Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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19 de enero de 2007

El barrilete

Ayer, cuando Jony era niño, jugaba con sus barriletes todo el día. Había aprendido de su padre, instructor paciente de su inocente pasatiempo. Su mundo era mágico, la caña se fundía con el papel y los colores parecían cobrar vida. Cada barrilete era especial, tenía su historia, sus buenos momentos. Pero había uno en particular, de un azul muy pálido y flecos oscuros. Una tarde, el viento bárbaro batalló como ninguna otra, y el duelo en el aire, que a nuestros ojos es tan solo una danza agradable recortada en el cielo, fue del milenario dios. El hilo se cortó y Jony fue testigo de la triste partida. El barrilete subió y subió hasta que al final, se perdió en la nada. Y él lloró, como llora todo niño cuando pierde lo que quiere.
Hoy, Jony comparte un lugar junto a otros tantos ancianos que añoran desde la ventana algún vestigio de sus vidas. Y ven, miserablemente, que casi no los hay. Como un cigarrillo que queda descuidado en un cenicero, la vida se consume. Avanza de la misma manera que vemos la degradación del cigarrillo en colilla. A Jony le parecía que en su caso, sucedió casi volando. Extrañaba a su gente, a sus seres queridos. De vez en cuando lo visitaban, pero no era lo mismo estando confinado a las mismas paredes, como si fuera un preso. Su único delito había sido sobrevivir a los años.
Pero esa tarde, parecida quizás a otras mil tardes más, fue, sin embargo, diferente. Jony había salido a dar un paseo corto por el patio y ahora estaba quieto, inmóvil, a mitad de camino. El término petrificado es el correcto. A sus pies, sufriendo por quebraduras en su cuerpo, desgarrado por el tiempo en sus partes más frágiles, estaba su barrilete, aquel que una tarde el poderoso y brutal viento se había llevado jovialmente. Allí estaba su compañero de la infancia, ese que había creado con esmero y amor. Quedaba muy poco de la belleza de antaño, pero ese mínimo reflejo era suficiente para que en Jony siguiera siendo su barrilete especial.
Había vuelto solo para despedirse, para decirle que ya no iba a emprender ningún otro viaje. Su estado lo dejaba en claro. Con mucho esfuerzo, pues la cadera no era la de hace un par, o mejor dicho, tres décadas atrás, y ya las rodillas no lo sostenían, Jony se agachó y tomó en sus manos a su amigo fiel. Había vuelto para despedirse, para decirle adiós. Por la mejilla de Jony corrió una lágrima y comprendió, que pronto llegaría también su hora de dejar de sobrevivir, que el tiempo es tirano y la vejez verduga. Al menos, ahora, no estaría solo. Alguien había regresado, como por arte de magia, a su vida. Y la partida, cuando llegara la hora, sería menos dolorosa. Y Jony sabía, que para ello, no faltaba mucho.
Miró el cielo y se dio cuenta que faltaba algo, justo lo que tenía en sus manos. Sonrió, por los viejos momentos, y juntos entraron a la casa, pues ya se estaba poniendo frío.

12 de enero de 2007

Soledades

Abro los ojos.
Oscuridad.
La nada abarcando todo, mientras escucho el silencio, su gemir callado.
Un destello nace de su no existir. Tiembla, parpadea. Y al final, cobra vida.
Ahora la luz cruza perpendicular mi cielo.
Interrogo la puerta. Me responde el vacío.
Sudo. La piel se eriza, quiere escapar. La retengo. Hago el mejor esfuerzo.
¿A quién espero encontrar?
Cierro los ojos. Imagino que pronto la luz morirá, como mueren todas las cosas. No me detengo a pensar en su efímera existencia, pues todas las existencias lo son. La oscuridad volverá a tender su manto, pero para entonces ya no podrá encontrarme. Estoy detrás de esos párpados alados, escondiéndome en mis sueños, volando hacia mis pesadillas.
Me sumerjo cada vez más profundo, escalón a escalón. Los fantasmas no pueden alcanzarme.
Del otro lado, en la oscuridad, el silencio, vive el recuerdo, el dolor. Y me busca. Me condena.
Piensa en mi, rescátame, hoy no soy más que un prófugo eterno de la locura.

11 de enero de 2007

Refugio

Son esos días opacos que ausentan alegrías. Días en que aquellas cicatrices sin cerrar, a veces en heridas que no recordamos, supuran de dolor. Perdemos la brújula y el sinsentido se apodera de la razón. O acaso solo recupera el timón. De una u otra forma, el mar nos lleva.
Vamos a la deriva, en sutil naufragio. Nos sumergimos de a poco en aguas de alcohol. Los canales internos se riegan de olvido y en la sangre no queda más que resignación.
Entonces, en la primera oportunidad que uno se hace (la batalla es dura, ardúa y nefasta), busca su refugio. Casi siempre son las letras. Nuestras mejores amigas. Y una vez en él, se lee claramente, ya sin lentes borrosas, un recordatorio fiel, necesario: "Son esos días opacos que ausentan alegrías. Días en que aquellas cicatrices sin cerrar..."