufanda y por alguna extraña razón, la reconoció como arma del crimen. Un gélido impulso recorrió su cuerpo. .Se sintió mareado y debió contestar más preguntas antes de quedar liberado. Jamás habló de la prenda, ni quiso tampoco preguntar por ella. Pero al avanzar por la vereda, entre los arbustos de la casa vecina, pudo verla abandonada, enredada entre las ramas. Miró hacia un lado y otro, temiendo que alguien lo estuviera observando. ¿Cómo había llegado hasta ahí?
De inmediato se hizo con ella, aferrándola con fuerza. No podía permitir que la policía la encontrara. A pesar de su consternación, su primera reacción fue poner a salvo la bufanda. 
Camino a su hogar, pensó en el día anterior. Habían discutido y se había ido sin saludarla. ¿Qué había pasado? La policía no sospechaba de un robo. ¿Acaso tenía un amante? ¿Se había suicidado? Al sentir la bufanda entre sus manos, dejó de pensar en ello. Aquello era un mal trago, pero no podía derrumbarse. La vida tenía que continuar.
La muerte lo desestabilizó, es cierto, pero fueron pocos días. Hasta donde pudo, colaboró con la investigación, pero su mayor preocupación, aquello que le impedía durante las noches cerrar los ojos y entregarse al sueño, era otra. No podía entender exactamente qué, pero estaba seguro que no era la muerte de su novia.
Por las noches solía despertar sobresaltado, sin recordar lo soñado. Una madrugada en particular, abrió los ojos de golpe, sintiéndose sofocado. A pesar de la penumbra, la tenue luz de la luna que se filtraba por la ventaba, le permitió reconocer los tribales motivos de su bufanda muy cerca de su rostro.
La sintió en torno a su cuelo, oprimiendo con fuerza, asfixiándolo. De un tirón logró aflojarla y jadeando se la quitó. No podía recordar el momento en que se la había puesto, al acostarse.
El duelo por su novia duró un par de meses. Fue, a su entender, crudo invierno. La bufanda se transformó en una prenda de uso diario, imprescindible. Y si bien la había incorporado como parte de su fisonomía, notaba que nadie, ni en su trabajo, en su familia o en la calle, reparaba en ella, ya sea para criticarle el uso que le daba o bien, para elogiar sus bonitos dibujos o sus flecos enormes.
No dormir de noche se había hecho casi una constante. La mayoría de esas horas perdidas, las empleaba en estudiar su bufanda, contemplando las imágenes que cubrían gran parte de la superficie tersa y suave.
La primavera llegó sin prisa, pero con una nueva relación. Y de la misma manera que comenzó a sentirse mejor, notó que la bufanda, prenda que a pesar no ser época para usarla aún permanecía fiel a su cuerpo, se comportaba de manera extraña, si es que acaso una bufanda podía tener comportamientos.
Los días que decidía no usarla, de todas maneras terminaba alrededor de su cuello. Y cuando aflojaba un poco la vuelta que daba en torno a su cabeza, se volvía a tensar, como si quisiera extrangularlo. de todas formas, no pasaban de ser detalles. Su atención estaba en su nueva novia.
La relación era muy diferente a la anterior. Ella no era demasiado demandante, lo que le brindaba la libertad necesaria para sus ocupaciones. En ese matiz, creía, radicada el éxito de la pareja. Al menos, de momento.
Pero con el paso de las semanas, su novia comenzó con insinuaciones que rompieron con la tranquilidad a la que se había acostumbrado. Según ella, debían dar un paso más. Y ese paso implicaba compartir más tiempo juntos, quizá, había dicho, lo mejor sería mudarse con él.
Pero él no se sentía preparado ni su bufanda se lo iba a permitir. Lo supo de inmediato, cuando ella por teléfono le sugirió lo de la mudanza. De repente la bufanda se enredó con fuerza sobre los tendones del cuello. Tanta, que casi deja caer el celular. Tosió un par de veces y recién allí la presión cedió.
Más tarde, cuando se encontraron en un bar a compartir un café, él notó que mientras ella hablaba la bufanda se movía en su dirección. Parecía tener vida propia, alzando su vuelo hacia ella, como si una brisa invisible la empujara. Los flecos se movían con celeridad, impacientes, deseosos de llegar hasta su novia. Hasta los dibujos tribales daban la sensación de estar vivos, de moverse sobre la superficie, que lejos de la suavidad que la caracterizaba, parecía erizada como un animal salvaje.
Ella rió, lanzando una carcajada. La actitud lo sobresaltó.
- ¿Por qué te ríes? - le preguntó.
La joven se llevó un mano a la boca.
- Eres muy gracioso, amor. Eso que haces con los brazos, estirándolos hasta mí, moviendo tus dedos tan cómicamente... pareces una momia ¡Cómo quieres que no me ría!
Entonces, al volver a observar, él ya no vio la bufanda, sino sus brazos tatuados lanzados hacia delante, sus manos apuntando hacia su novia, sus dedos articulados en posiciones extrañas, el vello erizado, y el deseo de acabar con todo en cada milímetro de su piel.
Quiso gritar y no pudo. Ya no había bufanda. Solo quedaba él.
Y él, ya no gobernaba.


3 de julio de 2014

A la vuelta de la esquina

Cuando doblé la esquina y lo vi venir hacia mí, cruzando la calle, me quedé helado, de una sola pieza. Incluso su rostro sonriente contrastaba con aquel paisaje gris, en pleno invierno. Las pocas hojas estoicas aún aferradas a las ramas, se movían lentamente, como si fueran parte de una coreografía secreta.
Él apuró su paso, recorriendo los últimos metros al trote. Podía observar cada arruga, el pestañeo sobre sus ojos, los músculos de su rostro movilizarse para sonreír. Incluso el poco cabello, alborotado por la brisa.
Llegó a mi lado y como si la última vez en vernos hubiera sido ayer, me atrajo a su cuerpo con un abrazo, palmeando mi espalda con golpecitos suaves y cálidos, como solo él sabía hacer.
Me agarró de los hombros, tomó cierta distancia como si estuviera estudiándome y lanzó una carcajada contagiosa, alegre, totalmente viva.
- ¡Estás igual, Carlitos! ¡Igual!
¿Y qué podía contestarle? ¿Cómo, en realidad, podía contestarle? Sonreí, presa del pánico. Quería sentir alegría, pero el miedo atenazaba cada parte del cuerpo, de manera irracional, como la tarde misma. Debió haber intuido esa incomodidad, porque de inmediato aflojó sus manos de mis hombros. Pero no dejaba de sonreír, de mirarme con esos ojos de "¿Qué contás, Carlitos?".
Y mi boca, muda, desaparecida, brillaba sobre mi rostro, sumiéndose en una línea de quietud forzada, de un temblequeo que no se dejaba ver. Y hasta los ojos se me llenaron de lágrimas, aunque no supe discernir entonces si eran de felicidad o del mismo terror.
Allí estaba él, como si nada, a la vuelta de la esquina. Y los dos, parados al borde del cordón de la vereda, nos miramos, nos estudiamos, él sonriendo, yo muriendo, sin saber cómo seguir. Como siempre sucede cuando lo inesperado parte en dos la realidad.
Entonces, él se encargó de librar el momento, de entonar su voz de fumador, tantas veces quebradas en el pasado por una tos constante, condenatoria. Pero esta vez no, fue áspera, pero continua, libre de pecado y pecador.
- Me voy a visitar a Raulito, querido. Si Dios quiere, después nos vemos.
Me guiñó el ojo, compinche, como cuando caía al suelo trabando una pelota y sus piernas gigantes aparecían a mi lado y su mano estirada, era el consuelo y la ayuda; como cuando al salir para la escuela, me metía en el bolsillo trasero del pantalón un billete extra, sin que mamá lo viera; como cuando, en aquella habitación blanca me hizo prometer no olvidarlo jamás.
Intenté alargar mi brazo y detenerlo. Pero ya había llegado a la esquina. Quise atinar a gritarle, casi sin sentido, que Raulito había fallecido el año pasado, pero supe que era en vano. ¿Cómo advertirle a un muerto de otro muerto?
Y allí, de pie ante el invierno, en la soledad de aquella calle, contemplé el presente sin entender lo que había pasado.