Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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23 de abril de 2020

Los trucos necesarios

A Julián no se le daba bien lo de la magia, por más que practicara, estaba lejos de ser un Harry Potter. Los conejos se le escapaban del sombrero, las palomas del pañuelo, las cartas se les caían al piso y la varita mágica siempre quedaba olvidada en otra mochila.
Todos se reían de sus actos, tanto, que parecía más un payaso que un mago. Todos, menos su abuelo Jaime y los demás abuelitos del asilo de ancianos dónde residían.
Cada domingo iba con su valijita y lograba que todos los trucos le salieran. Y ellos eran felices. Esa alegría le bastaba. Podían salirle todas sus demás funciones mal, que no le importaba. En su corazón estaban siempre esos rostros arrugados y agradecidos.

20 de abril de 2020

Con los ojos cerrados

En un pasillo largo, tan largo que jamás se llega al otro extremo y oscuro, tan oscuro que solo se detectan las paredes al chocar contra la áspera y dura textura del granito, caminan los que han perdido el rumbo en la existencia.
Con el tiempo se han acostumbrado y avanzan con los ojos cerrados, soñando una vida. Es tan profundo el sueño, que no caemos en la cuenta que lo hemos transformado en nuestra realidad diaria. Sin embargo, allá estamos, en ese pasillo distante, avanzando sin ton ni son.

14 de abril de 2020

Perro honesto

A Tomás le regalaron un perro. Era cachorro, marrón, movía la cola en todo momento y se llamaba Froilán. Lo reconoció de inmediato como su dueño y lo seguía a todas partes. Incluso cuando se juntaban con amigos en la placita de la esquina.
Julián fue el que preguntó si alguien tenía caramelos. ¡No! dijo Tomás y Froilán no tardó ni un instante en ladrarle, no una, sino dos veces.
Más tarde, Esteban preguntó si alguno tenía para prestarle la tarea. ¡No! contestó Tomás y Froilán volvió a ladrarle.
En el camino a casa, notó que su perro ya no movía la cola. Su madre también lo advirtió. ¿Qué le hiciste al perro, Tomás? le preguntó. El niño dijo que nada, pero luego comprendió.
- Hoy mentí dos veces, y me lo hizo saber con ladridos - confesó y hasta se sintió avergonzado.
Froilán movió la cola otra vez.

Por las dudas, no lo volvió a llevar a la plaza.

7 de abril de 2020

La ciudad ciega, ilustrado por Fabricio Garfagnoli

Cuento ilustrado por Fabricio Garfagnoli, publicado en GComics https://gcomics.online/relato/la-ciudad-ciega/

Las manos en los bolsillos, los brazos bien pegados al cuerpo, el cuello del rompevientos hacia arriba cubriendo la garganta. La cabeza descubierta, empapada por la demencial lluvia que cae como un torrente.
Aguarda, espera, observa, desde la oscura esquina de la intersección. La gente avanza apurada en todas direcciones espantada por la lluvia, algunos con paraguas, otros con el cuerpo de cara a las inclementes condiciones.

Nadie repara en su figura, nadie observa su semblante pétreo, ni siquiera les llama la atención el reflejo metálico sobresaliendo de su cinturón, visible entre los pliegos del rompevientos.
Los taxistas aceleran en las calles atestadas de agua y salpican hacia las veredas. Los transeúntes se quejan, maldicen, pero no se detienen, siguen su marcha, como si de alguna manera estuvieran jugándole una carrera a la tormenta. Más de uno resbala, cae, se lastima, se pone de pie sin la ayuda de nadie y vuelve a la afanosa misión de avanzar.
La lluvia arrecia, golpea con fuerza. Cada gota es un martillo. Las vidrieras de los comercios son paredes de agua y los comerciantes rezan en silencio para que no caiga granizo. Pero no permiten el ingreso de los niños de la calle, de los mendigos que quieren un techo pasajero.
Dos policías se refugian bajo el alero de un comercio, una calle más adelante y ninguno atina a cruzar para detener al joven que aprovechando el descuido de una anciana, le acaba de arrebatar el bolso. La mujer grita, desconsolada, pero sigue su marcha, huyendo de la lluvia, del viento.
La escena le parece un cuadro sobrenatural de la esencia humana. Tan previsible, tan dolorosa. Observa, en la plenitud del caos. Y comienza la cuenta regresiva en silencio, sin musitar ni una sola palabra. Como en cámara lenta, se pone en movimiento. El agua rebota en su cuerpo, su mano va a la cintura, abandona la vereda, pisa la calle con agua que le llega hasta los tobillos y sigue, no le importa el coche que viene, sabe que llegará a la otra acera y sigue contando, un número por vez, hacia atrás, preciso, certero, sin prisa y gana la vereda de enfrente y sin detenerse saca la pistola cromada que nadie ve, que a nadie le llama la atención y la extiende hacia delante, apuntando, mientras la lluvia la baña en un llanto divino y sigue contando mientras el cielo se resquebraja en relámpagos y truenos sin dejar de observar ni un solo momento, sabiendo que la espera está por terminar y entonces, como lo había calculado, llega a cero y la puerta se abre, la del edificio más grande de la calle, del hotel donde sabía que ella estaría y sale, sale con el otro del brazo, públicamente, como si no le importara, consciente que en la ciudad nadie mira, a nadie nada le importa y así impunemente sale, sonriendo, protegida por el paraguas que el otro sostiene, puntualmente, como cada tarde, para subir al taxi que la llevará lejos, donde vive su otra vida, la que ahora, él romperá como una foto vieja y…
El trueno disloca una vez más el cielo, la lluvia se hace más intensa y muchas personas directamente corren, abandonando el paso entre apurado y tímido para buscar un refugio donde escapar de las gotas frías que arriban con prisa desde lo alto.
Sigue en la esquina. Las manos aún en los bolsillos, los brazos bien pegados al cuerpo, el cuello del rompevientos bien arriba cubriendo la garganta. La cabeza descubierta, empapada por la lluvia que cae de forma violenta. El trueno lo trajo de nuevo al presente. Sabe que saldrá en menos de un minuto. No vale la pena ni siquiera contar como lo hace siempre. Será así y punto.
Esta vez no quiere ver. Se ajusta el rompevientos, da media vuelta y se marcha por la vereda en dirección contraria. La lluvia lo azota con violencia, pero no lo siente. Ha perdido la facultad de sentir hace mucho tiempo. De a poco va recobrando el coraje, pero aún es muy pronto. En tanto seguirá viviendo una vida que es irreal aparentando naturalidad.
Se pierde entre la gente que corre en la tormenta, como uno más. Nadie lo ve, nadie repara en él.
Su figura desaparece en la ciudad sin ojos.

1 de abril de 2020

Vieja deuda, ilustrado por Fabricio Garfagnoli

Cuento ilustrado por Fabricio Garfagnoli y publicado por GComics https://gcomics.online/relato/vieja-deuda/

Dejó las llaves puestas en el coche y el motor encendido, como presto a salir en cualquier momento. Tampoco cerró la puerta, apenas entreabierta. Caminó sobre la grava hasta donde comenzaba el césped.
El rocío de las primeras horas del día iluminaba el verde, aunque el contraste con el cielo gris y con ánimo de tormenta era notable. Sus zapatos se mojaron con el contacto, pero ni siquiera se percató de ello.
Pasó por encima del vallado de madera que demarcaba la propiedad privada a la que estaba entrando. Dos perros de enorme porte se lanzaron sobre él, apareciendo de la nada misma y uno logró darle una dentellada a sus pantalones.
Sin cambiar el semblante, les arrojó patadas, logrando en más de una ocasión acertar en los hocicos de los canes, entrenados para repudiar cualquier intromisión desconocida. Pero los animales no desistieron, frenándole la marcha.
En la vivienda de tres pisos se encendieron las luces. Se escuchó el ruido de una puerta trasera y una alarma aguda y potente se puso a sonar, como un bebé enfermo en pleno berrinche.
Para los caninos fue como una orden. Gruñeron con ferocidad y se lanzaron coordinadamente, uno de cada lado, sobre su persona.
Lograron tumbarlo y en medio de ladridos, le mordieron la cara. La sangre fluyó de inmediato, tiñendo el césped e inundando sus cuencas oculares. Un disparo en el aire detuvo el atroz ataque. Los perros corrieron hacia el hombre que había usado la escopeta, de cuyo caño una pequeña estela de humo indicaba la procedencia del reciente sonido.

El aprovechó para levantarse del suelo, a duras penas, dolorido y sangrando. Miró al viejo con el arma y no esperó a que lo reconociera. Al menos, aún no. Dio media vuelta para emprender el camino de regreso. Pero la escopeta volvió rugir y su andar se detuvo en el acto.
Sabía que ahora el cañón apuntaba a su espalda. No necesitaba girar para saberlo. La voz del viejo llegó a sus oídos temblorosa y supo también que no era un efecto del viento. Esa voz cargaba miedo a pesar de sujetar un arma.
Sonrió para sus adentros, seguro, sereno, cínico. Y sin elevar la voz, dijo:
– Lo espero en el auto. Cinco minutos. Si demora, usamos también los asientos de atrás. ¿Comprende?
Y dicho esto, volvió a su coche.
El viejo lo vio marcharse sobre el césped, traspasar la valla de madera y seguir camino hacia la calle. Sintió que sus piernas se doblaban y la escopeta le pareció pesar toneladas. La arrojó a un lado y se pasó la mano por la boca. ¿Con qué así era? pensó.
Retornó a su vivienda, apagó la alarma y fue hasta su habitación. Besó en la mejilla a su mujer, observó sus arrugas amables y familiares, agradeció que casi no oyera y secándose una lágrima que le caía, tomó el saco que estaba sobre la silla más cercana y con cuidado, cerró la puerta.
Acarició a la pasada a sus leales guardianes y salió a la calle por el portón del frente. A unos quince metros lo esperaba el coche en marcha. No se extrañó al notar el rostro pálido pero intacto del hombre que lo conducía. Nada lo extrañaba por entonces. Sabía que era hora de pagar el pacto.
El auto arrancó sin que nadie pronunciara palabra alguna. La calle se lo tragó en silencio, llevándose consigo al escritor famoso y al cobrador del infierno.