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31 de agosto de 2012

El moderador de contenidos

Me encontraba escribiendo delante de la computadora, como cada noche, cuando escuché el timbre. Me sorprendió tanto la hora en la que alguien me estuviera visitando como el propio hecho de que alguna persona se dignara en hacerme una visita.
Al abrir la puerta de calle no encontré a nadie conocido. Pero había alguien. Era un hombre desgarbado, de sobretodo color ocre y sombrero a tono. Lucía una barba candado y llevaba un maletín que sujetaba sobre el pecho, aferrado por su brazo izquierdo.
Me tendió su mano y se presentó: Augusto Locorso, moderador de contenidos.
Respondí el saludo por educación y me quedé mirándolo. No sabía que venía a venderme y más siendo tan tarde. No necesité invitarlo a pasar, él mismo lo hizo, sin mediar palabra alguna. Cuando me di cuenta, estaba en mi sala. Se quedó allí, parado, esperando que cerrara la puerta. Lo hice, aún sin salir de mi asombro.
- Un vaso de agua está bien - me dijo.
No comprendí y lo debo haber observado de forma extraña, porque de inmediato agregó:
- Digo, un vaso de agua, para cuando usted me ofrezca algo de beber. Me gusta anticiparme a los hechos, es vital contar con una respuesta para todo, más en estos tiempos que corren tan vertiginosos.
Estupefacto, me dirigí a la cocina y regresé a la sala con el vaso de agua en la mano. Locorso ya no estaba allí. Me alarmé, como correspondía para una situación así. Había un extraño en mi casa y ahora se me había perdido. Podía estar robando en cualquier habitación. Sin embargo su voz me llegó desde el estudio.
- Filomeno - Filomeno es mi nombre - ¿esto que tiene aquí es su próxima novela?
Me apuré en llegar hasta la computadora, volcando gotas de agua por todo el camino. Nunca mostraba mis escritos en proceso y menos a un desconocido. Estuve a punto de recriminarle su actitud al entrar al estudio, pero verlo sentado en la silla, colocándose unos lentes al tiempo que tomaba control del mouse e iba al principio del texto, me shockeó.
Quedé mudo. Era como llegar temprano y encontrar a tú mujer leyendo el diario desnuda en las piernas del diariero. Sentí que estaban manoneseando mi manuscrito, que el mouse recorría sus partes íntimas, previo a haberle quitado toda su ropa.
Logré vencer el síndrome de estatua que me dominaba y dejé caer el vaso. El sonido sobresaltó a Locorso, que desvió la mirada hacia donde me encontraba.
- Filomeno, mire que dejar caer un vaso encima de esa alfombra persa, que derroche por favor. Pruebe de prestar un poco más de atención.
Avancé decidido a tomarlo del cuello, pero el hombre me volvió a sorprender.
- No, imposible Filomeno querido, imposible que esto pueda salir publicado así - vociferó, visiblemente ofuscado.
Me detuve. ¿Se refería a mi novela? No podía creerlo.
- Mire Filomeno, acá usted está criticando al estado. No se puede. Esto no saldrá impreso, está fuera de toda discusión. Para que no se olvide, hagamos lo siguiente... - tomó el mouse, marcó varios párrafos y oprimió Delete.
Grité. Fue el "no" más fuerte que jamás había dicho. Locorso guardó los cambios y siguió leyendo, como si nada.
Me agarraba la cabeza, sentía la impotencia ganándome. Busqué a tientas algo con que pegarle a ese tipo. Había un paraguas encima de una pila de libros. Lo agarré con firmeza, como si fuera una espada. Pero él habló de nuevo.
- ¿Y ésto? Es una barbaridad Filomeno. ¿Piensa que puede meterle esto a la gente en la cabeza? No me subestime por favor.
Ante mis ojos borró todo un capítulo.
Agité el paraguas en el aire y lo lancé hacia la cabeza del extraño visitante. Estaba seguro que le rompería el cráneo por la fuerza que llevaba. Pero el paraguas atravesó el aire y golpeó el respaldo de la silla. Miré hacia ambos lados. ¿Dónde se había metido?
-Veamos - escuché su voz provenir de atrás del escritorio - En el tercer capítulo están de más los últimos cinco párrafos. Muy tendenciosos.
Quedé atónito. El archivo de texto se marcó solo y se borró sin que Locorso estuviera sentado al frente de la máquina.
- Y en esta parte del quinto capítulo, esta que le subrayo - varias oraciones aparecieron de repente resaltadas en amarillo - lo que dice está fuera de lugar, así que no me queda más remedio que suprimirla.
Corrí hacia Locorso, pero cuando llegué ya no estaba. Al girar lo vi de nuevo en la silla. Miraba de cerca la pantalla y su rostro se fruncía en gesto de reprobación.
- Sinceramente Filomeno, mirando bien, no creo que nada de esto valga la pena. No le haga perder tiempo a los lectores. Borremos todo.
Para cuando me abalancé encima de él, ya era tarde. La silla estaba vacía y el archivo había sido suprimido de la computadora. Busqué por todas partes a uno y a otro, pero no encontré en la casa a Locorso y en ningún pendrive o carpeta de backup al archivo de la novela. Grité fuerte, tan fuerte, que desperté a mi mujer.
Puso una mano sobre mi hombro y me zamarreó.
- Filomeno ¿estás bien?
Desperté muy confundido, envuelto en el espanto. Fui comprendiendo de a poco que todo había sido una pesadilla. Ella me calmaba pero no era suficiente, tenía un pálpito extraño. No atiné a cambiarme, ni nada. Salí de la cama semi desnudo y corrí al estudio. La computadora estaba prendida.
Me senté lentamente en la silla y me coloqué los anteojos que estaban al lado del mouse. Miré la pantalla y busqué el archivo. Allí estaba, donde siempre. Le hice doble click y se abrió. Estaba completo, tal como lo había dejado antes de acostarme. Suspiré aliviado.
Volví a la habitación relajado, con el corazón mucho más tranquilo. Al entrar el estupor volvió a invadirme. Mi mujer estaba desnuda leyendo el diario, sentada sobre las piernas de Augusto Locorso que le pasaba crema en la espalda.
- Hubiese sido muy fácil si todo era un sueño, Filomeno. Y ahora salga de la habitación, que lo que viene a continuación con su esposa, no puedo permitir que salga publicado.

28 de agosto de 2012

Tasador

Era inútil, por más que lo intentara no podía apartar su oficio de las cosas cotidianas. Y ese, era un problema difícil de sobrellevar, porque no era un docente o un filósofo, ni un médico o escritor.
Si la panadera cortaba una porción de torta, tal como le solicitaba día por medio, probablemente no coincidía con el precio que le daba.
- Cuarenta y cinco pesos, Ricardo.
- Analía, esa porción se la taso en treinta. Ni un peso más.
- Cuarenta y cinco, y cinco de pan, cincuenta. Pague y déjese de embromar Ricardo.
Y así, Ricardo, el tasador, pagaba y se retiraba con un sabor amargo, porque sentía que tenía razón.
Incluso la relación con su esposa se había visto empañada por la insistencia de él en hacer pesar su oficio en cada conversación.
- ¿Te gusta este nuevo peinado, Ricardo? ¿No me hace más joven?
- Te doy cuarenta y ocho años.
- ¡Pero tengo cuarenta y tres!
Era común entonces verlo salir a la vereda cubriéndose la cabeza, mientras volaba algún que otro elemento por el aire, proveniente del interior de la vivienda. Luego se escuchaba el portazo, que dejaba a Ricardo afuera, con aire de solitario y pinta de exiliado.
A veces esperaba que a su mujer se le fuera el enfado, sentado en la plaza. Allí solía conversar con algunos jubilados o con Jacinto el pochoclero.
- ¿Y? ¿Qué dice Ricardo? ¿Qué me dice de la selección de fútbol, cómo la ve para el próximo partido?
- Dos goles abajo, Jacinto.
- ¡Pero vienen todas las figuras y jugamos contra el peor de las eliminatorias!
- Dos goles abajo.
Evaristo, su amigo psicólogo, le dijo una tarde que el problema suyo no era querer darle un valor a todo, sino ser tan negativo.
- Tu apreciación es para cuatro puntos, Evaristo.
- No ves lo que te digo Ricardo, tenés una visión muy pesimista de todo.
- Cuatro, pero tirando a tres diría.
Una noche, mientras calculaba desde su cama el valor de cada estrella, según su brillo y tamaño, lo visitó la muerte.
- Ricardo, vengo a llevarte. ¿Algo que decir sobre tu vida?
- La verdad, no tuve tiempo para valorarla.
- Me imagino, siempre tasando cosas ajenas, relegando lo propio.
- No, jamás tuve interés y por eso no le brindé el tiempo necesario.
- Y si lo tuvieras, si ahora mismo te diera la oportunidad de volver a vivir tu vida, ¿podrías valorarla?
- ¿A cambio de qué?
- De tu alma.
- Mi alma al menos la taso en dos vidas.
- Negociemos Ricardo, puedo llevarte ahora mismo o a cambio de tu alma concederte una nueva oportunidad.
- Está bien. Te doy mi alma y vivo desde el principio otra vez toda mi vida.
- Exacto.
Ricardo volvió a nacer y creció sin alma. Su visión de la vida no distaba demasiado de la anterior experiencia. Y al momento de elegir su oficio, nuevamente se inclinó por la de tasador. Repitió sus mismos pasos y reiteró con exactitud cada paso de su primera oportunidad en el mundo.
El día que volvió a encontrarse con la muerte, ésta le preguntó por qué no había aprovechado la posibilidad que le había dado.
- ¿Qué posibilidad? - preguntó Ricardo.
- ¡La chance que tuvo de vivir de nuevo su vida! ¡Hizo todo como antes, tal cual!
- ¿Debía cambiar algo?
- Era la idea.
- Pensé que solo debía valorarla.
- Claro hombre, justamente. ¿Estaba conforme con tu vida anterior?
- Si
- Pero... me dijo que no tenía interés, que no había  tenido tiempo para valorarla.
- Bueno, ahora lo hice.
- Bien y que me puede decir entonces de su vida.
- Que no pude encontrar diferencia alguna entre tener alma y no tenerla. Supongo que es culpa de los números, tan fríos y precisos. Tuve una vida de siete puntos sobre diez.
- ¿Eso lo deja conforme? Bien, entonces es hora de llevarlo.
- En cambio - agregó Ricardo - su forma de obrar no pasa de un tres sobre diez.
- ¿Por qué tan bajo? - preguntó ofuscada la muerte.
-  Mucho preámbulo, no cumple de inmediato con su función, hace negocios poco entendibles y se quiere hacer la misteriosa apareciendo cuando nadie la espera y sin embargo uno la aguarda desde que nace.
La muerte se fastidió con Ricardo. Aquellas palabras la habían herido.
- Una le da otra oportunidad y así le pagan - se quejó - Ahora, como castigo, seguirás viviendo varios años más, hasta que me digne a volver.
Desapareció por la ventana que daba al patio. Ricardo retomó el cálculo del valor de las estrellas. A su lado su esposa roncaba plácidamente. Tasó la Cruz del Sur en una cifra astronómica, nadie en el planeta podría comprarla. Luego lo venció el cansancio y se durmió. Soñó que la muerte volvía y le quería devolver el alma.
- Ya no la quiero - le decía él - Sin alma, pocas cosas me lastiman. Aunque podríamos hacer un trato. Yo la acepto a cambio de que usted le ponga precio y valor a todas las cosas de la existencia.
En el sueño la muerte aceptaba y ponía en marcha una misión infinita. Ricardo se despertó riendo. Su mujer lo miró con bronca, malhumorada porque temía desvelarse. Él en cambio volvió a dormirse sin demasiadas vueltas, con la muerte tasando el universo, nadie moriría por largo rato. A eso le daba un diez. Aunque se tratase solo de un sueño.



25 de agosto de 2012

El chiflete

Mierda que hacía frío en la casa de la tía Elisa. Podía escuchar como le castañeaban los dientes a sus hermanos en aquella habitación de paredes celestes y techo muy alto. Pero lo peor no era eso, sino que tenía ganas de ir a mear.
Era una casa antigua, y parece que antes no gustaban de hacer el baño dentro, sino que preferían hacerlo aparte, en el patio. Por la ventana podía verlo. Una especie de cuartito, a cinco metros de la puerta trasera. En cualquier situación aquello no le habría preocupado, pero con seguridad estaba cayendo una helada.
Si intentaba dormirse, podía terminar todo mojado. Ya se imaginaba a sus hermanos riendo y a su tía castigándolo todo el día sin permitirle jugar. Tenía que ir.
Se puso las zapatillas para abrigar sus pies, aunque optó por no ponerse el pantalón. Al verse en el espejo, de zapatillas y calzoncillos, le dieron ganas de reír. Error. Aquello apuró la gestión de la orina por querer escapar de su cuerpo. Salió presuroso al pasillo, olvidándose de colocarse alguna campera o lo que sea para un mayor cobijo.
Abrió la puerta que daba al patio y el chiflete le penetró hasta el alma. Estaba seguro que si se meaba encima, el líquido no alcanzaría a mojarlo, porque se congelaría en el instante. Corrió hacia el baño y entró en pánico cuando al llegar a la puerta notó que no podía abrirla. Pensó que estaría cerrada con llave, que no llegaría hacer a tiempo de volver a la casa y buscarla. Pero, entonces, comprendió que estaba girando el pomo para el lado equivocado.
La puerta cedió con un sonido oxidado. El baño estaba frío y por el vidrio roto de una de las ventanas entraba un cihiflete aún peor del que lo había recibido cuando se asomó al patio. Estaba temblando de frío. Quería mear, pero temblaba tanto que no podía ni bajarse el calzoncillos.
Se iba a hacer encima, estaba seguro. La tapa del inodoro estaba baja. La quiso levantar, sin embargo el frío la había sellado.
- No puede ser - quiso decir, pero le salió un sonido gutural, muy difícil de describir. Los labios, morados, apenas si podían moverse. No tenía dominio sobre los mismos.
Su razón estaba confundida, daba órdenes pero el cuerpo no respondía. Las imágenes mentales parecían cubrirse de un manto blanco, como de escarcha. Y alrededor, el baño daba la sensación de estar cada vez más lejano. Ya no se movía, ni siquiera sentía la necesidad de orinar. También los sonidos remitían. Incluso el frío.
Lo encontraron sus hermanos, bien temprano. Una estatua de hielo, casi perfecta. Muy real, se dijeron.
A media mañana comenzó la búsqueda en el pueblo del niño desaparecido. Los diarios hablaban al otro día del raptor artista, que había dejado en lugar de la víctima, una figura que lo representaba hecha en hielo.
Con el correr de las horas, ésta se derritió.
En vano, todos siguieron buscando al niño.

22 de agosto de 2012

Adicto

Solo un poco más, se dijo, pero cuando observó el reloj habían pasado cinco horas. Se asustó. Apagó de inmediato la computadora y se acostó. Quería dormirse, pero no podía. ¿Cómo es que se había quedado tanto tiempo levantado? En menos de tres horas tendría que estar saliendo a trabajar y sin embargo aún no había podido descansar.
Lo logró, pero por muy poco tiempo. Se despertó entumecido, con dolor de cabeza. El sol se filtraba por la persiana, como burlándose de su cansancio. Volvió a maldecir su estúpida idea de quedarse hasta tan tarde delante de la pantalla de su máquina.
Aún seguía sin entender como se había dejado llevar por el momento, sin percatarse de la hora. Le costó bastante permanecer despierto en el trabajo. Salió malhumorado, con ganas de llegar a su casa y arrojarse sobre la cama. Pero sabía que era imposible, su agenda estaba repleta de mandados para la tarde.
Regresó con la noche ya avanzada. Se cocinó algo rápido y encendió la computadora para chequear el correo electrónico antes de acostarse. Ya se había puesto cómodo, con la ropa que utilizaba para dormir y las alpargatas que le había regalado su novia para el cumpleaños.
Mientras miraba los mails, abrió en otra ventana un juego online de estrategia. Respondió unos cuantos, escribió otros, eliminó algunos que eran publicidad, guardó en carpetas aquellos que sabía podría llegar a necesitar en otro momento y de vez en cuando, alternaba con la otra ventana del navegador y clickeaba aquí y allá, según la necesidad del juego.
Terminó con los correos y llevó el mouse a la esquina superior del lado derecho, para cerrar la aplicación. Solo un poco más, se dijo y puso su atención en el juego. Cuando miró el reloj, habían pasado cuatro horas. Sobesaltado apagó la computadora y corrió a acostarse. Mientras apagaba la luz y se acomodaba debajo de las sábanas, pensaba que no podía ser que le ocurriera otra vez lo mismo.
Durmió apurado y con pesadillas: estaba en un lugar muy oscuro y debía salir corriendo, pues habían comenzado a bombardearlo, pero no podía, por alguna razón delante de él había una computadora y en la pantalla estaba el juego de estrategia que tanto le fascinaba, entonces se acomodó y se puso a jugar, mientras las bombas caían cada vez más cerca...
Despertó temblando. Aquel bombardeo había sido demasiado realidad, hasta podía jurar que aún sentía el suelo moverse tras la última explosión. Algo debía hacer, ese juego lo estaba traumando.
En el trabajo consultó si había alguna forma de bloquearlo. Un compañero le sugirió la forma de hacerlo. No dudó en tomar notas. Llegó a su casa pensando solamente en hacer paso a paso lo que decían sus anotaciones.
Tomó el papel y leyó lo que había anotado. Luego volvió al primer punto e inició el proceso. Primero debía abrir el navegador. Luego, abrir la dirección web del juego. Luego... solo un poco y después lo bloqueo, se dijo. Cuando se percató ya era medianoche. No había hecho las compras, ni comido, ni bañado... nada, solo había estado delante de la computadora, con el juego de estrategia.
No podía creerlo, no entraba en su cabeza. Jamás había sido adicto a nada y ahora... debía hacer algo, urgente. El no podría bloquearlo, porque abriría la web otra vez y quedaría enganchado como le había pasado. Buscó su celular y sin detenerse por el horario, llamó a su compañero del trabajo. Le suplicó que por favor lo ayudara, que si era necesario le pagaba el taxi, pero que por favor se llegara para bloquearle la página.
- ¿Vos estás bien? - le preguntó con un tono entre sarcástico y enfurecido desde el otro lado de la línea.
Volvió a insistir que era urgente, que le pagaba el taxi. Su compañero le dijo que no era necesario y de mala gana le anunció que ya salía en el auto.
A los veinte minutos estaba delante de la computadora.
- Bien ¿qué página hay que bloquear?
Le enseñó cual era.
- ¿Un juego? ¿De qué se trata?
No quería explicarle, solo deseaba que la bloqueara y punto. No quería, pero lo hizo. Le comentó lo maravilloso que era, lo emocionante de ser un estratega, las ventajas de expandir sus imperios, la posibilidad de interactuar con otra gente... y a los pocos minutos estaban jugando.
Los despabiló el teléfono celular, cinco horas después. Era la mujer de su compañero. Gritaba como histérica preguntádole que estaba haciendo que no regresaba. No supo que contestar, no tenía noción del tiempo. Le pidió perdón y le prometió que salía para la casa.
Se miraron, sin comprender muy bien que había pasado, cómo era posible que ya fuera tan tarde.
- Bueno, se hizo tarde, me mata mi mujer si no salgo ya, vuelvo mañana y la bloqueo ¿te parece bien?
- Si, dale. La puerta está abierta. Mientras voy apagando, así me acuesto.
Se saludaron. A los pocos segundos sintió el motor del coche de su compañero ponerse en marcha para luego partir. Miró la pantalla y amagó a cerrar todo. Pero aquello fue más fuerte. Solo un poco más, se dijo.

19 de agosto de 2012

La presencia

Soñaba todas las noches que una presencia se acercaba a su cama y se le sentaba al lado. Despertaba sobresaltado, temiendo que al abrir los ojos, aquella cosa estuviera ahí.
Pensó que podía ser la habitación, que algo le ocurriera al lugar. Durmió en el sillón del living y le sucedió exactamente lo mismo. Esta vez no se sentaba al lado, sino que se apoyaba en el respaldo.
El miedo lo llevó a no poder cerrar los ojos y temblando en la oscuridad sucumbió al espanto. Por la puerta ingresó esa sombra para internarse en su alma y nunca más salir.

16 de agosto de 2012

Arnulfo y Etelvina

Etelvina tenía una compulsión por hacer crucigramas. Era tal su adicción que tenía por costumbre contar las letras de cada palabra y dar a conocer ese dato en conversaciones que poco tenían que ver con su pasatiempo, además de expresarse según las definiciones que habitualmente leía para resolver los mismos.
- Margarita, me alcanzás la vasija pequeña, de loza o de metal y con asa, empleada generalmente para tomar líquidos. Cuatro letras. Vertical, que si no se vuelca.
Sus amigas le habían perdido la paciencia rápidamente. Quizá quince o veinte años que lo hicieran sus hijas. Pero el pobre de Arnulfo, que ya tenía el cielo ganado según palabras de los familiares, aún seguía escuchando a su (para todos los demás) insoportable esposa.
Había aprendido que la forma de sobrellevar mejor las cosas, era proveerle material para que se entretuviera. Por eso, le compraba entre cinco o seis revistas de crucigramas por día. Muchas veces se hacía largos viajes hasta librerías que vendían publicaciones usadas y compraba ediciones de larga data, que seguramente ya había comprado uno, dos o tres veces, pero que servían para que ella se pusiera a hacerlos. Lo bueno, se decía, era que por suerte resultaba imposible que se acordara si había completado la revista con anterioridad.
- Arnulfo, vale la pena decirlo de nuevo, tengo hacia vos un sentimiento que naturalmente nos atrae y que, procurando reciprocidad en el deseo de unión, nos completa, alegra y da energía para convivir, comunicarnos y crear. Cuatro letras. En la cama, horizontal.
- Me amás, ¿eso querés decir?
- Si
- Yo también vieja, yo también.
La paciencia de Arnulfo podía medirse en años luz. Por eso fue la persona que además sintió con mayor dolor y pena la muerte de Etelvina. También, fue el único que estaba con ella cuando sucedió el fatal accidente. Aún hoy, se reprocha su accionar.
- Querida ¿otra empanada?
Etelvina lo miró, rojas sus  facciones y con mucho esfuerzo, le dijo:
- Arnulfo, ocho letras, vertical, el fruto del olivo me produce, siete letras, horizontal, suspensión o dificultad en la respiración, creo que me, nueve letras, vertical, ahogo por detenerse algo en la garganta y me, cinco letras, horizontal permanente, llego al término de mi vida.
Acostumbrado a trazar una cuadrícula mental para descifrar a su mujer, el pobre de Arnulfo no pudo completar las pistas a tiempo y vio, con angustia, como ella caía desplomada hacia atrás en la silla.
La enterró junto a muchas de sus revistas y en la lápida las palabras Querida y esposa se cruzaban como en un crucigrama.
Sueña despierto, que en alguna intersección de la vida, Arnulfo y Etelvina, volverán a juntarse.

13 de agosto de 2012

A un kilómetro

El hombre cambiaba la rueda de su vehículo sobre un camino poco transitado. La última ciudad que había dejado atrás había sido cinco horas antes y ya ni recordaba el nombre. La llave cruz dio el último ajuste y se puso de pie. Le dolía la espalda por el esfuerzo y haber estado en esa posición tanto tiempo.
Habían sido minutos, pero debido a su exceso de peso, le habían parecido siglos. Se limpió las manos en los pantalones, previendo ya los reproches de su mujer cuando los viera.
- Si me dice algo, la mando a cagar. Hubiese cambiado ella la goma - le dijo a nadie en particular.
Se subió al coche y cuando lo estaba por poner en marcha, se percató del cartel que estaba unos cien metros adelante. Se apeó del vehículo y se acercó unos pasos, para asegurarse que estaba leyendo bien.
"Tu muerte está a solo 1 km de aquí" rezaba la señalización vial, sobre fondo verde y letras enormes blancas.
Torció la boca en una mueca, pero no supo discernir si era de gracia o de miedo.
- ¿Qué carajos?
Le pareció escuchar su voz repetirse en el aire, una y cien veces. No había colinas, ni cerros, ni sierras y mucho menos montanas que pudiesen haber ocasionado un eco. Giró en redondo buscando figuras extrañas que le estuvieran jugando una broma. Chicos de la zona, adolescentes sin otra cosa mejor que hacer o incluso, algún paisano chambón con tiempo al cuete.
Pero nada. El lugar sorprendía por su calma. De un lado el camino por el que venía, a los lados el interminable campo de la llanura argentina y delante, la continuidad de la ruta y aquel letrero hecho por algún imberbe.
Se amonestó mentalmente, porque consideró que estaba haciendo conjeturas propias de alguien que no tiene ni dos dedos de frente. Y el era todo un ingeniero, que si bien no ejercía, al menos había llevado el título a la pared de su casa. Podía tratarse de un bar u otro tipo de lugar llamado "Tu muerte".
El hombre sabía al mismo tiempo que se estaba engañando. Volvió al coche y hurgó en la guantera. Sabía que en alguna parte había un mapa. Estaba intacto dentro de una bolsa de nylon. La misma con la que lo había comprado. No lo había usado nunca.
- Para qué, si me conozco todos los caminos - afirmó sin esperar respuesta de nadie.
Lo desplegó sobre el asiento del acompañante y tardó varios minutos en ubicar donde estaba. Calculó el tiempo que había tardado en cambiar la goma, el paso por la última ciudad y con el dedo fue trazando un recorrido imaginario sobre la línea de la ruta que transitaba. Estaba en medio de ninguna parte. Según sus cálculos le faltaba bastante para llegar al poblado más próximo. Y en ninguna parte figuraba algo llamado (aunque sea parecido) a "Tu muerte".
Su mujer solía decirle que no debía andar por caminos alternativos, que debía utilizar las rutas más conocidas. No entendía que para él manejar era un placer y que parte del encanto estaba por recorrer hasta el último kilómetro de ruta existente. Al menos a su alcance, por supuesto.
Volver hasta la ciudad anterior le demandaría lo que quedaba de sol. Tendría que quedarse a descansar en ese pueblo y la día le disgustaba. Prefería seguir adelante y en tres horas llegar al pueblo donde debía dejar la encomienda.
Maldijo el día que había aceptado ese envío en particular. Justamente había dicho que si porque no era su zona y le parecía interesante hacer el viaje.
- Interesante y la concha del mono - farfulló entre dientes, mientras prendía un cigarrillo.
Encendió el motor y aceleró de a poco, con temor. Un kilómetro era rápido de alcanzar. Pisó el freno. El coche se detuvo en el camino. El sol pegaba sobre el capó y lanzaba destellos apagados hacia el vidrio. Volvió a poner en marcha el auto y pegó un volantazo hacia la derecha girándolo por completo hasta apuntar hacia donde había venido.
- Qué se cague el infeliz ese, el paquete se lo entregará mengueche. Ya es muy tarde como para seguir perdiendo el tiempo. Me vuelvo directo para casa y a la mierda.
Emprendió el viaje de regreso, por donde había venido. Para su sorpresa, tras recorrer cien metros encontró un nuevo cartel. "Si usted no va a su Muerte, ella vendrá por usted". Y por primera vez en horas, dejó de hablarle a nadie en particular.

10 de agosto de 2012

El excéntrico tío Gaspar

El anecdotario familiar ubicaba al tío Gaspar como un personaje excéntrico, más bien huraño. Pero al mismo tiempo, era el que más se disponía para ayudar a otros económicamente. Claro que existía una razón, que era recíproca con su forma de vivir. Odiaba que todo integrante de la familia se le acercara, por lo que prefería darle dinero para que regresara de donde hubiese venido a tener que soportarlo por unos días en su mansión en las afueras de la ciudad.
Vivienda ostentosa que quedaba sobre un camino que debido a la falta de mantenimiento, era casi intransitable. El municipio no tenía necesidad de repararlo, dado que la única persona que vivía por esa zona era el tío Gaspar. Cuentan algunos que fue adquiriendo las propiedades cercanas y echando a la gente, para no tener que lidiar con vecinos. Esa soledad le garantizaba a su vez la tranquilidad que no arrgelarían el camino ni tampoco se acercarían con otras obras "mundanas" y "corrosivas", tal como las denominaba.
La historia de Gaspar se remonta a muchos años en el tiempo, pero lo que más le interesaba al seno familiar en las reuniones donde salía el tema, era sobre el momento en que heredó la fortuna de sus padres, los condes Alicia y Gilberto. Eran parientes lejanos que supieron de sus primos en el preciso instante que en Europa estallaba la guerra. No dudaron en venir y traer todo su dinero. Aquí compraron tierras y prosperaron.
Su único hijo, Gaspar, nació cuando ellos ya eran grandes. Apenas si pudieron cuidarlo y criarlo. A los pocos años lo llevaron a un internado y mientras el cursaba la primaria, murieron intoxicados luego de una gran cena que habían dado para conmemorar un nuevo aniversario de su llegada al país.
Podría hacerse un paréntesis aquí y hacer mención de la tragedia del joven Gaspar, pero no fue así. A Gaspar la noticia, como vulgarmente se dice, no le fue ni le vino. Apenas si tenía trato con ellos. Pero si, al enterarse que había heredado semejante fortuna, pidió a los abogados de sus padres que lo sacaran del internado y lo regresaran a la mansión y que si fuese necesario, le contrataran maestras particulares para terminar sus estudos.
El dinero lo permitió y así fue que Gaspar, lejos del ruido de otros compañeros, se internó en el silencio de la enorme mansión, ahora suya, con la única presencia de la servidumbre, a la que con el tiempo fue reduciendo en número, siempre con la excusa de sentirse con demasiada compañía alrededor.
Me decidí a visitarlo antes de ingresar a la universidad. Debo confesar que si bien mi mayor deseo era recibir alguna suma de dinero para poder así afrontar la carrera que tenía en mente cursar, también guardaba con recelo el anhelo de conocer al fin a esa persona tan nombrada y criticada en las reuniones donde la familia se juntaba para celebrar un cumpleaños, un agasajo o las fiestas de Navidad y año nuevo.
El camino estaba más deteriorado de lo que imaginaba y debí caminar los últimos tres kilómetros, porque el taxi no podía llegar más lejos. Llevaba un bolso de mano con muy poca ropa, conciente que mi estadía sería de horas. En la medida que me acercaba cobraba vida ante mis ojos un paisaje maravilloso, desprovisto de cualquier tipo de avance tecnológico. La naturaleza parecía haberse apoderado de todo, incluso, de los cimientos derruidos de viejas casas, que sin lugar a dudas habían sido demolidas tras haber sido vendidas por sus originales dueños.
La leyenda, de pronto, comenzaba a tener un sentido real en mi mente. Las palabras se iban convirtiendo en una experiencia in situ. Y muy lejos, la única propiedad de pie, se erigía como un gigante sobre la pradera, dejando a merced del cielo y mi fascinación todo despojo de soberbia que despedía sin disimulo, desde donde se la mirara.
Me fui acercando sin permitirme desviar la vista. La contemplación de aquel lugar, de aquella majestuosa mansión, era un espectáculo en si mismo. Pero advertí, contra mi voluntad, que aquello no dejaba de ser una ilusión, que pronto el tío Gaspar, al que conocía finalmente, me haría pasar a su interior para luego mandarme por el mismo camino que había llegado, con la promesa de nunca más volver y algún que otro dinero en el bolsillo.
Llegué hasta la entrada. Una puerta de hierro, demasiada alta como para treparla, me impedía el paso. Observé que si seguía caminando por el perímetro, podía pasar entre unos setos muy grandes. No perdí el tiempo y en breve estuve delante de la escalinatas de la mansión. Esperé ahí mismo, confiado que alguien me había visto caminar hasta allí. Al cabo de unos minutos, avancé temeroso por la escalinata y golpee en la puerta con enorme fuerza.
No hubo respuestas. Me asomé por las ventanas y para mi sorpresa, los muebles estaban cubiertos por sábanas blancas. Una voz me sobresaltó y giré en redondo, cayendo como un imbécil al suelo.
Me observaba una mujer madura, de cuerpo firme y robusto, con una palangana entre los brazos.
- ¿Qué anda buscando? Esto es propiedad privada.
Las palabras no querían salir, al menos en los dos primeros intentos. Luego pude y contesté:
- Lo sé, busco al tío Gaspar. Soy Horacio, hijo de su prima Margarita. Venía a conocerlo, me han hablado tanto de él...
- Si, claro. Seguro que si. ¿Y que te daría dinero y te irías de aquí feliz? Pues si, puede que en otros tiempos. Ya no más. Gaspar murió, hace dos años. Ahora quedamos nosotros, los pocos sobrevivientes de la servidumbre. Y la casa nos pertenece, pagamos los impuestos y hemos hecho nuevas reglas. La primera es, nada de parientes.
- No puedo creer que haya muerto. No supimos nada...
- Pues creélo. Y si no se enteraron es que solo venían cuando necesitaban dinero. Ya nos estábamos preguntando a quién más conoceríamos. Ahora vete y no vuelvas nunca más.
- ¿Pero... hubo herencia, algo? Es decir, ¿quién les dio la casa?
- ¡Que te vayas he dicho! Tenemos armas aquí. Te irás por las buenas o las malas.
Había algo en sus ojos que me convenció, supe que debía irme. Ese fulgor en su mirada, los dientes rechinando... temí, temí por mi vida. Emprendí el regreso, bajo la atenta mirada de esa mujer. Solo volví la vista una vez, para hacerla la última pregunta.
- ¿De qué murió?
- Cianuro. Del mismo frasco que hizo usar setenta años, con sus padres. El mismo que mi madre me legó antes de morir.

7 de agosto de 2012

El hombre circo

Sus padres sabían que iba a ser artista de circo desde que le vieron hacer las primeras morisquetas mientras les cambiaban los pañales. Al año ya sabía dar un doble salto mortal desde la cuna hasta el suelo. A los tres, hacía malabares con clavas y pelotas como si fuera un experto.
A los cuatro años se despidió de ellos, para unirse al Gran Circo Mágico de Arturo, que justo pasaba por la ciudad. Facundo, así era su nombre, se convirtió en la estrella más joven y prometedora de la compañía.
Arturo, el dueño del circo, le puso como nombre artístico "Le Gigant Baby". Le sentó bien los primeros años, luego, al ir creciendo, parecía un chiste. De todas maneras, lo seguían conociendo de esa forma.
El aprendizaje parecía no tener fin para Facundo. A los diez años era trapecista, malabarista, contorsionista, domador y hasta payaso. Su protagonismo crecía al mismo tiempo que el Gran Circo Mágico se hacía famoso, principalmente por su atractivo. Para cuando cumplió los catorce, el circo había sido rebautizado, y junto al "Arturo" figuraba en todos los carteles "y Le Gigant Baby".
Diez años habían transcurrido desde aquel adiós a sus padres. Las coincidencias, si es que existen, lo llevaron una década después, de regreso a su ciudad. En la primera función creyó ver a su mamá y a su papá en primera fila. No estaba seguro, jamás los había vuelto a ver, no sabía como podíar ser sus rostros con más años encima. Ni siquiera habían intercambio de cartas ni nada por el estilo. Se había ensimismado con el mundo del circo y ninguna otra cosa parecía tener sentido para él.
Pero esos rostros que aún perduraban grabados en su memoria, aunque cada vez más desdibujados, aparecieron fantasmales ante sus ojos, cuando desde lo alto se lanzaba a una minúscula pileta inflable, vestido pies a cabeza como payaso.
Salió del agua sonriendo, y al mismo tiempo preocupado, mirando hacia donde creyó haberlos visto. Barrió con su mirada la hilera de butacas, comprobando que no conocía a nadie. En cada una de sus salidas a la pista, miraba para ese lado. La luz era tenue y apenas si dejaba identificar algunos rostros. Supo que no estaba luciéndose ante el público, que de todas maneras lo aplaudía a rabiar. ¿Sabría alguno de los presentes que él era de esa ciudad? Lo dudaba.
La función terminó entre vitores y palmas batiendo. Todos los artistas saludaron y se retiraron a sus carpas. Facundo volvió más tarde a la pista, aún con el traje de trapecista puesto. El lugar estaba a oscuras y en silencio. Se sentó en el mismo sitio donde creyó haber visto a sus padres. Se sentía enfermo, mal, angustiado. Se sentía en deuda, culpable.
Corrió en la noche, apelando a la memoria. Poco sabía de las calles de esa ciudad, como en realidad, poco sabía del mundo fuera del circo. Corrió hacia donde le indicaba el instinto, la memoria primigenia. Divisó contornos familiares y una casita blanca, al fondo de una calle. Las luces estaban encendidas y la puerta abierta.
Se estremeció al cruzar el umbral y ver a sus padres, alrededor de una cuna, aplaudiendo con ganas al bebé que entre risas, daba volteretas sobre su propio cuerpo.
- ¡Papá! ¡Mamá! - llamó.
Arturo lo sacudió con cuidado, asustado.
- Facundo ¿estás bien? Escuché llorar un bebé y vine para acá, pero estabas solo, dormido en esta butaca, con lágrimas en los ojos.
El joven le dijo que si y se puso de pie. Un bebé. El aún era un bebé. Un bebé gigante, que no recordaba el momento de haber crecido. Podría salir corriendo como en su sueño, buscar la casita blanca. Pero ya no pertenecía a ese recuerdo, como sus padres habían entendido en aquel entonces, que él no les pertenecía a ellos, sino al circo.
Y en un acto de justicia, se fue a su carpa a dormir.

4 de agosto de 2012

El puestito de la esquina

El hombre tenía un puestito de choripanes en la esquina de la cancha. Trabajaba muy bien cada domingo, porque los dos clubes de la ciudad jugaban allí y se alternaban la localía. Salvo los meses de verano y un par de fines de semana en el invierno, cuando no había fútbol, el humo de las brasas se alzaba como un fantasma cada tarde.
Pocos podían precisar con exactitud desde cuando el hombre montaba su puesto antes del mediodía, con esa parsimonia ya por todos conocida. Se iba cuando caía la tarde, desprovisto totalmente de su mercadería y a cambio, con los bolsillos gruesos. Su presencia era una postal, un latiguillo de los días domingos.
Era de poco hablar, le bastaba con dar los precios y saludar al cliente cuando se iba. Algunas veces se le han quedado al lado muchachos que hacían tiempo, esperando la llegada de otros para entrar a la cancha, y juran que por más temas que le sacaran, apenas si contestaba con monosílabos.
De todas maneras, quien se acercaba al puestito no era para dialogar, sino para comprarse un choripán. Le salían sabrosos, en parte porque el chorizo era muy bueno. El gusto picantón quedaba bailoteando en el palador, largos minutos después de haber sido devorado.
También fracasaron los que intentaron alguna vez sacarle el dato sobre la procedencia del embutido. Ni siquiera la calle de la carnicería, nada. Con los años algunos aventuraron que eran caseros, que el propio hombre era el que faenaba en su casa y luego los vendía en el puestito, con pan y adherezos.
Pero el interés llegaba hasta ahí, porque nadie jamás se dignó aunque sea de seguirlo, como para poder matar la curiosidad. Y entonces, el domingo que el hombre no apareció a la hora de siempre, los habituales concurrentes a la cancha y también vecinos de la zona, se vieron preocupados.
- ¿Le habrá pasado algo? - preguntaba Clotilde, la esposa del boletero, mientras barría la vereda que daba al frente de la cancha.
- ¿Había faltado alguna vez? - quiso saber Euclides, su vecina.
Sabían que no, mientras hubo partidos, el hombre nunca había dejado de asistir con su puestito de choripanes.
Se acercaron a preguntar incluso integrantes de los planteles, directivos y hasta la terna arbitral. Pero los hinchas que iban entrando, la policía que custodiaba la calle y los vecinos, no sabían que respuesta dar, ni siquiera a ellos mismos.
- ¿Nadie sabe donde vive? - preguntó alguien a la pasada.
El silencio fue la única respuesta, más allá de un intento de protagonismo de alguno, que amagó con un "yo lo vi una vez doblar la otra esquina", conciente que con eso no aportaba nada, para luego quedarse callado.
No había humo en el aire, ni olor a chorizo asado. Fue extraña esa tarde, como de velorio. Cuando los equipos entraron a la cancha, las hinchadas se olvidaron de los papelitos. Los jugadores incluso, miraban el terreno de juego y pateaban con bronca las pocas matas de pasto que sobrevivían al invierno.
El árbitro se adhirió a la tristeza generalizada y pidió un minuto de silencio que fue cumplido con extremo rigor. Ni siquiera los pájaros piaron en los árboles adyacentes a la cancha. Cuando el juez pitó para que se iniciara el cotejo, el silencio era tal que el sonido del balón al ser impactado con suavidad hacia delante resonó en el aire, como si hubiesen hecho un disparo.
La tarde transcurrió gris, angustiada y el resultado fue solo una anécdota.

1 de agosto de 2012

Las teorías de Yos

El único alumno que no aprobaría el año sería Yoselin. Sus profesores estaban tan seguros de eso, que ni siquiera se preocupaban en corregirle los exámenes.
Yos, como todos le decían, era alguien muy particular. Sus padres habían desistido de seguir acudiendo a la escuela ante cada llamado, porque consideraban que el chico no tenía remedio alguno.
No era problemático ni tampoco tenía problemas de aprendizaje, pero no estaba a la altura de sus compañeros. Es más, no le interesaba.
Cada mañana entraba al salón a horario y se sentaba en su asiento, a la par del resto. Pero luego, su atención de dispersaba hacia lugares distantes de aquella habitación, ignorando toda advertencia, reto o queja del profesor de turno, e incluso, de sus compañeros.
A veces miraba por la ventana durante horas y otras, tan solo enfocaba su vista en una hoja en blanco y allí la dejaba, hasta que el timbre de salida resonaba en los oídos del alumnado.
Las pocas veces que hablaba era para dejar perplejos a sus interlocutores. Muchas veces, con el fin de ponerlo en ridículo delante de la clase, algunos profesores se paraban delante de él y le preguntaban sobre lo que estaban hablando. Yos no solía responder, pero cuando lo hacía, era a la perfección, ampliaba el tema y siempre, en cada oportunidad, aportaba algo personal, su propia teoría sobre el tema que fuese.
Sus teorías, justamente, llamaban la atención. Solía pronunciarlas en esas situaciones o bien, en determinado momento se le acercaba a alguien que elegía al azar y le formulaba una de las tantas que tenía.
Las mismas abarcaban muchas temáticas, al menos eso corroboraron cuando empezaron a tomar nota sus propios compañeros, por lo visto, más interesados que los adultos en lo que decía Yos.
Algunas parecían inverosímiles, como la que postulaba que los ovnis no eran otra cosa que ideas fugaces que recorrían los cielos, buscando una mente en la que posarse. Otras causaban risa, como la que afirmaba que la mayoría de las personas peladas, salen a correr, debido a una necesidad inconciente de ventilar la zona calva. A un profesor le había dicho que la teoría heliocéntrica estaba equivocada, porque la visión humana aplicaba una óptica unidireccional no compatible con la idea de universo. Solía decir que los perros tienen clones, que cuando uno cree que un perro es parecido a otro, en realidad es el mismo, dado que la naturaleza tiene el poder de imitarlos exactamente.
Pero las teorías que más debate generaban eran las que tenían que ver con las conductas humanas. Decía que los profesores que se arremangaban las camisas, eran proclives a sufrir disfunciones eréctiles. Que aquellos que hacían anotaciones en los márgenes de los cuadernos, hojas o libros, escondían secretos inconfesables, mayormente relacionados a la homesexualidad. Que mirar mucho el piso era señal de poseer genes pedofílicos en el ADN. Que los que sonreían demasiado eran personas que decían lo que los demás querían escuchar y no lo que realmente pensaban. Que ir a misa era señal de no creer en uno mismo. Que escuchar conversaciones ajenas era propio de los que tenían sueños recurrentes en los que hacían el amor con integrantes de su propia familia de sangre.
Esas y decenas de otras teorías se han ido anotando en hojas sueltas, que luego se han recopilado y fotocopiado, siendo un material que recorre todas las aulas del colegio desde hace un tiempo. Los profesores saben que Yos seguirá en el curso, porque no desean tenerlo otro año a su cargo. No quieren que continue atormentándolos con sus teorías, muchas de las cuales, saben, solo son pronunciadas para resaltar este o aquel defecto sobre sus personas.
A Yos tampoco le importa demasiado la situación. Tiene la teoría que la escuela no educa, solo transmite conocimientos obsoletos. Al mismo tiempo, descree de sus propias experiencias y hasta, de muchas de sus teorías. Solo se aferra a un postulado, que sabe, jamás cambiará, por los siglos de los siglos. Es aquel que dice, con una seguridad irrefutable: solo sé, que no sé nada. Y su teoría al respecto es que aquel que piense lo contrario, tendría que tener al menos la soberbia de afirmarlo.
Aguarda la comprobación de su teoría en silencio, mirando el infinito, ese punto que no existe, suspendido en alguna parte, entre sus ojos y la nada misma.