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25 de septiembre de 2019

Pocas verdades, ilustrado por Caio Di Lorenzo

ilustrado por Caio Di Lorenzo

Cuando tenía diez años soñaba despierto. Solía pasar a la salida del colegio por la juguetería frente a la plaza del barrio y me quedaba largos minutos mirando esas alegrías que nunca tendría. La vidriera parecía una gran pantalla donde proyectaban los deseos de mi vida.

Me recostaba contra el vidrio, apoyado con las manos, la frente sintiendo la fría superficie, los ojos bailoteando de felicidad. Recuerdo los muñecos de He-Man, que otros niños llevaban a la escuela, pistas de carreras con autos a control remoto, un enorme camión de bomberos del que se extendía una escalera blanca, incluso un metegol con los colores de Boca y River. La memoria me arrebata otros juguetes, ahora difusos, distantes.
Pero allí estaban entonces, exhibiéndose en silencio, como si la única razón de su existencia fuera el de brindar una alegría fugaz a los niños que caminaban por esa vereda. A mi corta edad, aquel lugar era el paraíso.

Por aquel entonces ignoraba mil cosas. La vida se resumía en pocas verdades y quizá, era mejor así. Los amigos, la escuela, jugar a la pelota, los dibujos animados y la vidriera de la juguetería.
Intentaba no pasar por allí con mi papá, porque intuía su dolor, esa mirada angustiada, que en lugar de mirar sacaba cuentas mentales y rápidamente sentenciaba que lo más conveniente era seguir caminando.

Porque seguir caminando representaba dejar atrás lo imposible, lo inalcanzable. Y así, no alimentaba falsas expectativas. Por eso, me gustaba ir solo.

Porque en esa soledad, sabiendo que era imposible, podía soñar sin miedo. Porque los temores los alimentan las realidades posibles, como la muerte. Las imposibles, son inocuas. Le hacía un favor a mi padre, evitando sus “sigamos que es tarde” o el clásico “vamos a ver si para tu cumpleaños venimos”. Nunca fuimos, nunca entramos, al menos juntos.

Y no representó la muerte de nadie, claro que no. Fue tan solo el “no poder”. Y nada más. Porque otras cosas suplieron esa vidriera. Y aquella juguetería, poco a poco, fue convirtiéndose en recuerdo, en una postal desgastada de un ayer lejano, que a veces vuelve distinto, retocado, porque nosotros mismos maquillamos los detalles para hacerlo más ameno o más sufrido. Depende el día, y el receptor de nuestra confesión.

A los diez años, soñaba despierto. Hoy, sin embargo, vivo dormido. No hay vidriera que me detenga, ni excusas que me obliguen a seguir caminando mientras una mentira de esperanza resiste en el alma. Hoy, con mucho más, no hay nada.

Y por más que camine hacia el viejo barrio, atraviese la plaza, cruce la calle, no volveré a encontrar la vidriera de aquella juguetería. Porque se ha ido, como el pasado, como las simplezas que eran nuestros días, nuestras horas, nuestros momentos. Y en su lugar, donde había magia, solo queda tristeza, largos suspiros.

Por más que busque, habrá una persiana baja con horrendos graffitis. Por más que golpee, no saldrá nadie de ese sitio vacío.

Comprendí hace tiempo, de tantos regresos fallidos, que lo que se ha ido no vuelve, que lo que dejamos atrás no nos alcanza y que la verdadera muerte es sentarse a esperar que la alegría del ayer nos alegre el hoy. A lo sumo, el recuerdo podrá arrancarnos una sonrisa y nada más.

Es mi letargo el que me asusta, es este sueño de ojos abiertos el que me desvela. Esta sensación de que no hay nada por delante. Que todo lo que nos queda es torcer la mirada continuamente por encima del hombro, con la esperanza de ver alguna vidriera dispuesta a mostrarnos esos sueños inalcanzables que nos motivaban a seguir.

El temor es seguir esperando.

El terror es que el milagro nunca ocurra.

El error es pensar que esas son las únicas opciones.

Aún lo veo a mi viejo, de reojo como en aquel entonces, parado a mi lado, metiendo subrepticiamente las manos en los bolsillos, sopesando su escaso capital, calculando si aunque sea podía comprarme una bolsita de bolitas. Y entonces, el nudo en la garganta, el saber que no, las ganas de querer escapar del mundo por no poder darle nada a su hijo, y luego, la mentira piadosa, el retomar la caminata, porque no quedaba otra. Porque el único secreto para seguir era no detenerse.


Este relato, originalmente publicado en la Revista El Libertador (San Nicolás) acaba de ser publicado en el sitio online GComics https://gcomics.online/relatos-escritos/pocas-verdades/

8 de septiembre de 2019

Falta de consideración

Lo extraño es que nadie avisó que no iría. Varias veces había mirado en la pantalla de su teléfono por las dudas de encontrar un mensaje de último momento, pero allí solo estaban las conversaciones que había tenido por la mañana y después del mediodía.
Es que se había dedicado a los preparativos. Entre que preparaba los bocadillos, la comida, ponía orden a las habitaciones, se había desentendido por completo del esclavizante aparato. Pero lo buscó alarmado cuando, avanzada la noche, el timbre de su enorme casa en las afueras de la ciudad no había sonado ni una sola vez.
Comenzó a enviar mensajes a sus amigos. Con algunos compartía grupos de contacto. Con otros no. Había enviado al menos diez mensajes cuando cayó en la cuenta que no había señal y todo lo que había creído mandar, aún estaba sin enviarse.
Pensó que quizá a los demás les pasaba lo mismo. Habían tratado de comunicarse con él para avisar que no iban y no se habían podido contactar. Pero podía creerlo en uno o dos casos, no en casi treinta personas. ¿Cómo podían todos sus amigos encontrarse con complicaciones como para suspender un reencuentro?
Sobre todo el "Gallego", que hacía diez años que no pisaba el suelo del país y que finalmente había decidido viajar en sus vacaciones. Prácticamente había sido la razón de hacer la juntada. El "Gallego" no tenía excusa para faltar. Y por lo que había hablado esa misma mañana, tampoco quería perderse por nada del mundo poder ver a tanta gente que quería y que la distancia había alejado. Pero también le llamaba la atención que Doris, que le había prometido caer a la tardecita a ayudar con los preparativos, no le hubiese avisado que no iría. Si justamente había sido ella la que había elegido el menú y el día anterior lo había acompañado hasta el supermercado para comprar las bebidas.
Y como ellos, varios más. Podía imaginarse que ni Julián ni Mariam se tomaran el trabajo de dar aviso, porque siempre habían sido así, pero no es algo que harían, por ejemplo, Pablo, Kevin, la Naty, el Chavo, Chicho...
¡Qué falta de consideración! pensó durante un buen rato. Trató de llamar a Doris desde el teléfono fijo. La llamada cayó en el contestador. Probó suerte con el Gallego. Sucedió lo mismo. Y en la medida que probaba con alguien distinto, comprobaba que no había manera de contactar a ninguno. Para entonces estaba intranquilo. También la quietud del exterior le ponía los pelos de punta. Porque se había asomado antes del atardecer a buscar leña que tenía en el cobertizo y había notado cierta paz en el aire que no se condecía con el habitual bochinche de cada tarde, con los pájaros trinando, los grillos saturando hasta el hartazgo y los ladridos que venían de las granjas lindantes, que si bien no alcanzaban a verse por los árboles del tupido bosque, Vladimir sabía que estaban allí.
Volvió a salir, ya con la noche cerrada. El cielo oscuro no dejaba ver las estrellas. Solo la luna resplandecía a lo lejos, pero cubierta por una espesa capa gris. Observó inquieto entre los árboles. Ninguna luz, ningún sonido. Se concentró en la carretera, distante a dos kilómetros. Había noches en las que si el viento favorecía, podía escuchar el tránsito a pesar de la distancia. Pero no pudo escuchar nada.
Ya había encendido el fuego y de tanto en tanto, el crepitar de alguna brasa lo sobresaltaba. No iba a colocar la carne en la parrilla. Esperaría aún un poco más. Decidió quitar un poco de leña, para que no se consumiera tan rápido. Sus amigos tenían que caer tarde o temprano. Pero entonces escuchó el estruendo.
Quedó paralizado delante del asador. Había sonado como si algo gigantesco cayera desde bien alto. Hasta pudo sentir un estremecimiento bajo los pies. Pareció cómo si algo se derrumbara con estrépito encima del bosque. Estaba seguro de haber sentido también el sonido de árboles partiéndose en mil pedazos.
Se olvidó de la leña, y llevando el atizador en la mano, volvió a salir al patio delantero. Su vista se dirigió automáticamente hacia el bosque. No necesitó otro sonido brusco para estremecerse. Le bastó con levantar la mirada hacia ese enorme monstruo parado entre los árboles aplastados por el peso de sus pies, tan grandes como dos casas juntas.
El monstruo miraba lentamente, hacia un lado y el otro, tratando de decidir dónde dar su próximo paso. A pesar de la oscuridad, de esa densa niebla gris que comenzaba a rodearlo todo, Vladimir pudo ver el rojo carmesí en los labios de esa cosa, chorreando cuesta abajo hacia el torso. El monstruo abrió la boca, una y otra vez, masticando, y entre bocado y bocado,  divisó brazos, piernas, huesos y restos de telas, como parte de la cena de ese ogro descomunal.
Ahora sí, a lo lejos, la neblina ya no era neblina, sino columnas de humo que se elevaban hasta el infinito. Y detrás de ese monstruo, vio otras siluetas semejantes moverse en la oscuridad. En un santiamén, entendió todo. Edificios y viviendas en llamas, gente escapando, torres de electricidad y telefonía derribadas, animales huyendo antes incluso que esas cosas aparecieran, embotellamiento de coches... todo aquello que uno ha visto una y mil veces en la pantalla del cine y de la televisión.
Pensó en Doris, en el Gallego, en aquellos que estaba tildando de desagradecidos por no avisar y comprendió que ninguno tuvo tiempo y si lo tuvo, quizá, cómo le sucedía a él en ese instante, había quedado pasmado e inmóvil ante la inminencia de la muerte.
Porque uno piensa en destinos comunes, como el cáncer, los problemas cardiovasculares, los accidentes, el implacable paso del tiempo... pero nunca se detiene a pensar en monstruos gigantes que devoran todo a su paso. Porque sencillamente es imposible, y parece una pérdida de tiempo ponerse a pensar en algo irreal. Sin embargo, allí afuera, bajo la mirada inescrupulosa de ese ser, que con paso potente y terrorífico avanzaba hacia él, destruyendo todo en su camino, supo que la muerte no escatima en esfuerzos y la sorpresa, es su arma principal.