Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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29 de noviembre de 2011

Tita en la oscuridad

- Che, negro ¿y la Tita?
Manuel alzó los párpados, pero los bajó otra vez hacia el suelo, donde con una rama de paraíso estaba trazando un dibujo, aprovechando que la tierra estaba suelta de haber jugado un rato antes a las bolitas.
Permaneció así, un buen rato. Esteban lo miraba, acostumbrado a esos silencios entre una pregunta y otra. A veces se decía que a su amigo le faltaba un tornillo, pero Manuel era así y punto.
De pronto se puso de pie y arrojó la rama lejos, en un ademán de fastidio.
- Dale, vamos. Acompañame. Si llega a volverse sola, mi viejo me faja - Manuel miró la hora en el reloj de los Powers Rangers, que su mamá le había regalado al cumplir los siete - Ya está por salir,es la hora del timbre.
Caminaron sin hablar las dos cuadras hasta la escuela, siempre bajo la sombra de la arboleda de tilos, para evitar el fuerte sol de noviembre. Al acercarse al portón principal, fueron cautelosos. No se dejaron ver, poniéndose al reparo del colectivo escolar, estacionado al borde de la vereda.
- Si nos ve la directora se nos arma un lío grande Manuel.
- Ya lo se - respondió el amigo.
Primero fue el griterío, luego el ir y venir de guardapolvos blancos. Estaban saliendo. Las maestras estarían firmes como estatuas, supervisando la partida de sus alumnos, atentas al mínimo problema.
Manuel asomaba la cabeza y la volvía a esconder. Aún no había señales de Tita. Esteban lo codeó y llevó la vista hacia el portón. Su amigo tenía razón, ahí salía el curso de su hermana.
Esperaría a que pasara por al lado del colectivo y allí la llamaría.
- Esteban, ni bien la veamos... ¡auch!
Sintió un puntazo en la frente, como si un pájaro hubiese aterrizado en su cabeza. El dolor dejó paso al ardor y su mano, al tocar la piel golpeada, se topó con algo viscoso y tibio.
- ¡Tenés sangre! - le advirtió Esteban.
- ¿Mucha¡ - preguntó asustado - Sentí como si me... mirá, ahí, al lado de tu pie, esa piedra, alguien me tiró con esa piedra.
Buscaron con la vista alrededor y entonces los vieron. Casi llegando a la esquina, sonriendo de oreja a oreja, el Raúl y sus tres compinches: Alejo, Mauro y Gonzalo. El primero, de flequillo corto y zapatillas amarillas, aún sostenía la gomera entre las manos.
- Vení, vayamos para allá... - la voz de Esteban demostraba miedo. Manuel, dolorido, se dejó llevar.
Entonces, recordó a Tita y volvió por ella. La decisión, se dijo un segundo después, fue apresurada.
Al lado de Tita, estaba la directora y por el gesto que ocultaba su habitual semblante parsimonioso, no estaba de buen humor.

Ofelia era portera del colegio, pero bien podría haber sido enfermera. Al menos eso le parecía a Manuel, mientras se mordía el labio para reprimir los alaridos de dolor mientras la mujer le pasaba un algodón con agua oxigenada encima de la herida.
Esteban estaba sentado justo al frente, en una silla similar a la suya, de tapizado verde. Tita jugaba con su muñeca, apoyada en el escritorio de la directora. La dueña del mismo, en tanto, colgaba en ese preciso instante el teléfono, luego de haber llamado a los padres de ambos niños.
- ¿Duele? - le preguntó sin ironía la directora a Manuel. El niño respondió con un movimiento de cabeza. Aún tenía la boca ocupada en tratar de no gritar.
Cuando Ofelia finalizó con la curación, la directora Martínez le dio las gracias y le pidió que los dejara solos. La portera / enfermera salió al pasillo, llevándose a Tita, a pedido de la otra mujer.
El semblante habitual estaba otra vez instalado en la figura de esa señora que a los ojos de los niños, era un ser temible y que el solo hecho de estar en la “dirección” del colegio, significaba que era el fin para ambos. Quizá si imploraban, pero sabían, los dos, que era tarde.
- Bien, quién de los dos me va a contar por qué se escapan de la escuela continuamente. Les doy la oportunidad que ustedes elijan.
La sonrisa que les mostró decía “es una trampa” y tanto Manuel como Esteban estaban seguros que aquel que hablara, sería expulsado de inmediato. El otro, el que callara, no solo sería expulsado, sino que además sería humillado en público, seguramente con la directora pellizcándole la oreja.
Ninguno de los dos pronunció palabra alguna. Esteban balanceaba nervioso las piernas, de atrás hacia delante, esperando que de un momento a otro la puerta se abriera e hicieran aparición sus padres, que traerían como regalo a la fiesta un bonito cachetazo.
Manuel tenía ganas de llorar, en parte por el golpe en la frente, y en parte, por la situación. Habían sido descubiertos. Si tan solo...
- Hagamos un trato - dijo la para entonces reina de los condenados - Me dicen la verdad y yo trato de ayudarlos con sus padres. No les garantizo nada, pero podría negociar que el castigo no sea tan... ¿duro?
Los amigos cruzaron fugazmente sus miradas. Es una trampa, es una trampa, se decían
mentalmente, aunque era imposible que supieran que ambos pensaban lo mismo, por más que los
ojos delataran esa idea.
Al cabo de dos minutos, la mujer rodeó el escritorio con su silla y la colocó justo a mitad de camino entre uno y otro. Tomó asiento y posó sus ojos oscuros sobre el niño lastimado.
- Manuel ¿quién te hizo eso en la frente? - preguntó.
A pesar del dolor, de saber la respuesta, de recordar al muy maldito con la gomera en la mano, se quedó en silencio.
- ¿Fuiste tú? - le preguntó a Esteban, al mismo tiempo que colocaba su cuerpo en dirección al otro chico.
Esteban se apuró en negar con la cabeza, enfáticamente.
- Bien - dijo ella - No fuiste tú, pero sabes quiénes fueron.
El interrogatorio era muy difícil de afrontar, se sentía pequeño ante la situación. Además, era la directora, no por algo llegaban a ese cargo.
- Si... - dijo finalmente, casi dudando. Su amigo, que hasta entonces miraba el suelo, levantó la vista con claro gesto de decepción.
- Necesito que me lo digas - pidió la mujer. Había urgencia en su tono de voz.
- Fue... - Esteban repasó mentalmente los últimos dos meses, las golpizas en los recreos, la forma en la que le quitaban los caramelos que llevaba de casa o compraba en el kiosco escolar y pensó en tragarse las palabras, pero en un esfuerzo sobre humano, logró pronunciarlas - Raúl. Raúl Ortelano y sus amigos.
- Muy bien. Es un gran paso. Y ahora dime tú, Manuel, antes que lleguen tus padres y sepan que desde hace una semana y media junto a tu amigo se están escapando en pleno horario de escuela, ¿fue Raúl Ortelano el que te lastimó la frente?
Manuel quería golpear a su amigo, meterle una toalla en la boca, lavarle la lengua con jabón. Pero en realidad, a pesar de la bronca, una sensación rara le recorría el cuerpo. Algo similar a cuando sin querer volteaba el vaso repleto de agua pero lograba agarrarlo en al aire con la otra mano y evitaba al menos que se hiciera añicos en el suelo. Si, sentía eso, una especie de alivio.
Esta vez su silencio no se hizo extenso.
- Si señora directora, fue ese chico - le dijo y de inmediato, mirando a su amigo, sonrió. Una lágrima desbordó por la mejilla y no era de dolor, sino de alegría. Esteban le devolvió el gesto, con cierta felicidad.
La directora Martínez comenzaba a armar el rompecabezas, uno tan complejo que necesitaba ser
analizado como adulto pero visto de cerca como niño.
- Niños - les dijo - entiendo que tienen miedo, pero esto que les voy a preguntar es muy, pero muy importante: ¿Cuál es la razón por la que se escapan de la escuela?
Si bien la piedra parecía incrustada en la frente, Manuel sabía que no estaba allí. Había sido el golpe, pero había rebotado y caído a los pies de su mejor amigo. Esa pregunta parecía aquella piedra, se asemejaba a un gomerazo, pero no lo era, porque una vez que dijera la verdad, la misma quedaría a los pies de la directora.
Tenía miedo, claro que si. Pero era como el temor a la oscuridad, cuando mamá apagaba las luces de la habitación. A veces era tal, que deseaba llorar. Pero no podía hacerlo, porque debía ser fuerte, porque Tita tenía aún más miedo en ese mundo que de golpe se volvía negro. Y entonces, asustado y todo, estiraba la mano hacia la cama de su hermana y la cerraba con cariño sobre ese pequeño manojo de dedos, tiernos y cálidos, que instantáneamente, con ese contacto, dejaba de temblar.
No iba a ocultar el temor a una venganza de Raúl. Pero tampoco podía vivir con pánico, exponerse al enojo de sus padres y de la escuela, por culpa de un chico. Sus ojos estaban en su amigo. Veía lo mismo en Esteban, la misma sensación. No podían estirar sus manos y entrelazar los dedos, como hacía con su hermana en la oscuridad, pero la sensación era que lo estaban haciendo. Y entonces, de repente, sintió que ya no temblaba.
No le hizo perder más tiempo a la directora: le contó la verdad.

Una vez que llegaron sus padres, esperaron afuera en el pasillo por más de una hora. Entre los dos se turnaban por entretener a Tita, fastidiada por no estar en casa mirando los dibujos en la televisión. Además, pensó Esteban, que también tenía hambre, Tita aún estaba sin merendar.
- Si no hubiéramos vuelto por Tita, las cosas habrían salido mal, todo seguiría igual ¿te das cuenta? - mencionó Manuel.
- Si - dijo pensativo Esteban - ¿Negro, le harán algo a Raúl?
Mientras miraba a su hermana haciendo trompa con la boca, Manuel sonrió. Sinceramente, le
importaba poco lo que hicieran con Raúl. Lo que valoraba, era que Raúl no se iba a meter más con ellos. ¿Cómo lo sabía? En realidad sabía que no se lo iba a permitir. La vida es más que silencios donde no se dice nada y se guarda todo. Es valor para enfrentar la oscuridad y la verdad, que a veces, son la misma cosa.
- Puede que si, puede que no. Qué más da. Nosotros la tenemos a Tita - dijo riendo al mismo tiempo que tomaba a su hermanita de la cintura y la levantaba en el aire - ¿O no Tita? ¡Tenemos a Tita!
Los dos amigos estallaron en carcajadas en el pasillo y la infancia volvió a instalarse entre ellos, con la felicidad a cuesta, más allá de los golpes.

26 de noviembre de 2011

La nada

El día que la sordera me ganó la batalla, era el más importante de mi vida. Desperté alterado, por cierto dolor de cabeza y un zumbido angustiante. La oscuridad y el silencio me asustaron sobremanera.
Al ponerme de pie, sentí que la habitación se tambaleaba. Me aferré de las paredes, pero caí al suelo. Sentí el golpe con toda la fuerza en cada hueso, pero no lo escuché. Aquel detalle, no menor, me paralizó el corazón.
Me miré las manos, sin atisbar ningún intento de ponerme de pie y chasqueé los dedos. El movimiento fue perfecto, los dedos se frotaron en ese instante justo necesario para producir el sonido que desde chico me divertía hacer. Pero ahora, en la penumbra, con la mano bien cerca de la vista, solo produjo la nada.
No podía ser verdad, tenía que tratarse de una pesadilla. Me arrojé otra vez a la cama, me cubrí con las sábanas hasta la cabeza, consciente a cada instante del silencio que gobernaba las acciones. Me esforcé en dormirme, más no pude hacerlo. Cerré los ojos y permanecí así, en un estado entre el llanto y el sueño.
Me asustó una mano sobre el hombre, que me zamarreaba. Giré con los ojos bien abiertos y la piel helada. Era Don Jacinto, el técnico, que gesticulaba con las manos al mismo tiempo que movía los labios sin producir sonido alguno.
En realidad, comprendí, sí lo producía. Pero estaba aquello ajeno a mis sentidos. Abrí mi boca para hablar, pero la sentí a mil kilómetros de distancias, como que también había dejado de ser dueño de la misma. No supe si hablaría bajo, normal o gritaría, así que opté por cerrarla y atinar a levantarme.
Mi cabeza no cesaba en su intento de encontrar una explicación. Se remontaba a los primeros dolores, a la infección del pasado año, a los antibióticos y otros estudios a los que me había sometido. Pero nada le dije al equipo. Siempre los hice en privado. Temí que el problema me apartara de lo que más me gustaba hacer, que era salir al campo de juego.
Me dirigí con mucho miedo a la cocina. Las largas mesas ya estaban servidas y prácticamente todo el plantel estaba en sus lugares. La escena era surrealista. Los movimientos, los gestos, los cubiertos y pocillos que iban y venían, seguramente tintineando, con voces alegres y distendidas jugando bromas de un lado a otro y sin embargo, ante mi, se extendía un campo árido de silencio, una barrera invisible de incomprensión.
El pánico se apoderó de mí, no podía estar allí. Vi que Manuel y Jaime me llamaban con sus manos. Supe que si me quedaba allí parado, colapsaría. Giré sobre mis pasos y abandoné el lugar. Caminé por el pasillo sin escuchar mis propios pasos. Si alguien me estaba llamando para que regresara, jamás lo supe.
Mis pasos se aceleraban en proporción a mi desesperación. Crucé el gimnasio y estuve a punto de llegar al hall de entrada, pero giré hacia los dormitorios. Me encerraría hasta el horario del partido. No debían saber lo que me sucedía. Si eso ocurría, me dejarían al margen y toda mi vida hasta aquí habría sido en vano.
Estaba a metros de la habitación, lo estaba consiguiendo, cuando al doblar un recodo, choqué de frente con el Dr. Almamonte. Iba rápido, no pude evitarlo. Jamás sentí su andar hacia mí o quizá, el típico silbido con el que se paseaba de un lado a otro. Me llevé la mano a la boca y extendí mis manos hacia el. De alguna forma quería hacerle saber que lo sentía.
El movimiento de sus labios fue claro, pero no supe que dijeron. En su semblante, no obstante, no había indicio de disgusto. Es más, sonreía y me hablaba. ¡Qué contestarle! Atiné a una reacción instintiva: sonreí. El doctor me miró como estudiándome. Seguí viaje, dejándolo atrás. De pronto, lo tenía a mi lado, lo miré de reojo y seguí caminando. La puerta de la habitación estaba a escasos diez metros. Pero el doctor me tomó del brazo y me obligó a que me girara hacia el.
Fue angustia lo que observó en mi rostro. Mis ojos no resistieron más y dejaron a su suerte varias lágrimas, que raudas descendieron como un tropel sobre mis mejillas. El hombre me hablaba, pero bajé la vista hacia el suelo.
Me llevó hasta mi habitación y agradecí interiormente que al entrar, cerrara la puerta a nuestras espaldas. Me sentó en la cama y acercó una silla. Seguramente me hablaba, porque con cierto recelo levantó mi mentón para que mis ojos posaran su vista en el.
Veía sus labios desplegarse en movimientos familiares, permitiendo que el sonido se formara como por arte de magia. Pero el truco me había sido vetado, desconocía la clave para descifrar tal maravilla. Aquello que era tan natural, ahora me distanciaba de todos, me había convertido en un horrendo despojo de inutilidad, que a partir de entonces vería destrozado todos sus sueños. Lloré con mayor intensidad.
Vio mi angustia pero no la comprendía. Seguía hablándome. Con temor, levanté mis manos y las llevé a mis oídos. Con ellas, los tapé y con un movimiento de lado a lado con la cabeza, dije el resto.
El doctor quedó callado. Esta vez creí entender lo que sus labios decían: ¿No oyes?
No oyes. Dos palabras que me sentenciaban. Eso había preguntado el doctor y la respuesta era afirmativa. No oía. Le hice un gesto de esperar, me puse de pie enjugándome las lágrimas y me dirigí al cajón inferior, donde guardaba mis pantalones. Debajo de la ropa había un sobre marrón.
Lo saqué con culpa y se lo entregué. Eran mis estudios previos, de dos años hasta la fecha. Era el paso a paso de mi enfermedad, el presagio de esta sordera que nunca imaginé, llegaría. Me senté a observar con más angustia que antes, el semblante del hombre al pasar minuciosamente las hojas de los informes, ver las placas radiográficas y asentir con pesadez ante las conclusiones que ya había leído mil veces.
Esos diez minutos fueron eternos. Como la lectura de un veredicto de un juez. Y el acusado, el que estaba en el banquillo, era mi futuro. El doctor, finalmente, apoyó las hojas sobre su regazo.
Me miró con firmeza, pero tuvo el tino de no hablarme. Dio vuelta una de las hojas y dejó la cara en blanco hacia arriba. Sacó una pluma de su bolsillo y escribió algo que luego me mostró:
-    ¿Por qué no recurriste antes a mi oficina? ¿Tenías miedo que te apartara del equipo?
Dejé correr una lágrima. No tuve necesidad de expresar nada más. Lo entendió. Escribió otra cosa:
-    Debo hablar con el entrenador, debe saberlo. El partido es en dos horas.
La desesperación se apoderó de mi y el lo comprendió.
-    Debo decirle – escribió.
Le imploré como podía que no. No sabía como hacerlo, así que me arrojé a sus piernas y las abracé, como si fuera mi madre y tuviera cinco años. Era la misma sensación, de pedirle perdón y una nueva oportunidad. El hombre me sujetó de los hombros. Vi en sus ojos que estaba conmovido. Quizá mis lágrimas, mis deseos de jugar, mi futuro tan incierto, lograron convencerlo. Quizá algo de todo. Quizá nada de eso.
Me pidió que lo esperara. Volvió a los pocos minutos, escribiendo en una hoja apoyada ahora sobra una carpeta.
-    Le he dicho al entrenador que estás con unos pequeños problemas estomacales, pero nada que impida que juegues. Por favor, acompáñame ahora. Estaré cerca en todo momento y veré como hacer para que nadie se entere de tu situación. Pero sabes que luego del partido, deberé informarlo.
Asentí con ganas. Por primera vez en el día, la esperanza me abrigaba como una tibia manta en un crudo invierno.
El doctor me acompañó al vestuario y a lo lejos me hacía señas comprensibles, para que asintiera en tal o cual situación. Es que me hablaban, me preguntaban si estaba bien y necesitaba el pie para contestar. Actué un poco, para que me creyeran tan concentrado en el partido que no escuchaba a nadie. La verdad era otra. Realmente, no escuchaba a nadie.
La salida al campo de juego fue atípica para mis sentidos. Todo el colorido sin sonido, la algarabía silenciosa. Mis compañeros me palmeaban la espalda y arengaban, pero solo veía el movimiento de sus labios.
Unos contrincantes se acercaron, pero los evité, por no saber que sucedería. No podía arriesgarme. Cuando empezó el partido, me sentí perdido. No escuché el silbato del árbitro. Me di cuenta que estaba en marcha porque mis compañeros comenzaron a moverse. Comprendí que si alguien me pedía apoyo, no lo escucharía. Por un momento pensé en abandonar. Pero me era imposible. Era el cotejo más importante de mi vida, la gran final.
Las gradas colmadas parecían olas de un mar lejano, cuyo sonido me era imposible descifrar. Pero me alentaba ese movimiento hipnótico, casi afrodisíaco que solo la pasión puede despertar.
Cometí un par de errores, por no escuchar al árbitro. Pero fui disimulando bien. El técnico batía sus palmas con fuerza cuando le pasaba cerca, como si me pidiera mayor esfuerzo o quizá, mayor concentración.
Así transcurrió el partido sin que pudiéramos sacarnos diferencias. Sobre el final tuve la oportunidad soñada, la que imaginé desde pequeño, jugando en el colegio o en las calles de mi barrio junto a los amigos de la infancia. Esa jugada que está más allá del bien y el mal, que es la gloria misma, que solo se les permite a los que harán historia como santos o demonios y cuya suerte queda echada por ese momento, crucial, único, definitorio. El silencio era mi reino y también mi salvación. No sentí la presión, no escuché los gritos. Avancé y ejecuté, sabiendo que era mi última ocasión para llegar al sueño, ya que después, vendría la nada.
Vi moverse la red, sentí el suelo temblar bajo mis pies y de pronto mis compañeros se arrojaron sobre mi. Lo viví en total silencio, soltando el llanto contenido, la angustia de las últimas horas.
Me arrojé exhausto al suelo, sin poder detener las lágrimas. Me ayudaron a levantarme, casi me empujaron hasta mi campo de juego. El final llegó segundos después. Y más abrazos, más rostros felices, más lágrimas. Una fiesta silenciosa, en la que disfruté sin gritos.
Almamonte me abrazó y lloró conmigo.
Una hora más tarde, el plantel sabía mi verdad.
Hace dos meses que estoy haciéndome estudios continuos. Pero parece que no hay forma de revertir la enfermedad. La infección me dejó sordo, de los dos oídos. Practico a diario y logro entenderme muy bien con mis compañeros, que día a día me están enseñando una lección de vida. Mis miedos, ya no existen.
El vacío que dejó la ausencia de voces, lo colmo con el afecto de todos y el amor por el deporte. La nada al final nunca llegó. En su lugar lo hizo la esperanza y el cariño. Hoy soy más deportista que antes. Ahora comprendo que los sueños nunca terminan. Siempre hay algo más por lo que luchar.

23 de noviembre de 2011

Matriz del miedo

Andrea despertó angustiada en medio de la noche. Miró la hora en el despertador, solitario testigo de la penumbra sobre la mesa de luz. Su corazón se estrujó como un trapo viejo; eran más de las cuatro. No había escuchado la puerta de calle, ni los pasos en el pasillo. No los había escuchado porque nunca se habían producido.
Se levantó y rauda, sin preocuparse por vestirse, corrió hasta la habitación de su hija. Alicia no estaba, aún no había vuelto. La cama impoluta, sin desarmar, la almohada en su lugar, transmitían un mensaje difícil de digerir. De pronto tuvo la sensación de saberlo todo, por el simple hecho de ser madre. Y ese conocimiento, ese presagio, caló en sus huesos.
Intentó sin embargo contener la respiración. Encendió las luces de la cocina y volvió a chequear la hora, esta vez en el reloj de pared. Habían acordado que a las tres y media, a más tardar, estaría de regreso en casa. Alicia no era de retrasarse. Jamás lo había hecho. Una chiquilla de quince, pero responsable, solía pensar de su hija.
El teléfono celular estaba sobre la mesa, cargándose. Lo tomó y llamó al número de su hija. La línea llamó varios segundos y luego escuchó la voz de su niña, pidiendo que dejaran un mensaje, riendo en medio de la grabación.
Se mordió los labios. Podía ser que no alcanzara a buscarlo en la cartera. Pero sabía que no era así. Tenía un presentimiento, tan fuerte como el lazo que las unía. Tragó saliva y marcó otra vez. Escuchó con enorme dolor el sonar en vano del teléfono. Dejó el teléfono sobre la mesa.
Estaba nerviosa, impaciente, con ganas de llorar. Sentía que le faltaba el aire. El terror la envolvía de pies a cabeza. Un fino sudor recubría su piel. Su hija, su pequeña hija. Miró la hora otra vez y pensó que el mundo se le venía abajo. Se sujetó a la mesa y contuvo las naúseas.
Había monstruos horribles en su mente. De enormes y afiladas garras. Veía fantasmas riendo con ganas, sombras escapando hacia los rincones. Abrió los ojos. Se aferró a la luz de la habitación. Sus miedos cobraban formas sobrenaturales, pero no se asemejaban al más temible, el único que realmente la agobiaba, que, carente siquiera de un atisbo de fantasía, asustaba como ningún otro y era, el destino de su hija.
Volvió a buscar el celular, mientras contenía algunas lágrimas. Marcó el número de su ex esposo. Esta vez atendieron. No él, sino la otra, como ella le decía. La otra tardó en darse cuenta quién llamaba tan tarde, pero ante la desesperación en la voz, no dudó en despertar al padre de Alicia y alcanzarle el teléfono.
Roberto se mostró preocupado, como toda persona al que despiertan de madrugada. Andrea intentó hilvanar con coherencia sus terrores y hacérselos saber. Qué Alicia no se quedaría más tarde de lo permitido, que habría llamado, que nunca había pasado... pero el relato se vio interrumpido. Roberto le pedía calma, pero ella no podía detener el llanto.
Le pidió tranquilidad, que no se preocupara. Alicia era una niña y como tal no siempre tienen en cuenta lo que uno sufre, así que con seguridad estaba bien, pasándola bien y sin pensar en la hora. Ella retrucó sobre las llamadas que no atendió pero él adujo el ruido, la música, la cartera en otra parte. El le dijo que se acostara, que en cualquier momento llegaría. Que probara de llamar si quería, a una amiga, pero ateniéndose a las posteriores quejas de Alicia.
La llamada fue casi una discusión, como los últimos años antes de la separación. Lo marchito no suele volver a florecer y como cuando escapa la primavera, los colores se añejan, se opacan, pierden el sentido. Quedó con el teléfono en la mano, observando la pantalla, queriendo ordenar las ideas.
Quiso imaginar a Alicia subiendo las escaleras del frente de su casa, aprestándose a sacar las llaves de la cartera. Hasta pensaba que en cualquier segundo escucharía ese tintinear del metal, ese sonido que le devolvería la vida. Lo pensaba, pero no lo creía. Como tampoco podía imaginarla tal cual era. El rostro de su pequeña se desdibujaba entre manchas oscuras y sangrientas, los ojos verdes, siempre dulces, aparecían desorbitados, y sus facciones de muñeca de mamá dejaban escapar muecas de dolor y tristeza.
Incluso, se colaban gritos, un pedido clamoroso de auxilio no correspondido. Y el llanto, ese que tantas veces había escuchado, a veces con ternura, al ver a su hija con las rodillas raspadas tras caerse del triciclo, o cuando quería, sin éxito, trepar al viejo árbol del patio. El mismo que solía aparecer las noches antes de los exámenes en el colegio, cuando las fórmulas matemáticas no salían. El llanto de Alicia, a veces tan inocente, era ahora un horroroso alarido en la oscuridad de sus cavilaciones. Y sucumbía en las fauces de la noche trémula, que se agitaba como un mar voraz, esperando siempre por sus incautas víctimas.
Iba a llamar otra vez cuando el timbre de su casa la sobresaltó. Se le cayó el teléfono al suelo y la diminuta pantalla se quebró en dos. Pero no se percató de aquello. Se puso de pie de inmediato y corrió a la puerta. El timbre otra vez. Iba lo más rápido que podía, empujando sus piernas hacia delante.
¡Alicia!¡Alicia! gritó como poseída llegando a la puerta. El nombre parecía una puñalada en la oscuridad, un deseo que se esforzaba por ser verdad. Alicia, repitió, casi sin fuerzas al mismo tiempo que le abría las puertas al dolor.
Las dos figuras estaban allí. Hombres de trajes azules y miradas al piso. Personas a las que vería esa única vez, con el patrullero de fondo, repartiendo por doquier la falsa modestia de sus luces refulgentes. Seres que solo le asestarían un puñal en el corazón y se marcharían en el mismo anoninato con el que llegaron.
Le preguntaron el nombre, le mostraron la foto, le dieron la noticia. Pero ella ya no estaba allí. Apenas si era un fantasma, un espíritu devorado por los monstruos que bullían en su interior. Destrozada por esas garras descomunales, afiladas y mortales, dejó que sus piernas flaquearan, que el frío suelo golpeara con violencia sus rodillas; que la gélida noche se apoderara de su cuerpo, de sus entrañas mismas.
Lo sabía desde que la angustia la sorprendió en la cama, desde el momento en que sintió que el lazo no existía más. Ese vacío que solo una madre al borde de la locura puede explicar. Porque más allá de las refutaciones y falsas esperanzas, ella, ellas, sabrán la verdad, porque ningún miedo es mayor a ese, vestido de muerte y realidad.

20 de noviembre de 2011

Con el sello de la venganza

El café a punto, humeante, con dos de azúcar. La cuchara lo revuelve, gira y luego se deja caer sobre el plato.
El pocillo va a la boca, con lentitud, para apreciar el humo que se eleva y confunde con el aire, perdiéndose fuera de la vista.
Los ojos, en cambio, se concentran en el ventanal, ese que con letras fileteadas anuncian el título del comercio. Del otro lado, el gran edificio recibe los rayos del sol con fuerza, sin ningún tipo de presagio nefasto que lo alarme.
Las puertas de aquel lugar, enormes, de madera, están cerradas, no obstante, observa como de a poco comienzan a llegar los invitados a la fiesta. Ingresan por una entrada lateral, ajenos del futuro.
Bebe el café caliente, de a poco, saboreándolo con el paladar, degustando el exquisito aroma que se desprende cual fantasma travieso. El sonido del pocillo al rozar la tasa es un placer más en aquella tarde soleada.
Afuera, el tránsito es escaso y las veredas están exentas de peatones. La siesta aún triunfa en aquellas horas del día. Acompaña, de momento, el silencio de las calles, la tranquilidad de la brisa, la piedad de las aves.
Se conoce cada escena de la secuencia, casi de memoria. Ha estado observando el mismo espectáculo día a día, durante un mes. Cada pieza en su lugar, cada engranaje donde debe ir.
Recuerda el primer día, la ira contenida. Hoy le sabe a inexperiencia. Pero lo comprende. La mañana anterior había recibido el sobre, en realidad, había encontrado el sobre en la puerta de su casa. El esperado envío de la editorial, la prueba de fuego de su libro.
Se apuró en recogerlo del suelo y con solo levantarlo, la liviandad de aquello le hizo dar un vuelco al corazón. El sobre era solo sobre. Estaba vacío. Con terror observó como uno de los lados estaba abierto.
Corrió hasta el correo, angustiado, al borde de un colapso. Lo atendieron de mala gana y se ofendieron de la acusación: “Acá nadie abre los sobres ni se roba nada”: Quiso hablar pero balbuceó y en una contienda verbal, aquello es lo mismo que bajar la guardia.
Les quería decir que no era la primera vez, que un mes atrás se había perdido el envío de diez revistas que le mandaron desde Córdoba, por una colaboración; que antes, no le había llegado una antología en la que había salido un cuento suyo; que anterior a ello, había reclamado dos semanas por cinco ejemplares de una revista uruguaya; y que el año anterior, le habían mandado dos libros y folletería y solo había recibido la follet... pero balbuceó y le cerraron la ventanilla en la cara.
Volvió con la cabeza gacha a su casa, aún sin poder pronunciar palabra alguna. Pero no fue necesario. Subió hasta su ático y desempolvó viejos libros de su padre. Allí estaba la respuesta, la primera pieza del gran engranaje.
El café estaba perfecto. El día también. Miró el reloj de pared y contó en voz baja junto al segundero, aquel tramo final entre el pasado y el presente. La brecha entre la injusticia y la justicia. Entre el silencio y la...
La ventanas tintinearon al mismo tiempo que el estruendo movió los cimientos del bar. Los vidrios cayeron hechos añicos al segundo siguiente, mientras que una bola de humo y miles de escombros volando, protagonizaban una escena de película en la calle de enfrente.
… explosión.
El mozo se arrojó debajo de una mesa, dejando caer la bandeja en la que transportaba tazas limpias. En la calle, el humo se expandía, pero dejaba ver ahora a través de su cuerpo imperfecto y algo estaba faltando en la escena cotidiana. Nada menos que el viejo edificio de enorme puerta de madera.
Las primeras sirenas se escucharon muy a lo lejos, como provenientes de otra galaxia. Aún no había llegado nadie, la ciudad apenas si estaba despertando. El mozo salió de su escondite y tomándose la cabeza, salió a la vereda.
El hombre terminó su café, nunca tan sabroso. Dejó el dinero sobre el platito, aprisionado por el pocillo. Incluía la propina.
Se alejó caminando entre la humareda, esquivando los escombros arrojados por la venganza. Notó que recién comenzaban a acercarse los primeros curiosos.
Era una tarde espléndida.

17 de noviembre de 2011

Otros tiempos

En otros tiempos la soledad era una cuestión geográfica, de dificultades a la hora de movilizarse. La pertenencia a un lugar, en ocasiones, sucedía a la fuerza. Pero el mundo ha evolucionado. Hoy nadie pertenece a ninguna parte y la soledad es un capricho de quiénes desean estar solos.
Alumbrado por la frágil lámpara del escritorio, Sergio se entregaba a la compañía de sus amistades. Quién diría que aquel pequeño departamento cobijaba más de cien personas. Claro que ninguna ocupaba un lugar físico. No era necesario visitar a alguien para estar cerca, aquello era cosa del pasado. Una computadora, una conexión a internet y el planeta se inclinaba en señal de respeto. El mundo venía a uno, con un solo click.
La noche transgredía la armonía rutinaria de la realidad que asomaba por la ventana, casi como un objeto más, indiferente. A un lado del ordenador, un televisor de alta resolución transmitía noticias como un loro parlanchín, al ritmo de la frenética exposición de imágenes que se sucedían una tras otra, en un collage de sangre, hambre y muerte.
Sergio miraba de reojo, muy de vez en cuando. Pero aquella pantalla le traía lo que se perdía, por quedarse allí, delante de la pc. El teléfono celular ahora descansaba al lado del teclado, pero solía vibrar con urgencia bastante a menudo. Las voces familiares viajaban por redes invisibles de boca a oído y viceversa, no importara dónde ni cuando.
Aquello era una central de operaciones moderna. No se gestaba ninguna guerra, sino lazos de amistad por todas partes. En un segundo, a cada instante, casi por arte de magia. Ni fronteras ni distancias. El chat, la cámara, los correos electrónicos y los mensajes, yendo y viniendo, como un proceso natural en la evolución del hombre, de la tecnología fruto de su creación.
De pronto, Guadalupe dejó de responder. El le escribía, pero no había contestación. Le resultó extraño. Le preguntó a otro amigo si tenía problemas con el chat, pero tampoco contestó. Algo había pasado. Quiso abrir una página y la fatídica leyenda se hizo presente: no se podía encontrar la página. El temor de los temores, la pesadilla. Se había cortado el servicio de internet.
Buscó el router, ese aparatito ignorado, escondido lejos de la vista, del que dependía su mundo. Lo apagó y encendió. Nada. La absoluta nada. Sintió un vuelco en la zona del abdomen, una señal de malestar.
No podía estar ocurriendo. Desconectó todo. Muchas veces le habían dicho que apagando y prendiendo se solucionaban la mayoría de los problemas. Encendió, esperando el milagro.
Escuchó el ruido del disco rígido mientras el nerviosismo palpitaba en sus sienes. Pero el sonido cesó. La pantalla permaneció en negro y el fantasma del olor a quemado envolvió la sala. Corrió a desenchufar los cables pero ya era tarde. La fuente de energía había dicho basta.
Se tomó la cabeza con ambas manos, impotente. Aquello era un puñal en el corazón. Necesitaba ya mismo un delivery, alguien que conociera la ciudad y fuera en busca de un reemplazo. Se apresuró a tomar el celular, las manos le temblaban. Fue muy torpe. El pequeño aparato resbaló de su mano y cayó con fuerza al suelo. Provocó un sonido desgarrador. Una parte salió disparada debajo de la mesa y otra quedó girando sobre si misma, delante de sus ojos.
Aguardó a que ese incesante movimiento terminara, y fue como una última exhalación. Se agachó con angustia para comprobar que su celular ya no servía. Estaba hecho añicos. Pensó en Guadalupe, en sus amigos, en la preocupación que tendrían ante la inesperada desaparición. Se apoyó en la mesa, apesadumbrado. No vio el televisor y su codo lo golpeó. Cayó pesadamente, con un estruendo como corolario.
El pánico lo asaltó. Estaba solo en la habitación, rodeado de los restos de su tecnología. Era una zona de desastre. Contenía las lágrimas, por la incomprensión misma. No tenía a nadie a quién acudir, no tenía forma alguna de contacto. Por primera vez, se sentía en soledad.
Atisbó a mirar la puerta. Pero no se animaba a salir. ¿Quiénes vivirían en ese mismo piso? ¿Quiénes serían sus vecinos? ¿Abrirían la puerta para dejarlo hacer una llamada? Las dudas lo asaltaban, pero también el terror. Salir fuera de aquel lugar era una idea en la que no pensaba desde hacía tiempo. Pero debía hacerlo, respirar hondo y tener el coraje...
Tomó la decisión en un cerrar y abrir de ojos, mientras la luna engalanaba a sus espaldas el marco oscuro de la noche. Corrió a la puerta y se topó con ella. Rebotó como un saco de huesos y quedó tendido en el suelo. El picaporte no se había abierto cuando tiró de el. Lo recordó. Se activaba con una clave. La había colocado por seguridad, para que nadie lo perturbara.
Pero no la sabía. No la tenía en su mente. Para qué, había pensado en su momento. La guardaba en su correo electrónico y una copia en su celular. Se puso de pie, dolorido.
Golpeó con sus manos la puerta, esperando que alguien lo oyera. Golpeó y golpeó. Pero nadie lo escuchó. Estaban todos en sus departamentos, junto a cientos de amigos, viviendo sus vidas, sin importar el mundo, las distancias, las barreras.

14 de noviembre de 2011

Hasta el domingo que viene

Son traicioneros los recuerdos, sobre todo aquellos que vienen desde hace mucho tiempo, de cuando uno es niño, vislumbrando las imágenes veladas por cierto matiz sepia, como provenientes de otra vida casi inalcanzable.
Con los años, uno intenta darle un marco, un contexto, ubicar esas imágenes sueltas en un ámbito más grande, que entonces era ignorado y que luego se instala naturalmente, como todas las cosas que llegan en su debido momento.
De pequeño, cada domingo íbamos con papá a la cancha del pueblo. Era el día sagrado, que comenzaba bien temprano, con mis quejas para evitar la misa, la obligación inevitable a la que asistía llevado a los empujones por mamá y el regreso por las veredas repletas de árboles y sombra, ahora contento, porque por delante solo quedaban horas para disfrutar.
El pollo a la parrilla, que se degustaba en un santiamén, el postre y esa sobremesa tan amena, a la que se sumaban dos tíos que vivían cerca y llegaban para el café con sus novias.
Cuando mamá comenzaba a levantar los platos sucios, con papá nos poníamos en marcha. Ropa para ir a la cancha, la bandera del club y unas monedas para comprar golosinas a la pasada.
En las calles los rostros habituales, seguidores del equipo, también emprendían el religioso andar hacia el otro lado de la ruta, donde estaba el predio con el campo de juego y las tribunas de madera.
No importaba cómo íbamos en la tabla de la liga, estábamos ahí para apoyar. El club llevaba el nombre del pueblo y eso lo hacía una razón más que obvia para dedicarle la tarde y todo nuestro entusiasmo.
La imagen, en realidad, comienza ahí, en la tribuna. Por alguna razón, me llamaba la atención la presencia de gente mayor en los partidos. Mientras el resto de los presentes saltaban, gritaban, alentaban, esas personas que para mi eran todos abuelos, disfrutaban de otra manera, casi en silencio, con la mirada siempre atenta al partido pensando vaya a saber en que cosas del pasado.
Don Galván, que los días de la semana era común verlo en su taller de calzados, se sentaba en dirección a la línea media de la cancha. Era sin dudas el mejor lugar para ver un partido. Nosotros buscábamos también una ubicación cercana a esa posición. Por lo que era habitual cruzarnos en la tribuna.
Llegaba temprano. Creo, sin temor a equivocarme, que miraba completo el partido de reserva. Se sentaba en el tablón de madera, radio portátil en la mano (que cuando el griterío arreciaba, acercaba al oído), sacando los ojos de la cancha solo en ocasión de saludar a conocidos que pasaban a su lado.
Cuando terminaba el partido y mientras nosotros nos quedábamos en las gradas, porque papá compartía inquietudes (cuando no, críticas) con otros vecinos, era común verlo descender con sumo cuidado tablón por tablón, temiendo en mi caso por su salud, porque su cuerpo se veía tan frágil que en mi joven imaginación, una brisa podía sacarlo volando fuera de la cancha.
Al caer la noche, papá me hacía otra invitación Ya relajado de la tarde repleta de algarabía, bañado y limpio por orden de mamá y la ya sabida frase “mañana tenés escuela”, era momento de ir a la rotisería para encargar una pizza o empanadas, que eran la especialidad de doña Paula, la dueña del lugar.
La rotisería funcionaba en un local frente a la cancha, pero de este lado de la ruta. Antes había sido un bar, durante muchos años. Y quizá por eso, es que aún conservaba la barra antigua y las mesas, donde la gente mayor continuaba yendo a tomar algo o jugar algunas partidas al truco.
Mientras aguardábamos que se hiciera la pizza o nos calentaran las empanadas, papá se acercaba al televisor y se quedaba mirando lo que estuviese puesto, que con seguridad era un partido de fútbol.
En cambio, yo me entretenía mirando una mesa sobre la pared opuesta, en la que veía al viejo Galván y otros hombres mayores, charlando con efusividad, riendo otras veces, mientras los vasos de vinos apoyados sobre la mesa iban y venían de la madera a la boca, en un viaje incesante, repleto de misterio para mis escasos años de vida.
No se si alguna vez repararon en mi o si acaso sabían quién era. Lo cierto es que a lo largo de lo años intenté recrear esas imágenes sueltas que me llegaban como fragmentos de una vida anterior, hasta finalmente poder armar el rompecabezas y tener la posibilidad de compartir este recuerdo en forma completa.
Claro que ello me llevó a otra cosa, aún más compleja. Imaginarme la otra parte de la historia y vaya uno a saber la razón (porque la sola idea de por si me parecía extraña), lo hice.
Intenté con la mente hacer el recorrido de don Galván, desde que bajaba esos tablones hasta esa mesa en lo de doña Paula, donde a diferencia de la cancha, se lo veía tan exultante y agradable, como si en la cancha le hubiesen robado algo y en el bar, se lo hubiesen devuelto.
Me lo hice caminando con paso lento hasta el borde de la ruta, aún con la radio encendida, seguramente escuchando un partido de AFA o los comentarios de la jornada, ya finalizada. Su andar lento lo obligaba a esperar hasta que no vinieran coches en ninguna de las manos. Una vez del otro lado,  subía a la vereda y caminaba bajo los árboles, donde el trino de las aves ofrecía una sinfonía que invitaba a sentirse bien.
Llegaba a su casa, donde Tita su mujer, la modista del pueblo, lo esperaba con el mate recién hecho. Compartían aquellos amargos con la mansedad de los años, la tranquilidad de tenerse el uno al otro, el cariño que no se dice pero se siente. La tarde caía de pronto y sin apuro, ponían la mesa, preparaban la comida y se sentaban en silencio, a disfrutar del rejunte del mediodía.
Entonces don Galván, al terminar de comer, se ponía de pie, se acercaba a Tita y le daba un beso a la mejilla, al tiempo que le anunciaba: “Me voy un rato al bar”. Tita asentía con naturalidad, mientras se aprestaba a recoger la mesa.
Si hacia frío, se ponía una campera liviana. Si el clima era agradable, salía como estaba. Llegaba al bar, que ahora atendía la hija del cordobés que supo ser dueño del lugar, y buscaba su mesa habitual. Ya no era un bar, estaban dedicados más a las comidas que a otra cosa. Pero ni a él, ni a sus conocidos de siempre, aquello le resultaba un impedimento. Tenían su mesa, sus vasos de vino y mucho para hablar.
Como no podía ser de otra manera, se empezaba hablando de fútbol, del partido del club, de lo que había pasado en el ámbito nacional, para luego meterse en anécdotas de otros tiempos, en recordar a jugadores que aún jugaban en sus retinas como si fuera hoy, lo que les traía nostalgias, pero también alegrías, como así discusiones, pero en todo momento amistosas.
Y así transcurría la maravillosa noche de domingo, hasta que alguno se daba cuenta de la hora y comenzaba a despedirse. Tras eso, la mesa no duraba mucho tiempo más. El adiós, la promesa de repetir la charla en una semana y “chau, hasta el domingo que viene”. Luego a cada uno le llegaría el lunes, la rutina, el trajín, la casa, ir al médico, pagar los impuestos, hacer los mandados. La vida. Esa que solo se detenía durante un par de horas en aquella mesa del bar frente a la cancha, los domingos por la noche.
Cuando me fui a estudiar a la ciudad, dejé de pesar en el viejo Galván. Supe años después que le había tocado la hora. Supuse que todos aquellos que dejábamos de ver, corrían la misma suerte, con la diferencia que a unos, más que a otros, extrañaríamos en algún momento.
Me recibí de médico en ocho años. Un logro, verdaderamente. Tuve la chance de quedarme en la ciudad, pero no quise. No solo porque había terminado con un noviazgo de tres años, sino porque añoraba mi pueblo, sus calles, sus aromas, los domingos en la cancha, mis amigos, mis viejos. Así que volví y vaya el destino, me enamoré de una chica, Noemí, que resultó ser nieta de Galván.
De todas maneras, hasta ahora nunca le dije de mi sana obsesión con su abuelo, quizá por temor a que no comprenda todos los misterios que significaron en su momento para mi aquellas postales, la de verlo con radio pegada al oído, luego verlo cada domingo charlando con sus amigos en la mesa del bar, degustando un vaso de vino. Entonces, aquel era un mundo de gente grande, tan ajeno a uno, que cada matiz era como una pincelada de curiosidad en mi mente.
A Tita la he conocido, pero dudo que su carácter sea el mismo. La noto triste, como buscando a su esposo en cada oración que pronuncia, en cada rincón de su hogar. Creo que en ocasiones, cuando uno se va, se lleva parte del otro, sin que este se de cuenta.
Hoy Noemí me ha pedido que compre empanadas en lo de doña Paula. Está muy avejentada, pero sigue preparando manjares. Es domingo y me ha sorprendido, al entrar, encontrar el lugar vacío. Pero lo que más me abrumó, al poner un pie en el local, tras varios años de no hacerlo, es que todo está tal cual lo recuerdo. Solo el televisor es más moderno y por supuesto, las botellas detrás de la barra no son las mismas.
Le pregunté a doña Paula cuánto iba a demorar y si podía aprovechar esos minutos en tomarme un vaso de vino en una de las mesas. No se cuál fue la razón, ni espero comprenderla algún día, pero me dirigí a la mesa donde solía ver a Galván y los otros hombres mayores. La mujer me trajo el vino y una servilleta.
Me quedé mirando el vaso, como hipnotizado. Ni siquiera me gustaba demasiado el alcohol. Noté que le faltaba algo al cuadro. Estiré un brazo y de otra mesa tomé el cenicero. Ahora si. Estaba completo.
Entonces, una silla a mi lado se hizo hacia atrás y apareció Galván para tomar asiento. Las otras sillas también chirriaron contra el piso al moverse. Habían llegado los demás. Nos saludamos, se saludaron y con un simple movimiento de cabeza, uno de ellos llamó a doña Paula. Llegó a la mesa rejuvenecida, con una bandeja con cuatro vasos con vino. Los sirvió con una sonrisa, mientras los hombres le decían piropos sanos e inofensivos.
Galván dijo que el partido le había parecido aburridísimo. Yo, que había estado en la cancha, asentí con vehemencia. Los demás opinaron lo mismo y le echaron la culpa al técnico, que mandó al equipo a defender. No me pareció bien que toda la cruz recayera sobre el técnico y lo hice saber. Galván preguntó entonces quién era el responsable y salió hablando de un jugador que cincuenta años atrás había sido jugador y entrenador al mismo tiempo.
El diálogo fue fluyendo por el tiempo, mechándose de diversas anécdotas, mientras nuestros vasos nos entregaban el reconfortante líquido, que nos embellecía el espíritu.
A los otros dos que ingresaron, no los vi hasta que estuvieron en la barra. Primero no los reconocí. Solo cuando el chiquillo giró hacia la mesa, comprendí que aquel era mi padre y el pequeño, era yo. En ese momento un fragmento sepia se coló en mi retina, un recuerdo olvidado, la noche en la que junto a los viejos había un joven que me llevó a preguntar qué hacia allí, quién era, como osaba a romper la armonía de cada domingo. Miré al niño con detenimiento, pero solo un instante, no pude menos que bajar la cabeza.
Me sentí aterrorizado. ¿Qué sucedía realmente? ¿Aquellos eran fantasmas que habían venido a mi mesa o el fantasma era yo, retrocediendo en el tiempo para compartir esa necesidad por la que pugnaba mi alma, de reconstruir un ayer misterioso y a la vez atractivo, que por años carcomiera mi cabeza...?
Una mano suave me sacó del ensueño. La voz de Noemí llegó a mis oídos, tan repentinamente que me sobresaltó: “Norberto, ¿estás bien? Salí a buscarte, me tenías preocupada”.
Mis ojos fueron a la mesa, donde solo un vaso a medio tomar y un cenicero, ocupaban su superficie. Las sillas estaban vacías y los demás vasos habían desaparecido. En la barra no había nadie, tan solo, del otro lado, doña Paula otra vez avejentada.
Volví la mirada a Noemí, tan dulce y hermosa. No sabía que decirle, ni tan poco podía confesarle. No se que pensaría de mi. Me excusé, de manera simple: “Disculpame amor, se me fue el tiempo de la cabeza”.Fuimos hasta la barra, pagué las empanadas y tomados de la mano, salimos. Pero en un acto natural, casi sin pensarlo, antes de cerrar la puerta, la miré a doña Paula y a la distancia le grité: “Chau, hasta el domingo que viene”.

11 de noviembre de 2011

Las seis rayas

La vieja leyenda era profética, pero como tal, desestimada, olvidada en los anaqueles de la biblioteca, donde los libros reposaban para la eternidad, sumando una capa de polvo tras otro.
El pueblo, otrora gran punto de referencia entre los bosques de la zona, estaba abandonado a su suerte, como cruel broma del destino, que osó llevar los nuevos y veloces caminos más hacia al este, sumiendo a los pobladores en un aislamiento geográfico que pronto degeneró en algo peor: quedarse en el tiempo, ajeno a los progresos.
En aquel estancamiento, perecieron también las posibilidades de dejar atrás los fantasmas que todo lugar posee, como herencia del tiempo, las maldades de la gente y el demonio mismo. En cada cimiento y en cada persona, habitaba un recuerdo, una historia, un legado del pasado devenido en una bruma que envolvía el alma y la materia.
En cualquier latitud, un paraje de esa índole sería considerado un pueblo maldito. Sin embargo, allí, dónde ningún camino llegaba, el sitio era tierra del olvido, que no podía espantar a nadie, pues todos los que en sus tierras nacían y perecían, formaban parte del mismo círculo.
Y debido a que las fechas habían perdido importancia, el tiempo se detuvo. Proseguía, claro que si, en la sucesión diaria de amaneceres y atardeceres, y los contrapuntos del día y la noche, pero nadie llevaba la cuenta, a nadie le importaba.
Incluso el lenguaje era algo trivial, empleado con justeza y cuando la necesidad era mayor y la circunstancia así lo requería. Los gestos lo eran todo. Se aprendía a leer, por una cuestión de inercia. Aún, los viejos volúmenes de cientos de páginas almacenados en las viviendas o la biblioteca misma, motivaban la curiosidad de ser leídos.
Las sociedades modernas huirían despavoridas con tan solo ver las costumbres de aquel lugar, o sus vestimentas. Ellos cultivaban su tierra y producían sus alimentos. No necesitaban a nadie más, aunque estaban tan alejados de todos, que era probable que también hubiesen olvidado la existencia de otros seres humanos.
Incluso los animales eran proclives a evitar aquel sitio. Y fuera de allí, las referencias sobre ese pueblo perdido eran muy vagas. Mientras algunos ponían énfasis en la existencia del mismo como una mera leyenda, otros decían aseverar donde estaba emplazado pero enumeraban los peligros que podían existir para llegar o para sobrevivir al mismo.
Y por esa razón, ante la inexistente comunicación entre aquel lugar enigmático relegado por la historia y los avatares del destino, y el resto de la humanidad, atenta a sus propios avances y fracasos, es que nadie pudo evitar lo que estaba dicho de antemano, escrito de puño y letra de un profeta, casi quinientos siglos atrás.
Mientras aquellas hojas marchitas y amarillentas se cubrían de telarañas y en su interior escondían recelosa la historia ya escrita, con tinta de sangre, en una de las últimas casillas del pueblo nacía un niño, robusto, de buen peso, del que sus padres esperaban lo mismo que para sus hermanos: buenas piernas, buenos brazos y trabajo continuo en el labrado de la tierra.
Y en tanto ese alumbramiento no alegraba a nadie, en la ciudad próxima más importante, una pareja primeriza celebraba entre abrazos el momento cumbre de aquella relación, que había acontecido segundos antes y cuyo fruto se mecía ahora en los brazos de su madre. Un niño hermoso, de rasgos fuertes, como sus abuelos, y el mentón de papá, según mamá.
Un oceáno de por medio, al mismo tiempo, el ciclo alcanzaba su cénit. El niño recién nacido había sido abandonado envuelto en apenas una frazada, que lastimosamente lo cubría de la nieve que el cielo arrojaba con parsimonia sobre las calles.
Algo los unía, además de aquella profecía robada a la memoria y desterrada en un pueblo maldito. Dos rayas en la piel, dos marcas que surcaban verticalmente las espaldas de las criaturas. Dos por cada niño, seis rayas en total.
Estaba escrito que ocurriría y en la fecha prevista, la misma que los niños mostraban ante los ojos atónitos que carecían de las piezas para develar el misterio. Y que no supieran, les aseguro, era mucho mejor.
Todo esto está ocurriendo. Hoy es la fecha, hoy es 11/11/11. El día de las seis rayas. Aquel que fuera profetizado y condenado al olvido, que quizá sobreviva en las maderas de alguna vivienda o memorias de algún habitante de aquel pueblo en medio de la nada, pero que el resto del planeta ignora.
¿Qué dice la leyenda? No lo querrán saber. Les diría que aprovechen sus vidas, tan solo eso. No queda mucho tiempo por delante, pronto el olvido nos envolverá a todos, sin hacer preferencias. Cuando las seis rayas estén juntas, no quedarán ganas ni siquiera de tener esperanza, porque incluso la esperanza, estará maldita.

8 de noviembre de 2011

Estruendo en la nada

Se escucharon los ecos del estruendo alejándose en la noche. Un perro viejo ladró a la distancia, pero fue la única respuesta que llegó a sus oídos. El humo se elevó cansino desde la punta del revólver hacia el cielo estrellado, casi como una necesidad de expresar que lo consumado no tenía marcha atrás.
El campo lo rodeaba a sus anchas y se supo solo. Sin testigos. La muerte había hecho su parte, tal como lo esperaba. Las cuentas saldadas, el pasado pisado. Guardó el arma, cerrando los ojos para beber aquel silencio.
Sintió así la corriente fresca de aire, el murmullo de los grillos, el croar de alguna rana en la espesura. Su piel se erizó, pero se sentía bien. Rejuvenecido. Aquel disparo había obrado el milagro, el que había perseguido por años, tras mucho sufrir.
Aún podía escuchar el sonido retumbando en la noche. Pero solo en su memoria. La oscuridad ahora estaba sumida en una intensa paz. El horizonte se veía distante, pero amigable. La luna se erguía sobre su figura, pero sin verlo. Si en cambio, veía el cuerpo caído de espaldas sobre las matas de yuyo.
Ese cuerpo que en algún momento, lo había cobijado.

5 de noviembre de 2011

El hombre que calificaba edificios

Viajar en tren no era una de sus debilidades, al contrario, lo detestaba. Pero aquello era su culpa y de nadie más. Tendría que haber reservado el pasaje de avión con anticipación y no acordarse el día previo. Era el tren o nada.
El bamboleo en el asiento le daba naúseas. Y si eso le parecía poco, no podía evitar advertir que el hombre que estaba sentado a su lado lo miraba de reojo con bastante frecuencia.
¿O me conoce o quiere iniciar un diálogo? pensaba escápandose con la mirada por la ventana, viendo desfilar el horizonte a gran velocidad, como una imagen repleta de manchas que viajaban en dirección contraria. Era lo segundo. No tardó en comprobarlo.
- ¿Sabe a qué me dedico? - preguntó el desconocido, mostrando una amplia sonrisa y ningún indicio de estar sintiéndose una molestia para el casual compañero de viaje.
Más por respeto que por otra cosa, meneó la cabeza, dándole el pie que el otro necesitaba para iniciar ese antojo de hablar que sin dudas lo perturbaba.
- Califico edificios.
- Ajá - contestó mirándolo sin muchas ganas, aún absorbido por el difuminado paisaje exterior.
El hombre de la amplia sonrisa se quedó mirándolo, como esperando la pregunta que le permitiera develar el misterio tras esas dos primeras palabras. Pero no la iba a encontrar. Aunque difícilmente se diera cuenta de ello. Tan solo, como toda persona que ya ha decidido que seguirá hablando de lo que a otros no les importa, abrió la boca una vez más.
- Si señor, califico edificios. Usted se preguntará, como todo el mundo ¿cómo es eso? Y como soy una persona que gusta de compartir conocimientos, pasaré a explicarle.
Incrédulo, dejó de mirar por la ventana. ¿Tan grande podía ser el castigo por no haber reservado el pasaje de avión con antelación? No podía creerlo.
- Mire - prosiguió el hombre, mostrando dos hileras de dientes grandes y blancos - hay varias formas de calificar edificios. Las más comunes son por zonas, según el valor de los terrenos y el estatus con el que se proyecta cada uno. Otros prefieren determinar la calificación por los servicios, tamaño y cantidad de las habitaciones, entre otros chiches. Mi método, sin embargo, es totalmente diferente. Y, podrá comprobar, novedoso.
Su único escucha se limitó a observarlo, sin demasiadas pretensiones. Su rostro parecía resignado a tener que tragarse toda la perorata del desconocido.
- Yo los califico - prosiguió sin dejar de mostrar la sonrisa ensanchada - por la cantidad de suicidios.
¿Había dicho suicidios? Si, lo había dicho. ¿Calificaba los edificios por...? No podía ser cierto. Vaya fortuna la suya, tremendo loco se le había sentado al lado.
- Seguramente piensa que es extraño, pero por el contrario, es el mejor parámetro para tasar un edificio. Claro, me preguntará si es bueno que haya suicidios o es malo. Le digo un secreto - le dijo acercándose y bajando el tono de la voz - Es bueno que se suicide gente en un edificio.
El hombre hizo un silencio, como dándole el tiempo necesario a las palabras para surtir efecto en el otro. Y si, el efecto se producía, pero no tanto de sorpresa, sino de fastidio. Loco era poco, ese tipo estaba demente. Y tendría que aguantarlo sin poder descansar hasta llegar a destino.
- ¿Dónde está el eje de esta teoría? En que un edificio sin suicidios carece de personalidad. En cambio, en uno donde se hayan producido uno o más, la idea que se hace del mismo es otra. Imagínese la situación, una pareja caminando por la calle y el hombre que le dice a su mujer: "Mirá Raquel, aquel tiene pisos en venta, pero sé que ahí no se suicidó nadie". Entonces Raquel le quita importancia al asunto y se esfuma cualquier posibilidad de venta. ¿Me capta? ¿Me sigue con la idea?
¿Lo seguía? No, claro que no. ¿Pero iba a decirle que no a un demente? Movió la cabeza, afirmativamente, casi por instinto de supervivencia.
- Ahora bien, usted pensará que un hecho trágico puede afectar el valor de un inmueble. ¡No! Se equivoca. Más personas querrán experimentar el vínculo existente entre el lugar de la tragedia y los sentimientos que hayan quedado allí pendientes de resolución. Es por eso que en ciertos edificios los suicidios se suceden uno tras otros. Porque es el mismo sentimiento que se repite. Claro, con distintas personas. Eso es obvio. Pero la tragedia atrae ¿me entiende?. Si yo le digo, tengo este departamento a cincuenta mil dólares, pero es virgen en materia de tragedias, ningún suicidio y a la par le pongo este, que sale cien mil más, pero tiene tres suicidios en su haber ¿con cuál se va a quedar? Obvio que con el de ciento cincuenta mil. ¡Imagínese! Sentirse envuelto por la muerte y hasta tener la posibilidad de mirarla a los ojos. No tiene precio. Vale cada centavo. ¿O me va a decir que no?
Le tenía miedo. Si, mucho miedo. Ya no era la sonrisa cínica, su loca idea de los suicidios. Sino el terror surgía por cómo pronunciaba la palabra "muerte". Parecía articular cada músculo de su boca, como saboreando el sonido de esas seis letras. Aquello ya lo apartaba de la idea de un hombre demente y lo acercaba al de un psicópata. Ya se imaginaba la mano de su interlocutor viajando hacia el interior del saco y extrayendo un cuchillo de carnicero o más lejos aún, una pistola con silenciador, como en las películas.
- Así que mi trabajo consiste en constatar los suicidios y si la tragedia es real, incrementar el valor de los inmuebles. No es tarea fácil, le digo. Fíjese que muchos propietarios intentan engañarme, matando a uno que otro y queriéndolo hacer pasar por suicidio, pero diga que uno es ducho en el tema y rápido se da cuenta. ¡No por nada gano lo que gano haciendo esto! - aseveró.
Se rió con ganas, golpéandose las rodillas con las palmas de la mano. Luego emitió un suspiro largo y sereno.
- No hay nada como este trabajo. Ahora voy para el interior, tengo que calificar dos edificios. Parece que en uno se suicidó un joven por amor y en el otro, dos ancianos, cansados de los achaques de salud, dejaron adrede abierta una llave de gas. Son dos casos distintos. Se va a cotizar más el edificio del joven, porque es una tragedia más impactante. Imagínese, un joven en la flor de la vida, le parten el corazón y paf, un sopapo de la vida. ¿Qué hace? ¿Enfrenta la vida o se mata?. Se mata y punto, para qué sufrir. Los dueños del lugar, chochos de la vida. No faltará quién especule que la piba con la que salía estaba arreglada con el dueño y esas cosas. Pero bueno, aquí entro en juego. Primero evalúo, hago mis pericias y constato que haya sido un suicidio real. Si lo es, ponemos precio. El de los viejitos, seguro el valor crecerá, pero no tanto. Son viejitos, usted sabe. Ya la han vivido, es una tragedia aceptable. En cambio el pendejo no, ese si que cotiza.
Le guiñó el ojo, como haciéndolo cómplice de ese secreto del negocio. No podía sentirse más incómodo. Deseaba poder asentar otra vez su atención en la ventana, pero desviar la mirada en ese momento tan crucial podía significar perder la vida. Si, porque ese tipo otra cosa que psicópata no podía ser.
- ¿Y usted? - preguntó el hombre - ¿No pensó nunca en incrementar el valor de su departamento? Porque supongo que vive en un departamento, digo, por la manera en la que mira el paisaje se ve que no está acostumbrado a eso. Mire que si tiene familia, les va a dejar una linda herencia. Lo mejor es aprovechar antes de los cuarenta. A usted le calculo unos treinta y algo. ¿No me equivoco, verdad? Bueno, no le estoy diciendo que vaya y se pegue un tiro ya mismo - rió con ganas y prosiguió - pero téngalo en cuenta. Antes de bajar le voy a dejar mi tarjeta. Y cualquier cosa me llama. Así ya voy preparando los papeles. Sabe, cuando lo vi acá dije "este tipo debe darse cuenta cuando hay una buena oportunidad dando vueltas". Por eso es que le cuento todo esto. Pero no lo importuno más. Hablar tanto me ha despertado el sueño, así que voy a intentar dormir un poco. Le sugiero que haga lo mismo, mire que el viaje es largo. Yo que usted hubiese viajado en avión, tiene pinta de habérselo podido costear. La próxima no sea tacaño y viaje en avión.
El hombre se acomodó en su asiento y cerró los ojos. Al minuto roncaba plácidamente. Él, sin embargo, no pudo ni siquiera cerrar los párpados. La sensación de estar mirándose ante el espejo del baño de su departamento, con la hoja de afeitar acariciándole con frialdad las venas y arterias de su muñeca, se le hacía a cada segundo más real.

2 de noviembre de 2011

En el puente

El puente es vértigo, es final. Es el equilibrio entre la vida y la muerte. El puente lo resume todo. Allí está parado Romeo, con la vista al horizonte, en un amanecer sombrío, esperando el momento de partir.
La vida no es justa, piensa, mientras enumera sus penas. Son muchas, a pesar de la edad. A veces no es necesario vivir por años para comenzar a sufrir. El destino se empeña con ello. Una y otra vez.
La brisa lo hace oscilar. Sus piernas aún están firmes en el borde mismo, pero el eje vertical se mantiene recto. Cierra los ojos, una vez más. En parte para volar en el tiempo y en parte para ocultar las lágrimas que quieren viajar barranca abajo, sobre sus mejillas.
El viaje en los recuerdos no es muy lejos. Es hasta la tarde anterior. Cercana, palpable. Duele tanto como en ese instante. Su corazón siente parir el mismo dolor. La misma angustia.
Está con su novia, pero ella le es esquiva. Se muestra rara, contestando con monosílabos. El se exaspera, le grita. Ella lo empuja, lo insulta. Le dice que ya no lo ama. Y lo deja en aquel oscuro pasillo del colegio.
Sale a la calle, detrás de ella y la corre. La sujeta del brazo, quiere hablar, quiere preguntarle que le pasa. Pero lo rechaza, lo golpea con sus cuadernillos y le escupe la cara. Ahora si, la dejar ir. Se siente desorientado, incrédulo.
Entonces, sin pensarlo dos veces, sigue sus pasos. Desde lejos, para que no se percate. A medida que la tarde se va, las sombras juegan con su persecusión silenciosa. Toma un camino que no le conoce, un rumbo que no es su hogar. Y entonces, se detiene frente a una puerta y toca el timbre. Espera con su figura delgada y su cabello lacio, del color del sol. Alguien sale a recibirla. Y ese alguien la abraza y la besa.
El alma cae hasta el suelo, se desarma. Duele más que el escupitajo. Es un sabor amargo intenso. Y se cree morir.
Abre los ojos. El amanecer está en su esplendor, aunque no es brillante. El día no lo será. El puente lo sostiene sin mucha convicción. Respira profundamente, deja entrar el aire a sus pulmones y luego lo exhala. Una y otra vez. Está cansado, casi no ha dormido. El puente ya deja de llamarle la atención. Con cuidado desciende y comienza a caminar por la calzada. Su figura se va alejando a medida que el destino lo recupera para sus propósitos.
En el fondo del puente, varios metros más abajo de donde pasan los coches de un lado a otro, relámpagos ajenos a ese punto del planeta, los dos cuerpos yacen casi abrazados. Novia y amante, dormidos para siempre. Ya no respiran, ya no exhalan, ni lo harán jamás.