Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

www.OLVIDADOS.com.ar - Avila + Netomancia

30 de julio de 2015

Carne y alma

Era una recorrida pendiente, un viaje que no se animaba a hacer. La pálida escalinata blanca, desgastada por el tiempo y el tránsito, lo depositó frente a ese lugar que tan bien conocía. El viejo barrio, el de la infancia, los primeros recuerdos, las horas en sus calles detrás de una pelota o sobre una bicicleta.
El barrio se hace carne, se funde con el alma. Cada baldosa era propia, todo desnivel era conocido, las fachadas de las casas eran puntos de referencias, las coordenadas eran detalles, meros datos pintorescos: nos vemos a las cinco frente al ceibo; te paso a buscar, esperame en el kiosco de Fito; nos juntamos en la farola que prende y apaga.
Y en esas calles, esas veredas, transcurrían los segundos, los minutos, los años. Pero el tiempo, cuando uno es niño, avanza de otra manera, más lento, sin tanto vértigo. Podían detenerse una tarde sobre un montículo de tierra para hacer pelear a dos libélulas entre sí. O dejar que la tarde se fuera a su refugio noctuno, mientras jugaban a la pelota en una calle poco transitada.
No había horarios, solo las voces de los padres que se asomaban a la vereda y pronunciaban alto sus nombres. El barrio era una gran vivienda sin techo, un lugar donde sentirse seguro, feliz, amado,
La banda de amigos, que con los años se fue desperdigando como por arte de magia, de la misma manera que un diente de león desaparece en el aire por voluntad del viento, parecía haber dejado una marca en aquel lugar, invisible pero indeleble. Porque cada rincón tenía su recuerdo, su anécdota, un hecho inolvidable.
Pero esos primeros pasos cargados de emoción, del retorno del pasado, de repente contrastaban con la angustia de los cambios. Aquella pared pintada con dibujos agoreros detrás de una iglesia evangelista había sido derrumbada. La enorme palmera frente a los Pérez, que tantas veces trataron de trepar, había dejado un espacio a un triste fresno.
Era imposible entender como habían reemplazado la plazoleta de la esquina de su antigua calle por un supermercado chino. O cómo el tradicional club de bochas al que acompañaba a su abuelo cuando muy pequeño, ahora se llamaba "Boutique Garden" y era un enorme invernadero repleto de plantas, árboles y flores, en un atentado de la "natura" ante el pasado perfecto de su memoria.
Habían transcurrido décadas de aquellos tiempos. El llamado progreso había redibujado el lienzo y la pintura ante sus ojos no lo convencía. El camino se fue haciendo tortuoso. Repleto de algo más que nostalgia. Un sentido de bronca, de angustia. De impotencia también. ¿Pero quién era él para reclamar algo? Si cuando creció un poco se fue por sus propios medios. ¿Podía acaso recriminarle a los que se quedaron del destino de aquel lugar?
Al mirar las casas se daba cuenta que en su gran mayoría, las formas le eran irreconocibles. Apresuró el paso. El corazón latía con fuerza. ¿Acaso su casa...? Y allí estaba. El lugar donde tantas veces se había sentado a pensar en su futuro. Esa vereda de baldosas amarillas acanaladas que habían cobijado sus enojos, sus berrinches, su deseos de atacar a golpes a sus padres, de hacerles entender que él podía decidir por cuenta propia. Sin embargo, allí estaba. No el lugar, sino la ausencia del mismo. Era el sitio, no había dudas. Pero ni las baldosas eran las mismas, ni la vivienda delante suyo era la que había conocido.
El primer impulso fue abalanzarse sobre la puerta y molerla a golpes hasta que atendieran, pero se frenó a tiempo. ¿A qué había vuelto, después de todo? ¿Para qué había hecho el viaje tantas veces postergados, sino a eso? A comprobar que a pesar de todo, de los años, de los cambios, seguía a salvo. Porque si tras tantas décadas nadie había dado con él, era probable dos cosas.
Una, que la fortuna siempre hubiese estado de su lado. Y si era así, no debía hacer nada por cambiar esa suerte.
O la otra, que en el fondo de esa casa reformada, que alguna vez había sido su morada, aún bajo dos metros de escombro y cemento, permanezcan ocultos, desechados, enterrados, lo que quede de los cuerpos de sus padres.
En cualquiera de los dos casos, estaba a salvo. El barrio era su cómplice silencioso, Carne y alma que con el tiempo habían sellado un pacto eterno.
Se alejó despacio, tratando de absorber lo poco que aún quedaba de aquellos años dorados.

26 de julio de 2015

Carrera contra la muerte

Las sirenas disparan el miedo en forma de sonido. Lo hace de una manera cruel, acercándose con furia y alejándose con pena. Dejan a su paso el miedo latente, una fuerza invisible dentro de cada persona que presagia una desgracia cercana.
La ambulancia se muestra ajena a lo que provoca. Recorre su camino como un caballo de competencia, yendo solo para delante. Quién la conduce es una parte más del vehículo. Existe una conexión en forma de adrenalina. Los brazos tensos, la mirada atenta y el pie sobre el acelerador, consciente que cada segundo que pasa es la diferencia entre la vida y la muerte.
En la cabina trasera su habitual compañero en el asiento derecho sufre a la par de la persona tendida sobre la camilla. Es paramédico y se llama Gabriel. Hace tres meses que comparten el turno nocturno y puede considerarlo un buen profesional y mejor persona. Por el espejo retrovisor puede ver los intentos apresurados por mantener respirando a ese malogrado hombre que recogieron cinco minutos antes.
Tiene el cabello transpirado y los ojos inyectados, presa del miedo. Es una escena habitual, pero a la que nadie puede acostumbrarse. La lucha contra la muerte es continua y no tiene reglas.
Algunos coches hacen paso ante el ulular de las sirenas, en cambio otros mantienen su marcha como si nada. Héctor, tal es el nombre del conductor, debe en esos casos aventajarlos y mantener al mismo tiempo la ambulancia estable, sin vaivenes bruscos que pudieran poner en riesgo a las personas que van atrás.
Cada calle superada es un paso menos. Los pasos hasta el destino parecen interminables. Cuando era pequeño soñaba con ser bombero. Se veía entrando a viviendas en llamas, portando esa manguera salvadora con la que extinguiría los focos del incendio. A veces se imaginaba saliendo por la puerta principal con una hermosa mujer en brazos. Todo aquello ocurría en cámara lenta, como en las películas.
Ahora, como chofer de ambulancia, sabía una verdad. La vida jamás avanza en cámara lenta. Y cuando la vida de otros pende de un hilo, de su pericia al volante, es todo lo contrario. La vida se acelera. Parece avanzar a toda velocidad, salteándose segundos vitales. Por un instante está cruzando un semáforo y al otro, superando a un colectivo, y de inmediato otro semáforo, luego el cruce de una avenida, un atajo para evitar un embotellamiento, una frenada a tiempo para no atropellar a unos adolescentes peleando en una esquina. Escenas sueltas, sin nada intermedio. Así es la noche, su trabajo. la carrera contra la muerte,
Y cuando lo que aparece delante de sus ojos es el hospital, algo golpea con fuerza en su pecho. Es la certeza de haber cumplido con el deber, de haber dado batalla a la muerte. Frena, quita el sonido pero no las luces y se apea con velocidad para abrir la puerta trasera, al mismo tiempo que dos enfermeros salen raudos con una camilla por la puerta de emergencias.
La puerta se abre y salta dentro. Lo primero que mira es a su compañero. Sabe que en esos ojos cansados encontrará la respuesta a sus pensamientos. No necesita cruzar palabra. Sobre todo cuando, como en esa ocasión, los encuentro cerrados, tan apretados que da miedo.
Sin necesidad de preguntar sabe que a pesar de todo, la escena final es la de la derrota. Los enfermeros llegan y se apresuran en cargar a la persona. Gabriel les avisa luego que no hay necesidad, que ya se ha ido.
Héctor se sienta al lado de su compañero sin abrir la boca. No hace falta. La ambulancia está ahora en silencio, albergando su pena. Las batallas son duras y siempre dejan heridas. La desgracia que algunos presagiaron a su paso, se ha cumplido, aunque esas personas difícilmente lo sepan. Pero siempre se intuye la muerte. Porque es lo único que nunca falla.
La noche es larga. Diez minutos después, la misma ambulancia acelera a fondo con sus luces y su cíclico sonido en las calles de una ciudad que no sabe de milagros. Una nueva batalla ha comenzado. Una más de tantas.

21 de julio de 2015

Un pueblo de mala muerte

El viajero descendió de su coche en lo que parecía ser el punto central de aquel pequeño pueblo. Calles de tierra, casas bajas, ventanas cerradas y una pequeña plaza como referente principal.
Ninguna iglesia, ni comisaría, tampoco escuelas o galpones. Un paraje en medio de la nada, rodeada por kilómetros de campo de un lado y de otro. Pero en esa extensa llanura, ninguna chacra ni molino.
El hombre se apeó preocupado. Hacia horas que recorría la zona, buscando una salida. En aquella pequeña plaza todo parecía en su lugar. Los canteros, los árboles, una pequeña fuente en el cruce de dos callejuelas empedradas. Pero no había rastro de quién la cuidaba. Como tampoco de los habitantes de aquel lugar.
Metió medio cuerpo dentro del auto y accionó la bocina. Prolongó el sonido en varias ocasiones. Esperaba que las puertas de las casas cercanas se abrieran, que la gente saliera a la vereda con curiosidad tratando de averiguar quien hacía semejante ruido en plena tarde.
Pero nada de eso sucedió. Escuchó en las ramas de los árboles el trinar de un pájaro y lejos, distante, el aullido de un animal. En el cielo, a gran velocidad, observó perplejo el aletear de un cuervo que sin quitarle los ojos de encima, se posó sobre el poste de alumbrado público del lado opuesto de la calle.
Contrariado, fue hasta la casa más próxima. Golpeó la puerta esperando con paciencia una respuesta. No la hubo. Avanzó hasta la casa lindante y hasta la otra, y así, una tras otra, por esa vereda, en toda la manzana, en cada une de las viviendas de aquel pueblo.
La noche lo sorprendió nuevamente donde había comenzado, frente a la plaza. El cuervo aún permanecía sobre el poste del alumbrado público. Pero su auto ya no estaba. Sintió frío en el cuerpo y tragó saliva. Si, estaba asustado. Entonces la luz de una casa del otro lado de la calle se encendió en el interior y la puerta se abrió sola, sin que nadie se asomara.
El viajero estaba solo en aquel lugar, perdido, sin su coche y con la noche cayendo abruptamente. Le temía a lo que pudiera encontrar en aquella casa, en la que en algún momento del día había golpeado a la puerta sin lograr respuesta alguna. Pero más le temía al cuervo que parecía estudiarlo con la minuciosidad de un cirujano. El hombre cruzó la calle y entró a la casa. La puerta se cerró detrás de él y la luz se extinguió dejando todo a oscuras, como lo hace la muerte.
Y el pueblo se sumió en su sepulcral silencio, preparándose para el reposo y la digestión.

17 de julio de 2015

Adiós hasta luego

Cuando uno sale de su casa no se prepara para no volver. No hay ceremonia, más allá de un beso en la mejilla, de un "adiós hasta luego", del silencio que se deja atrás solo interrumpido por el tintineo de las llaves.
Asomarse a la calle, aventurarse en la sociedad, en el entramado de calles y personas, de edificios y coches, del vértigo y la rutina, es un acto mecánico, casi inconsciente.
El motivo es diverso, a veces una excusa, otras una obligación. El trabajo, una cita, ejercicios, las compras, un encuentro, un olvido, una clase, una visita, un paseo. El catálogo sería infinito.
Según la ocasión, se viste bien, ropa cómoda, un poco de perfume, calzado liviano, todo terreno, las tarjetas, la billeteras, las llaves del auto, el candado de la bicicleta, el boleto de tren, la bolsa de las compras, o simplemente, sale, sin más.
Nadie repara en cómo ha dejado la mesada, si la cama ha quedado hecha, el polvo sobre las repisas, el libro a un lado del sillón, el control remoto encima del microondas, los huevos sobre la heladera, el reloj de la cocina sin pilas, los anteojos de lectura fuera de su estuche, las pre pizzas sobre la mesa; nadie mira hacia atrás para una última mirada, porque jamás se piensa en eso, porque cuando uno sale de su casa no imagina no volver.
El destino sin embargo no sabe de planes, de fechas, de promesas. Tampoco es cruel. Es directo, inesperado. tajante, definitivo.
Un accidente, un delincuente, una distracción, un conductor borracho, la caída de un alero, un avión con desperfectos, una caída desafortunada,  una bala, un cuchillo, el corazón, la mala suerte. Tantas posibilidades en el abanico de la muerte.
Y cuando las horas pasan y el sonido de la puerta no se escucha, ni los pasos en la entrada repiquetean como cada noche, ni el perro ladra cuando suele hacerlo, los que nos esperan se inquietan. Y en la casa, los objetos que allí dejamos permanecen como los dejamos, al aguardo del polvo y el tiempo, de su propio destino, el confinamiento en cajas, el reparto inescrupuloso, el olvido en el destierro.
Cada partida es un pedido silencioso de abrazo, el deseo de una última mirada, un arrebato de arrepentimiento y al mismo tiempo, un miedo a confrontar, un terror que erradicar. Porque sin saberlo puede llegar la muerte.
Cuando uno sale, no lo piensa.
Cuando uno sale, cree que va a volver.
Cuando uno sale, lo hace a ciegas.
Y está bien. Porque una cosa es el destino, y la otra, la libertad de vivir.

13 de julio de 2015

Viaje al fondo de la oscuridad

Día a día mis pensamientos se volvían más negativos. Una parte de mí se aferraba a mi antiguo ser, radiante, feliz, siempre preparado para devolver una sonrisa. Pero esa parte se fue convirtiendo en una exigua fracción hasta disolverse por completo,
Primero fue una nube oscura envolviendo las ideas, una especie de tormenta pasajera con intensos chaparrones. Imaginé que todo pasaría resolviendo algunos problemas de la vida cotidiana. Las asperezas en la rutina la tornan insoportable, y a veces, limar esas aristas se transforma en la solución. Reconozco que no fui intenso en mis acciones. Postergué decisiones, di vueltas alrededor de los dilemas y fui indiferente a las consecuencias.
El trabajo, la familia, la relación amorosa, los amigos, el club, la salida del fin de semana, las fechas de cumpleaños, las visitas a los parientes lejanos... cada cosa se convertía en un problema, un obstáculo, una piedra en el camino.
Una mínima porción de la cada vez menos sensata lógica me tironeaba de los brazos, tratándome de hacer entrar en razón. En realidad el camino era el de siempre, con los mismos condimentos de cada día, pero de un momento a otro se fueron tiñendo de otros colores. En tonos oscuros. Los quehaceres, las obligaciones, hasta las distracciones, iban paulatinamente ganando la condición de "algo molesto".
Fue enfermizo, una época desgastante. Hasta salir a correo por el parque con los auriculares puestos parecía un suplicio.
Fui alejándome de mis amigos, quejándome de la familia, peleándome con mi media naranja, chocando con los compañeros de trabajo y ni qué decir de los superiores. La habitual rutina de años se convirtió en un un lapso que no podía determinar, en el infierno de mi nueva vida.
Siempre amargado, con acidez, ojeras enormes, malhumor, ganas de mandar a todos a la mismísima mierda por el solo hecho de dirigirme la palabra. Me fui aislando, reprimiendo, encerrándome, sin salir a ninguna parte, a evitar las visitas, a no contestar llamados ni devolver correos electrónicos. Fui cerrando cuentas de redes sociales, obligando a los demás a odiarme, apartándome de todo lo conocido.
Fue internándome en las sombras, en el olvido, amigándome con la oscuridad que iba rodeando cada acto, cada movimiento, La visión de las cosas ya era totalmente negativa, no había luz en mi vida. Y de a poco, casi como el paso siguiente, fui dejándome atrapar por la penumbra, desapareciendo poco a poco, poro a poro, átomo a átomo, de manera irreal.
Una noche, que quizá era día, quién sabe, a mi alrededor solo reinaba un mundo oscuro. No era necesario buscar una luz. No había lugar en este nuevo universo para ello. Me convertí en penumbra, en sombra, en la profundidad de la noche, Eso que nadie ve y que envuelve todo. Ese vacío que no tiene nombre, que va más allá de nuestros ojos y que atemoriza con su sola presencia.
Soy la suma de cientos de cientos de almas oscuras, abandonadas a su suerte, atrapadas por este ente desconocido y confortable que nos adormece en el tiempo y nos propone la eternidad a cambio de un descanso infinito sobre un manto de oscura realidad, tan silenciosa y cautivante como la muerte misma, que sin embargo vive y late, que subrepticiamente está en todas partes acechando, buscando como sanguijuela su próxima victima, otro espíritu en pena, otro futuro incauto al que la rutina se le hace a cada segundo, cuesta arriba.
Sin ser nada, lo soy todo. Y la realidad furtiva de mi existencia, este anonimato de sombras, es tan fría como despreciable, tan extraña como reconfortante, Es una ultratumba sin forma, etérea, inmortal. Una marea que se mueve sin sonido. Un monstruo que espera sin ser visto.

4 de julio de 2015

Tiempo de vivir

La luz cambió, primero a amarillo, luego a verde. El sonido arrasó sobre la avenida. El de decenas de coches lanzándose frontalmente hacia su destino. Pude oírlo a pesar de la puerta de madera que se interponía entre el interior y la calle. A pesar de sus gemidos pidiendo piedad.
Miré sus ojos que parecían a punto de estallar. Los miré detenidamente como quién dispone de la eternidad. En cierta manera, al perderlo todo, la eternidad era lo único que me quedaba. Y en esas pupilas desgarradas, jaula del terror y la incertidumbre, supe que había ganado.
Aunque no era una victoria para celebrar. Muchos ni siquiera lo interpretarían como justicia. Significaba algo personal, el saber que algo llegaba a su punto final y a partir de allí lo que seguía era simplemente el futuro.
Temblaba. El cuerpo desnudo de aquella basura se agitaba como si estuviera congelándose, pero muy por el contrario, su piel transpiraba gota a gota. Estaba nervioso, asustado, consciente plenamente de la muerte.
Suspiré. Ese suspiro que dice "es la hora". Entonces volvió a gemir, a emitir una especie de lloriqueo. De repente el olor a orín invadió el aire. Había cerrado los ojos. Ese espectáculo me había sido vedado.
Con la boca áspera arrastré las palabras:
- Te disparo, te dejo bien muerto, dejo que te pudras y sigo con mi vida. ¿Pero cómo hago para que ella no vuelva en sueños? Diez años tardé en dar con vos. No tiene que ser tan fácil tu suerte.
Lo levanté, le pegué con la pistola en la sien y lo desmayé. Lo llevé a una habitación trasera. Era una joya de la mecánica y la informática. El dispositivo donde lo coloqué era fruto de una investigación de varios años. Ergonómico, autosuficiente, autoabastecible.
Los paneles solares le darían energía por al menos diez años. El resto de la maquinaría podía fabricar suero durante todo ese tiempo. El sistema de goteo estaba perfectamente parametrizado y los anclajes y cerramientos eran imposibles de ser evadidos.
El hombre quedó atrapado dentro de mí gran invención. Estaba inconsciente. Era una pena. Me hubiese encantado ver como esos ojos volvían a palidecer ante la comprensión de lo que estaría sucediendo de aquí en más.
En el botón de encendido no coloqué la palabra "Start". Decía "María". Sonreí al verlo escrito y acaricié la superficie plástica con nostalgia. Esta vez no suspiré. Dije en voz alta "es la hora". Accioné el botón y el mecanismo comenzó a funcionar. El goteo asegurando el alimento para el cuerpo prisionero, ese cuerpo que debía vivir hasta que el sufrimiento fuera suficiente para esa basura. Los paneles solares atrapando el sol a través de una fina hendija. Y el brazo metálico debajo del colchón subiendo y bajando lentamente, penetrando por un conducto recto, frío, hacia la intimidad más profunda de aquella porquería. Una y otra vez, hasta el hartazgo y la muerte durante todo el tiempo que fuese posible.
Me dirigí hacia la puerta. Tomé el sobretodo, la valija y el sombrero. Apagué las luces y salí a la calle. La brisa y el ruido infernal de la ciudad me abrazaron, despidiéndose. Me alejé caminando lentamente. No volvería a aquella casa nunca más a pesar de haber adelantado los impuestos por diez años. No hacía falta. Las fotos de mi querida hija María venían conmigo. Su recuerdo también. La eternidad había terminado. Ahora empezaba el tiempo de vivir.