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29 de noviembre de 2010

La dulzura de los reposteros

En el pueblo eran los únicos reposteros. Razón válida para además ser los mejores. Pero no morían en la gloria, buscaban siempre sorprender a sus clientes habituales. Entonces era muy común maravillarse en celebraciones como cumpleaños, bautismos, aniversarios o casamientos, de las tortas que los Karkoris elaboraban en la tradicional panadería ubicada frente a la plaza.
Y si de innovar se trataba, las propuestas diferentes no pasaban solamente por la forma final de la torta, que podía asemejarse a lo que uno quisiera, ya fuese un automóvil, una vivienda, un edificio con helipuerto, una pelota de fútbol o una modelo venezolana posando para Playboy: en los ingredientes residían muchos de los secretos del éxito.
Eran comunes las charlas en la panadería entre los clientes y la familia Karkoris en las que los primeros aventuraban ingredientes y los segundos, se cuidaban con las respuestas, sin dar jamás una que permitiese a los curiosos, descifrar tal o cual misterio.
El merengue rojo fuego que había dado vida al riquísimo demonio de casi un metro de altura para el cumpleaños de 18 del mayor de los Pérez García, fue todo un suceso. No solo por lo bien que combinaba con el tridente de chocolate amargo, sino porque parecía una réplica a escala.
O el glaseado de la torta del aniversario de casados de los Benvenutti, de un verde casi transparente, más parecido a la bilis de un lagarto que a una exquisitez repostera, de esas que llevan a cualquiera a abandonar dietas y promesas de no probar nada dulce.
El misterio era mayor dado que los Karkoris no llamaban a ningún proveedor de la ciudad para que les trajera las materias primas, sino que ellos iban en sus dos utilitarios a realizar las compras. En el pueblo los tenían como grandes profesionales y no pocas fueron las veces que les preguntaron por qué siendo tan buenos en lo que hacían, no probaban suerte en la ciudad.
- En la ciudad nadie valora lo artesanal. Cualquier sabor viene bien. Aquí, en el pueblo, los paladares gustan de placeres más intensos - dijo una vez la señora Karkoris nieta del primero de los Karkoris que había arribado al pueblo cinco décadas antes y abierto ese lugar, que era la perdición personificada.
Pero además de profesionales, más de una vez demostraron ser excelentes seres humanos. En ocasiones trágicas, como las inesperadas muertes de los hermanos Zimmerman, de trece y quince años, acercaron al velatorio tartas y masas finas para amenizar la triste jornada, logrando que aunque sea por momentos, las delicias lograran dejar de lado las penas.
Todos recuerdan las lágrimas de la Sra. Mannara, viuda desde entonces, cuando le anunciaron la aparición de su esposo, en realidad, del cuerpo de su esposo, en las profundidades del arroyo. Pero perdura más en el recuerdo de esa tarde gris, el enorme pastel de frambuesas con forma de corazón que los Karkoris acercaron en gesto de acompañar a la pobre mujer en tremendo instante.
Quién no querría en su pueblo tener gente así. Quién no buscaría en ciudades distantes seres humanos con esa calidad de gente, con ese talento innato, esa dedicación al trabajo, a la innovación, al placer de los demás o bien, a lograr, con lo que producen, la paz de almas atormentadas por la tragedia.
La Sra. Karkoris los ve salir de su panadería felices y entonces ella también se siente feliz. Los quieren y se sienten queridos. Cómo, entonces, no preocuparse por tenerlos contentos. Cómo no acercarles algo dulce, sabroso y tentador, para apartar las penas y aquietar los interrogantes.
Porque sabe bien, tal se lo trasmitiera su abuelo desde que tenía edad suficiente para estar en su falda, que las dudas pueden surgir en toda operatoria y que como la música calma a las fieras, la comida hace lo propio con el hombre. Y qué mejor en aquella oportunidad, que la propia sangre del Sr. Mannara para elaborar ese símil frambuesa tan sabroso, si al fin de cuentas, era el Sr. Mannara el que husmeaba a escondidas cerca de los hornos de la panadería, seguramente para robar alguna de las cotizadas recetas. O cuando los granujas adolescentes irrumpieron en la noche... nada como el sabor del miedo mezclado con harina.
Y esos mendigos en la ciudad, tan a la deriva en la vida, otra vez teniendo un objetivo dentro de la sociedad, cumpliendo un rol como ingrediente, y la ciudad, con un problema menos. Qué tan difícil podía ser lograr una armonía. Qué tan complicado era dar lo que otros querían y tomar lo que estaba de más. Dulcemente, claro. Porque para amarga, ya estaba la vida.

26 de noviembre de 2010

Siseante

Cuando en la noche la maleza sisea, hay que poner cuidado. Lo sabía el Guido, capataz del campo. Lo sabía el Cirilo, el peón que oculto tras el establo, rezaba al Tata Dios para zafar de esa.
Pero ni uno ni otro la vieron venir. Puede que la hayan escuchado, puede que no. Es probable. El viento atravesaba la llanura aquella noche y se llevaba algunos sonidos. El Guido estaba de pie cuando la vio, la escopeta aferrada con furia entre ambas manos. Casi al mismo tiempo se percató de su presencia el Cirilo, prácticamente arrodillado, oculto del capataz.
Fue un santiamén, una exhalación. Ssss. Ssss. Y clavó sus colmillos. El Guido cayó todo lo largo que era, con las órbitas de los ojos casi saliéndose de sus cuencas, apresado por el dolor. Alcanzó a divisar la sombra del Cirilo, justo donde creía que estaba escondido.
El peón lo vio caer. Pero no tuvo tiempo a nada. Ssss. Ssss. Gritó de dolor, pero fue un grito mudo, que solo resonó en su cabeza. Cayó con la boca abierta sobre la grama y las heces del ganado.
Los cuatro pares de ojos moribundos se cruzaron. El sufrimiento se había robado toda claridad. A la distancia, compartían el adiós. Lejos estaba la escopeta de las manos del Guido, que ya no volverían a disparar. A cientos de años luz se encontraba el perdón para el Cirilo, cuyas manos aún atestiguaban el rojo de la sangre de Lucía, la esposa del capataz, amante ocasional, víctima de un arrojo de locura.
Y recorriendoles las piernas, sin dejar de sisear, ellas, las centinelas del infierno, disfrutando la escena, aquella antesala de la muerte a merced de la noche, esa partida inesperada que dejaba inconclusa la venganza, el arrepentimiento o el mismísimo perdón.

23 de noviembre de 2010

El extraño comportamiento de los faisanes en días impares

En su casa del campo, Eriberto tomó nota por primera vez del extraño comportamiento de los faisanes en días impares.
La libertad con la que vivía sus días, sin ataduras de relojes y responsabilidades, posibilitaban el ejercicio de la observación. Tarea nada fácil para un sitio tan amplio, donde la atención podía ser robada por cientos de cosas o animales.
Pero el destino quiso que su vista se posara en los faisanes y aquellos sacudones de los que era testigo. Fue haciendo conjeturas, basándose en las anotaciones que garabateaba en forma casi casual con una tiza sobre un poste de madera.
Los sacudones se daban casi dos horas y a veces, tres. Solo se sacudían loas faisanes de más de seis meses de edad. Y lo más sorprendente de todo, era que sucedía día de por medio, más precisamente, los días impares.
Luego de un mes de intensa actividad de campo, con registros irrefutables, sacó su vieja Ford 100 del galpón donde guardaba las herramientas, oxidadas en su mayoría, y condujo hasta el pueblo, para hablar con el veterinario.
- Mire que está al pedo, Eriberto - le dijo el profesional, al evaluar las anotaciones que le había llevado.
No conforme con las improvisadas explicaciones del veterinario, Eriberto siguió viaje hacia la ciudad, varios kilómetros más al norte.
Las puertas de las veterinarias estaban cerradas. Era la hora de la siesta y media ciudad dormía, mientras la otra intentaba hacerlo. Pero Eriberto recordó que el municipio de la ciudad tenía una guardia veterinaria y se dirigió hasta allí.
Algo adormilado, el encargado lo recibió en un pequeño despacho, en el que un escritorio bastante antiguo compartía escena con una camilla con sábanas verdes. Se notaba que además de dormido, el hombre estaba intrigado por saber donde Eriberto llevaba el animal para hacer atender. Recién cuando éste le mostró las anotaciones y comentó su descubrimiento, es que el veterinario comenzó a sospechar que estaba soñando.
Pero quince minutos después, el hombre que había llegado en la Ford 100 aún seguía allí, exponiendo el tema de los faisanes. No era un sueño, no señor. Era real, lo que suponía ser peor.
- Hagamos una cosa, don - dijo por fin el veterinario - Llamo al INTA y vemos que me dicen.
Eriberto asintió, conforme. Observaba como el veterinario marcaba en el teléfono, haciendo gala en tanto de sus poderes de observación, potenciados en el último mes, al tomar nota mental de la cantidad de pelos que tenía en las orejas el hombre del otro lado del escritorio.
El veterinario logró establecer la comunicación. Explicó la consulta de Eriberto, le pidieron que aguardara en línea. Segundos más tarde volvía a explicar y nuevamente, lo pasaron con otro sector. Así estuvo unos diez minutos, hasta que finalmente dejaron que se explayara con el tema. El veterinario la hizo fácil y le tendió el teléfono a Eriberto.
Veinte minutos más tarde Eriberto conducía su camioneta de regreso al pueblo, conforme con la promesa del INTA de indagar más al respecto de la extraña conducta de los faisanes en los días impares.
Esa noche, en horas de la madrugada, ruidos provenientes de fuera de la casa lo sobresaltaron. Buscó rápidamente su rifle de caza y una linterna. Con seguridad eran ladrones. Se apresuró a encender la luz trasera y salió a la intemperie en calzoncillos largos y camiseta, portando la linterna en alto y el rifle bajo la axila.
Vio dos coches negros estacionados a unos treinta metros de la casa y entre el sembradío, tres sujetos de negro, avanzando hacia el lugar donde tenía los faisanes. Gritó "alto" a viva voz, pero entonces un golpe estalló en su cabeza. Forcejeó con alguien que lo tomaba por la espalda y solo pudo divisar una figura con anteojos oscuros, recortado contra la enorme luna de fondo. El grandulón que lo sostenía le dio un cabezazo, dejándolo inconsciente.
Cuando despertó, Eriberto no sabía que hacía al pie de la cama y menos, como había hecho para golpearse tan fuerte la nuca y la frente en la misma caída. Estuvo dolorido toda la mañana. Finalmente se decidió ir al dispensario del pueblo. Desde la camioneta pudo leer el cartel escrito a mano, que decía "hoy no viene el doctor". Maldijo en voz alta. Puso en marcha la Ford y enfiló para la ciudad.
Estacionó frente a hospital municipal. Por suerte no parecía haber mucha gente. Incluso el veterinario que atendía en un pequeño despacho, estaba sentado en la puerta, cebándose unos mates. Lo saludó a la pasada, con un gesto de cabeza.
- Oiga - le gritó el veterinario.
Eriberto ya estaba entrando al hospital, pero giró hacia el hombre sentado.
- Cómo le va - dijo Eriberto
- ¿Y? ¿Ya supo algo de los faisanes? - preguntó mientras se llevaba la bombilla a la boca.
- ¿De los qué? - se sorprendió Eriberto.
- ¿Cómo de los qué? ¡De los faisanes hombre! ¿Se le siguen sacudiendo?
- Pero por qué no se va un poquito a la mierda, qué barbaridad dice - replicó ofuscado Eriberto, que de inmediato entró al hospital para hacerse ver los golpes.
El veterinario quedó con el mate a medio tomar y una expresión de asombro. Cada loco con su tema, pensó, y apuró el brebaje.
Muy cerca, desde dentro de un coche oscuro, un sujeto vestido de negro había tomado nota del diálogo entre los dos hombres. Llevándose un handy a la boca murmuró:
- El veterinario algo sabe. ¿Procedemos?
Tras unos segundos de estática, otra voz respondió: "Procedan".

Y ya nunca más se volvió a hablar del tema.

20 de noviembre de 2010

Un héroe que no lo supo

Grandes hombres y mujeres han recorrido los caminos de la humanidad, dejando su huella en la historia. Como suele decirse, han forjado el destino de la raza. Sus nombres nos resultan conocidos y a muchos de ellos, los admiramos sin siquiera saber con certeza cuáles fueron sus actos.
La historia de Antonio Corrales en cambio es tan sencilla y anónima que podría escribirse en el reverso de un boleto de colectivo de línea. No obstante, es importante.
Aquella mañana, de aquel día en el que sucedió todo, salió de su casa casi dormido, como tenía por costumbre. Barrendero municipal por opción y pereza, pues se anotó para dichas tareas por estar el formulario para dicho puesto en la oficina más próxima a la entrada, buscó sus elementos de trabajo y subió al camión que lo llevaba a diario hasta sus calles.
Apenas si el sol escupía sus primeros matices por sobre los árboles y los pájaros inundaban el aire con su cantar potente y armónico. Antonio empujaba con el escobillón las hojas, que se iban apiñando en un grupo homogéneo, cada vez más grande.
Cada tanto se detenía, tomaba una pala y cargaba las hojas en ella, para luego volcarlas en el enorme contenedor que cada cuadra tenía para tal fin.
Hasta allí, un día común. Salvo un par de coches que pasaron a su lado por la calle, mientras limpiaba, el lugar era un desierto en medio de la ciudad, y las edificaciones, modernos oásis que sin embargo no llamaban su atención.
El hecho ocurrió cuando se disponía comenzar a barrer la segunda cuadra a su cargo. Un hombre dobló por la esquina, apresurado. Llevaba una bolsa negra colgada al hombro y aspecto desagradable. Antonio no supo que era lo que le llamaba la atención de ese sujeto, ni tampoco el motivo por el cual en lugar de seguir haciendo su trabajo, se quedó observándolo fijamente.
Sea como fuese, el hombre se dio cuenta que Antonio lo miraba con recelo. Bien pudo haber seguido su marcha, pero sin embargo, molesto por la forma en la que el barrendero lo observaba, bajó a la calle y lo increpó.
- Qué mirás, eh, decime. ¿Tengo monos en la cara?
El tono de voz elevado y hasta histérico no amedrantó sin embargo a Antonio Corrales. Apoyado en su escobillón, lo miró de los pies a la cabeza y con voz serena y hasta, podría aventurarse, provocativa, contestó:
- ¿A quién te comiste, piscuí?
El rostro algo nervioso del hombre del bolso colgado al hombro se contrajo en una mueca de disgusto y sin pensarlo dos veces, arrojó un puñetazo en dirección al humilde barrendero. Antonio, de habitual andar cansino, sorprendió al agresor esquivando el golpe y propinando un inesperado contraataque merced a un arma que no estaba en los planes de ninguno: el escobillón.
Un movimiento brusco y rápido hacia delante, apuntado milimétricamente entre las piernas del hombre del bolso, impactó con violencia en la denominada zona baja. El agresor cayó de rodillas, tomándose con ambas manos el lugar donde Antonio le había asestado el golpe.
Cuando parecía que la riña estaba sentenciada, el barrendero vio como el hombre, con una mano, sacaba del cinto del pantalón un pequeño revólver. No dudó. El palo del escobillón se quebró en dos al golpear con fuerza malsana en la cabeza del sujeto que pretendía atacarlo con un arma.
Fue instantáneo. El hombre quedó nmóvil dos segundos y luego cayó con el cuerpo hacia atrás, mientras de la frente un tajo provocado por una astilla del palo del escobillón dejaba escapar un hilo de sangre, que de a poco se convertía en un verdadero manantial.
Antonio, estaba sorprendido, por la situación y el desenlace.
- Mierda, creo que lo maté - dijo en voz baja, como un silbido perdido en la brisa.
El barrendero miró hacia todas las direcciones y el lugar seguía desierto. Apuró entonces su accionar. Sin dudar, tomó al hombre y lo arrojó dentro del contenedor. De inmediato buscó otro escobillón y barrió con prisa las hojas y las fue tirando encima del cuerpo, hasta cubrirlo por completo.
Cuando más tarde pasara el camión a recolectar el contenedor, el ya no estaría allí y con suerte, las hojas serían quemadas esa misma tarde en algún basural de la ciudad.
Antonio no lo sabía, pero ese hombre iba a asaltar un banco esa mañana. Sus secuaces, al no aparecer a la hora señalada, suspendieron el atraco. Todos andaban armados y en sus prontuarios contaban con varias muertes en su haber.
El barrendero se convirtió así en un héroe anónimo, un tipo que evitó un hecho delictivo e incluso, quién sabe, salvó vidas inocentes. Sin embargo la historia jamás lo dejará asentado en sus anales. Ni siquiera Antonio se enterará de lo valioso de los actos de aquella mañana.
¿Es acaso justa la vida? ¿Cuántas personas como Corrales existirán que jamás podremos admirar? Es hora de comenzar a mirar a los barrenderos con otra predisposición y no asustarnos si ellos nos observan detenidamente. Lo heroico puede suceder al cruzar la calle. Nunca se sabe.

17 de noviembre de 2010

Reír

Se reía Carlitos al oír a sus maestras decir que era malo jugar bruscamente, mientras separaban a los niños de las infantiles riñas del recreo.
Se reía Carlitos cuando algún vecino o vecina (con mayor frecuencia) lo calificaba de maleducado por no saludar cuando pasaba, de regreso de la escuela o hacer los mandados.
Se reía Carlitos cuando en televisión decían, entre noticias de robos y violaciones, que era muy malo para los chicos pasar horas y horas jugando a los videojuegos, principalmente a los de guerra y luchas.
Se reía Carlitos cuando alguna tía lo retaba vehementemente, por distraerse mientras hacía la tarea o directamente, por no tenerla ni siquiera copiada en su cuaderno de clases. Así nunca, le decían, prosperaría.
Se reía Carlitos cuando en su casa, papá le revoleaba a mamá algún objeto y ella, aturdida, contestaba con insultos. En tanto el abrazaba a su hermanita Angela, mientras la ponía a resguardo bajo la cama, para que tampoco ella terminara golpeada.
Se reía Carlitos de todo eso, para no llorar.
Para sobrevivir.
Para no pensar en otros caminos.
Se reía, por Angelita.

14 de noviembre de 2010

El olor del tiempo

Se sentía viejo, ya sin fuerzas. Otras eran las épocas en las que despertarse era sinónimo de alegría. Casi a desgano recorría la distancia entre sus aposentos y la sala mayor.
Lo fastidiaba la rutina, la falta de originalidad en sus días. Cuando era más joven, al menos tenía la osadía de aventurarse por lugares prohibidos, alimentando su necesidad de asombro.
Pero el tiempo era tirano, para unos y otros, sin ningún tipo de preferencia. Y con su paso, se lleva todo, absolutamente todo.
Por los amplios ventanales del caserón divisaba lejana la noche, con su manto lúgubre enalteciéndola, como la recordaba desde siempre. El aire fresco penetraba con fuerza, traspasándolo.
Sentía en el aire el olor a los campos de lavanda que rodeaban el lugar. Era el aroma de la pena, el que se respiraba cada despertar y a toda hora, el que le recordaba sus años. Era el puñal diario de saberse preso de sus días.
En aquel lugar, a pesar de la oscuridad, se movía sin problemas. Sus pasos retumbaban sobre la madera y eso estaba bien. Ese sonido lo devolvió a la realidad, alejándolo de la ensoñación, del recuerdo nefasto de aquel pasado añorado.
Se miró, de cuerpo completo. Era cierto, estaba avejentado. Pero no por ello había perdido el don de hacer lo que mejor sabía hacer, lo que en realidad, era lo único que sabía hacer.
Y entonces, como buen fantasma que creía ser, subió al primer piso a horrorizar a los sufridos habitantes de la mansión.

11 de noviembre de 2010

El día de mañana

El día baña de luz las profundidades: es la señal.
Como cucarachas, abandonan sus escondites nocturnos.
Caminan torpemente, se topan entre si y gruñen como bestias; algunos se dañan.
Son figuras humanas, pero sus rostros son el reflejo de la muerte, del horror.
Avanzan en dirección sur, como un rebaño.
Algunos caen en la ruta, barriendo con el cuerpo fulminado el polvo, convirtiéndose en algo más del paisaje.
Nadie encabeza la marcha, es un andar desprolijo, como una manada sin pastor.
Los buitres vuelan bajos e intentan descensos rapaces a los rostros de esos seres, que se defienden con manotazos y gruñidos al aire.
El sol no tiene piedad con esos cuerpos y brilla con violencia desde lo alto.
El sudor empapa a los andantes, la muerte sucumbe a su paso.
Para la tarde, un pequeño pueblo aparece en lo alto de una colina.
Los caminantes transitan sus calles, pero no se detienen, ni siquiera se preocupan por saber si hay gente en las viviendas. Quizá ya saben la respuesta.
La marcha los devuelve al desierto.
Pasan entre tanques y vehículos del ejército, abandonados para siempre bajo el cielo del mundo.
A lo lejos divisan otro rebaño de seres torpes, como si un espejo los reflejara. Salvo que no es un espejo.
Se miran con furia, con instinto de supervivencia.
Se lanzan al combate, unos contra otros; sus brazos se transforman en armas, arrancan ojos, quiebran brazos, rompen costillas.
El desierto es ahora un mar de sangre, el sol ante el horror comienza a retroceder
Los sobrevivientes, siguen su camino, hacia el horizonte.
Comienza a anochecer en el medio de la nada de aquel futuro espantoso.
Los seres torpes buscan refugio.
Saben que el sol los vendrá a buscar luego.
Para seguir caminando.
Para seguir existiendo.

8 de noviembre de 2010

La cola del diablo

Quisiera que todos me escuchen, dijo Evaristo tras hacer tintinear la copa que segundos antes contenía el más delicioso champagne del restaurant. Había pronunciado las palabras con un suave tono de voz, pero a la vez severo, que hizo que los comensales invitados a su fiesta de cumpleaños número sesenta dirigieran las miradas hacia la mesa más cercana al escenario, es decir, la que él ocupaba.
Evaristo se había puesto de pie, dejando ver de cuerpo completo sus dos metros de altura, aquella estampa que tanto había intimidado a maleantes y criminales durante años. Aquel hombre, de semblante recio y justo, era respetado como un digno representante de la ley. Para algunos, era tan solo un tipo de pocas pulgas que había encontrado la profesión justa.
Las cinco palabras aún resonaban en los oídos de los presentes. Los ojos interrogadores iban y venían, de mesa en mesa, y la pregunta colectiva se elevaba como un fantasma que nadie podía ver, pero todos percibían. La duda, la intriga, iba ganando el lugar. Hasta el aire parecía contenido, casi en un rictus de letargo, quebrado por un rayo que nadie había visto caer.
Un cubierto rozando un plato rompió el silencio, y luego un par de carraspeos intentaron darle naturalidad al momento. Sin embargo allí estaba Evaristo, de pie ante su mesa, tras haber pedido la atención de todos. Los rostros reflejaban incertidumbre por lo que el gran hombre pudiera decir, podía leerse en los gestos angustiados, casi al borde del pánico.
Entonces, el hombre, allí parado, con la copa en la mano, dijo:
- Pueden estar tranquilos aquellos honrados, pero comiencen a temer los que se han desviado en sus acciones y tienen algo que esconder. Desde mañana, haré que la ley se cumpla y que la tierra tiemble bajo los pies de quiénes se rían de ella.
Hubo un silencio, casi espectral, de la misma magnitud de una bomba atómica. Luego, con una timidez que enraizaba el miedo latente, surgieron unos aplausos, dubitativos primero, que luego, casi en un reflejo de supervivencia, se convirtieron en una cascada de palmas.
Evaristo aguardó paciente que el ruido cesara, sin siquiera mover un ápice su cuerpo. Barrió con la vista la sala presente y se sirvió otra vez en la copa, pero siempre de pie. La levantó en señal de brindis.
- Y que se corra la voz. ¡Chin chin!
Los presentes apuraron a levantar sus copas, como si eso los hiciese cómplices de la ley, aventurados amigos de la honestidad. Hubo quienes derramaron el líquido y otros que notaron recién con la copa al aire que la misma estaba vacía.
Evaristo sonrió sin demostrarlo, saboreando el momento, el instante preciso en el que la verdad arrasó con el desfachatado disfraz de la hipocresía. No es difícil ver la cola del diablo bajo el traje de santo. Sobretodo si uno hace el esfuerzo por mirar y ver, como Evaristo, el tipo de pocas pulgas que era respetado como un duro de la ley.

5 de noviembre de 2010

La mudanza

Primero embaló las cosas más pequeñas y las metió en cajas. Luego colocó en bolsas sus ropas. Subió todo a una camioneta y las llevó hasta su nuevo departamento.
Llegó el turno de los aparatos electrónicos. Televisor, heladera, lavarropas fueron los más complicados. Los más pequeños los metió dentro de las cajas que había utilizado para los platos y vasos. Subió todo a la camioneta y los llevó al nuevo piso.
Luego fue el mobiliario. Cama, armarios, alacena, mesas, sillas y varias repisas. Esta vez necesitó de muchos viajes.
Para el final dejó sus herramientas de trabajo. La .45, el cuchillo de mango plateado, las sogas, las cintas adhesivas, la escopeta de caño recortado, las cajas de explosivos.
Pero antes de cargar todo en el vehículo, golpeó la puerta del departamento del conserje, le asestó dos tiros con el silenciador puesto en su arma de fuego y luego si, dejó atrás su viejo hogar, tranquilo que nadie pudiese indicar hacia dónde había ido.

2 de noviembre de 2010

El estadístico

Obsesivo, el adjetivo que definía a la perfección a Guillermo. Una persona que con la sola apariencia, ahuyentaba a otros. Cabellera frondosa y despeinada, barba de varios días, pantalones siempre desabrochados, camisa mitad dentro del pantalón mitad afuera, ojotas, las manos sucias de tinta de periódicos y un aire de superioridad que pocos soportaban, lo retrataban a diario, mientras carpetas en mano caminaba por los pasillos del cuarto piso, el correspondiente al área de estadísticas.
Es que Guillermo era un estadístico formidable, pero un ser humano que dejaba mucho que desear. Al menos, en lo que a relaciones se refería. Pocas veces saludaba a alguien, si tenía que empujar en su paso a un compañero de trabajo lo hacía, no era solidario, no hacía favores y tampoco comía junto al resto de los que trabajaban en la empresa.
Llegaba puntualmente a las ocho de la mañana y se iba a las cinco de la tarde, ni un segundo más, ni uno menos. Su trabajo era impecable. Llevaba las estadísticas de forma notable. No había registro con error alguno ni dato estadístico omitido.
Su figura desaliñada se compenetraba en su trabajo como ningún otro lo hacía. Su tarea era la de recolectar datos de los periódicos y elaborar estadísticas de consumo según las publicidades y noticias, además de relevar la cantidad de informaciones según temas, el número de veces que se mencionaban a políticos, deportistas, artistas, para luego proyectar tendencias que aprovecharían otras áreas de la compañía.
Repasaba cada dato al menos diez veces y llevaba en su memoria cada número recolectado. Era capaz de citar estadísticas de cualquier día, sobre cualquier tema, en cualquier momento. El ostracismo en el que se sumergía durante el trabajo hacía que nadie pudiera comprender cómo lograba tal capacidad y en todo caso, cómo poder emularlo.
En contrapartida, lo dicho. Esa fama de mal tipo que se había forjado, que hacía de su nombre una mala palabra, al menos entre sus compañeros. Cuando alguna discusión lo alcanzaba recurría a una táctica: informaba el número de personas que según las cronológicas habían muerto en los últimos diez años con el mismo apellido de quién lo estaba peleando. Y no conformándose con eso, citaba los nombres. Las estadísticas (y el sabía) le auguraban que alguno de los nombrados, sería pariente de la persona con la que discutía. Lograba así asestar un golpe bajo y acomodar la situación a su favor.
Varias veces quisieron golpearlo por llegar a estas artimañas, pero entonces enumeraba de memoria los casos en los que empleados habían sido despedidos por utilizar la violencia contra un compañero de trabajo y lograba que desistieran de lincharlo.
La convivencia con Guillermo no era la óptima, pero a los jefes, que no tenían trato, esto no le importaba. Incluso, debido al excelente trabajo del hombre, ni siquiera oían los reclamos del resto.
Fue así que la bronca de algunos se fue acumulando, al punto de estallar cierta tarde, tras un cruce de palabras entre Guillermo y un cadete de otro piso que había bajado en busca de unas carpetas con datos del año anterior.
El estadístico fue tomado de los hombros y entre varios, llevados hasta el balcón del cuarto piso. Dos compañeros lo sujetaron de las piernas y lo pusieron cabeza abajo. Guillermo colgaba en el aire, con el suelo, cuatro pisos más abajo, como única posibilidad de aterrizaje en caso que lo soltaran.
Uno de sus compañeros lo increpó:
- ¿Y entonces Guillermo? Estadísticamente... ¿cuántos sobreviven a una caída así?
A pesar de estar colgando, la voz de Guillermo sonó tranquila, casi parsimoniosa.
- Tengo un alto porcentaje de posibilidades de sobrevivir. En los últimos veinte años se han cometido ciento cincuenta y dos asesinatos con esta modalidad en el país, de un total trescientos veinte intentos confirmados por la policía. De los más de cien sobrevivientes, cincuenta y uno se vengaron de sus verdugos, de los cuales treinta y tres perecieron en esas venganzas. De ese total, solo dos fueron arrestados. El resto logró escapar de la cárcel. Es decir, que en caso de soltarme, tengo muchas chances de sufrir solo lesiones óseas, lo que me dará bastante tiempo de planear la venganza en un hospital, para luego perpetrarla con comodidad tras la rehabilitación.
Los hombres vacilaron y se dieron cuenta que estaban haciendo una estupidez. Bajaron a Guillermo y se retiraron a sus puestos de trabajos, entre avergonzados y masticando bronca.
El estadístico los observó alejarse y sonrió perversamente. No existía en el mundo mayor poder de persuasión que las estadísticas. Con ellas, podía hacer lo que quisiera. Y muy seguro de si mismo, volvió a su oficina, mientras en su mente iba sumando un nuevo dígito a las discusiones ganadas frente a sus compañeros de trabajo.