Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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30 de mayo de 2009

La pena máxima

(dedicado a don Oso, que jugando con los finales de sus amigos blogueros para una historia en común, me dio las pautas para este relato)

Quizás en algún momento de nuestras vidas, todos estemos destinados a tener la oportunidad de alcanzar, de un modo u otro, la gloria, el éxito, el objetivo máximo alguna vez soñado.
Quizás esa oportunidad nunca sea distinguida entre muchas otras, yaciendo así en el anonimato, en el olvido silencioso.
Pero esa tarde de domingo, Miguel creyó ser dueño de ella. Una oportunidad que, no podía negar, ansiaba desde hacía mucho tiempo. La que había soñado un año atrás, cuando a pesar de sus treinta y largos y de no jugar al fútbol desde una década atrás, la dirigencia del club de su pueblo lo fue a buscar al taller mecánico donde un primo suyo lo había empleado a medio tiempo.
Había pensado entonces que era la ocasión para demostrarle a todos que aún estaba a tiempo de ser la promesa que muchos habían creido imaginar cuando de pequeño lo veían acariciar la pelota en los potreros del pueblo. Y podía ser al fin, el ídolo que alguna vez soñó. Ese ídolo de gambeta y gol que jamás llegó a ser, viendo de joven morir su ilusión.
Y fue en el taller, que con las manos engrasadas, apretó firme la mano tendida por los dirigentes y dijo si, al tiempo que sonreía por primera vez en más de diez años.
Desde entonces fue consciente que en el pueblo se iba a hablar y mucho. No esperaba sentir el calor de la gente y menos, el aliento de la hinchada. Pero se había prometido ganarse a todos jugando, haciendo lo mejor que sabía hacer. Quizás, lo único que sabía hacer.
Fue un buen año, no lo dudaba. Difícil, pero bueno. Había hecho oído sordos a los insultos. Había minimizado la indiferencia de sus compañeros. En la cancha, había dejado todo, sin que le pesaran los años, ni el pasado. Por momentos fue muy duro, triste, pero no claudicó, no le dio el gusto a los que querían verlo caer otra vez. Y se mantuvo de pie, jugando y bien.
Tan bien, que llegaron a la final de la liga regional, a esa tarde de domingo que soñaba con enmarcar de gloria y de la cual asirse para dejar atrás el pasado; esa salida ahnelante del suplicio diario, de la condena pública.
Creía haberlo pagado. Diez años en la cárcel, se decía, habían sido suficientes. Pero para el resto del pueblo, no parecían serlos. Esa tarde podía ser la respuesta.
La gran final del torneo había pintado de alegría el pueblo y hasta algunos se animaban a corear su nombre, los menos, claro. El momento del pitido inicial, los cánticos, los intentos iniciles para llegar al otro arco, los primeros sustos ante la llegada de los delanteros rivales, las piernas fuertes que se sabían no iban a faltar... todo se fue dando tan rápidamente, que no pudo pensar en otra cosa que correr y meter. Partido bravo, jodido, donde todos ponían hasta la última pizca de alma. Iban y venían. Los gritos desde las tribunas se fundían al unísono y nadie reconocía para quién iba el aliento o el insulto. Era una batalla con la lluvia de balas rociándolo todo, donde el pasar de los minutos aumentaba la tensión y desgastaba a lo protagonistas, llevándolos al estado exhausto en el que se encontraban, jugando ya no con los músculos, sino con el corazón, el temple.
Y allí estaba él, esperando de espaldas el balón, en el área grande rival. Allí estaba esperando el pase, observando de reojo al central de melena recogida que no le perdía pisada. Y vio venir la pelota, como una amante en un reencuentro, corriendo descontrolada, perdida por la pasión. Pero él no se obnubiló e intuyendo la pierna del rival, no detuvo el balón, sino que no dejó correr para así, de imprevisto, girar la cadera y quedar de frente al arco. Y lo que suponía que pasaría, pasó. La pierna del rival enganchó la suya y lo hizo caer. Penal.
Alboroto, quejas, empujones. Griteríos desde afuera. Pero nadie se acercó a levantarlo. Vio todo desde el piso. El árbitro marcando el punto penal, los rivales corriendo hacia la figura de negro y las expresiones felices en los rostros de sus compañeros. El referí sacó una roja al aire, pero no le importó saber a quién correspondía. Ya tenía la pelota en su poder y se había ubicado en el punto del penal. Nadie le sacaría ese tiro.
El árbitro se le acercó y le dijo que era la última bola en juego, que se pateaba y se terminaba. Hasta entonces no se había percatado que habían pasado los noventa minutos. Si no la metía, la copa quedaba en poder del rival. Derecho obtenido por haber terminado mejor ubicado en la fase regular. Estupideces reglamentarias que a la hora del festejo, solo servían de excusas para los que perdían.
La oportunidad que había soñado, estaba allí. Se respiraba la tensión, hasta hacía daño el silencio proveniente de cada lado. El ídolo caído en desgracia llegaba del olvido para alcanzar la gloria. Un remate lo separaba del pasado oscuro al presente radiante. Si hasta podía adelantarse al ruido imperceptible de la red al golpear la pelota, ese chasquido mágico, tan ténue como fugaz, pero tan conciso y doloroso para el oído de todo guardameta.
La última mirada al juez, la concentración en la meta rival. Las manos a la cintura, el porte de un caballero a punto de salir a batalla, de cabalgar hacia las colinas y batirse a duelo contra el ayer. El instante preciso del silbatazo. El momento de correr y patear. Y de repente, su imagen entre las demás imágenes. Su rostro, entre los demás rostros. Ah crueldad, por qué. Su rostro, su inmaculado rostro. Esa belleza sin precio, esos ojos de perla, esos rizos que me estremecen aún en sueños. Esa nariz perfecta, sus pómulos altos, su sonrisa infantil. Oh crueldad, por qué.
Su mirada lo atraviesa, lo deja sin defensas mientras corre al balón. La ve a ella y a nadie más. Ni a nada más. La pierna se extiende y golpea, pero lo hace sin convicción, y la pelota sube y sube y se pierde por lo alto, muy por encima del travesaño, como viajando hacia las nubes, para nunca más volver.
Siente gritos de fondo, insultos por doquier, reproches, el sonido del alambrado retorciéndose. Pero no quiere mirar, aunque ya su rostro entrañable cubre por completo la oscuridad detrás de sus párpados y todo su ser se estremece en llanto, no por el penal errado ni la proximidad del dolor físico a manos de hinchas desbordados que escucha, están rompiendo el alambrado para saltar al campo de juego, sino por ella. Ese rostro al que le corresponde un nombre. Su Laura amada. La misma que una década atrás asesinara a golpes, en un rapto de celos y locura. La misma por la cual purgara una condena que no terminó al salir de la cárcel.
Ese rostro que creyó en vano dejar atrás, pero que vuelve cada noche, a cada momento, reclamando justicia. Ese fantasma que no duerme ni descansa y que le hace compañía desde que se despierta hasta que se acuesta. Ese espectro que jamás olvidará y no dejará que se olvide.
Laura jamás se iría y ni siquiera el suicidio lo salvaría del sufrimiento. Su fracaso, era el triunfo de ella. Ciego había sido en no reconocer en ella, el verdadero triunfo de su vida. Y no solo eso, sino que además, la había matado.
Al sentir los primeros golpes en su cuerpo, esas patadas furiosas de los hinchas enardecidos, no supo discernir con claridad si eran producto de ese tiro mal ejecutado o bien, eran los golpes que mucha gente quiso alguna vez propinarle por la barbarie cometida y jamás pudieron dar.
En cualquiera de los casos, estaba bien.

24 de mayo de 2009

La búsqueda

Sabe que ha conseguido un jarrón muy especial. Lo ha pagado caro, pero era el precio que debía tener. No se trataba de un jarrón como cualquier otro. No solo por el hecho de haberlo buscado durante los últimos veinte años, en los cuales había recorrido cientos de ciudades de todo el mundo y visitado los tugurios más peligrosos e impensados para dar con él.
Desde pequeño su madre le había contado la historia fantástica de ese jarrón y a él le había fascinado. Y le había revelado el secreto: dentro, estaba el tesoro más hermoso, la cosa más bella que hubiese pisado la Tierra en toda su existencia.
Ese jarrón, le dijo su madre, había estado en la familia desde hacía muchos años, pero su posesión significaba dolor, o lo que su mamá llamaba "el regreso de recuerdos que devastan y no dejan dormir". Lo había cedido, pero nunca alcanzó a decirle a quién. Cuándo una vez se lo mencionó a su abuelo, dejó caer una lágrima y le dijo que nunca volviera a hablarle de dicho jarrón.
Fue entonces cuando se propuso, una vez que fuese joven y fuerte, no descansar hasta encontrarlo. Y juró en aquel momento, no titubear ni un solo instante en su búsqueda y conseguirlo, a cualquier precio.
Y así fue que, finalmente, tras seguir una pista que había obtenido en las catacumbas de Venecia tres años atrás, dio con el jarrón en la esquina de su casa, en el viejo almacén de don Manolo, el tío de su mamá.
No podía creer cuando lo vió. Don Manolo lo tenía arriba de la heladera de los lácteos, juntando telarañas. Le preguntó a cuánto se lo dejaba. Don Manolo le dijo que no estaba en venta. El insistió, Manolo volvió a declinar. Se dijo que no se se daría por vencido, y se lo hizo saber al avejentado tío de su mamá. Manolo dijo que por nada del mundo se lo daría, que jamás comprendería la importancia de ese jarrón. Que se lo compro, que no se lo vendo. Que lo llevo, que lo deja ahí. Que si, que no. Que tengo una pistola, que tengo una escopeta. Que disparo, que yo también. Pum, pum. El viejó erró y murió.
Está corriendo, en busca de su auto. Debe escapar antes que llegue la policía. Sabe que ha conseguido un jarrón muy especial. Lo ha pagado caro, pero era el precio que debía tener. Mientras avanza por la carretera intenta resistirse, se dice que debe mirar el contenido solo cuando llegue a un lugar seguro. Pero la tentación es muy grande. Y mira. El corazón se le paraliza y comprende, tarde, muy tarde.
Dentro solo hay cenizas y una nota: "Amelia, querida esposa y madre".

22 de mayo de 2009

Pensamientos de un hombre que desea que la muerte llegue pronto

¿Cuándo claudica el hombre? ¿Cuál es el límite por soportar?
Las preguntan rondan en su mente con una inconsciencia encubierta, mientras por la ventana observa el paso de las nubes que presagian una tormenta. Es llamativo como las formas que gana el cielo ante el espectáculo del cual son testigos sus irritados ojos insisten en hacerlo viajar a recuerdos remotos, de cuando jugaba tirado en la tierra ensuciándose las rodillas, sin tener en cuenta el día de la semana , sin saber que marcaban esas agujas en el reloj ni preocupándose si alguien le decía algo hiriente, porque en definitiva, era el idioma de todos los niños.
El viaje atrás lo consume, lo revuelve interiormente. Se da cuenta que el dolor aflora cuando las lágrimas le mojan las manos, apoyadas sobre las piernas bien apretadas. Y se da cuenta además que hace rato que está llorando. Hace tiempo que comprendió que también hay llantos sin lágrimas, que son silenciosos y arden por dentro. Son llantos que se amontonan, se juntan como en una represa y el día que ésta se abre, fluye una cascada de insostenible pesar.
Si pudiera, dejaría de respirar en ese instante. Siente como la agitación del pecho lo domina, como se infla para luego desinflarse sin poder tomar control de la situación. Quiere detener todo, quiere decir basta, quiere creer que aún hay cosas en las que creer, que el amor volverá, que no quedará solo, que será querido otra vez
Se desploma sin caerse, se desmorona mentalmente, cruza esa línea entre la realidad y la locura, para después volver y no tener la certeza de haber vuelto de verdad. Se siente confuso, aturdido, defraudado. La resignación ya ha remitido, queda la angustia, el resabio de la amargura.
Pero sigue en la cama, sentado de frente a la ventana. Las nubes siguen su curso, ajenas a su presencia y el cree tener entonces algunas respuestas, que sin sentido van cobrando forma desafiando el caos de sus ideas.
¿Es cuando ya no quedan puertas por abrir, caminos por recorrer, miradas por conocer, amores que corresponder...?
Pero la respuesta es distinta cada vez. No hay una sola respuesta, como no hay una sola causa por la cual la vida no es la que desea. Los sentimientos apuñalados yacen en un cajón, a la espera del resto de su ser. Y lo sabe. Es una de las pocas cosas de las que puede estar seguro de saber. Que desea morir. Lo anhela con todo el alma. Se ha formulado esa palabra en su cabeza un millón de veces, ha estudiado sus ocho letras con tanto detenimiento que podría jurar conocer su substancia. Y juega con ella como si fuese un dado, una ruleta rusa, un maldito boleto de lotería. Pero no culpa al azar por no dictar sentencia, sino a su propia voluntad, aún engañada por los fantasmas de la vida, aquellos que le susurran en los momentos aciagos convenciéndolo de que aún hay motivos por los cuales vale la pena sobrevivir.
Entonces las voces en su cabeza se elevan en eterna discusión, algunas murmullan secretos, recuerdos escondidos por vergüenza, otras reclaman partir, otras quedarse; algunas alegan ya no sentir, otras ya no amar; se escuchan pedidos de auxilio, socorros no correspondidos, preguntas sin contestar, respuestas de preguntas jamás formuladas. Las voces se entrelazan una a otra, el aturdimiento llega a su climax, la cabeza estalla de dolor, de horror, de temor.
En cuando las voces se vuelven una, la definitiva. Esa que traerá la decisión, que marcará el destino y demarcará el futuro. Al menos, por un tiempo.
Pero nunca, jamás, todas las voces suelen acallarse. Y por más que se silencian, quedan allí latentes, en alguna parte, a merced del miedo, de la impotencia, del dolor, de la pena. Aguardando para un nuevo veredicto.
Hoy dijeron que no. Y la vida, entonces, sigue. Con sus sinsabores, sus esporádicas alegrías, sus ilusiones sin fin, el deseo de que todo cambie, de que el sol brille siempre y las cálidas caricias sean cosa de todos los días.
Hoy las voces le dieron otra oportunidad.
Verá que hacer con ella.

20 de mayo de 2009

A nadie le importó

El ídolo cayó en desgracia la tarde en que se descubrió su relación con aquella mujer que había sido arrestada por tráfico de drogas.
No sirvieron las explicaciones, la prensa lo condenó y la opinión pública lo envió al olvido. Nadie lo oyó suplicar indulgencia ni lo vieron llorar a escondidas en los bares de su barrio.
Se internó en la bebida y se marginó del día. Así vivió sus horas, sin las mieles de la gloria ni las sonrisas del éxito.
Murió entre lágrimas, no por la idolatría perdida, sino por su madre condenada. Pero a nadie le importó.

18 de mayo de 2009

Los niños de la Misericordia

No todos los juegos son peligrosos, pero el que nosotros jugábamos si lo era. Éramos niños y no lo sabíamos. Aunque no podemos echarle toda la culpa a la edad.
Teníamos doce años, algunos pocos once. Nos unía no solo la infancia, sino también el colegio. Éramos alumnos del Hermanos de la Misericordia, un recinto de estudio privado dirigido por monjas. Se imponía el respeto, el silencio, la religión. Se nos inculcaba la Biblia, el perdón, la piedad, aunque no siempre importaba el orden de los mismos.
Sin embargo nos quitaban la libertad, la personalidad, el temor a equivocarnos. Existía mucha rigurosidad y eso, principalmente, nos llevó a hacer lo que hicimos. A jugar el juego que nos condenaría.
Uno de nuestros profesores era particularmente malvado. En el sentido de exponernos en ridículo ante la menor falta o error. No hacía distinciones. Todos, en mayor o menor medida, habíamos caído en sus garras. Le teníamos odio, pero ante todo, terror.
No recuerdo quién lo propuso, si recuerdo cómo era la tarde: gris, el viento soplaba fuerte y el sonido se confundía con las voces, haciéndolo todo más subrealista, más lejano de nuestra edad. Pues de lo que hablábamos no condecía con lo que éramos: niños.
Aceptamos sin vacilar, sabiendo que todo lo que nos habían enseñado quedaba atrás. Pactamos con las miradas, sabiendo que el silencio sería nuestro lazo y el tiempo, nuestro peor amigo.
Fue tras el tercer recreo, al comienzo de su clase. Cerramos la puerta y todo sucedió. Nadie se repartiría las culpas. Cuando tocaron el timbre de salida, formamos como siempre y salimos en silencio al patio, en pulcra hilera, con paso sereno, cargando las mochilas en las espaldas como la cruz que realmente representaban.
Asistimos al discurso de cada tarde de la hermana Esther. Vimos como la bandera descendía en una desigual lucha con el viento. Agradecimos en silencio el permiso para partir a nuestros hogares. Y nos fuimos, cada cual siguiendo su camino, sabiendo que ya nada sería igual y sin olvidar que volveríamos al día siguiente.
Lo que vino después era de esperar. Los directivos nos anunciaron que el profesor que tanto odiábamos había desaparecido, que no nos preocupáramos ante los rumores que corrían, que seguramente estaría bien, que aparecería... y sabíamos que no sería así, pero nadie habló. Dejamos que la policía buscara, que pasaran los días primero, luego las semanas, los meses... un día anunciaron que la búsqueda había llegado a su fin y al no haberse encontrado rastro alguno, se lo había declarado oficialmente como desaparecido. Supimos que unos años después, lo declararon como correspondía, oficialmente muerto.
Nunca dejamos de mirarnos a los ojos, sin embargo ahora distinguíamos las ojeras debajo de ellos. Muchos no conciliamos el sueño durante largo tiempo. Los más duros nos hicieron creer que si, pero sabíamos la verdad. Todos la sabíamos. Los veinticinco que éramos.
Hemos crecido, hecho nuestras vidas pero jamás pudimos olvidar. Jugábamos a juegos peligrosos, vaya que si. Si quisiera buscar un motivo, una razón exacta, podría alegar en mi defensa que debido al paso del tiempo he olvidado las causas, pero eso no es defensa alguna, más bien tonta justificación.
Cómo olvidar el macabro plan, las certeras apreciaciones sobre nuestros mayores. Cómo dejar atrás tantas meditaciones a oscuras, cuando la noche tejía punto a punto mis pesadillas. Esa tarde salimos del colegio con rostros inocentes y corazones manchados.
Cargábamos nuestras mochilas orgullosos, llevando cada uno, una parte del difunto. Habíamos rebanado el cuerpo en pedazos, dejando escurrir la sangre entre los tablones de madera del piso del antiguo salón. Cada uno puso en su mochila una parte de su pacto de sangre. Una parte de la maldición.
Salimos como si nada, porque quién puede imaginarse algo así. Nosotros sabíamos que nadie. Y sabíamos algo más. Qué ningún padre nos revisaría las mochilas y que lo que guardásemos en ellas, estaría seguro. Nos deshicimos de los restos, sin dejar cabos sueltos. El plan perfecto. Lo macabro consumado por niños de once y doce años. Jugábamos juegos peligrosos.
Y el tiempo se ha encargado de no hacernos olvidar. Cada día, cada noche, en cada mirada, en cada sombra, purgamos por el pasado. Seguimos cargando esas mochilas. Salvo que ahora sentimos la humedad filtrándose, dejando una mancha roja, muy roja, delatora, incisiva, dolorosa.
La mancha que estuvo desde el primer momento en nuestros corazones.
Y si alguien intentara imaginarse algo así, cómo podría. ¿Quién sería capaz de desconfiar de niños tan pequeños? ¿Quién?


Yo lo haría.

14 de mayo de 2009

Personalidad difícil

Ariana era psicóloga y andaba por la vida intentando descubrir la verdadera faceta de su yo interior. Dialogaba a diario con su alma interna, tomando apuntes y soñando con llegar a alguna revelación que la hicera famosa, libro de por medio, claro está.
James, Freud, Adler, todos quedarían como sus precursores. Cómo le gustaba soñar a Ariana, hasta ella misma se reía de sus ideas e ilusiones. Y si bien sospechaba de su éxito a la larga, lo mantenía muy en secreto.
Mientras eculubraba razonadamente, haciendo trabajar a diez mil revoluciones a su cerebro, caminaba por las veredas evitando ser embestida por la gente, que ignoraba en los importantes temas en los que iba sumida.
De pronto, al mirar una vidriera vio su cuerpo pero no era su rostro el que se reflejaba completando la imagen. Pegó un grito y dejó caer unos libros que llevaba en sus manos. Los transeúntes se hicieron a un lado, mostrándose ajenos e indiferentes. Alarmada, recogió las cosas y corrió hacia el Instituto en el que trabajaba.
En la puerta, el custodio de seguridad de todos los días la detuvo y le pidió que por favor volviera después de las ocho: ningún profesional había llegado todavía y los pacientes no podían esperar en el hall.
"Soy yo, soy Ariana" suplicó y al no encontrar documentación que lo validara, se retiró llorando y confundida. Su brillante mente le dio la respuesta. Le había confesado tantas cosas a su yo interior, que ahora él era quién estaba interesado en salir al mundo a conocer lo que había alrededor. Fue su último pensamiento consciente, ya que cayó en sopor por más de comprender que su cuerpo seguía erguido y caminando.

12 de mayo de 2009

El infierno no es como lo pintan

El día que llegué al infierno, comprendí que no era tan malo como lo pintaban. Calor intenso, gritos de dolor aullando por doquier, olores repugnantes, castigo físico a la vista de todos, violaciones, promesas falsas de salvación, descuartizaciones parciales...
Y sin embargo, estaba ausente la muerte porque su presencia sería una paradoja. Y al no existir aquello que tanto había temido en vida, siempre huyendo tras los crímenes que cometí con pasión y morbosidad, me sentí en el paraíso.

10 de mayo de 2009

Un viaje singular

Subió al colectivo en la parada de siempre y buscó el asiento que solía ocupar (si es que no había nadie allí, claro), del lado izquierdo, de la mitad dos asientos atrás.
Miraba sin mirar por la ventana, casi ajeno a los sonidos provenientes de la calle e intentando no prestar atención a las conversaciones de los demás pasajeros.
En un momento dado, alguien lo llamó por su nombre. Primero pensó en una coincidencia, pero la suposición finalizó al instante de ver en la fila de la derecha, a la misma altura, a un hombre mayor que lo saludaba con una sonrisa de oreja a oreja, manteniendo la mirada fija en él a pesar del movimiento de los pasajeros que estaban parados y de la señora que se había sentado a su lado y se interponía entre el pasillo y su eventual conocido.
Por educación, devolvió el saludo y de inmediato, focalizó su vista otra vez en la ventana. Pero el hombre de fila de asientos vecina, gritó nuevamente su nombre, elevando la voz lo suficiente como para que cuatro o cinco se dieran vuelta.
Volvió a saludarlo, procurando sonreír como para que se diera cuenta que ya estaba, ya lo había visto, saludado y cumplido, que cada uno siguiera con su viaje, su mente en sus asuntos y... justo la señora que estaba a su lado se levantó y el hombre del otro lado del pasillo, ni lerdo ni perezoso, se le sentó a su lado.
- A esta hora es imposible el colectivo, todos amontados, apurados - le dijo iniciando la charla.
Lo único que le faltaba. Tener que darle charla a alguien que lo saludaba por el nombre y él sin saber ni siquiera de dónde se conocían.
- Disculpe señor, creo que se confunde, es mi nombre efectivamente, pero...
- Vamos Pedrito, que ya se que no me conocés, no te preocupes. Pero es un gusto. Te ves realmente muy bien. De dónde vienes, de la Facultad supongo, no? Día pesado, como todos. Los alumnos de seguro que te han dado un dolor de cabeza. Siempre lo hacen, no?
- Si, pero cómo...
- Vamos Pedrito, que me caes bien y cómo no hacerlo jajaja. Mira, que solo he venido a verte un rato. Debo hacer otras cosas aún. Aún conservas el reloj de papi, que bien. Es una pena que yo lo haya perdido, pero en fin, ya sabrás. Mira, solo he querido decirte una cosa...
- ¿Quién...
- Vamos Pedrito, calla, déjame hablar que se me hace tarde. Siempre con esa costumbre, ya se te pasará. Mira, no te detengas en las nimiedades, en los detalles y habla con María. Te lo reprocharás de por vida si no lo haces. Pedrito, querido, que te quiero, venga un beso. Me tengo que bajar y no te distraigas, que siete cuadras más adelante bajas tú.
Y sin que pudiera decir una palabra, el hombre mayor se fue. Bajó por atrás y se perdió entre la gente. Un impulso lo hizo poner de pié, para bajar trás él, pero algo raro le decía que no. Era una mezcla de temor con presagio. Esas palabras, con tanto sentido, tan repletas de verdad. Esos ojos, tan azules, como los de su padre. Como los suyos. Esa voz cascada por el cigarrillo, el mismo que él sabía, lo consumía fuera de las horas de clases. Ese aire familiar que uno sospecha del que tiene delante, al pararse frente a un espejo. Ese saber que él mismo había viajado en el tiempo para hablarse lo hizo estremecer. La comprensión lo aterró y paralizó al mismo tiempo.
Por supuesto, se distrajo y se pasó de largo de la parada en la que debía bajar.

8 de mayo de 2009

El último andén

Alza la bolsa al llegar a la escalera de la estación. Se cuida de no golpearla contra los escalones. Está oscuro y las luces del lugar hace años que no encienden de noche. Como toda estación de ferrocarril, se sume en el silencio, tapada por pastizales.
Es por lo tanto, el lugar perfecto. La escalera queda atrás. El andén está sucio por las hojas secas y la tierra acumulada. El alero de chapa armoniza con una melodía demencial, producto del viento y su afán por rozar lo que no le incumbe.
Sobre los rieles, descansan quietos, viejos vagones de carga, olvidados quién sabe cuando por alguna locomotora cruel, que partió susurrando un "ya no volveré" sin mirar atrás.
Son vagones de nadie, como lo es la noche. Del que quiera tocarlos y besarlos, o tan solo usarlos, como en este caso para esconder la bolsa. Se trepó al interior, sin el mínimo esfuerzo. Buscó una de las esquinas, donde ni la oscuridad parecía penetrar y allí, bajo algunos tablones, dejó la carga.
Descendió de la enorme caja y miró en derredor. El silencio quebrantado por algún que otro grillo y el viento errante. Ni siquiera la luna había querido ser testigo y estaba bien. Un par de estrellas guiñaron un brillo y bajo ese cielo negro, vestido de esplendor, el hombre desapareció.
En realidad, con un último esfuerzo como espíritu en tierra, llevó sus restos a un lugar seguro, dónde nadie lo encontrara ni perturbara, pues su plan era el suicidio perfecto.
Esa última sombra de su ser, ese fantasma espectral, lo había conseguido. Muerto y escondido por propia mano, ahora del otro lado, dormita en el reposo definitivo.

6 de mayo de 2009

Celos en noche de luna blanca

Detrás de la fría imagen de la mujer, existía un secreto. Su novio la vigilaba escondido en un callejón contiguo al departamento de sus padres, donde habían pasado tantas noches de pasión en ausencia de estos.
Pero el amor se había diluído como el azúcar en el agua y en lugar de dulzura, había nacido un océano de amargura empañando cada segundo de su existir. Sin embargo no podía quedarse conforme. Ella había cambiado. Lo venía notando en pequeños detalles, en la forma de besar, en las caricias que fueron desapareciendo, en las contestaciones silenciosas...
Un témpano había reemplazado a la mujer que amaba. Y él necesitaba saber las razones, un simple "no va más" no era respuesta para su corazón.
Aguardó en la noche fresca, cubriéndose el cuello con una bufanda, que a su vez disimulaba su rostro entre las sombras del oscuro lugar. Las manos enfundadas en los bolsillos de la campera de cuero, el cuero quieto, atento, como el de un gato antes de lanzarse por su presa.
Pero ella no aparecía y la luna parecía hacerse más gigante a cada segundo allá en lo alto. Sentía sus piernas entumecidas y un extraño hormigueo en los pies. El sueño comenzaba a atacarlo cuando un coche se detuvo delante de la puerta principal del edificio.
No le cabían dudas que era ella. Sus piernas largas, la cabellera pelirroja cayendo hasta mitad de la espalda, el bolso rojo que le había regalado para su último cumpleaños. Descendió por la puerta del acompañante. Sintió un puñal en el alma al ver salir del lado del conductor a un hombre mayor, entrado en años según delataba su cabeza blanca y el bastón que blandía con elegancia.
Entraron juntos, ella primero, él detrás.
No lo soportó, por más que sabía que era una probabilidad con la cuál podía llegar a toparse. Se decidió a cometer el peor error de su vida, ir tras ella, pedirle explicaciones, saber la razón por la cuál otro si y él no. Corrió hacia la puerta. No era obstáculo que ya estuviera cerrada. Tenía una copia de la llave.
Esperó por el ascensor, dejó que la puerta se abriera pero se detuvo. Los nervios lo comían por dentro, sentía el sudor en su cuerpo y un nudo enorme en su estómago. Sabía que la conversación terminaría mal. ¿Estaba preparado para ello? No importaba. Entró, apretó el botón con el 6 y contempló ausente la gruesa puerta de acero cerrarse.
¿Qué pasaría cuando llegara a la puerta del departamento? ¿Golpearía? ¿Entraría como si nada, esperando encontrar la escena obscena que vagaba por su cabeza? ¿Y si ella había cambiado la cerradura? ¿Y si estaban los padres? No, los padres seguramente no estaban. Ella no volvería con un hombre en horas de la madrugada sabiendo que ellos estarían allí. Al menos nunca lo había hecho con él.
Su cabeza era un verdadero martilleo, le dolía el cuerpo de tanto pensar. La máquina había comenzado a trabajar y no había forma de detenerla. Aparecían imágenes que de inmediato desaparecían y en todas estaba ella, en las poses más extrañas, en las acciones más viles.
El ascensor se detuvo. La puerta se abrió. Tomó aire y salió al pasillo. El 6 F era el último departamento a la derecha.
Caminó sobre la alfombra verde. Sentía plomo en los pies. Las manos estaban húmedas, el pulso acelerado. Se quitó la bufanda y buscó la llave en la campera. Se quedó inmóvil ante la puerta, indeciso de entrar o pegar media vuelta y escapar para nunca más saber nada de ella. Escapar del dolor, de la humillación, aunque sabía que jamás huiría del recuerdo.
No lo volvió a pensar. Metió la llave, la giró dos veces y empujó con fuerza la puerta.
Allí estaba ella, desnuda, las piernas bien abiertas, protegiendo bajo su vientre el cuerpo también desnudo de su acompañante de cabellos blancos. Primero lo cegó la furia, luego vió la sangre. El cuadro se completó con el cuchillo en sus bellas manos , bañado en un tinte rojo, casi perlado por el reflejo de la luz de la luna que penetraba por la ventana.
Se sintió confundido, aturdido, casi asfixiado. Ella lo miró en silencio, bajando los párpados, casi con vergüenza. Dejó caer el cuchillo y se puso de pie. Avanzó lenta y sensualmente hacia él y lo tomó de las manos. Se las besó dejando marcas de sangre en los nudillos. Soltó una y llevo la otra hacia su bajo vientre. El palpó el calor, la excitación que reinaba allí, a la vez que mente entraba en pánico y terror.
- Vete - le dijo ella. Si dudabas de mi amor, ahora sabes lo que siento. Aún respiras.
Sumiso y sin protestar, corrió hacia la puerta. Arrojó la llave en el pasillo y no esperó llegar al ascensor, sin detenerse ni mirar atrás, se lanzó por las escaleras en una loca carrera hacia la calle, sabiendo que jamás volvería ni sabría nada de ella y principalmente, jamás olvidaría.

4 de mayo de 2009

La leyenda oculta

El hombre había pecado y había sido maldecido. Cargaba sobre sus espaldas el no poder enamorarse. Bellas mujeres lo cortejaban, lo seducían o al menos lo intentaban, y él, aunque atento y caballero, las dejaba alejarse.
Consciente de su destino y resignado a no poder conocer el amor, optó por su antónimo: el odio. A partir de entonces, toda mujer que se acercaba en busca de su corazón huía despavorida ante las maldades a la que era sometida, con crueldad y desidia.
No conforme con ello, las persiguió y torturó a cada una de ellas hasta el hartazgo. No solo mutiló sus cuerpos, sino que condenó sus almas a la eterna soledad.
Esa rabia visceral lo fue consumiendo, ya casi no era humano. Vivía en la oscuridad, deambulando en los callejones, comiendo ratas y alimañas, saciando su sed con el agua estancada de las cunetas y el líquido impuro de los orinales.
Ya no diferenció mujer de hombre, como él no podía ser distinguido entre ser humano y animal. Mató una y mil veces. Sucumbió al deseo de la sangre que lo llamaba y lo obligaba a sentir su sabor áspero, dulce y viscoso en el paladar o salpicando sus manos, sus piernas, su cuerpo entero.
Salieron a buscarlo, miles, cientos de miles. No había duda si lo querían vivo o muerto. La respuesta también estaba teñida en sangre. Lo persiguieron en distintas ciudades, luego en diferentes países, por todo el mundo.
Y un buen día, desapareció. Se dice que su forma humana se extinguió en forma definitiva, espaciéndose por el aire, llevando consigo la maldición transmutada a cada corazón de hombre y mujer en la Tierra. Y hoy yace oculto en mínimas proporciones en el mismo lugar donde nace el amor y muere la esperanza, esperando paciente, malicioso, el momento justo para seducir a la mente y ajustar de a poco cuentas con su destino.

2 de mayo de 2009

El cubo

Mire por donde lo mire, es un cubo. Seis caras cuadradas iguales, ocho vértices y doce aristas, es decir, lo que aquellos que hablan bien, nombran como hexaedro. No hay ningún misterio.
Y entonces... de dónde proviene la música? Porque si me lo acerco al oído, no percibo que llegue desde su interior. Si lo agito, no detecto nada dentro, al menos que esté suelto. Pero no pareciera haber un parlante o circuito o lo que corno sea que pueda emitir sonido. Y no cualquier sonido. Estamos hablando de la overtura de La Flauta Mágica, de Mozart.
Ahora, qué hago con este cubo en la mano. También es extraño. A ver, veamos... venía caminando por el sendero que va al arroyo, pero en dirección este, de repente... de repente qué? si, algo pasó, pero qué...
Si, si, la luz. Una gran bola de luz. Lo recuerdo, bien. Y algo que se estrelló detrás de la colina. A medida que me acercaba el olor a chamuscado me llegaba claramente a la nariz. El olfato no me engañaba, algo muy caliente había caído del otro lado de la colina.
Metal retorcido. Esa es la imagen que tengo en la cabeza. Una gran bola de color acero, despidiendo humo y vapor y a pocos metros, sobre la gramilla quemada, estaba el cubo.
Y corrí a buscarlo. Estaba sobre algo... tengo que recordar. Una mano! Si, al cubo lo sostenía una mano. Y tenía algo raro... los dedos! Solo eran tres y largos y las uñas de un color violáceo, casi cristalino. Y la mano pertenecía a un brazo largo y escuálido, repleto de pintitas rojas, como si fueran pequeños lunares. Pero no vi el cuerpo, porque estaba aplastado debajo de lo que debió ser, parte de algún tipo de nave.
Tomé el cubo y seguí caminando. Por algún motivo me cuesta recordarlo todo. Incluso no se cómo es que llegué aquí... pero, ¿dónde estoy?.
Cuatro paredes iguales, el piso, el techo. Seis cuadrados perfectos, ocho vértices y doce aristas. Es imposible...
El miedo, la angustia, el no saber dónde estar, ni como salir. Los cómo, los por qué, los dónde y los cuándo, todos se agolpan en mi mente, junto a la imagen tétrica y enfermiza del pequeño cubo que aún sostengo en mis manos y al sonido fuerte y delicioso que acompaña mi perdición en los bosques hexaédricos de la demencia.