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16 de septiembre de 2020

Voces

 Aún hoy me estremezco de solo pensar en aquellos años. El terror nocturno que me atormentaba, que hacía lo que quería con mi psiquis. Fueron años de lucha en silencio, de fingir actuar con normalidad, de aparentar ser un niño como cualquier otro. Esa necesidad imperiosa de arrancar las voces de mi cabeza, de decirles basta, de poder adueñarme de mis actos…

No recuerdo cuando comenzó, solo sé que estaba allí, latente. Era una voz interna que me demandaba cosas. Tocar las cosas dos veces, mirar a cada instante detrás de la cama, pisar siempre primero con el pie derecho, y la lista era interminable. 

Sentía mucho miedo, porque temía que tarde o temprano esas demandas fueran aumentando en el grado de dificultad. Rogaba internamente que no sucediera. Y al mismo tiempo, me asustaba pensar que sabía mi temor y que se aprovecharía de él. 

Me costaba mucho dormir, las voces no paraban de murmurar todo el tiempo. Eran frases ininteligibles, que parecían plegarias en un idioma que desconocía. Una noche otras voces llamaron mi atención. No las internas, sino otras que provenían desde la calle. Mi ventana daba a la parte de adelante de la casa y con asomarme, tenía un panorama de mi vereda, la calle y la cuadra de enfrente.

Cerca de un árbol, un grupo de jóvenes fumaba tranquilamente, mientras conversaban en un tono no demasiado alto, pero que llegaba hasta mis oídos. Los observé unos minutos, tratando de no mover la cortina. Quería saber qué hacían, cuando la otra voz, la interior, despertó. Es difícil explicar cómo la escuchaba. No me hablaba de manera directa, no eran órdenes las que dictaba, sino que lo que quería, de alguna manera, se metía en mi cerebro, como si enviara un comando.

La orden era muy clara. Salir a la calle e ir hasta donde estaban esos jóvenes. ¡Era ridículo! Tenía nueve años, ¿cómo iba a salir solo afuera, en medio de la noche? Mis padres escucharían, no sabría cómo abrir la puerta, había mil obstáculos para poder cumplir lo que la voz quería. 

Pero de alguna manera, la voz se las ingeniaba para convencerme. Una sensación de angustia y opresión se apoderaba de mi cuerpo. Sentía ganas de llorar. La única manera de superar ese estado, era haciéndole caso a lo que pedía. 

Me cambié en silencio, tratando de no hacer ningún ruido. En la cama de al lado dormía mi hermanito menor, pero a mi favor tenía que su sueño era muy profundo. Me calcé las zapatillas, me puse el pantalón y caminé muy despacio hasta la puerta, que estaba entornada. La abrí apenas y salí al pasillo. Me dirigí hacia la puerta, pasando por delante de la habitación de mis padres. Los vi durmiendo, bajo las sábanas. Estaba yendo hacia la puerta de la calle, cuando la voz me pidió un detalle más. Cambié el rumbo hacia la cocina y busqué una cuchilla. Era enorme, pesada, pero pude agarrarla con firmeza con las dos manos.

Volví al pasillo, rumbo a la salida. Llegué a la puerta de la calle y traté de abrirla. Estaba cerrada con llave. Busqué con la mirada y no la vi por ningún lado. Me giré para buscarla en la habitación que papá usaba de oficina cuando la vi de pie delante de mí.

Era mamá, que se había levantado al escuchar mis pasos deambulando. Sus ojos miraban fijamente, incrédula, la cuchilla que llevaba en mis manos. Me la quitó con las manos temblorosas y luego, me largué a llorar. La voz ya no estaba, solo quedaba el desconsuelo y la imposibilidad de contarle a ella lo que me estaba pasando. 

Nunca hablamos de lo sucedido, jamás. Hoy, en su lecho de muerte, me miró por última vez y creí adivinar en el brillo de sus ojos, una vieja preocupación aún latente en su corazón. Le besé la frente, como diciéndole que no se preocupara, que todo estaría bien.

Qué increíble que es el ser humano, qué increíble y complejo. No sé qué habría pasado en aquel entonces si la llave estuviese puesta en la puerta. Y no sé qué hubiese pasado si mamá, antes de morir, no me expresara con un solo gesto su temor de aquella noche. Sobre todo sabiendo que las voces volvieron sin ninguna razón hace una semana y ya van tres madrugadas seguidas que me sorprendo de camino a la habitación de los niños, cuchilla en mano.


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