Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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31 de agosto de 2018

Pobres tipos

Los veo ensimismados en llegar cada día más alto, en cobrar cada vez más y más dinero, en ocuparse las horas libres en cuestiones del trabajo, ponerse la camiseta de una empresa que no les pertenece, en creerse parte de una estructura irreal, de la que simplemente son números, piezas de un engranaje, propietarios tan solo de una pizca de monedas en un caudal inmenso de billetes y transacciones electrónicas, eslabones intercambiables y desechables de una maquinaria gigantesca que, en todos los casos, responde a capitales de un monstruo más grande y casi siempre extranjero.

Los veo tan felices, tan llenos de éxito, de dinero, de realidades fugaces, que no puedo más que lamentarme por ellos y decir en voz baja: "Pobres tipos".

29 de agosto de 2018

Los gobernantes de los desmemoriados


Empezaron contaminando el agua en algunos barrios, luego en ciudades enteras. Más adelante, le tocó el turno a los alimentos elementales como la leche, la carne, las verduras y el pan. Fue un trabajo meticuloso, sin que mediara denuncia alguna. De a poco, la gente comenzó a sentir los primeros síntomas.
Algunas lagunas mentales, pequeños olvidos, aniversarios pasados de largo, cosas de todos los días que de pronto dejaban de hacerse. Hasta que un día, ya nadie tenía memoria.
Y desde entonces, ganan siempre ellos. Los gobernantes de los desmemoriados.

25 de agosto de 2018

La verdad espera en un cementerio

Debí sospechar cuando me dijo que lo acompañara, porque él jamás me había pedido antes tal cosa. Fue la primera señal, pero no me percaté. Quizá porque estaba ensimismado con mis problemas, sin dudas menores, como la humedad en la pieza del nene, la boleta del gas que aún no pude pagar y con seguridad deba financiarla en cuotas, la úlcera en el ojo del Fido, que pobre Fido, todos sabemos que está en las últimas. Por eso, si bien no es excusa, cuando él me pidió eso, me puse una campera y salí, un poco para tomar aire fresco, otro para escapar del caos rutinario que hay en casa, los gritos de los chicos, los reclamos de Ana. No levanté mucha plata, porque me conozco, si tengo plata, un par de cervezas me tomo. Tampoco era la idea. Porque cerca del cementerio no hay bares.
Caminé. Al bondi me revienta esperarlo, un remis te sale un ojo de la cara. A mitad de camino me pregunté para qué me precisaba. La última vez que había ido con él al cementerio, teníamos quince años. Estábamos ahí para acompañar a la vieja, para despedir a nuestro padre, a quien, a pesar de todo, ella quería.
Lo encontré cerca de la entrada, sentado en un cantero. No llevaba flores, pero si un gesto duro. Lo llamé por el nombre dos veces y pareció no escucharme. Al llegar a su lado, le pegué con el zapato en la pierna. Recién ahí levantó la mirada. Parecía absorto, en otro mundo. Tardó en reconocerme. Se quedó observándome como si fuera un desconocido. Esa fue la segunda señal y también la pasé por alto. Permanecí allí, como un tonto.
- ¿Qué te pasa? - le pregunté.
Se puso de pie, revolvió en su bolsillo y sacó una medalla. Me la mostró con la palma de la mano extendida hacia mí.
- ¿La conocés? - dijo.
El tono de voz, neutro en su totalidad, interpuso una distancia entre ambos de mucho más de los pocos centímetros que nos separaban. Era una distancia cósmica, inalcanzable. Debo haberme puesto pálido. No lo sé. Internamente sentí un crujido en las tripas, tragué saliva y noté, claramente noté, que el corazón se me aceleraba. Ahora sus ojos oscuros, que siempre comparaba con la negrura del carbón, se clavaban en los míos, esquivos, equívocos, errantes. Esperaba una respuesta, esperaba una confirmación. Y a mí, en ese instante, se me había paralizado hasta la respiración.
La mano que no sostenía la medalla se disparó hasta mi cuello. Lo aferró con tanta fuerza que solo quería agradecerle que la agonía no durara tanto tiempo. Pero me lanzó con fuerza hacia el cemento frío y reboté con violencia. Me dolía la espalda y también la nuca. Entonces, ya lo tenía nuevamente encima y esta vez, con ambas manos libres. Me debe haber agarrado de la ropa, lo ignoro, pero de un momento a otro me vi despedido por el aire, en dirección a un viejo paraíso, donde de niño jugaba a alcanzar las ramas más bajas. Sentí la corteza lastimarme la cara y cortarme el párpado. Me desplomé como una estatua sobre las raíces que sobresalían de la tierra. Tomé una bocanada de aire y de inmediato sentí un puntapié en la cintura. Luego otro y otro. Estaba en el piso, a merced de él. Imaginé que seguiría así hasta hacerme vomitar mis propios intestinos pero no hubo más. Ni patadas, ni trompadas, nada de nada. Solo me arrojó la medalla en el rostro y se alejó.
Una señora que salía del cementerio me vio en el piso y se acercó a ayudarme. La aparte de un manotazo. Me mandó a la mierda. Yo la mandé a la mierda. Traté de ponerme de pie y volví a caerme. Recién lo logré cuando me asistí del paraíso.
Me largué a reír. Él ya no estaba, la medalla hacía equilibrio sobre un montón de hojas secas y yo, a duras penas me podía mantener de pie, apoyado contra el árbol. Claro que conocía esa medalla. A pesar de los años, parecía brillar como siempre. La robé aquella noche, cuando me metí en su casa por la claraboya pensando que estaba en el telo con la vieja. Y no, el muy hijo de puta estaba en la casa. Dijeron que no atinó a defenderse. Y así fue, quizá del estupor de ver a su propio hijo con un chumbo entrando a robarle. Me llevé plata y esa maldita medalla.
Y desde entonces, se me aparece él. Soy yo, pero no lo soy. Me acompañó aquella vez al velorio y sentí que el culpable era él y no yo. Cada vez que algo malo sucedía, él estaba para hacerse responsable. Es la primera vez que pedía algo, por eso fui al cementerio. No me esperaba su reacción.
Me dolía todo el cuerpo y la medalla era como una herida palpitante en mi mano. La guardé en un bolsillo y emprendí el regreso, sintiéndome más solo que nunca en la vida. Volví caminando, a duras penas. ¿Volvería a verlo? ¿O desde ahora debería afrontar el hecho que siempre fui yo?
Lamenté no haber levantado dinero antes de salir. Estaría buscando ahora un lugar donde tomar una cerveza bien fría.

12 de agosto de 2018

La derrota de los escritores fugaces

Este relato obtuvo el 1er Premio en el Concurso Provincial de Cuentos organizado por la Municipalidad de Villa Constitución a través de la Dirección de Cultura, y publicado en la 19 Antología de Poetas y Narradores.

La derrota de los escritores fugaces

Hubo una época en que nos sentábamos a escribir. No precisamente juntos, si bien ganas no faltaban: las distancias lo impedían. No había un acuerdo previo, ni una misma motivación. Solo sabíamos que el otro, en papel, en la computadora o mentalmente, estaba creando una historia. Y cada uno, sin saber que escribía el otro, creaba una parte de ese escrito. Lo llamábamos el texto universal, porque todos y cada uno escribíamos sobre lo mismo, sobre la vida.
Estábamos felices, dedicados de lleno a cerrar los ojos e imaginarnos oraciones, párrafos completos, de un solo tirón. Escribíamos sin parar, de día y de noche, riendo y llorando, acompañados por música o en el más absoluto de los silencios. Podían pasar días sin que nos diéramos cuenta que no habíamos probado alimento alguno o ingerido un poco de agua. Nuestras venas tenían palabras, nuestro corazones bombeaban argumentos. En aquella época, nuestras almas convergían en un solo ser, un solo escritor.
Hasta que uno de nosotros comprendió que si escribíamos sobre la vida, el texto concluiría indefectiblemente en la muerte. Quizá se adelantó más que los demás en los capítulos posteriores, vislumbrando el inevitable final. Cuando todos caímos en la cuenta que por más líneas que agregáramos, o giros argumentales que interpusiéramos, el final sería siempre el mismo, ya no pudimos continuar.
Abandonamos nuestros teclados, nuestras máquinas de escribir, los lápices, los ejercicios mentales. Las hojas dejaron de acumularse en pilas enormes a punto siempre de desmoronarse y se transformaron en resmas estáticas, pálidas, sin ninguna atracción. La tierra y el polvo avanzaron de a poco, cubriendo esas superficies que alguna vez fueron nuestras. Dejamos las ideas adormecidas, sin ninguna esperanza de despertarlas. Nos arrojamos a la rutina del día a día, del sobrevivir, postergando nuestros sueños, porque al fin de cuentas, el final siempre es el mismo.
Y así, convencidos de nuestro fracaso, dejamos que la que camina lento, la que nos da una vida de ventaja, nos devore vivos. Las letras olvidadas, ya no darán cuenta de esta derrota.

6 de agosto de 2018

Willem, el autoreferente


El notable pintor Willem Decerguz dijo desde un principio que en cada obra suya había una autoreferencia.
Fue así que podían verse sus ojos retratados en "El soldado de Waterloo", sus orejas en "Escarlata", su cabello cobrizo en "Diariero taciturno", por nombrar algunos ejemplos.
Un día anunció que pintaría su última obra, y lo haría en vivo. Una multitud colmó el Museo de Artes, donde pintó la afamada "Risa del ángel".
Todos vieron, efectivamente, que aquella era su risa.
Tras los aplausos dijo:
- "Ahora todo lo que soy vivirá eternamente en mis obras".
Y ante la atónita mirada de los presentes, desapareció en el aire.
Aún los críticos debaten si no fue una mera movida marketinera. Lo cierto es que Willem nunca más fue visto con vida.

5 de agosto de 2018

Estamos malditos, todos y cada uno

Mario Carrillo es un escritor de Villa Constitución, pero antes es periodista y de los buenos. Aprendí mucho a su lado, hace casi veinte años. Hoy compartimos una gran amistad y la pasión por la literatura. Tuve el placer de escribir prólogos en sus dos libros anteriores, de cuentos.
Y tuve el honor de leer de antemano su primera novela y redactar el prólogo. Para algunos quizá sea una formalidad. Para mí el prólogo es cosa seria. Me gustó mucho "La sangrienta maldición de los Burundarena" y el texto que leerán a continuación y que titulé "Estamos malditos, todos y cada uno", prácticamente se escribió solo.
Gracias Mario, una vez más.


Estamos malditos, todos y cada uno.

Dice Stephen King que los monstruos y fantasmas son reales y viven dentro de uno y que a veces, ellos ganan. Si algo me fascina de esa afirmación es que tiene mucho de cierto. ¿Quién no vive escapando de fantasmas en la más absoluta soledad de la consciencia? ¿Quién no se esconde de monstruos que solo acechan en la imaginación? Otros, directamente, lo son: monstruos con rostro de hombre, corrompiendo la existencia de sus víctimas; fantasmas en vida, vagando por las calles sin que nadie se percate de ellos.
La humanidad crea sus miedos a imagen y semejanza. Y el destino, ese derrotero incierto que moldea nuestras vidas a capricho, se encarga que enfrentarnos a ellos. Lo hace desde que tenemos noción de las cosas, con las primeras sombras proyectadas en la oscuridad, con sus formas tétricas que nos obligan a sumergirnos bajo la almohada casi al borde del grito. Estamos malditos, todos y cada uno. Condenados a crecer, al desengaño, el sacrificio, al amor, la traición, el dolor, la injusticia e, inevitablemente, la muerte, la propia, pero antes, la ajena.
¿Es acaso una mirada soslayada, demasiado oscura, que omite las buenas cosas, las alegrías, todo lo que vale la pena? Si, lo es. Por supuesto. No puedo escribir este prólogo de otra manera, porque las páginas que he devorado – como un monstruo con sed literaria – me obligan a pensar en una palabra: venganza. Pero no se engañen, las hojas que componen este libro no se reducen a un solo vocablo, al contrario.
Venganza es el punto de partida de cada párrafo. Es lo que mueve al monstruo y espanta a los fantasmas, es la imagen que aparece en sueños una y otra vez hasta alcanzar a su víctima, es lo que Mario Alberto Carrillo nos va a meter de prepo, casi a golpes de puños (puños literarios) hasta hacernos sentir dentro de la tragedia de los Burundarena, tomando partida, odiando, amando, en un relato que se ramifica a lo largo de las décadas, de la geografía pampeana y nuestra propia historia.
La sangrienta maldición de los Burundarena es un viaje emocionante, vertiginoso, en el que no solo atravesaremos un legado de sangre, sino que nos empaparemos en él, sentiremos las miserias en carne propia, como testigos imposibilitados de torcer un destino que paso a paso se va tornando cruel y tormentoso, persiguiendo a los protagonistas y a cada uno de sus descendientes a campo traviesa, con la furia de un malón endemoniado.
Mario, que en sus libros de cuentos nos había demostrado la capacidad para ir de la risa al llanto, de la anécdota al relato crudo, será nuestro guía, nuestro aliado en este camino, elevando aquí su apuesta en una novela con los condimentos necesarios para convertirla en una lectura recomendada que difícilmente nos deje indiferentes. Por lo bien que están creados los personajes, por lo cerca que los sentiremos, por la manera en que nos llegarán al corazón sus sentimientos y acciones, cuyas consecuencias, algunas espeluznantes, nos develarán el estoico y violento espíritu de los Burundarena.
Y además del escritor, se ve al periodista. Al que muchos tuvimos como maestro en ese oficio. Se nota la investigación al detalle de cada época y lugar, en la que uno casi no necesita imaginarse nada, porque allí está todo. Nos ubica de manera visual en el contexto de las décadas que atraviesa la trama, desde los primeros años del siglo XIX al pasado siglo XX, dándole al marco histórico un lugar en la novela más importante que el de simple escenario sobre el que transcurren las acciones.
Es de esos libros que uno espera se extienda un poco más. Que nos regale más de la trepidante lectura que nos mantuvo durante horas pasando páginas, una tras otra. Pero todo tiene un final y vaya que lo saben los Burundarena. Amor, pasión, odio, venganza, sacrificio, dolor, penas y muerte. ¿Terror? Para nada. ¿Pero hay monstruos y fantasmas? Si, en cada rincón. Están allí, con rostros humanos, muchos de ellos con rasgos vascos, confundiéndose en la espesura de la llanura pampeana, esa que el tiempo transformó en paisajes poblados atravesados por carreteras, acechando al destino, tratando de vencerlo, aun sabiendo que es imposible, que la maldición irá tras ellos. Pero siempre hay una esperanza, una posibilidad de redención. Por algo nos escondemos debajo de las sábanas y metemos la cabeza bajo la almohada: para que los fantasmas y monstruos no nos encuentren. Siempre la hay. ¿Será Mario, en esta novela, piadoso con nosotros? ¿Nos tenderá esa mano para sentirnos seguros? ¿O nos dará un empujón hacia la oscuridad?
Lean. Disfruten. Engañen sus propios destinos mientras se internan en esta maldición ajena. Pero sepan que los monstruos y fantasmas, existen. Porque quien avisa, no traiciona.