Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

www.OLVIDADOS.com.ar - Avila + Netomancia

31 de enero de 2022

Ausencia (ilustrado por Esteban Porrini)

Cuando al viejo Anselmo dejamos de verlo por el barrio sospechamos que se había ido a vivir a otra parte. Porque el viejo siempre renegaba de la ciudad, del clima de la zona, de los malditos inspectores que no lo dejaban trabajar en paz.

Su figura encorvada, mal vestida, de paso cansino, empujando siempre el mismo carro de enormes ruedas de metal oxidadas, era una imagen habitual en nuestras calles. Y su silbido, tan particular, cruce de jilguero y pato atragantado, era un sonido que nos hacía saber que rondaba cerca.

Y a pesar de estar siempre refunfuñando, lo queríamos. Escuchábamos cómo despotricaba y se quejaba de absolutamente todo, mientras le acercábamos cartones, que tan rápido como los recibía los arrojaba dentro del carro, y muchas veces, comida o algo de dinero.

El viejo jamás te daba las gracias. Al menos no con palabras. Pero la veías implícita en la forma en que sus ojos te miraban. Y qué mejor agradecimiento que aquel que te devuelve un brillo tan genuino.

Su piel tenía el color cobrizo que los años expuestos al sol habían tatuado para siempre. El cabello ralo y escaso parecía flotar de formas extrañas. Era blanco como la barba, aunque ésta algo amarillenta alrededor de la boca, a causa del tabaco que jamás le veíamos fumar, pero que evidentemente lo acompañaba en los momentos que nos eran ajenos.

Porque, pensándolo bien, de Anselmo conocíamos poco y nada. A veces arrancaba a contar algo personal, de una hija o de un hijo, alejado, cómo él decía, pero luego callaba abruptamente y se perdía en sus cartones, como si la mirada férrea en el corrugado le devolviese los pies al presente, a su realidad, a la inequívoca certeza de que lo pasado pisado y sin más, cambiaba de tema, o arrancaba a quejarse de algo que le había pasado la noche anterior.

Sabíamos que se llamaba Anselmo, que vivía en el otro extremo de la ciudad, cerca de las vías (o lo suponíamos, porque las quejas del tren que ya no pasaba eran muy seguidas) y que juntaba cartones. Algunos aseguraban que estaba casado, otro que era viudo, que tenía hijos, que en realidad eran sobrinos, que lo inventaba todo, que había sido carnicero, que jugador de fútbol, que era uruguayo… sabíamos mucho de nada.

Teníamos, sin embargo, la tranquilidad de verlo. Y digo tranquilidad, porque su imagen yendo y viniendo, nos daba eso. La seguridad de que los días transcurrían, de que la vida iba hacia delante, y que Anselmo pasaba silbando a su manera, como una señal de que las cosas marchaban bien, de la misma manera que el sol salía cada mañana y la noche caía después del atardecer.

La sospecha de su mudanza nos duró poco, porque en breve comenzamos a tejer hipótesis sobre su salud. ¿Y si le había pasado algo? ¿Alguien había notado algo? ¿Había comentado con alguno si se sentía mal? Nos cruzábamos en las esquinas con los semblantes preocupados.

A los pocos días el malestar se hizo general. Éramos dueños de tantas teorías y ninguna certeza que la angustia nos carcomía por dentro y nos desfiguraba por fuera. Nuestros pensamientos giraban en torno al viejo. A tal punto, que estando varios en el almacén de Carlota, decidimos hacer una reunión barrial en la plaza el sábado siguiente.

No faltó nadie, ni siquiera Higinio, que era sordo, pero que igual se había acercado con una silla de respaldo de mimbre, para no perderse nada de lo que pasaba.

Hablamos todos, mostrando preocupación, tratando de recordar, interrogándonos unos a otros, buscando de hacer memoria sobre quién y cuándo lo había visto por última vez. Que Pedro en la esquina de su casa, que Elvira cerca de la escuela, que Fulano allá, que Mengano acá. No había manera de ponernos de acuerdo. Ni siquiera del día. Porque había veces que pasaba silbando a diario, y otras, que espaciaba sus visitas día por medio. ¿Y entonces, dónde iba cuando no venía? ¿Dónde ocupaba su tiempo? ¿Cómo es que no lo sabíamos? Nos sentimos culpables de esa ignorancia. Nos pusimos melancólicos y comenzamos a narrar anécdotas o encuentros con el viejo.

Una historia tras otra, algunas más felices, otras más tristes, nos empezamos a relajar, a sonreír, a soltar una lágrima. De alguna manera, nos sentimos mancomunados. Estábamos todo allí, en torno a un mismo recuerdo. Don Anselmo nos enlazaba a todos. Nos hacía fuertes, de la misma manera que la incertidumbre por su ausencia nos quebraba de un solo cachetazo.

¿Era acaso el viejo tan solo un simple cartonero renegado que silbaba mal? ¿O se había convertido en un corazón que bombeaba una energía invisible en nuestras vidas?

Nos pusimos en campaña para ubicarlo. Llamamos a hospitales, clínicas, refugios, centros comunales, recorrimos la zona en auto, bicicleta, a pie. Pusimos carteles en los postes de la luz. Fuera de nuestro barrio, nadie conocía a Don Anselmo. Ni siquiera en la zona de las vías. Visitamos basureros, centros de reciclaje de cartón. Hablamos con otros cartoneros. Ninguno reconocía la descripción que hacíamos del viejo. Caímos en la cuenta, tarde, que no teníamos una sola fotografía de él para mostrar. Nadie en el barrio lo había fotografiado jamás.

Durante meses buscamos inútilmente. Solo nos reconfortábamos al hablar de él, de los recuerdos que nos traía evocarlo. Le hicimos una placa en granito que colocamos en la plaza con la esperanza de que algún día volviera y se alegrara al verla.  Algunos dejaban flores durante las noches. El insomnio nos encontraba merodeando por las calles, perdidos, mirando el horizonte, las esquinas, creyendo escuchar el silbido que no era, viendo siluetas de un viejo tirando un carro que no eran otra cosa que sombras proyectadas por árboles morbosos que jugaban con nuestros deseos.

Nos resignamos a perderlo, a dejarlo ir. A entender que su ausencia dejaba al descubierto necesidades que hasta entonces no habíamos tenido en cuenta. Desde entonces los vecinos estamos más unidos que antes. Como si fuéramos una gran familia. Es extraño, pero todo sucedió a partir de la pérdida de esa presencia cotidiana en nuestras calles.

Cada tanto, alguien se atreve a preguntar en voz alta lo que otras personas pensamos, si es que acaso Don Anselmo realmente existió, si no fue acaso producto de una imaginación, un fantasma colectivo difícil de explicar.

La placa con su nombre en la plaza tiene flores frescas todos los días. Y no es extraño creer escuchar su silbido a lo lejos, aunque termine siendo siempre otra cosa. Cientos de veces hemos corrido a la vereda con el corazón en la boca, para encontrarnos con la calle vacía. Pero al darnos vuelta, vemos a otros repitiendo nuestros gestos, con esa esperanza latente en los ojos. Y nos reconocemos, sonreímos y volvemos a lo nuestro. Pero alegres, felices. Porque, aunque no lo vemos, Don Anselmo sigue estando. Es parte de uno. De todos.


Ilustraciones de Esteban Porrini