Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

www.OLVIDADOS.com.ar - Avila + Netomancia

26 de septiembre de 2015

El vivero misterioso

La fachada repleta de flores invitaba a pasar. Una vez dentro las hojas verdes que colgaban de macetas elevadas formaban una especie de pasillo viviente que llevaba hasta un recinto mucho más amplio e iluminado de manera natural gracias a un techo vidriado.
Allí, sentado en un banco de madera, esos típicos de las plazas, aguardaba un señor de muy baja estatura. No era necesario verlo parado para comprender que alcanzaría con suerte el metro y medio. Sus pies no llegaban al suelo y la cabeza no sobrepasaba el respaldar. Masticaba tabaco y lo escupía en una maceta cercana.
El hombre se limitaba a estar allí, no atendía el lugar ni hablaba con nadie. Podría decirse que era algo más para ver en aquel sitio. Si uno seguía avanzando se encontraba con otro pasillo, pero ya no había plantas que lo rodearan. Muy por el contrario, era oscuro y de paredes sin terminar, en las que podía apreciarse el ladrillo sin revocar cubierto por telarañas.
Nadie se atrevía a ir más allá de ese sitio iluminado. Durante muchos días, desde que aquel extraño lugar abrió sus puertas, la gente entraba, llegaba hasta el hombre de baja estatura y al no recibir respuesta alguna, se marchaba sin saber si era un comercio, un pequeño jardín botánico o qué.
Vaya a saber quién fue un poco más allá del simple recorrido y tomó una planta con su respectiva maceta y se fue del lugar sin pagarla. La voz corrió con celeridad, como en todo pueblo chico, y tanto los previamente habían visitado el sitio como aquellos que no lo conocía, se aventuraron a su interior con el fin de llevarse consigo una planta de manera gratuita.
Parecía raro hacer algo semejante mientras el señor que masticaba tabaco sentado en el banco de madera observaba todo sin la menor intención de protestar o de abrir la boca para pronunciar alguna palabra.
Cierto grupo de vecinos se negaron a entrar. Tenían reticencia basada en sus observaciones, la mayoría con fuertes argumentos. Por ejemplo, se preguntaban "¿quién abre o cierra el comercio?" que era algo realmente enigmático, porque no se había visto a nadie hacerlo y sin embargo, durante la noche estaba cerrado. O bien "¿cómo es que uno puede llevarse lo que quiera sin que nadie diga nada?" y lo más preocupante, si es que uno lo analiza racionalmente, "¿cómo es que al día siguiente el sitio está otra vez poblado de macetas y plantas?".
De más está decir que el misterio detrás del hombre sentado en el banco de madera, al que ese grupo de vecinos jamás había visto dado que no habían entrado, era el eje principal de la negativa continua por aceptar el lugar y el acto de todos nosotros, propensos a ingresar una o dos veces al día por esa puerta tan bien adornada con flores con el único fin de hacernos de una nueva planta.
En mi caso, jamás me habían interesado las flores, las plantas, la jardinería y todo lo que tuviera que ver con el reino de la flora. Ni siquiera un cactus, que la gente usa como adorno porque apenas si tienen que recordar regarlo. Nada. Y ahora, casi como una adicción, recorría las diez calles que tenía hasta el lugar sin nombre de las flores y plantas bonitas, y regresaba portando una maceta con una planta diferente a la del día anterior.
De a poco, quiénes disfrutábamos de este ir y venir hacia el vivero misterioso y aquellos que renegaban del mismo diciendo que era cosa del demonio - entre algunos de los argumentos fantásticos que se oían a diario - nos fuimos distanciando. Vecinos de toda la vida, que sin embargo comenzamos a ver como enemigos, tomando sus palabras negativas como frases dirigidas a los que estábamos de acuerdo en que no hacíamos nada malo.
En un pueblo de tan poco habitantes, eso fue socavando la comunidad. No entrábamos a los comercios de los que estaban en contra de aquel sitio que nos ofrecía plantas a cambio de nada y ellos nos pisaban los nuestros. Habíamos tomado esa forma de hablar, ellos y nosotros. El otro bando hacía lo mismo. Y sin darnos cuenta, ni planearlo, habíamos dividido el pueblo en dos.
Pero nadie se detuvo a replantear la realidad. Se había dado así y así seguiría. Si a ellos no le gustaba lo que nosotros hiciéramos, por qué a nosotros debería importarnos lo que ellos hacían. En tanto, nosotros, íbamos al lugar, recorríamos sin prestar atención al hombre en el banco y al pasillo de paredes de ladrillos repletas de telarañas y nos íbamos con una nueva maceta y planta para el hogar.
Ya no sabía donde ponerlas, había en cada habitación, en el patio, en el exterior, incluso había comenzado a colocar en el techo. Muchas personas estaban en la misma situación. Pero eso no era impedimento para continuar con nuestros viajes diarios.
Claro que algo que no estaba en mis planes sucedió y ya nunca volvería a retornar a ese lugar. Fue en una de mis salidas en dirección a la fachada de las flores. Oscar, el kioskero al que le compraba el periódico antes que se pusiera del lado de ellos, hacía el reparto de diarios en su motoneta y en una esquina nos encontramos. El en su moto, yo a pie. Por supuesto, ninguno se detuvo. El orgullo ante todo. Y me quebró una pierna al chocarme. Él no la sacó barata, porque al caerse se fisuró el codo. Pero salí ganando yo, no tengo la menor duda.
Con la pierna quebrada, sin nadie que me ayudara, tuve que permanecer a la fuerza en cama con el yeso impidiéndome caminar. De a poco, fui testigo de como las plantas se marchitaban en sus macetas, que coincidencia o no, perdían al mismo tiempo el color y se opacaban. Había días que apenas me levantaba para ir al baño y buscar algo de comida, pero no podía regar las plantas. Eso las fue matando lentamente. Tras un mes y medio, recobré la movilidad gracias a las muletas. Ninguna planta había sobrevivido.
Pude salir a la calle al fin y la primera intención fue ir hasta aquel vivero donde regalaban las plantas. Para mi sorpresa, mientras caminaba con esfuerzo y lentitud, había desaparecido muchas viviendas. En realidad, esa fue la sensación inicial. Solo al observar con detenimiento comprendí que donde tenían que estar algunas casas, ahora era todo vegetación.
Hacia donde miraba encontraba una imagen similar. Y no tardé demasiado en asimilar que las viviendas que aún apreciaba pertenecían a ellos. Sentí odio, porque mi lógica me hizo sospechar de ellos como los causantes de lo que estaba viendo.
Avancé como pude, tratando de mover la muleta lo más rápido que pudiera, temiendo por mi vida, creyendo que en cualquier momento ellos se arrojarían  sobre mí, me secuestrarían y harían desaparecer mi vivienda. Buscaba con la mirada alguien de los míos, pero no había nadie en las calles. Tenía que llegar al vivero cuanto antes. Sin embargo, al llegar al lugar quedé en un estado de parálisis absoluto. La fachada floreada había desaparecido, la puerta parecía abandonada desde hacía años, repleta de telarañas con el picaporte herrumbrado. Traté en vano de abrirla.
De reojo vi como ellos venían hacia mí. Eran unos doce o quince y entre ellos estaba Oscar, la persona que me había atropellado. Me puse de espaldas a la puerta y esgrimí la muleta para defenderme. Atacaría sin piedad, si eso era necesario.
- ¡Fuera de aquí!¡No se acerquen! - les grité.
Pero ellos avanzaban, mirándose entre ellos, tan asustados como lo estaba yo. Vi en sus rostros miedo. No podía creer que mi presencia pudiera crear ese efecto. Ellos eran más de una docena y yo... tan solo una persona lisiada armada con su muleta.
Entonces el propio Oscar pidió a los demás que dejaran de acercarse y con cautela me hizo señas que me alejara de la puerta. Recién allí comprendí que no era a mí a quién temían, sino al lugar. Si saber por qué, le hice caso. Me tomó del brazo y me alejó de un tirón. Todos dieron un paso atrás, como si temieran que la puerta los engullera de un solo bocado. Pero la puerta permaneció en su lugar, como debía ser.
Con recelo los escuché. La historia que me contaban era macabra. Querían convencerme que las plantas engulleron a sus dueños, que se apropiaron de sus viviendas y que la única manera que tuvieron de impedir que eso prosiguiera, fue quemando el lugar. No había vestigios de un incendio en la fachada y eso les quitaba credibilidad. Me aseguraron que el lugar, tras el incendio, apareció así. Me imaginé al hombrecito escapando por el pasillo oscuro al final del lugar, llevándose su tabaco y todo aquello que tuviera a su alcance, pero no lo mencioné en voz alta.
Pregunté entonces si habían tratado de desmalezar las casas asaltadas por las plantas y contemplé rostros sombríos. Claro que lo habían hecho, afirmaron. Debajo de la vegetación ya no había nada.
Traté de hacerles entender que les creía y marché a mi casa. Hice todo lo posible por no observar en el camino las viviendas sepultadas bajo la frondosa vegetación. Intenté no pensar en los rostros amigos que nunca más volvería a ver.  Pero todo fue en vano. Las imágenes me asaltaron con furia y hasta la pierna aulló de dolor.
Crucé la calle intempestivamente y me dirigí hacia una de estas casas tomadas. Arranqué con bronca hojas y tallos y para mí horror, entre la espesura, apareció un rostro humano tan verde que dudé en una primera instancia en si lo que veía era verdad. El rostro, tan parecido al de Alicia, la dueña de esa casa, intentó abrir la boca para gritar pero ni bien lo hizo una raíz apareció en lugar de la lengua y dándole dos vueltas enteras a la cabeza, la arrojó hacia atrás, desapareciendo de mi vista.
Tambaleando, casi perdiendo la muleta en el movimiento, retrocedí todo cuanto pude. Al girar, quedé de cara a varios de ellos. Me miraban con una mezcla de piedad y sorna.
Volví a mi casa y eché a la vereda todas la macetas.
Durante la noche no pude pegar un ojo. A la madrugada tres golpes a la puerta demolieron mi cordura. Pensé que serían ellos, que venían por mí. Estaba segura que tarde o temprano lo harían. Pero al asomarme por la ventana no pude menos que reprimir un grito. Era el señor que se sentaba en el banco de madera en el vivero que quemaron ellos.
Era tarde, algo que no tenía explicación ocurría en el pueblo, había sido testigo de algo que aún perduraba en mis retinas horas antes y aún así, abrí la puerta. Por primera vez lo veía parado. Había errado el cálculo. Apenas medía un metro veinte. Su brazo estaba estirado hacia mí ofreciéndome una maceta con una planta de hojas redondas y verdes.
Sin vacilar la tomé.
- Mañana le traeré otra - me dijo antes de marcharse.
La coloqué en la pieza. Cómo negarse ante algo tan maravilloso.




22 de septiembre de 2015

Ni por todo el oro del mundo

Nos reunimos con el objetivo de hacer las paces. Cada año era la misma historia. Se acerca la fecha y debíamos mediar para poder concretar lo que era necesario. Cada uno le echa culpas al otro, en silencio y en voz alta. Algunas cosas se dicen, otras solo se piensan. Pero las palabras, por pocas que fueran, resultan hirientes e imperdonables. Las actitudes, también. El silencio, en todo caso, era acusador.
No es un secreto que estamos peleados. Lo sabe todo el mundo. Pueblo chico, infierno grande. Pero papá es papá y es el único momento del año en que de alguna manera debemos buscar la manera de poder estar cerca sin irnos a las manos. Por eso, nos citamos a una hora en un determinado bar, donde, casualmente, veinte años atrás comenzaron los resquemores.
Pedimos un café, lo tomamos, todo sin mediar palabra. Con los pocillos vacíos como testigos, tratamos de iniciar el diálogo. Fue en vano. El tono en la voz de ambos, fue agresivo. Como si estar ahí fuese un castigo y la oportunidad de hablar sirviera solo para reproches.
En determinado momento golpeó la mesa con un puño y me dijo:
- Basta Ezequiel, no tiene sentido, si lo sentís así, hacé lo que quieras.
Se levantó y se fue. Lo vi alejarse desde la ventana. Cruzó la calle y subió al asiento del acompañante de un auto importado que lo estaba esperando. Con seguridad ella estaba al volante, observando en todo momento hacia el bar, adivinando nuestras siluetas a la distancia.
Otra vez sería lo mismo. Busqué el celular, marqué el número y hablé con mamá. No hacía falta que entrara en detalles, parecía siempre la misma película. Le dije que iría temprano y que con seguridad Daniel llegaría más tarde.
- ¿Otra vez vendrán por separado? - preguntó conteniendo las lágrimas.
 Corté. Y si, la culpa era nuestra, compartida. Mamá no tenía nada que ver. Menos el viejo, pobre. Nuestra y de nadie más. Pero ninguno lo reconocería jamás, ni por todo el oro del mundo, ni por la salud de quiénes amamos. ¿O acaso el viejo, agonizando, no nos pidió como último deseo, que fuéramos juntos a verlo?
Como siempre, fuimos al bar y no hubo acuerdo. El pasado duele, las heridas no cierran, el orgullo es muy grande. Y el viejo se murió con mamá al lado, pero con nosotros distantes. Yo no fui al entierro. No podía. Porque iba a estar él, con ella.
Cada año, en esta fecha, todo lo que tratamos de olvidar a lo largo de los meses, se agolpa de repente en un torbellino de odio. Papá es papá, pero ni en vida nos sirvió de excusa. En su aniversario mamá sueña con reunirnos. Ni siquiera sabe de nuestros encuentros en el bar. De esos quince o veinte minutos de ambiente tenso y un café que carcome el estómago. Muchos menos sabe de lo que nos separó, Y no vale la pena entrar en detalles ahora.
Cuento esto porque incluso a mí me resulta difícil de entender. Siendo uno de los responsables de esta realidad, sigo sin aceptar mi mediocridad, mi actitud egoísta. Sin embargo, no hago demasiado por torcer el destino. Soy como la humanidad misma, que sabe lo que está mal pero lo sigue haciendo. Quizá por orgullo o estúpida soberbia, no lo sé. La vida es una sola y lo ideal sería aprovecharla, aferrarse a los seres queridos, sentir la dicha de cada día.
Pero así como entre todos matamos al planeta a diario, en lo personal destruyo lo poco que queda de esperanza en los seres que tengo cerca. Aún no sé la razón y si la supiera, quizá no la diría, ni por todo el oro del mundo. Ni aceptaría estar equivocado. A menos, claro, que Daniel lo reconociera primero.

15 de septiembre de 2015

Los campeones del mundo

Tokyo, año 2017. El Mundial de Bolitas transcurre con normalidad. Neumayer y Oyola avanzan sus respectivas rondas y todos esperan que lleguen a la gran confrontación final.
Claro que esto no sale en las noticias. Los fanáticos del campeonato más importante del mundo de las también denominadas canicas son muy pocos y a duras penas, a lo largo del planeta, rastrean la escasa información al respecto de la competencia. La encuentran en crónicas que aparecen en blogs especializados o en los mismos perfiles de los jugadores en las redes sociales.
Sin embargo, algo sucede en octavos de final que hace que toda la humanidad ponga su atención en el certamen y sobre todo, en los dos grandes candidatos al título, de quienes luego hablarán por años.
Aunque para llegar a ese punto, hay que retroceder un par de décadas. Y volver al siglo pasado.
Es 1991 y Nicolás Oyola apenas si ha escuchado hablar de Tokyo. Tiene cuatro años y una increíble habilidad para jugar a las bolitas. Tanto, que logra enojar a sus hermanos mayores y a los amigos de estos, a los que derrota en cada oportunidad con extrema facilidad. Su paso por la escuela primaria lo transforma en un mito viviente en el recinto escolar. Es el primer niño en cursar todos los grados sin haber perdido jamás una partida de bolita durante los recreos.
Lo notable es que también es imbatible en el barrio. Su fama se hizo tan grande que atrajo la visita de un hombre que estaba de visita en la ciudad. En la gran ciudad. Se presentó una tarde calurosa de verano a pocas semanas del comienzo de las clases. Para entonces se avecinaba para Nicolás el inicio de la educación secundaria y aquello lo tenía preocupado. Lo único que le interesaba era jugar a las bolitas. Pero sus padres le habían advertido que la escuela era importante y no permitirían que la dejara de lado por "ese juego de niños".
La llegada de ese nombre fue crucial. Quería llevarse a Nicolás a una gira internacional donde debía jugar contra chicos de todo el mundo. Era el sueño de su vida. Sus padres se opusieron tajantemente. Y Nicolás Oyola terminó haciendo lo que todo niño de doce años haría. Escaparse.
El hombre se llamaba Oliver Neumayer y era alemán. Su hijo, Helmet, tenía apenas tres años cuando su padre llegó a Berlín en compañía de un niño argentino llamado Nicolás.
Las giras llevaron a la familia Neumayer y Nicolás a recorrer el mundo. Y el entonces adolescente Oyola se fue haciendo amigo del pequeño Helmet, que a medida que crecía, dominaba más y más el juego que su joven amigo le enseñaba con entusiasmo.
Lo impensado ocurrió en 2002, en Ontario, Canadá. El imbatible Nicolás Oyola, la leyenda viviente de las bolitas en toda su historia, perdió por primera vez en su vida, en una partida de preparación para el mundial a jugarse en ese país de América del Norte. El verdugo, un pequeño de seis años. Se llamaba Helmet y él mismo le había enseñado a jugar.
Nicolás pensó siempre que el día que perdiera su invicto podría superarlo. Pero se equivocó. La derrota fue demasiado, se sintió desvalido y traicionado. Aquel pequeño, a quién tanto quería, se transformó en el ser que más odiaba en el mundo y de un día para otro abandonó a los Neumayer, retornando a su país.
Pero los Oyola, aún dolidos, no aceptaron recibirlo en el seno familiar. Nicolás, lejos de desanimarse, decidió que estaba lo suficientemente grande como para afrontar su vida y valerse por si mismo. Recordando entonces la manera de manejarse de Oliver Neumayer, y de la gente que éste frecuentaba, se dedicó a recorrer el mundo en solitario, sobreviviendo gracias al dinero de los torneos que ganaba y de las demostraciones en las que participaba.
A pesar que las noticias no le dedicaban espacio al juego de las bolitas, había suficiente terreno por recorrer y descubrió que podía vivir de lo que le gustaba. Mientras lo hacía, los rumores sobre la vertiginosa carrera de Helmet Neumayer llegaban a sus oídos. Pero no era eso lo que le daba bronca, sino que compararan su carrera con la de ese crío y aún peor, que algunos osaran afirmar que el alemán era mejor que él.
Nicolás evitó los torneos donde estaba el pequeño Neumayer. No los necesitaba para conservar su prestigio. Pero de a poco las insinuaciones sobre esos desencuentros, que si estaba uno, no estaba el otro, aparejaron especulaciones, como que Oyola le huía por miedo a perder como había sucedido aquella vez en Canadá.
Habían pasado diez años de aquel encuentro. Tiempo suficiente, según Nicolás y decidió anotarse en el Mundial de México. Pero para su sorpresa, Helmet no asistió. Según supo, los padres habían detenido por un tiempo las giras para permitirle terminar el colegio.
Ante la ausencia en el circuito mundial, Nicolás se quedó con los mundiales que se disputaron en México, Nepal y Finlandia. Su nombre era nuevamente el más importante en el firmamento del juego de bolitas.
Pero en 2016, y ante la muerte de Oliver Neumayer, su hijo Helmet, anunció que se graduaría como ingeniero y volvería a competir. Nicolás recibió la noticia en un certamen de demostración en Sudáfrica y no pudo dormir durante dos noches seguidas. Comprendió entonces que realmente le tenía miedo a su alumno, única persona que lo había vencido en su vida.
Tokyo había llegado y tanto Neumayer como Loyola derrotaban con amplitud a sus rivales. El gran duelo estaba garantizado. Los fanáticos de las bolitas de todo el mundo esperaban con ansias la tan postergada revancha. No había cadena de televisión que los televisara, ni diario en el mundo que publicara noticia alguna del trascendental campeonato, pero aquello que estaba sucediendo en el país asiático era algo que quedaría en los anales del juego de la bolita.
Aunque nadie preveía lo que sucedería aquel jueves de octavos de final.

Es tarde. Dos partidas se han extendido más de lo previsto y los dos encuentros más importantes, los que protagonizarían los dos candidatos, Oyola contra un pakistaní y Neumayer contra un español, se hacen desear. Hay ciento veinte espectadores en el auditorio transformado en cancha de bolitas en el centro comercial donde se desarrolla el torneo.
Nicolás espera tomando un café en un bar del primer piso. Helmet lee un diario en el restaurante situado a escasos metros del bar. Se han visto a la distancia, pero ninguno atinó a saludar al otro. Por más que estuvieran en el mismo lugar, no lo harían. Si eso tuviese que ocurrir, sucedería en el choque final. Nunca antes.
Nicolás no ve la hora de jugar, su partida es la siguiente. Helmet está tranquilo. Ninguno percibe el movimiento en la planta baja, ninguno sospecha de la camioneta que estaciona delante del complejo comercial. Sus mentes están en otras partes, donde imaginan una contienda sin igual, tantos años después.
Entonces, cada uno en su sitio, escucha el primer disparo. Parece un fuego artificial, algo extraño para el lugar. Luego llegan los gritos, la gente que corre y más disparos. Ahora están seguros, los sonidos provienen de armas de fuego.
Son yihadistas. Fundamentalistas del islam más radical. En los últimos cinco años han cometido brutales crímenes en nombre de la ideología que defienden. Y desde los últimos doce meses han expandido sus acciones más allá de su geografía original.
En planta baja, los hombres que responden al movimiento, disparan a mansalva sobre las sorprendidas personas que pasean o trabajan en el lugar. Algunos penetran dentro del auditorio donde se ha montado el campo de juego. Se escuchan más disparos y gritos. Nicolás corre instintivamente hacia el restaurante. Helmet está pálido sentado a una mesa. El diario que leía segundos antes descansa desparramado entre sus piernas. Al ver a su amigo de la infancia parado a pocos metros se convence que aquello es una escena que forma parte de un sueño o de una pesadilla.
Los yihadistas están subiendo al primer piso, Nicolas los ha visto camino al restaurante. Ocupaban las escaleras mecánicas, portando pesadas automáticas en los brazos. No tiene tiempo. En la mesa ve al Helmet de seis años, asustado, temeroso, que de todas formas salió en Ontario a disputarle esa partida sabiendo que llevaba las de perder.
Pero ahora ese niño ha crecido, es un hombre y teme por su vida. Como todos, como él. Corre y lo abraza y con un movimiento que no premeditó, lo arroja al suelo y escapa con él a gachas, hasta detrás de unos aparadores repletos de botellas de vino.
Segundos después los yihadistas irrumpen en el restaurante y abren fuego contra todas las personas a la vista. Oyola y Neumayer, sin que los terroristas lo sepan, permanecen agitados pero en silencio, en el reparo de aquella bodega improvisada. Respiran el polvo de meses sin limpieza, pero no abren la boca, no mueven ningún músculo. Solo escuchan, por la cercanía, el galopar sincronizado de ambos corazones.
Esos hombres y mujeres armados van y vienen, han ocupado todos los pisos del centro comercial. Los televisores permanecen encendidos y las cadenas de televisión emiten desde el exterior del lugar. Los pocos sobrevivientes que escaparon cuentan desesperados los momentos que pasaron dentro. En la pantalla del televisor que pueden observar a medias Nicolás y Helmet, a través de unas hendijas del aparador, aparece Sikolov, el jugador búlgaro. Entre lágrimas, parlotea un inglés que se entiende muy poco, pero con los gestos alcanza. El mundo se entera entonces que allí se estaba disputando el Mundial de Bolitas.
El tiempo se prolonga, las noticias hablan de muertos, de rehenes, de peticiones, de negociaciones que no terminan. Hablan familiares de los muertos cuyas identidades han sido identificadas, incluso ven sus propias biografías relatadas con pesar. Al parecer los jugadores de bolitas eran más reconocidos de lo que ellos creían. Sus fotografías ocupando la pantalla los estremecen. Nicolás siente la presión de la mano de Helmet estrechando la suya. Esos dedos que impulsaran las canicas con mayor precisión que él, tantos años atrás. Esos dedos que eran tan hábiles como los suyos, aferrándose con fuerza a él. Ellos dos, tan distantes y ahora tan juntos.
En la estrechez del escondite, en el umbral de la muerte, Nicolás deja caer sus últimas lágrimas. Helmet lo rodea con sus brazos y alcanza a susurrar una palabra que lo es todo, significado y significante, el universo mismo, la única verdad en la vida. Le dice "hermano".
Luego los gritos de alerta, las sombras aproximándose y los disparos.
Y nada más.

7 de septiembre de 2015

Respuestas

Del otro lado del río estaban las respuestas. De éste, solo la infinita paciencia y la incertidumbre eterna. Allá podía sentirse un hombre libre. Acá, un ser atado a responsabilidades.
Por eso cada fin de semana subía a su pequeña embarcación con motor fuera de borda y se escabullía corriente adentro, donde nadie pudiera encontrarlo. Era su rutina, su forma de vivir. Decía que si no lo hacía, iba a morir asfixiado.
Su mujer lo había aceptado mucho tiempo atrás. Sus hijos se acostumbraron a no tenerlo los fines de semana. Su carácter tajante lo había decidido así. Porque la isla no solo era un lugar de descanso, era su lugar en el mundo. Y no permitía que nadie fuera con él.
Cuando aquel lunes no regresó de madrugada, como cada lunes, su esposa se inquietó. Mandó a los chicos a la escuela y luego salió en bicicleta hacia la zona del cabotaje. Preguntó a los lugareños si habían visto a su marido. El hombre, si bien de pocas palabras, era conocido. Tampoco estaba el bote.
A media mañana se acercó a Prefectura y radicó la denuncia. Jamás lo había acompañado y no sabía el lugar exacto del rancho. Sintió vergüenza porque no podía brindar datos precisos. Y también bronca. Porque él jamás la había querido llevar. Si tan solo hubiera ido una sola vez, sabría indicarles.
Al mediodía regresó a su casa. Debía tener el almuerzo preparado para cuando volvieran los chicos del colegio. Por las dudas pasó por el taller donde trabajaba su marido. No fuera cosa que regresara tarde en otra embarcación, de algún conocido, y que en lugar de ir a casa, hubiese ido al taller.
Pero su capataz también estaba preguntando por él. Era la primera vez en quince años que se ausentaba sin aviso. Ella se asustó aún más. Tenía un feo presagio, si bien nunca se le habían dado esas cosas.
En casa se dio cuenta que estaba distraída. Se le pasó el arroz y se le quemó la salsa. Quería llorar pero de un momento a otro volverían sus hijos y no quería trasladarle la angustia que en esos momentos sentía.
Sin embargo, mientras ellos comían sentados a la mesa, escuchó los pasos al trote de alguien que se acercaba por el largo pasillo que conducía hasta la entrada de la casa. Quién fuera no tardó en golpear la puerta.
Abrió con el temor que se abren las puertas en estos casos, cuando una mala noticia está al caer. Era el Luis, el más grande de los Quiroga. Por la pinta, pantalones mojados, la piel colorada, venía del río. Cada mañana junto a sus hermanos se iban al río para pescar algo que pudieran vender en la ruta.
- Doña Irma, los de Prefectura la están buscando, parece ser...
La mujer no alcanzó a escuchar nada más. Se desvaneció, presa de la situación. Tardaron al menos cinco minutos, entre sus hijos y el Luis, en hacerla reaccionar.
- Mamá, mamá...
Los chicos estaban asustados y el Luis no se animaba a levantarla, por miedo que se le cayera de los brazos. Era de cuerpo grande mientras que al joven los huesos se le marcaban en la piel de lo flaco que era.
A duras penas la hicieron reaccionar. Una vez recuperada, se fue caminando hasta la zona de la ribera. En las afuera de la dependencia de prefectura había un revuelo de personas. Cuando la vieron llegar se fueron apartando, para dejarla entrar.
La recibió el prefecto en persona. Un hombre alto, de cabello blanco y bigotes oscuros.
- Mire señora, esto es difícil de explicar...
La mujer estuvo a punto de entrar en llanto, pero se hizo fuerte en el momento justo. Habría tiempo para derramar lágrimas.
La condujo hacia otra sala, acompañados por un subalterno. Señaló una puerta al fondo.
- Necesito que lo reconozca y nos diga si es su marido.
Respiró hondo. Jamás se había imaginado en esa situación. Los tres metros que la separaban de la puerta, que de un momento a otro sería abierta, eran tan cortos como eternos. Podía llegar en dos pasos y al mismo tiempo, cruzar ese marco representaría el camino más largo de su vida.
La puerta cedió y luego del subalterno y el prefecto, entró ella.
- Díganos... ¿es su marido?
Algo se rompió en el pecho de la mujer. Fue un sonido seco, casi un lamento. Pero solo ella pudo escucharlo. Coincidió con la imagen ante sus ojos, inesperada, dolorosa, en el límite mismo con la angustia y la histeria.
Allí estaba su marido, el mismo que había visto salir dos días atrás, pero al mismo tiempo, sin ser la misma persona.
- ¿Es el hombre que está buscando, señora?
Era, sin dudas que lo era. ¿Pero cómo decirlo? ¿Como desanudar eso que sentía en su garganta? ¿Cómo convertir el llanto reprimido en palabras? ¿Cómo superar la vergüenza?
Su marido estaba sentado en una silla de madera, maquillado, con peluca naranja y vestido de mujer. Estaba descalzo, pero los zapatos de aguja permanecían a un lado de sus pies.
- Lo encontramos en el yate de un concejal, en medio de una fiesta que se fue de las manos. Hemos arrestado a varios, incautado droga y alcohol. A este lo hemos reconocido por la foto que usted nos dejó. ¿Nos confirma que es su marido, señora?
Ella no pronunció palabra alguna. Pegó media vuelta y se marchó. Había respuestas que solo el silencio era capaz de brindar.

3 de septiembre de 2015

La china de Carlitos

Estaba a punto de pedir la cuenta y abandonar el bar, cuando lo vi del otro lado de la calle, mirando por encima de los techos de los coches, mientras aguardaba que el semáforo le diera la posibilidad de cruzar. Trataba de divisar mi silueta a través de la ventana, con la esperanza de encontrarme en una mesa cercana a los ventanales. No me vio, pero yo si a él y con eso bastó para que cambiara de idea y en lugar de pagar pidiera dos café, sabiendo que eso era lo que él iba a querer una vez se sentara a la mesa.
Entró empujando con violencia la puerta, no por bruto, sino de apurado. Sus ojos se movían al compás de su cuerpo, que parecía un maniquí al que giraban de un lado a otro. Cuando finalmente me ubicó, el mozo llegaba con lo que había pedido treinta segundos antes.
- Antonito, que suerte que todavía estás - me dijo mientras me estrechaba un abrazo. Ni siquiera había esperado que me levantara, se había arrojado sobre mi cuerpo efusivamente. Así era Carlitos desde el primer día que nos presentaron, en el último año de la secundaria.
- Me quedé a esperarte, me pusiste en el mensaje que era vital para vos hablar conmigo - aún recordaba el texto en el celular, cargado de misterio, como solía hacer mi amigo con todos sus mambos.
Puso cara de apesadumbrado y se llevo las manos al rostro. Detrás de los dedos, sus labios se movieron.
- No tenés idea Antonito lo que me está pasando.
Me podría haber asustado en caso de haber sido cualquier otro amigo, pero se trataba de Carlitos. Podría decirse que el "no tenés idea" era el preámbulo esperable en toda conversación con él.
- ¿No estarás enfermo, no? - pregunté por compromiso, mientras mojaba una medialuna en el café.
- Ojalá... - Carlitos hizo una pausa, miró el pocillo delante de sus narices como si recién se diera cuenta que estaba allí, como si el humeante espectáculo que surcaba el aire frente a sus ojos no fuera producto del vapor del café caliente sino fruto de un raro truco de magia ofrecido por la superficie vieja y descolorida de la mesa del bar - ¿Para mí? ¡Gracias Antonito! Pero mirá que estoy sin un mango, eh.
No hacía falta la aclaración. Siempre estaba sin un peso encima. Y no solo lo aceptaba sino que con seguridad en unos minutos se pediría un jugo de naranja, otro café y de ser posible un tostado con jamón pero sin queso.
- A ver Carlitos... ¿por qué ojalá? - estaba esperando que se lo preguntara, así funcionaba desde siempre.
- No sabés, no sabés... - hizo otra pausa, ahora para meterse la mitad de la medialuna en la boca y luego, apurarla con un tragó de café - Hay una mina que no me puedo sacar de encima.
Mi amigo tenía un repertorio. Pude haberme esperado un "hay una mina que no me puedo sacar de la cabeza", o "la nueva en el trabajo me vuelve loco", o yendo más lejos, "la del kiosco de la esquina se pone unos escotes que hace que vaya varias veces al día a comprar cualquier cosa, no importa, el tema es ir a verla". Esos ejemplos ya los había escuchado de su boca. El que había esgrimido era otro de sus clásicos.
- ¿En el trabajo, dónde...?
- No, qué va a ser en el trabajo... en la red social esta, no me sale el nombre, la del dibujito azul, que te etiqueto en las fotos...
- Si, si, ya sé, contame... - que me etiquetaran en las fotos vaya y pase, que Carlitos me etiquetara en las imágenes que creía graciosas era un dolor de testículo al que jamás me acostumbraría.
- Bueno, esta mina empezó a seguirme. Ojo, en la red social, no en la calle - rió con ganas - Es que no es de acá, Antonito, por eso me rió... es extranjera.
- Pasemos en limpio. Tenés un contacto que no es del país que te gusta.
- Pará, pará... ¡no te anticipes! Dejá que te cuente. Si, me gusta, claro que me gusta. Es china. Así que a veces me la confundo con otras chinas que tengo entre los contactos...
- ¿Tenés chinas? ¿Dónde las conociste?
- ¿Vas a dejarme contarte? Es largo de explicar y no es el caso.
Acepté a regañadientes. ¿Chinas? De Carlitos podía esperar cualquier cosa.
- El tema es que esta china, que es muy linda, tiene un cuerpazo y unas... - abrió las palmas de las manos y las puso hacia arriba, como si sostuviera un peso imaginario - bueno, esta china habla español. Empezamos a cruzar palabras, frase va, frase viene...
- ¿Qué le decís a una china? Porque debe ser una cultura diferente, una forma de pensar distinta... - Carlitos me miraba con su mirada de "arrojar rayos", mientras trataba de contener las ganas de reírme que tenía.
- ¿Podés dejar de interrumpirme? Es grave esto Antonio.
Mi nombre de pila, sin diminutivos. Lo pronunció con lentitud, enfatizando de esa manera la criticidad de lo que me estaba por - o intentaba - contarme. Hice silencio y con un además, mientras me llevaba el pocillo a la boca, le pedí que continuara.
- La china se me enamoró. Así, de un día para otro. Le escribí un par de poemas y se cayó de culo. Parece que en china no se estila, no sé. Con lo romántico la maté. Un amor platónico, pensé. Ella en China, yo acá. Miles de kilómetros, no sé cuantos mares de por medio, me imagino que aunque sea un par de océanos también. Fotito va, fotito viene y nada más. La tecnología habrá avanzado mucho, estarán las camaritas, pero no puedo meter una mano a través del monitor. Al menos por ahora. Así que me dije, vamos para adelante con la chinita. Total... - Carlitos volvió a llevarse las manos a la cara, agachando ahora la cabeza de tal manera que la frente quedó apoyada en la mesa.
- ¿Y qué pasó, Carlitos?
Se irguió con cara de preocupación.
- Comenzó a escribirme cada vez más seguido, ya no era solo cuando chateábamos. Cada vez que abría la computadora tenía al menos diez mensajes de ella. Empezaron siendo tiernos, luego con insinuaciones, luego acalorados y finalmente, totalmente explícitos. Caliente al cien por cien la china. No te imaginás las cosas que me dice, que me propone... me pongo colorado de solo pensarlo. Pero eso no es nada...
Nueva pausa. Me miró a los ojos y de inmediato giró la cabeza hacia la barra y llamó al Ruso, el mozo. Le pidió el jugo de naranja y el tostado de jamón pero sin queso. Omitió esta vez el café, Eso significaba que luego pediría helado. Carlitos no era complejo, más bien rutinario.
- Contame Carlitos, no me dejés con la intriga así...
- Ayer me llegó un solo mensaje. Te juro que ya me daba miedo meterme en la computadora. Pero al ver un solo mensaje, vos dirás, tendría que haberme aliviado. ¡No! Al contrario.Temblé. Y no era para menos. El mensaje tenía una imagen adjunta. Casi siempre las imágenes eran de sus te... bueno, de sus partes íntimas, cosas mundanas... esta imagen era otra cosa Antonito: era el boleto de avión hacia Argentina.
Me quedé mudo. Carlitos volvió a llevarse las manos a la cabeza. Luego me largué a reír.
- ¿De qué te reís, pelotudo?
No podía parar de hacerlo, Me dolía el estomago y empeoraba al verle el rostro sorprendido por mi reacción.
Me repitió la pregunta elevando el epíteto alrededor de cinco veces. Cuando pude calmarme le arrebaté el vaso de jugo y lo vacié en mi boca.
- Es que estas cosas te pueden pasar solo a vos Carlitos, empecemos que a mí nadie me daría bola jamás y por otra parte, jamás llevaría algo tan al extremo como vos. Mirá que encararte una china...
- No te hagás el vivo ahora, que necesito que me ayuden, no que me agarren para la joda.
Volví a reírme, pero pude contenerme con rapidez.
- Perdoná, es que te imagino poniéndole candados a la puerta de tu casa... pará un poco ¿y cómo podría ubicarte la china? ¿Le diste tu dirección?
- Y claro, aproveché apenas empezamos a chatear para que me mandara algunas cositas electrónicas de allá, por correo. Viste que allá es todo más barato, porque los fabrican ellos...
- ¿Y necesitás entonces dónde quedarte?
- Diste en el clavo. Si podés, necesito lugarcito en tu departamento...
- Carlitos, hace dos años que no vivo solo, lo sabés muy bien, apenas si entramos con Margarita. ¿Dónde querés que te meta?
- Si me agarra la china, me destroza.
- Carlitos, ponete firme y hacele saber que tus intenciones eran otras, en todo caso, no sé, hagan lo que tengan que hacer y que se pegue la vuelta. Mirá que te metés en cada una vos... en el departamento no te podés quedar.
- No, pero yo no me quiero quedar, ojo, Antonito, no entendés. La china me destroza, me mata, literalmente te lo digo. En casa ya tengo adentro a la portuguesa que me hablé todo el mes pasado... ¡cómo carajo hago para hacerle entender que eso de "sos la única mujer de mi vida" era puro verso! en cambio, si vos me bancás a la portuguesa un par de semanitas, yo...

Me dio lástima el Ruso, al que seguro Carlitos no solo no le pagó, sino que seguro le encargó algo más antes de irse. Lo dejé hablando solo, como sucede casi siempre. Es que Carlitos tiene ese no se qué, que es difícil decirle que no. Pero uno la ve venir antes, mucho antes. Cuando llegué a casa y Margarita me preguntó que le pasaba ahora al paparulo de mi amigo, le resté importancia: Nada grave vida, un litigio internacional de proporciones anecdóticas.