Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

www.OLVIDADOS.com.ar - Avila + Netomancia

27 de mayo de 2016

Gripe

Benito no quería ir a la escuela. Se había levantado con fiaca y el cielo gris que se proyectaba a través de su ventana confirmó su poca voluntad de salir esa mañana de la casa. Así que decidido, tomó el teléfono y llamó a la directora.
- Ana, hoy no voy a dar clases, llame si es posible a una reemplazante.
- ¿No te sientes bien?
Titubeó, podía mentirle acerca de su estado de salud o bien alegar un trámite de último momento. Eligió sin pensar.
- Gripe. Me sentí fatal toda la tarde y anoche caí en cama con fiebre.
- Benito, cuánto me apena escuchar eso. ¿Mucha fiebre?
- Si, muy alta - y como para confirmar su malestar, acotó a continuación: - Dudo que pueda ir al médico, quizá haga reposo todo el día.
Claro que lo haría. Se quedaría toda la mañana en la cama mirando alguna película online, luego pediría comida a domicilio, almorzaría y volvería a acostarse en su habitación a seguir mirando televisión. Era un plan perfecto para una jornada de nubarrones oscuros y brisa fresca.
- No te preocupes por eso Benito, no salgas, el día está espantoso. Nosotros te enviaremos al médico laboral.
Aquello despertó todas sus alarmas. Un profesional no demoraría ni dos segundos en darse cuenta de su estado. Debía actuar rápido.
- Ana, tengo pensado llamar a mi hermana, ella con seguridad me llevará cuando salga de trabajar, al mediodía.
- ¿Seguro? - la directora mostraba un real interés.
- Si Ana, además, una simple gripe no puede hacerme nada.
- No sabemos si es simple Benito, por favor, está la gripe A por todas partes. ¿Quién te dice que no la sea? Además, con tanta fiebre... es un factor a tener en cuenta. Mira, si para la tarde no has ido, envío al médico. Te estaré llamando.
Al cortar la comunicación, recordó a su amigo Fabián. El hermano era médico. No perdía nada con llamarlo y preguntarle si no le extendería un certificado médico. De esa manera, podría decirle a Ana que había ido al médico y tener el justificativo en papel.
Su amigo le solucionó el problema en pocos minutos.
- Me pidió mi hermano que pases a buscarlo cerca de las siete de la tarde, cuando está cerrando el consultorio - le informó Fabián más tarde.
Cuando a la tarde empezó a llover, agradeció no haber ido a trabajar. Consultó la hora y aún tenía tiempo para ver un capítulo más de la serie que había comenzado después de almorzar. Las ventajas de tener todo el tiempo del mundo es que uno podía decidir en qué malgastarlo.
A la tarde salió a buscar el certificado. Mientras conducía hacia el consultorio del hermano de Fabián se imaginó faltando varios días, quedándose en su casa, pidiendo comida a los deliverys y mirando películas y series. Sumaba al factor "no ir a trabajar", el de "estar soltero". ¿Cómo es que no se le había ocurrido antes?
Cuando el médico le entregó el certificado, Benito hizo la pregunta.
- ¿Podrías darme otro con más días? La verdad es que estoy escribiendo una tesis de un posgrado y necesito de todo el tiempo posible, porque la fecha de entrega es antes de fin de mes y estoy atrasado.
Volvió a su casa con dos certificados, un kilo de helado y un pollo de la rotisería de la esquina. Antes de encender el televisor, le escribió un mensaje a la directora.
"Ana, es gripe. Me dieron un certificado por hoy y otro para los próximos cinco días, ya que debo hacer reposo". Recibió un "Ok que te mejores Besos" como respuesta.
Eran unas mini vacaciones, aunque debía cuidarse de no salir de casa. No podía exponerse que alguien del colegio lo viera lo más campante por la ciudad.
Al otro día, mientras miraba una película, recibió un llamado de Ana.
- Benito, por las dudas estamos tomando medidas de prevención y advirtiendo a los niños que la gripe está rondando. Hoy vendrá un médico a dar una charla al respecto. Tu caso nos ha puesto en alerta.
Agradeció el dato y aconsejó que se cuidaran. Mientras lo hacía, una gran sonrisa estaba instalada en su rostro. No le costaba mentir, lo estaba disfrutando. Cómo no hacerlo, recostado en su cama, con un desayuno abundante y una buena película en la pantalla.
Para la tarde había terminado una temporada más de la serie policial con la que se había enganchado la noche anterior, aunque estaba dudando entre una de un hospital y otra de zombis, como para variar un poco. En medio de una indecisión, llamó su amigo Fabián.
- ¿Vos sugeriste a mi hermano para que vaya a dar una charla sobre la gripe a tu escuela?
Benito casi se atraganta con la medialuna que estaba comiendo.
- ¿Llamaron a tu hermano de la escuela? No lo puedo creer...
- Me avisó recién que pasaba por casa después de la charla y cuando me dijo que era en esa escuela, supuse que vos lo habías invitado. ¿Fuiste a verlo ayer, no?
- Si, por el certificado, pero...
- ¿Pero?
- Le pedí otro, por cinco días más. Y en la escuela dije que tenía gripe. Hoy me avisaron que dan una charla sobre eso. Nunca me imaginé que iría tu hermano. ¡Con todos los médicos que hay en la ciudad!
- Bueno, si sabe que faltás con la excusa de la gripe, no pasa nada.
- En realidad, le mentí...
- ¿Cómo que le mentiste? ¿Dijiste una mentira en la escuela y otra a él?
- Y si, cómo le voy a decir que tengo gripe si estaba más fresco que una lechuga.
- ¡Pero es mi hermano, le hubieras dicho que era un pequeño favor nada más!
- Es que quería faltar más de un día.
- Vos querés mucho, eso es lo que pasa. Espero que no meta la pata.
- De todos modos, no sabe que trabajo ahí.
- Sabe, le dije hace un rato.
- ¡Le dijiste!
- Se me escapó en realidad, me nombró a la escuela y solté "el colegio donde da clases Benito".
- Seguro va a meter la pata, seguro...
- ¿Qué excusa le pusiste a él?
- Una tesis, de un posgrado...
- ¿Al menos lo estás haciendo? Al posgrado, digo.
- No, qué va. Ni pienso pisar volver a pisar un colegio en mi vida. Para estudiar, claro. Lo piso todos los días, enseñando.
- Entonces te corto y lo llamo. Quizá esté a tiempo de advertirle.
- ¿Y yo quedar como un mentiroso?
- ¡Sos un mentiroso! Ni estás enfermo, ni estás estudiando. Al menos decime la verdad a mí, qué cosa tan importante estás haciendo para inventar tantos pretextos.
- Estoy arreglando la casa, eso estoy haciendo. En la semana no tengo tiempo, los fines de semana los uso para descansar y no quiero perder las vacaciones haciendo lo que no puedo hacer el resto del año. La escuela es agobiante Fabián, los chicos están más descontrolados que nunca, son violentos, insufribles, cuando llego a casa por las tardes no tengo ganas de nada, ni una serie en la tele puedo ver, ni una serie...
Había levantado el tono de la voz, poniendo énfasis en cada palabra, dándole mayor vigor a lo que decía.
- Está bien Benito, está bien... tenés razón. La vida nos obliga a veces a sacrificar nuestro tiempo para sobrevivir, una rara y angustiante paradoja. Me gustaría poder decirte que estás equivocado, pero es un pensamiento afín. Más de una vez he tenido la misma reflexión y debo reconocer que no he tenido los huevos para poder aferrarme a una mentira y poder hacer en casa todo lo que Elvira me viene pidiendo desde que nos casamos.
- Tenés un hermano médico, podés aprovechar.
- Si, aunque es todo un tema para mí, está en el límite entre lo moral y lo filosófico. Lo que debo hacer, lo que necesito hacer. Mi familia me instruyó así, lo sabés bien, Podría hablarlo con mi primo, que es psiquiatra y ha estudiado mucho la mente y las derivaciones...
- ¿Tenés un primo psiquiatra?
- Si, Enrique. Lo has visto en algún que otro cumpleaños. Flaco, de barba...
- ¿Anteojos culo de botella?
- ¡Ese mismo! Bueno, te decía...
- ¿Y vive en la ciudad?
- Si, claro. Frente a lo de Marcos. Bueno, en realidad ahí tiene el consultorio. Vive con los padres, a la vuelta. El tema es que este dilema debo hablarlo con alguien. Lidiar con esta paradoja y quizá si, me anime, Ojo, no digo que estés equivocado. Pero hoy, no estoy de acuerdo. Y si mi hermano habla de más, por boludo vas a estar en problemas.
- No te preocupes Fabián, en serio. No va a pasar nada. Me ayudaste un montón llamándome.
Se despidieron, promesa de verse el fin de semana en el cumpleaños de Horacio. Al fin había podido cortar. Benito estaba exultante. ¿Hablaría de más el hermano de Fabián? No le importaba. ¿Consultaría Ana al doctor, por la gripe contraída por uno de sus maestros, que justamente saltaría en la conversación, sería un conocido en común? Tampoco lo inquietaba.
¡Cómo podía estar preocupado! Más sabiendo que el primo de Fabián era psiquiatra. No solo podía alegar un problema con el manejo de la verdad sino que podía pedir licencia indefinida. ¡Cuánto porvenir repleto de descanso asomaba en el horizonte! ¡Cuántas horas mirando series y películas! ¡Comidas en la cama! ¡Postres a cualquier hora! ¿Y si se cansaba? ¿Si esa vida lo aburría?
Y bueno, siempre estaba la posibilidad de volver a la escuela. Al fin de cuentas, era su trabajo.

22 de mayo de 2016

Sopa de gallina

Nuestras cenas consisten de sopa de gallina. Eso desde que tengo memoria. La abuela dice que es una tradición que arrastra de su madre. Pero sé que no es cierto. Todo comenzó poco después de haber llegado ella de Rumania, más precisamente después de haberse casado y haber tenido a su único hijo, mi papá.
La abuela, que traía sus costumbres familiares, cuyos orígenes se remontan a la edad media en Transilvania, se casó con un descendiente de un gaucho de las pampas, criado casi a la bartola de conventillo en conventillo.
Mi papá fue bautizado con el nombre de Tristán. Y jamás fue un niño bueno. Sus primeros años los vivió encerrados en el sótano de la casa. Mis abuelos tenían una humilde chacra, pero la habían dotado de un subsuelo donde pasó la infancia mi papá.
Con el tiempo, fue aprendiendo algunos modales y los actos de maldad que profesaba de pequeño fueron remitiendo. No todos, porque por las noches solía escaparse de la habitación que le habían asignado y dedicaba horas y horas bajo la luna matando animales de granjas vecinas.
Colocaban candados en las puertas, trancas en las ventanas, pero de alguna forma lograba ganar el exterior y cuando eso ocurría, las mañanas eran un espanto. En los alrededores de la casa aparecían plumas, cueros, entrañas, sangre...
Pronto los vecinos descubrieron que lo que estaba atacando sus propiedades provenía de la chacra de "los rumanos". Si bien mi abuelo no lo era, se habían ganado el mote. Cuando se pusieron de acuerdo y se acercaron a hablar, los padres de Tristán no supieron cómo actuar. Sin embargo, mi papá les ahorró las palabras.
Apareció de la nada y hecho un demonio saltó a sus cuellos, arrancando de a mordiscos las arterias, provocando una orgía de sangre y gritos. Los que trataron de huir fueron apresados y condenados a morir a fuerza de golpes y mordeduras. Fue un carnaval propio del infierno, ante la mirada consternada de mis abuelos, petrificados del miedo en la puerta de su hogar.
Pero mi joven padre no terminó allí la faena. Durante dos días recorrió las granjas vecinas y acabó con la vida de todo habitante en las mismas. Nadie quedó vivo. La misma suerte corrieron con el paso de las semanas los animales de las hectáreas adyacentes. Sin nadie que los protegiera, fueron víctimas fáciles del bestial Tristán.
Mis abuelos estaban aterrorizados y ni siquiera trataron de hablar con su hijo. Temían correr la misma suerte que todos sus vecinos. Tristán, por lo tanto, se convirtió en el "Señor" de los campos. Iba y venía a sus anchas, gobernado por una fuerza poco natural que hacía de sus noches, sus días y de sus días, sus noches.
La desaparición de la gente llamó la atención en los pueblos cercanos, donde ellos reponían sus provisiones de tanto en tanto. Aparecieron parientes para saber la suerte de sus seres queridos. Incluso la policía rondó la zona, en busca de pistas sobre los moradores de las "granjas fantasmas",
Los "rumanos" decían desconocer lo sucedido, pero las sospechas eran enormes. Tristán solía desaparecer cuando advertía la presencia de estos visitantes. Cuando retornaba, solía hacerlo bañado en sangre y con una gallina en la mano.
La locura tuvo su fin cuando Tristán conoció a quién sería mi madre, nieta de uno de los granjeros que perecieron al reclamar la muerte de sus animales en la puerta de la casa de mis abuelos. Siempre nos dijeron que la conoció en un baile, en uno de los pueblos. Pero lejos estuvo de ser verdad. La sorprendió una noche en el camino hacia la granja, perdida luego de vagar todo el día en busca de personas a quién consultar sobre el destino del padre de su mamá.
El destino de la joven era una muerte despiadada, pero la luna resaltó su hermosura en el mismo momento que Tristán había decidido salir de su escondite y terminar con ella. Quedó rendido a sus pies y se presentó como su salvador. Tristán, obrando como jamás lo había hecho, la condujo hasta la granja, donde le ofreció toda su hospitalidad.
Mis abuelos al ver este cambio en la conducta, adoraron a la joven. Ella jamás supo lo acontecido y tanto mi padre como mis abuelos evitaron contarle la verdad. Tristán cesó de matar y a los pocos meses yo estaba en camino.
Jamás pude conocerla. La noche en que me parió, Tristán la mató. Pudo haber sido la sangre derramada en el parto, en la habitación de huéspedes de la pequeña chacra, o la necesidad de matar tanto tiempo reprimida. Lo cierto es que mamá, de quién no tengo ni siquiera una foto, nunca pudo tenerme en brazos. Mi padre no le dio oportunidad alguna.
A él tampoco lo conocí. Esa misma noche, entre gritos desaforados y un llanto desconsolado, como si el acto que había cometido fuera una encrucijada de una naturaleza que lejos estamos de comprender, se internó en el campo y echó a correr.
Nadie jamás supo de él.
Me criaron mis abuelos, tratando día a día de hacerme feliz. Lo lograron, sin dudas que lo hicieron. Y cada noche, desde que tengo memoria, nuestras cenas fueron a base de sopa de gallina. Un día traté de preguntarle a la abuela y me dirigió una mirada gélida que estremeció todo mi cuerpo. El abuelo hizo un ademán para que callara mi curiosidad y nunca más traté de averiguar el motivo del reiterado ritual culinario. Hay cosas, creo, que es mejor no saber.
Hoy sigo sosteniendo lo mismo, y a veces, sobre todo por las noches, trato de pensar en la paz que tendría mi existencia de no haber sido por la última voluntad del abuelo en su lecho de muerte, que fue hablar conmigo a solas, lejos de los sollozos de la abuela, a quién la inminente partida de su compañero de toda la vida le estaba asestando el golpe más grande que pudiera imaginar desde su pobre infancia en Rumania.
El abuelo, temblando, me contó todo lo que he narrado... y algo más, espeluznante. Tristán corrió esa noche, tras matar a mi madre y es verdad, nadie volvió a verlo, pero no por haber huido lejos, sino porque el abuelo lo persiguió con estacas y crucifijos y al enfrentarlo cerca de la ruta, pudo reducirlo y apresarlo.
Desde entonces Tristán está encerrado y atrapado con grilletes en el sótano de la chacra, la misma que lo contuvo en sus años de infante, donde día a día es alimentado con gallinas, cuyos restos luego arroja en un cubo de metal que mi abuela recoge con sumo cuidado y prepara la sopa de cada noche.
Hablo en tiempo presente, porque aún respira bajo las baldosas de mi cuarto, en la total oscuridad, sin ningún otro propósito que el de sobrevivir. Mi abuela ignora la confesión de mi abuelo y es mejor así. No quiero culparla de nada. Al fin de cuentas el monstruo encerrado a un metro de donde escribo estas líneas es su hijo. Pero es hora de ponerle fin. De quemar desde las raíces la maldad. Incluso si eso implica, incinerar todo lo que he conocido en mi vida, que son estas paredes, estos campos, esta pobre vieja que en un castellano torpe sigue llamando a la mesa para tomar una sopa de gallina que me cuesta digerir, tanto o más que la verdadera historia escondida en este recóndito paraje del universo.

18 de mayo de 2016

Caído del cielo

Habitualmente no circulo por las calles del centro para evitar las multitudes, sobre todo en esos días del mes que vencen los impuestos y la gente sale como loca a pagarlos, con las consecuentes colas en los cajeros automáticos y los puntos de pago. Pero esa mañana me resultaba inevitable, dado que el cliente que debía visitar tenía su estudio justo frente a la plaza principal y como toda ciudad construida a la española, la misma se encuentra en el corazón de la ciudad.
Dejé el coche estacionado a un par de cuadras de mi destino, más que nada para no tener que pagar el estacionamiento medido, tan de moda en los municipios, que ya no saben de dónde sacar fondos para los gastos. Pasé delante del café más lindo de la ciudad, atestado de gente, crucé la avenida principal y tras subir dando saltos la escalera del edificio, me instalé delante del portero eléctrico, para buscar el timbre correspondiente al hombre que debía visitar.
En algún momento de este breve trayecto, Ulises debió de verme. Porque cuando estaba por llamar a la oficina de mi cliente, Ulises apareció de la nada y me aferró el brazo.
- ¡Negro! ¡Cómo caído del cielo!
Mi susto inicial, al sentir que alguien me tomaba del brazo, trocó en perplejidad. Si la memoria no me fallaba, a Ulises no lo veía desde hacía una década. O más. Pero a pesar del tiempo, era imposible no reconocerlo. Con su pera pronunciada y la cabeza calva como una calabaza.
Me estrechó en un abrazo y sin dejarme ni decirle hola, lanzó su pedido.
- Necesito que me prestes 200 o 300 pesos Negro, te juro que te los devuelvo apenas puedas.
Quedé en silencio, con el "¡hola, tanto tiempo!" entre los dientes. Si bien estaba como lo recordaba de la última vez que nos vimos, una tarde en el bar del Gringo, al mismo tiempo no. Es difícil de explicar. Allí lo tenía a Ulises, de cuerpo y alma, pero paralelamente me decía que era imposible, en tanto la cabeza trataba de encontrar el motivo por el cuál aquello parecía extraño.
- Mirá, con 100 hasta podría andar la cosa. Es largo de explicar Negrito, la verdad que parece que hace mil años que no estoy en la ciudad y sos el primer conocido que me cruzo. ¿Podés creer, Negro? El primero.
Me hablaba sosteniendo su mano sobre mi brazo, como midiendo la distancia o cuidando que no me escapara. Y mientras seguía pensando, qué había sido del Ulises. Porque ese día en el bar nos juntamos para despedirlo. Se iba a alguna ciudad distante ¿Rosario? ¿Córdoba? No, Rosario no. Rosario está cerca. Quizá Mendoza. La cosa es que se iba. Y después de eso...
- Si no cargo combustible, estoy jodido viejo. Jodido.
Después de eso, no supimos más nada. Así, de golpe. Un rumor que trajo la novia de Ezequiel, la novia de ese momento claro, hará unos diez años, porque ahora Ezequiel anda con un tal Quique, era que el nombre de Ulises había aparecido en un programa de fenómenos extraterrestres.
- No es necesario meterle super, mucho menos premiun. La normal, de paso rinde más lo que me vayas a prestar. Sé que no es buen combustible, pero el tema es poder salir de acá, vos me entendés.
No, claro que no lo entendía. ¿Ulises, después de diez años, pidiéndome plata? Aquella mina había llegado exaltada, casi corriendo, a la canchita de fútbol cinco donde por esos años nos juntábamos los sábados. Recuerdo bien como venía moviendo las tetas dentro de la musculosa blanca que llevaba puesta. Y pensar que el Ezequiel la dejó porque empezaron a gustarle los pitos. Pero la mina, agitada como estaba, nos preguntó antes que nada si el nombre completo de Ulises, era Ulises Follman Ortiz.
- Fijate, Negrito, fijate si tenés, haceme este favorcito que los Polis están pisándome los talones.
No dijo polis. Yo le entendí polis. Y pensé que se había mandado una y lo estaban buscando. Recordé entonces lo que había dicho la tetona que era novia de aquel maricón: "Escuché en la tele, que en San Rafael, desapareció un hombre después que varias naves no identificadas se dejaron ver en el cielo, rodeadas de una luz azul intensa. Parece que lo abducieron. Se llamaba Ulises Follman Ortiz".
Ya me parecía que era Mendoza, al menos era la provincia. Desde entonces no supimos nada más de Ulises. Ni siquiera, si aquello había sido verdad o no. Y ahora, allí lo tenía, pidiéndome un par de billetes en la puerta del edificio de mi cliente, a media cuadra de la plaza en la ciudad donde nos criamos.
Al fin hablé.
- Ulises ¿por qué te persigue la cana?
- ¿La cana? - se arqueó para atrás y dio paso a una carcajada. Siempre se había reído así - Los Posh-It dije. Son de la constelación de Alambhra, a diez años luz de Andrómeda. Los cagué en una partida de poker y se la quieren cobrar. Y vos podés creer que la nave se me quedó sin combustible acá a medio kilómetro. Decí que le echás cualquier cosa y funciona, pero nadie me fía un bidoncito. ¡Y claro, con lo cara que está la nafta! En ningún lugar del universo sale lo que sale acá.
Me volvió a pedir la plata.
Le di 250, me volvió a abrazar y se fue contento. Lo perdí doblando por la esquina de la municipalidad. Se lo comenté esa noche a los muchachos en el club y se quedaron boquiabiertos. Nunca más lo volví a ver. Aunque trato de saber de él. Ojo, no espero que me devuelva el dinero, ni mucho menos. Muchas mujeres me han sacado más guita que esa con versos menos complejos. Sin embargo, no dejo de leer ningún blog o sitio web sobre el tema OVNI. Y no es que lo extrañe. Todos nos acostumbremos a que Ulises no esté. Pero que tan solo exista la posibilidad que mientras yo escriba estas líneas él esté surcando el espacio en una nave extraterrestre, ya es suficiente motivo para que su paradero sea mi desvelo.


14 de mayo de 2016

Caminata al río

A sus pies, el río calmo mecía los pocos camalotes en la orilla. Cincuenta metros más allá un par de pescadores aguardaba en silencio la tensión en sus cañas. El horizonte eran islas y un cielo gris plomizo, inquieto fondo de un paisaje cómplice.
Con la punta del zapato empujó una piedra al río. Hizo un ruido imperceptible y desapareció de su vista, sumergida unos pocos centímetros en el agua marrón. Tenía las manos hundidas en los bolsillos del pantalón y la mirada vagando de un punto a otro, sin observar nada en particular.
Había bajado la temperatura después de la puesta del sol y los pescadores se habían puesto sus abrigos. A él el frío no lo inquietaba. Estaba parado en la orilla sin ningún motivo en especial. O en realidad si, pero aún no lo sabía.
Esa tarde se había despertado de la siesta con una sola idea. Caminar hasta el río. Hacía meses que no lo hacía. Antes, cada mañana, recorría a pie las casi treinta cuadras que tenía desde el barrio en el que vivía. No era solo el río, las islas, la caminata en sí. Era el ritual de volver. El retorno a su niñez. A sus días de infancia con ese paisaje delante de los ojos. Los juegos en el agua, los picados de fútbol en las plazoletas, los mojarreros improvisados y las horas esperando el pique en compañía de hermanos, primos y amigos. Su adolescencia, la primera y única novia, el primer beso, la barra de amigos, las salidas, las trasnochadas en grupo, las mateadas de los domingos, el primer laburo...
Ese viaje implicaba a diario un sinfín de sentimientos. Como si pudiera desandar los años y retomar su vida desde cualquier momento. Pero al volver a casa sabía que no era así. Tan solo podía acudir a los recuerdos y por entonces, eso lo conformaba.
Pero la realidad ahora era otra. Desde la muerte de su esposa, la mujer que lo acompañó toda la vida, aquella caminata se postergaba cada mañana. Incluso, la había postergado ese mismo día, cuando después de unos mates amargos, se puso una campera y amagó a ir hasta la puerta. Sin embargo, tras la siesta, la idea se había hecho poderosa.
Y entonces caminó, pisando las hojas de otoño, respirando la brisa fresca de mayo, jugando a recordar los rostros de antaño y aún más difícil, darles un nombre y apellido. El río estaba allí, imponente pero al mismo tiempo, indiferente. No lo estaba esperando, como no espera a nadie. Solo está, porque su existencia es esa.
Cuando emprendió el regreso, ya de noche, los pescadores todavía estaban. Parecían anclados al lugar. Y es probable que lo estuvieran. Él mismo lo había estado, durante años, cada mañana de su vida.
Esa había sido su última visita. Lo supo de inmediato, al tiempo que le daba la espalda al colosal Paraná. Desde que había fallecido su mujer, no había vuelto a sonreír. Ahora lo hacía. Las manos enfundadas en los bolsillos, el tranco lento, la mirada en alto. No hacía falta otro regreso. Lo que buscaba no estaba allí. Nunca lo había estado. Volver era ponerle un marco al ayer, por temor quizá a que de a poco se fuera desdibujando. Pero era algo inevitable, la forma que tiene la vida en transformarse, en dejar lugar para el futuro.
Ignoraba cuánto tiempo le regalaría el caprichoso destino, pero de algo estaba seguro. No lo ocuparía en tratar de alcanzar un río cuyas aguas largamente ya lo habían dejado atrás.
Por eso sonreía en aquella fresca noche de otoño, caminando bajo estrellas ocultas y en calles desiertas.

4 de mayo de 2016

Ring raje

Soy adicto a tocar timbres. No es un pasatiempo, sino una adicción. La diferencia es que si bien me da placer, sufro mucho y tengo muy en claro que es algo que debo dejar de hacer.
Suelo salir a caminar con la excusa de ir al mercado, a buscar el diario o visitar a mi nieto en la casa de mi hijo y nuera. Pero en realidad, es un itinerario con un único fin, el de presionar timbres en las viviendas que encuentro en el camino.
Elijo las más cercanas a las esquinas, para poder escapar rápidamente de la vista cuando la gente salga a atender la puerta. No pierdo el tiempo cuando es un portero eléctrico. La ventaja del portero es que la gente no tiene que caminar hasta la puerta. Con solo usar el intercomunicador sabe si hay un visitante afuera o no.
También busco las últimas casas de la cuadra porque a esta edad tener que correr no es una elección, sino una imposibilidad. Cuando se superan los setenta años, la vida se hace cuesta arriba. Todo requiere un esfuerzo extra. Incluso las estrategias a la hora de tocar timbres.
Antes llegaba a tocar hasta tres o cuatro timbres en una misma vereda. Corriendo podía escapar con velocidad sin ser visto. En mis tiempos, era el mejor. Al menos entre mis amigos. Cuando purretes, claro. A partir que uno se hace adulto algo así se transforma en una cruzada solitaria. Incluso compartir el secreto es un riesgo. Uno puede caer en la adjetivación fácil y denigrante.
Le he tocado timbre incluso a mi esposa y me he divertido espiándola detrás del jacarandá de la vereda de enfrente. Le fastidia ser víctima de esa broma infantil. Supongo que a todos. Es una broma inofensiva, pero desconcertante. Puedo entender a las víctimas y hasta hacerme el que me da bronca cuando me lo cuentan.
Pero estoy del otro lado. Soy de los que tocan, no de los que van a atender. Y cada año que pasa, reconozco, me da un poco más de vergüenza el pensar que pueden descubrirme. Por eso comprendo que lo mío es una adicción. El sufrimiento va de la mano del placer, o del dedo en este caso.
Cuando el aburrimiento de la tarde se hace hostil y mis piernas susurran su incomodidad con pequeños calambres, me enfundo en mi otra personalidad y tras un beso en cada mejilla me despida de mi esposa, busco un pretexto y atravieso la puerta. Me convierto en el adicto y ya en la calle, de cada lado de la vereda, observo ávido las drogas en forma de timbre que esperan el asalto diario de mi perdición.