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31 de marzo de 2011

Diferentes

Nosotros, los mortales, somos muy diferentes a ellos. Quizá la clave sea el conocimiento mismo de la muerte, el saber que por más largo que sea el camino, siempre deparará un final, un "hasta aquí hemos llegado". Entonces, el saber que la vida se ve definida por la mortalidad de nuestros cuerpos, nos hace - creo - más fuertes, inteligentes y sagaces.
Es cierto que la convivencia es inexistente, ellos por un lado, nosotros por otro. Nos desprecian y no dudan en perseguirnos o lastimarnos. Por eso los evitamos, aunque sin escondernos. No hay razón para hacerlo, este es nuestro planeta, desde hace millones de años.
Pero no estaríamos mejor sin ellos. Su existencia nos mantiene aliados, mirando hacia el mismo lado para protegernos, para sentirnos seguros. Si llegaran a partir otra vez hacia las estrellas, cruzaríamos las miradas, detestaríamos lo que antes detestábamos y volcaríamos nuestros temores en los demás, repartiendo violencia a nuestro alrededor. Porque esa es nuestra naturaleza.
Saben que estamos cerca, dónde habitamos, pero no invaden. Las batallas ocurren cuando cruzamos las líneas imaginarias que han trazado. Cuando nos sienten intrusos, nos repelen. Muchas veces es necesario el riesgo, para alcanzar un río, un sembradío o una colonia lejana.
No podemos decir que vivimos con temor, porque somos conscientes que no nos despertarán una madrugada misiles provenientes del cielo. En ese aspecto, la vida se ha hecho un tanto monótona. Pero cuando nos descuidamos en el andar, podemos convertirla en caótica. Y no salimos bien parados de los enfrentamientos.
A esta altura de la existencia y sabiendo lo que sabemos, nos damos cuenta que somos una raza primitiva. El hecho de morir lo demuestra. Pero es lo que somos, a lo que nos aferramos. Por eso sabemos que somos muy diferentes, incluso mejores. Porque apreciamos lo que ellos no, porque sentimos de otra forma, con nuestros corazones palpitando aceleradamente. Sabemos que tenemos una vida mortal para disfrutar de las cosas. Ellos tienen la eternidad. Y en lo eterno, lo bello carece de brillo.
Mañana partiremos un grupo de veinte personas hacia las montañas, para cruzar el pequeño río que nos separa de cinco colonias amigas. Cruzaremos por zonas prohibidas. Iremos atentos, vigilándonos mutuamente, como si fuéramos una sola persona. Ante el peligro y la inminencia del final, siempre lo somos. Como grupo, como raza. Mañana enfrentaremos a la muerte, una vez más.
Pero llegaremos, estamos seguros. Porque somos diferentes, somos mejores. Porque nuestros corazones latirán al unísono.

28 de marzo de 2011

Prisionero

Primero fueron pequeñas líneas azules reptando por sus piernas. Luego se ensancharon. Parecían várices, pero claramente no lo eran. Se trataba de un azul furioso, dueño de un brillo peculiar, que resaltaba aún más a la luz del sol.
Ocultó sus piernas, cuidando de no mostrarlas en ninguna parte. Pero al tiempo, las gruesas tramas llegaron al vientre y subieron hasta los hombros. Se miraba al espejo contrariado y preocupado.
Tardaron poco en expandirse por los brazos, tomar las manos y envolver los dedos. Y de inmediato, subieron por su cuello y se instalaron en su rostro.
No dolían, no se sentían, pero estaban allí. Su apariencia ya no era normal, la de una típica persona. Era un engendro, repleto de líneas azules por todo el cuerpo.
Cuando salía a la calle se cubría totalmente, usando guantes, pasamontañas y capucha. Al descubrir una mañana que su lengua también tenía las marcas, dejó incluso de hablar.
Se refugió en el ostracismo, evitando todo contacto. De vez en cuando se asomaba a la ventana, para observar el exterior. Hacía las compras en forma telefónica y abonaba con tarjeta, así evitaba el contacto con quienes le traían los pedidos.
Sucumbió a la soledad, a la tristeza. Pronto los pensamientos se dispararon en ideas lúgubres. Su resistencia a salir de la vivienda fue su sentencia de muerte. Enfermó de una neumonía y desistió de ir a un médico. Prefería el sufrimiento al trato irracional.
Agonizó en silencio y solo al estar seguro de la inminente muerte, dio aviso a un amigo, en una despedida sin consuelo.
Lo encontraron sobre la cama, el cuerpo deteriorado por los síntomas de la enfermedad. Su piel pálida reflejaba los meses de encierro, actitud que ninguno entendió jamás. Los interrogantes se fueron con su alma.
Ni el ni nadie supo que las líneas azules solo estaban en su mente, cómo todo lo malo que a veces queremos ver.

25 de marzo de 2011

Lanzini, el enamorado

Sentado en su silla de siempre, en el bar del viejo Almada, el más chico de los Lanzini sopesaba su vaso de vino tinto, con la ensoñación de los enamorados. Es que Cristian, era un joven de corazón despierto.
Las mujeres eran el centro de su vida. Las amaba, la belleza que las envolvía cautivaba su sentidos, no podía imaginarse la vida sin ellas. Pero por esa misma razón, casi como una maldición, no podía dejar de enamorarse.
Eso le impedía entre otras cosas, mantener un noviazgo. Si bien daba todo por la mujer que tenía al lado, no podía evitar mirar con buenos ojos a las demás y no solo eso, en muchos casos, intentar salir con ellas.
No se trataba de una simple calentura, no, realmente sentía amor por cada mujer que se le cruzaba en el camino. Sin embargo, el verdadero mal del chico Lanzini era la sumisión casi inconsciente a la que se veía expuesto.
Con tal de no quedar mal o discutir con la mujer de turno, incluso, no llevarle la contra o bien complacerla, Cristian accedía a gustos que no tenía, simpatizaba con ideas que desconocía e incluso, se manifestaba contra ideales que jamás escuchó hablar.
Es así que odió al gobierno, luego lo defendió a muerte; vistió la camiseta de Independiente para luego cambiarla por la de Boca, la de River, Newells, Colón, entre tantas otras; probó las rabas, se intoxicó con mariscos sabiendo que era alérgico, hizo a un lado las carnes porque se volvió vegano, luego las reincorporó pero dejó a un lado las harinas, cocinó, se inclinó por los deliverys de comida, bebió mucho alcohol, fue abstemio, fumó, odió el cigarrillo, fumó marihuana, se tatuó una rosa, aprendió a manejar, sacó un crédito, vendió el auto, compró una moto, se unió a Greenpeace, se hizo del Partido Comunista, no fue a votar el día de elecciones, acudió a recitales de cantantes románticos, hizo pogo en festivales punk, bailó hasta el amanecer en fiestas dance, se opuso al aborto, rechazó a los xenófobos, marchó a favor de los docentes, repudió al campo, compró hectáreas, firmó petitorios a favor del aborto, sacó a pasear perros, cambió pañales de sobrinos ajenos, estuvo de acuerdo en casarse, compró alianzas, coincidió en que el matrimonio era una pérdida de tiempo, apoyó a las feministas, entre algunos de los ejemplos sobre los terrenos en los que cedía, muchos de ellos, muy pantanosos.
Hacía tanto tiempo que sostenía esta debilidad frente a las mujeres, que ya no recordaba sus propios pensamientos o posiciones sobre cualquier tema, ni siquiera podía estar seguro por cuál equipo simpatizaba realmente o acaso, si le gustaba el fútbol.
Pero no podía impedirlo. Su corazón era demandante. No se podía permitir una amargura. Ellas iban y venían, pero todas vivían allí dentro, en ese palpitar rítmico, perdidamente enamoradizo.
El vaso carecía ya de vino. Suspiró. Qué hermosa que eran, claro que si. Levantó la mirada y por la ventana sus ojos se encontraron con una morocha preciosa. No había que perder tiempo. El pibe Lanzini dejó un billete bajo el vaso y salió a la calle, con la vista perdida y el corazón en la mano.

22 de marzo de 2011

El hombre que no creía en los marcianos

Torres Gómez, doble apellido, barba candado y marca deportiva a tono. Bebía en la barra del boliche los fines de semana y jugaba al golf en el country de lunes a viernes. No trabajaba, no le hacía falta. El padre era dueño de media ciudad y el vivía panza para arriba.
No se mezclaba con clases sociales que consideraba inferiores, es decir, que no manejaran un vehículo último modelo o al menos, importado. De todas formas las trataba, ya que su personal de limpieza pertenecía a esos estratos sociales. Y su caddy en el campo de golf también.
Una noche que volvía de comprar merca de primera calidad de un proveedor en zona norte, su auto se detuvo en mitad de la ruta en forma repentina. El motor se apagó, la radio quedó muda y las luces de las ópticas quedaron a oscuras.
- ¡La puta madre, es un Lamborghini!¡Hubiese salido con el Alfa Romeo, me cago en este auto de mierda! - gritó enojado al tiempo que golpeaba el volante del coche.
Quiso utilizar su teléfono celular, pero no tenía señal. Miró la hora en su reloj de oro, marca Rolex, y para su sorpresa, estaba detenido.
Recién allí sospechó que ocurría algo extraño. Pensó de inmediato en un intento de secuestro. Giró la cabeza en todas las direcciones, esperando toparse con otro coche o delincuentes corriendo hacia el Lamborghini. Pero no había nadie en la ruta. Respiró aliviado, pero en ese preciso instante algo golpeó el techo del vehículo. O al menos, eso imaginó por el sonido.
Estuvo a punto de bajarse, pero por el parabrisas notó algo muy extraño. El horizonte descendía. Miró por las ventanillas y comprendió que se estaba elevando. ¿Lo estaban secuestrando desde arriba? Intentó de todas formas abrir la puerta, pero estaba trabada.
Entonces la noche se convirtió en día. Una luz cegadora penetró por los vidrios, obligándolo a taparse los ojos. Al mismo tiempo escuchó un zumbido muy raro. No podía negarlo, estaba asustado.
Cuando la luz remitió, ya no estaba flotando con su coche por el aire. Se encontraba en un recinto de paredes metálicas. La puerta seguía sin poder abrirse. Una melodía comenzó a sonar afuera. Tonos muy suaves, delicados; sus párpados se tornaron pesados y sin poder evitarlo, se durmió.
La bocina de un camión que pasó casi rozando el Lamborghini lo despertó. Un temblor recorrió su cuerpo. Afuera la noche era cerrada, en la radio es escuchaba un moderno hip hop y su reloj - al consultarlo - le dio la hora que debía ser. Encendió el motor del coche y no hubo problemas para ponerlo en marcha.
¿Qué le había pasado? Con el pie en el acelerador, recorrió los kilómetros que lo separaban de su domicilio en apenas unos minutos. Durante todo el trayecto no dejó de pensar en lo que le había sucedido. Tenía destellos de fragmentos extraños en la memoria, como de estar elevándose con el vehículo, de haber llegado a un recinto cerrado...
Al arribar a la entrada del barrio privado en el que vivía, detuvo su coche, para que el personal de seguridad levantara las barreras. Tenía la cabeza aún procesando los hechos, por lo que tardó en percatarse que en la garita donde debía estar el guardia, no había nadie y la luz estaba apagada.
Cuando lo hizo, descendió del vehículo y se acercó hasta la misma. Golpeó la puerta de chapa, sin suerte. Se asomó entonces por la ventanilla. ¡Zack! ¡Un rostro apareció del otro lado del vidrio, estampándose contra éste! Torres Gómez retrocedió asustado, cayéndose de culo. La puerta se abrió de golpe y un ser amorfo de cuatro patas y rostro semi humano salió apresurado en dirección a él.
Intentó retroceder, así sentado como estaba, con la cadera dolorida por la caída. Sus brazos hicieron el esfuerzo de llevarlo lejos, pero esa cosa ya estaba casi encima. A un metro de distancia pudo ver como abría la boca y ésta le dejaba ver tres filas de dientes muy bien afilados que chorreaban baba y sangre. Pero los pudo ver solo un segundo, porque enseguida saltó sobre él...
La bocina de un camión lo arrojó contra el respaldo del Lamborghini. El transporte de carga se perdía a lo lejos, pero el todavía permanecía inmovilizado. Estaba transpirado. Sentía la camisa literalmente mojada. También sus pantalones. Estaba temblando de miedo. ¿Qué le sucedía? ¿Qué estaba ocurriendo? ¿Había soñado acaso con un monstruo... o con un secuestro...? Le dolía la cabeza, se sentía mareado y necesitaba vomitar.
Abrió la puerta del Lamborghini y corrió hacia la banquina. Se arrodilló e inclinó la cabeza, con lo justo para vomitar sobre la maleza. A su espalda sintió pasar otro camión, que también hizo sonar la bocina.
-¡Maldición! ¡Pueden dejar de hacer eso! - gritó con la boca aún pastosa y con el agrio gusto de la bilis invadiéndole los sentidos.
Se palpó los bolsillos. La droga aún estaba ahí. Apenas si había consumido en el día. No podía culparla de lo que le estaba pasando. El sonido del motor de su auto lo obligó a girarse y mirar hacia la ruta. Quedó paralizado. El ser amorfo que había creído una pesadilla, estaba al volante. Pero no era todo, muy por encima del Lamborghini, una especie de nave espacial arrojaba sobre el coche una luz potente y comenzaba a elevarlo en el aire.
Tras el asombro inicial, pudo quebrar la parálisis. Primero fue un paso, luego otro. Finalmente echó a correr hacia su auto. Pero a mitad de camino, una estruendosa bocina lo sobresaltó. Apenas si tuvo tiempo de mirar hacia la derecha, donde las luces altas de un gigantesco camión estaban casi encima de él...

El césped cortado al ras. Una pelota pequeña recorre los últimos metros y se aproxima al hoyo. Baila alrededor del perímetro del mismo y finalmente cae, con la suavidad de una pluma.
Un par de aplausos se dejan escuchar en el campo. Acaba de observar ese peregrinaje de la pelota y nota recién entonces que tiene una bolsa de palos de golf en la mano. Levanta la vista hacia los jugadores y reconoce a su padre, y a su lado... ¡no podía ser! Es el. Y... y está haciendo señas hacia donde está ahora, parado con los palos de golf. Pero...
Se mira los pies, la ropa, las manos y no se reconoce. ¡Es el caddy! Recuerda unas luces, un monstruo, otras luces, aunque no recuerda el orden exacto. También un sonido fuerte, agudo y luego, la nada. Lo está llamando, el joven con su mismo aspecto lo está llamando. Nota en su mirada una complicidad siniestra. Algo más allá de lo incomprensible. Lo llama con un simple gesto con los dedos y le guiña el ojo. Y en el momento exacto que su padre se le adelanta, dándole la espalda, el Torres Gómez que es igual a él coloca el antebrazo horizontal, el codo flexionado y el puño en alto y haciendo el gesto de un camionero tocando su bocina de cuerda, sube y baja dos veces la forma representada.
Y tras ese gesto, la locura, que no conoce de estratos sociales, decidió instalarse en esa mente extraviada, que ya no reconocía si en realidad algo de todo aquello había sucedido o bien, jamás había dejado de suceder.

19 de marzo de 2011

Colores en la oscuridad

No es a la oscuridad a lo que tememos, sino a no reconocer en lo que nos rodea, algo familiar. Eso lo supo Felicia cuando menos se lo esperaba, sin quererlo.
De sus años felices, apenas si quedan los recuerdos. Apenas, porque muchos se han esfumado, como el sol en un día nublado. En cambio, del accidente, conserva cada sensación, dolor y angustia.
Sus seis meses hospitalizada fueron un calvario. El resto de su vida tras el alta, un infierno. Antes de aquello, era una reconocida pintora. No a nivel internacional, pero si en su provincia. Vivía de sus pínturas y tenía planes para hacerse conocer en otras partes.
Podría decirse que el futuro, entonces, era promisorio. Sin embargo, el destino fue cruel con ella. La noche en que quedó ciega, estaba en un cuarto de un lujoso hotel, recostada en la cama, tras haber hecho el amor con su representante.
En el teléfono celular tenía un par de mensajes de su marido, que con más tranquilidad, contestaría por la mañana. Nunca supo el momento exacto en el que se desencadenaron los hechos, tan solo vio un fogonazo proveniente del baño, donde estaba Michael, su compañero esa noche. Luego, las llamas se apoderaron del lugar.
Saltó de la cama y sin pensar siquiera en vestirse, corrió hacia la puerta. El fuego tomó las paredes y en el mismo momento que lo hacía ella, llegó hasta la puerta de madera.
El cuerpo desnudo de Felicia sintió de golpe el ardor de la combustión. Quiso cubrirse el rostro, pero sus manos estaban envueltas en llamas y lo único que logró, fue expandir el fuego. Cayó al suelo, tosiendo y gimiendo de dolor.
Despertó en el hospital, tres días después. Apenas si podía moverse. Tenía gran parte del cuerpo con vendas especiales y su estado era delicado, no obstante, todos estaban esperanzados. Sus ojos también estaban vendados.
Su marido apareció una sola vez, para decirle que la dejaba, que la policía le había dicho del cuerpo que habían encontrado calcinado en el baño y que a ella la habían encontrado desnuda. No era tonto para atar los cabos sueltos.
Cada vez que preguntaba cuando le sacarían las vendas al menos de la cara, para poder ver, las respuestas eran vagas. Comenzó a temer. La oscuridad se le hacía eterna. Añoraba la luz, el lienzo en blanco, su criterio a la hora de elegir los colores para hacer fluir sus ideas.
Se daba cuenta entonces que su vida eran los colores. Aquella negrura permanente era aterradora. Temía que la misma se espaciera sobre sus memorias y todo quedara en esa tonalidad tan espantosa, que solo la noche podía vestir bien y gracias a que las estrellas aportaban su brillo en los lugares justos.
La verdad llegó a las tres semanas. Estaba una de sus hermanas cuando los doctores dejaron de ocultar lo que ya sabían, lo inevitable. Al fin y al cabo, tendría que vivir con ello el resto de sus días. Las llamas la habían dejado ciega.
Felicia recibió la noticia como si hubiese sido una estaca al corazón. Los primeros días sintió que no había razón para seguir adelante. Su mente la torturó sin tregua. Su cuerpo, aún sin poder moverse, se convirtió en un martirio. Era como estar muerta en el lugar, sin movimiento, sin poder ver. Una estatua ciega y quieta.
Ya no deseaba que le sacaran las vendas. No le importaba. Su estado era indescriptible. Se preguntaba que haría, cómo podría pintar. Cómo combinaría los colores, como dibujaría sus paisajes, los rostros que tanto amaba dibujar. Dónde quedarían para ella el azul del cielo, el rojo de la pasión, el amarillo de las margaritas. Los colores, para ella, habían dejado de existir. ¿Pero era posible ello? ¿Podían los colores de un momento a otro, ya no ser?
Su mente se había convertido en la prolongación del incendio. Pero no había fuego, sino cenizas. Porque la negrura lo abarcaba todo. Comenzando desde el dolor.
Tras seis meses le dieron el alta. Aún le costaba moverse, pero podía asirse a un bastón y deambular por su casa, ahora más amplia, ya que su marido la había abandonado. Una enfermera la acompañaba todo el día y otra por las noches. Pero ella era un ente.
Su hermana le había traído lienzos y pinturas y acomodado de tal manera que ella pudiera identificar los colores, según un orden que le había explicado. Felicia solo atinaba a llorar. ¿Cómo podía pensar que sabiendo donde estaban los colores, sería capaz de crear algo con ellos? La luz lo era todo, sin ella, nada valía la pena.
La mujer se fue marchitando con los días. Se rehusó a atender a cada visita que llegaba a su hogar y mandó a tirar a la basura todo lienzo y pinturas que hubiera en la vivienda.
Una noche despertó sobresaltada. Sus oídos habían captado sonidos en el pasillo, como si fueran pasos. Llamó por su nombre a la enfermera, pero no respondió. Se puso de pie con habilidad, tanteando con cuidado, como había aprendido a hacer en los últimos meses. Avanzó en la ya habitual oscuridad. Sin embargo, al llegar al pasillo, una luz la sorprendió. ¡Veía! ¿Podía ser eso cierto?
Se asomó al pasillo y en la otra punta un lienzo en blanco la esperaba. Caminó velozmente y tomó los pinceles que estaban en el suelo. Tenía todos sus colores favoritos. No lo dudó, si eso era un milagro, debía aprovecharlo. Veía y podía píntar. Entonces, dibujó.
Una mano le tocó el hombro, pero hizo caso omiso. La mano apretó con más fuerza y entonces, despertó sin entender que pasaba.
- Felicia - dijo la enfermera - son las cinco, tiene que tomar su pastilla.
Se tocó las manos, buscando rastros de pintura, pero allí no había nada. Rompió a llorar. Sus ojos abiertos no le mostraban nada, solo esa eterna noche sin estrellas que tanto la agobiaba. Había sido un sueño. Un cruel sueño.
Tomó la pastilla y ya no pudo volver a dormirse. Había sido tan real, que por un momento creyó en el milagro. Sollozó hasta que la otra enfermera le trajo el desayuno, horas más tarde.
Una vez servido el café con galletitas dulces, con su voz amable y atenta, la mujer le preguntó dos cosas. La primera, si deseaba algo más, como ser un jugo de naranja. La segunda, si podía colgar en la pared ese cuadro tan bonito que había al final del pasillo.
Para la segunda pregunta, Felicia no tuvo respuestas.

16 de marzo de 2011

Mandril

Al viejo Smith se lo conocía como "mandril". Así le habían puesto de apodo los habituales parroquianos del bar de un suburbio olvidado de la ciudad: peludo en los brazos, según dejaban ver las camisas arremangadas y la nariz colorada, aunque esto último era casi una característica de todos en aquel lugar.
Una noche con varias rondas de cervezas encima, confesó haber matado a la mujer. Claro que nadie le creyó. A la vieja Elvira, hosca y poco dada con la gente de la zona, la veían todas las tardes barriendo la vereda y de vez en cuando, sacudiendo las alfombras.
- ¿Cuándo che? ¿Cuándo la mataste? - preguntó alguien.
- Hace tanto que perdí la cuenta - dijo con la boca hacia un costado.
Desde entonces, al cruzarlo por la calle, no hay quien que no le grite "adiós mandril asesino". Por supuesto, se ríe el viejo Smith y también el otro. En el barrio, el dicho es como un chiste e incluso a los más pequeños los asustan con la promesa de "llamar al mandril asesino".
Smith sin embargo, si bien se reía, nunca volvió a decir ni una palabra al respecto. Las mujeres de la cuadra estaban segura que lo que había dicho, había llegado a oídos de Elvira y que por eso, o lo había reprendido o bien, amenazado con denunciarlo a la policía. Era probable, decían; al menos, ellas habrían obrado de esa manera.
También era cierto, por otro lado, que nunca se los veía juntos. Para muchos, eso definía la relación. Razón por la que el viejo se pasaba horas en el bar y la esposa, horas encerrada en la casa.

"Mandril" no era tonto, pero el alcohol lo podía. Esa noche metió la pata, pero, podría decirse, salió ileso. Si lo pensaba bien, era la mejor fachada. ¿Veinte años ya? Que increíble, cómo pasaba el tiempo. Si hubiesen tenido hijos, no habría sido tan fácil. Por suerte la Elvira era poco sociable.
No le costaba nada ponerse uno de los viejos y horrendos vestidos de cuerpo entero de quién en vida había sido su mujer, una peluca, un par de aros, darse una buena afeitada y salir a la vereda a barrer durante algunos minutos o bien, agarrar un palo y pegarle unos cinco minutos a las alfombras de la casa, a la vista de todos.
Veinte años y como si nada. Hacía tiempo que la bolsa de consorcio enterrada en el fondo del patio debía contener solamente huesos. Y por suerte, a nadie le interesaba. Ni confesando le habían creído.
Siempre fue fácil y ahora más. Camina las calles como cualquiera, desnudando la ignorancia del resto. Es respetuoso y amable cuando está sobrio y prácticamente termina dormido, cuando se emborracha.
No ha vuelto a hablar del tema. Pero si le piden "Mandril, contate cómo mataste a tu jermu" el responde muy educadamente, "No quiero irme por las ramas" y con elegancia, vuelve otra vez a su trago.

13 de marzo de 2011

Disfraces

El traje le daba calor, lo empapaba de pies a cabeza, pero no podía quitárselo. Era parte de su atuendo de trabajo, en la brasería "Mr. Pollo". Su función era la de representar al tal Señor Pollo, con un disfraz que incluía las plumas y el pico.
Ubicada en pleno centro, su presencia era casi un clásico desde que el lugar había inaugurado, seis meses atrás. Desde media mañana hasta después del mediodía, caminaba en un radio de cinco cuadras, repartiendo folletos del comercio, con un simpático logo en la parte superior.
Debía soportar toda clase de bromas, que con el tiempo había aprendido a tolerar. Sin embargo había un niño que se había ensañado con él. Durante los meses de verano, su ausencia había sido un alivio. Con el regreso de las clases, el suplicio había vuelto a comenzar.
El chico no solo le gritaba cosas, sino que tenía la costumbre de arrojarse contra su figura, embistiendo desde un costado o desde atrás, tomándolo por sorpresa. Con la excusa "uy, no lo vi" salía corriendo, al mismo tiempo que reía con ganas, lo mismo que sus compañeros de colegio, que lo acompañaban en la "jocosa" aventura.
Por más que se alejara del frente del local en el horario que sabía, salían de la escuela, los niños lo buscaban. Más de una vez estuvo a punto de golpearlo, pero se contenía a último momento. Tampoco podía insultarlo ni arrojarle cualquier cosa que tuviera a mano. Por más que lo deseaba, no podía. Con seguridad lo echarían del trabajo y lo necesitaba más que nunca.
Había tenido la suerte que se lo dieran seis meses antes, cuando lo despidieron de su trabajo de administrativo, en una importante empresa de la ciudad. Por supuesto que no era un placer cumplir ese rol, pero le aseguraba el dinero para mantener a su familia.
Intentaba pensar en eso cuando le sucedían esos hechos desagradables. Sobre todo con el niño, al que no le dirigía una sola palabra, ni siquiera de reprimenda. No podía.
Llegaba a la casa molido, cansado de tanto caminar y más aún, moralmente destruído por esas bromas que le gastaban y las actitudes de ese niño. Pero al llegar a su hogar, mágicamente todo aquello desaparecía.
Su mujer lo recibía con un gran abrazo y un beso en la boca, le preguntaba con interés si le había ido bien en la oficina, sin saber que lo habían echado medio año antes y le decía que ya le tenía preparada la cena.
Luego, bajando a los saltos las escaleras, llegaba para rodearlo por la cintura con un abrazo, su hijo, a quién llenaba de besos. Ese niño tan hermoso, que era el mismo que cada mediodía al salir de la escuela le propinaba un golpe y le decía barbaridades hasta humillarlo por completo. ¡Qué cruel era el destino! Pero lo amaba. Y sin embargo, no podía decirle nada. Porque de hacerlo, la imagen de la tranquilidad que pesaba sobre el hogar se desmoronaría de la misma manera que lo hacía él, disfrazado con ese traje caluroso y ridículo, cada mediodía al ser atropellado por su propio hijo.

10 de marzo de 2011

De cara al océano

Cuenta una leyenda que aún no se escribió, de un futuro espeluznante.
De tierras habitadas solo por hombres y del otro lado del gran océano, únicamente por mujeres.
Cuenta esa leyenda que hombres y mujeres permanecían desde hacía siglos separados y que ya no quedaban registros de la última vez que ejemplares de ambas especies habían estado juntos. Incluso, se rumoreaba que la existencia de unos y de otros, era una mentira. Algunos hombres pensaban eso de las mujeres y algunas mujeres, eso de los hombres.
La apariencia de las mujeres era para el hombre un misterio. Había quiénes mencionaban que poseían dos rostros, otros decían que hablaban cantando, que en lugar de ojos llevaban dos llamas ardientes, que el cabello les crecía de colores brillantes y que sus manos eran más largas. Entre las mujeres, se imaginaba el cuerpo del hombre dos veces más grande, con cuatro glándulas mamarias, tres piernas, cabello en todo el cuerpo y un arpón en la espalda.
Ningún libro del pasado había sobrevivido las eras de reconstrucción. Ningún recuerdo había logrado sobrevivir de generación en generación.
Cada uno realizaba sus tareas, labrando la tierra, sembrando y levantando cosechas, alimentando animales, efectuando la pesca. No había nada más. En ese futuro, la tecnología no les pertenecía. Pero a pesar de ello, eran felices en cada lado del océano. Las guerras y las disputas no existían. El odio y el rencor eran términos desconocidos.
Lo cosechado se elaboraba, se consumía y una parte se destinaba a las fauces del gigantesco mar, ese Dios en común que ambas orillas adoraban. Arrojaban las ofrendas en unos enormes tubos, diseminados en diferentes puntos de la costa, desde el norte al sur, de un lado y del otro.
Esa leyenda no termina allí, habla de un tercer continente. Unas tierras sumergidas, en las profundidades del océano, gobernadas por androides inteligentes, que tenían a su servicio a mujeres y hombres de una capacidad de pensamiento mayor a la de los que habitaban las superficies. Con las ofrendas del exterior, los alimentaban. Y estos, a cambio, trabajaban en la inseminación artificial para la procreación de la raza y la supervivencia del género humano.
Seleccionaban a los niños para un lado y a las niñas para el otro. Aquellos cuyas facultades eran superiores, se quedaban bajo el agua. Y luego, en fechas que los del exterior celebraban como religiosas, con grandes festividades, enviaban por esos tubos enormes la recompensa por la labor realizada. Y los hombres acogían a sus niños y las mujeres a sus niñas.
Y en ese futuro espeluznante, el mundo seguía girando, como si nada.

7 de marzo de 2011

El olor de la muerte

El olfato, ese sentido que nos deleita tanto como nos asquea. No me imagino el mundo sin poder apreciar las fragancias ricas, los olores mundanos, el olor de la calle, del barrio e incluso, de cada hogar. Porque cada uno tiene el propio que lo vuelve místico, único. Pero no soy un experto en la materia, tan solo lo se porque he leído, me he preocupado por aprender un poco más de este poder que tiene nuestra nariz al asociarse con el cerebro. De la misma manera que catalogamos con la vista, casi en forma incosciente, relacionando un objeto con un término, lo hacemos con los olores.
Aunque, debo reconocer, a veces esa memoria no es infalible, porque el olor a pesar de la fuerza con la que penetra nuestra mente, a veces se nos asemeja a otro. Quizá podría explicarse con lo que nos sucede con algunos rostros, que se nos confunden con otros. Los aromas se comportan en forma similar, fluctúan en nuestros recuerdos y si no lo sentimos en forma continua, es probable que perdamos la relación que en algún momento hubiésemos hecho en nuestra cabeza. No podría decir lo mismo de los sonidos, los cuales definimos con mayor exactitud en ese enjambre de impulsos eléctricos que conforman nuestro cerebro.
Pero que me dirían si les confesara algo, que probablemente rechazarán enfáticamente. Algo fuera de todo raciocinio, de todo pensamiento cabal, si es que acaso estos existen. Pues debo hacerlo, debo compartir esto que me empuja a la locura.
Trabajo en un mercado, uno muy grande. Soy repositor, me encargo de reponer la mercadería que va quedando en faltante en las góndolas o exhibidores. Comunmente estoy sentado mirando televisión o escuchando música en el depósito, cuando no me encargan alguna otra labor, y me llaman por parlantes para que vaya a un sector en particular a reponer algún producto puntual. Fue haciendo mi tarea que lo percibí por primera vez.
Era un aroma agrio, no amargo, sino de una aspereza tal que me hizo acordar a una manzana en mal estado, pero que hubiera sido bañada con un toque de dulce de naranja demasiado madura. Creo que los olores pueden tener texturas. Algunos tan suaves que parecen caricias y otros tan firmes que dan la sensación de golpearnos de lleno en el rostro.
Recuerdo que estaba parado entre los lácteos y las mermeladas. Miré alrededor en busca de algo roto en el suelo, porque solía pasar, que alguien sin querer dejaba caer un frasco o envase y este se hacía mil añicos en el piso y allí quedaba, hasta que algún empleado lo veía. Sin embargo no había nada fuera de lugar. Ni siquiera los lácteos, en góndolas refrigeradas podían estar emanando ese olor tan particular.
A mi lado, eligiendo entre varias marcas de leches descremadas, estaba una viejita. No quise ser impertinente, pero me acerqué para olfatearla. Sin que se diera cuenta, claro. Porque me parecía que el olor venía de ella... ¡y así era! Esa fragancia repulsiva, que me helaba la piel, provenía de esa mujer entrada en años. Pensé en que quizá se había orinado o alguna otra necesidad no había aguantado hasta volver a casa, pero por más que evaluara esas posibilidades, en mi mente no se asociaban al olor.
Acomodé los productos que debía reponer y me retiré al depósito. Cinco minutos después, el ir y venir de algunos empleados me llamó la atención y volví al interior del mercado. Desde la puerta del fondo, que daba al depósito, podía ver por el ventanal del frente las luces de la ambulancia estacionada en la calle. Dos paramédicos estaban en el pasillo de la limpieza, alrededor de una persona tirada en el suelo. Se los veía trabajar frenéticamente en salvarle la vida. Me asusté. Alguien se estaba muriendo a pocos metros de donde estaba. Pero sabiendo incluso eso, me acerqué como atraído por una morbosidad desconocida en mi.
Me acerqué tanto como pude y desde donde me detuve, pude ver bien a la persona que estaba muriendo. Era la viejita que tenía ese olor asqueroso. Tenía la cabeza vuelta hacia donde yo estaba. Y pude ver, con pánico, el abismo detrás de su mirada. Fueron segundos solamente, porque no tardó en morir. Los paramédicos insistieron durante dos minutos más, pero ya nada había por hacer. Lo supe de inmediato, cuando sentí el olor pasar a mi lado y alejarse, hasta finalmente desaparecer.
No dormí en varias noches. ¿Qué había olido en definitiva? No lo sabía, pero me aterraba pensarlo. Quise olvidarme del episodio, pero entonces estando en casa de mi novia, esa fragancia me volvió a asaltar. Fue como un martillazo, llegó de golpe. Me puse pálido, al punto que Analía, mi novia, me preguntó que me pasaba. Yo atiné a preguntarle si se sentía bien. Ella rió. Le anuncié que debía irme. Que no podía estar un segundo más en la casa, pero cuando me puse de pie, mientras ella me tomaba del brazo y me preguntaba que era lo que pasaba, sentimos el grito proveniente desde el baño. Era su padre. Llegamos corriendo, en el instante que se desplomaba tras haberse aferrado unos segundos a la mampara de la ducha.
Un infarto. Tal inesperado como letal. Fulminante. El cuerpo cayó pesadamente y Analía corrió a levantarlo. Me quedé en el lugar, quieto. Sabía que no quedaba nada por hacer. El olor había pasado por mi lado y se había ido por la ventana. Mi novia me gritaba y yo ahí parado, como un estúpido, sabiendo que a su lado yacía su padre. ¿Pero cómo explicarle que ya sabía que estaba muerto? ¿Cómo?
La semana pasada estaba en el subte y de pronto el olor inundó mi mente. Estaba dormitando y aquello me despertó. Primero pensé que era un sueño, pero al abrir los ojos, mirar alrededor y olfatear el aire, lo sentí presente. Era nauseabundo, mucho más fuerte. Se impregnaba de tal manera en mi nariz que pensé que iba a vomitar. Quise preguntar cuánto faltaba para la siguiente estación, porque quería bajarme ya del vagón, cuando sentimos la explosión. El sacudón nos despidió a todos hacia delante. Recuerdo los golpes, la oscuridad, los gritos, los llantos... recuerdo todo, tan vívido, tan espeluznante. Apenas si me lastimé una pierna. Tuve suerte. Murieron siete personas, una de ellas delante de mí.
Por las noches me hago un ovillo pero no puedo dormir. Estoy con licencia médica, pero no quiero regresar a trabajar. No quiero ni siquiera salir a la calle. Tengo pavor, horror, de toparme con ese olor nuevamente. Porque estoy seguro que tarde o temprano me sucederá. Creo que si ocurre, perderé la poca cordura que me queda. Se que es el aroma de la muerte, pero quién puede creerme, quién se detendrá a escuchar a un sobreviviente de un accidente tan grave.
Mi novia me ha dejado, luego de aquel trágico episodio en su casa. Mi mente ya no es la misma, con este conocimiento. No permito que mis padres entren, ni mis hermanos. Y cuando el departamento queda solo, a veces tengo ideas raras, aquí encerrado en mi habitación. Ideas sobre matarme, sobre escapar de este mundo... y entonces, casi como un fantasma, llega ese olor, como un invitado cruel y despiadado. Me obligo entonces a pensar en otras cosas y el olor desaparece.
Pero temo que un día ya no se vaya.

4 de marzo de 2011

El silencio cómplice

Existen historias que los pueblos callan, voces prohibidas que no se pueden hacer oír. Pero en cada esquina, allí donde se refugian los vientos, el eco de lamentos repta subrepticiamente entre los vecinos, agarrotando corazones y dejando en vela a los mayores.
Es que esos nombres acallados, los hechos pasados, pugnan por salir a la luz y no se detendrán por nada del mundo, ya sea terrenal o sobrenatural. Es una fuerza devastadora, intangible, que sin embargo, azota las campanas de la vieja iglesia y hace tambalear el frágil muelle sobre la orilla del río. Y en las noches de verano, principalmente, esas siluetas abandonan las sombras y se mezclan con los vivos, haciéndoles pagar ese silencio tan injusto.

Villa Constitución, 1875
Son unas pequeñas chacras y viviendas muy precarias, de todos modos para ellos aquello es lo que conocen como hogar. La humedad del verano no ofrece tregua, pero el río colabora en apaciguar al demonio que no se ve, ese que reparte calor y ahoga con manos silentes bajo el sol brillante de las primeras horas de la tarde.
El caudal copioso del Paraná trae las grandes embarcaciones, pero alimenta también la necesidad de refrescarse y por ello la gente lo bendice y venera. Las orillas bañan de alivio las piernas desnudas de los más atrevidos.
Juan y Anita contemplan el atardecer, ajenos al mundo. Unos chiquillos corretean sin rumbo, a escasos metros, pero cada cual es dueño de su espacio y su andar. Por el cielo las aves danzan sin apuro, recortándose sobre un cielo que desciende tras las islas, para dejarle lugar a la noche. Las primeras estrellas se presentan sumisas, en el anonimato de la distancia.
Una brisa calma, casi piadosa, envuelve sus cuerpos, incitando las caricias, el roce de los labios, la humedad de la lengua, el fervor de la sangre. Los jóvenes olvidan el atardecer y se funden en una sola persona, allí en la intemperie, sin más testigo que la luna, resplandeciente como una majestad. Las piernas se frotan, entrecruzan y gimen, en un compás apasionado, con manos que recorren cada curva con placer, y miembros viriles inyectados de fuego, labrados de excitación. Bajo la noche se vuelven dioses, y consuman la consagración. Jadeos, respiración agitada y sudor. Mucho sudor resbalando entre los cuerpos apretados, en constante fricción. Se miran a los ojos mientras se saben en el interior del otro, se miran y se encuentran, conectados, unidos, penetrados.
El se detiene. Ella susurra su desencanto, casi en un hilo de voz. Le pide que siga, mientras entierra sus dedos en la arena, como si fuesen garras asiéndose de una presa. Quiere más, desea más. Pero el ha dejado de poseerla. La magia se desvanece, como un cuento de hadas sin terminar. Entonces, abre los ojos, despertando del sueño celestial. Y aquello que ve, solo le permite una cosa. Gritar.


Islas del Paraná, frente a Villa Constitución, 1909
La cabaña es humilde, fresca en verano, cuando los mosquitos devoran la orilla y las yararás sisean entre los yuyos. El Paraná está crecido, por lo que hay que estar atentos a las alimañas. Ella está acostada. Es la hora de la siesta. Pedro, su esposo, ha salido a pescar. Afuera, el calor es sofocante. Se lo imagina en su bote, en el medio del agua, con la caña en la mano, el semblante hosco, y la paciencia infinita arremetiendo contra el devenir del tiempo y los años.
Casi no ha podido dormir, pero no ha sido por pensar en Pedro, que se ha ido temprano esa mañana. Es otra cosa, que la apuñala en el alma, pronunciado heridas que jamás sanarían, por más que la vida prosiguiese su curso y como un río, llevase su caudal hacia alguna desembocadura lejana.
La luz del día la reconforta. Al menos el sol brillaba en lo alto, calentando el techo y cada grano de arena de los alrededores, como la vegetación y el deseo de morir. Era a la noche que temía. La noche que llega sigilosa y luego se enciende de sonidos repugnantes, como esos chillidos escalofriantes que alteran sus nervios. La noche que convierte el deseo diurno en un intento mudo de pedir auxilio, cuyas secuelas ve en sus muñecas, heridas de un lado a otro.
Pero Pedro estaba cada noche para evitar que la locura la asaltara como hacía tiempo no sucedía. Por eso quería rendirse a la siesta, para dejar pasar las horas y despertar con su pescador al lado, cuidando de ella, protegiéndola de las sombras acechantes, las mismas que la asediaron aquella noche, años atrás, cuando la tragedia la signó, envolviéndola con una mortaja para la eternidad, tan invisible como real.
El sol aún brillaba y era buena señal. De vez en cuando la brisa llegaba por la ventana, pero cubierta de espeluznante tibieza y la hacía tiritar. Entonces cerraba los ojos y oraba esos versos que había aprendido de niña y que entonces creyó, nunca precisaría. Y así, sumida en el estupor del sueño, a resguardo de las pesadillas, aguardaba por su Pedro, con la urgencia de todos los días.

Villa Constitución, 1913
Acaso el viento amaina cuando la muerte llega o es quizá una casualidad. Como si los aires detuvieran su andar, arrodillados en presencia de una entidad mayor que no podemos ver ni apreciar. Pero cualquiera podía jurar en el cementerio, que en los árboles no se movía una sola hoja. La quietud era tal que las nubes parecían pintadas en el cielo, formando figuras inquietantes, casi fantasmales.
Pedro dejó caer la última palada de tierra sobre la tumba, ahora concluida. Se quitó el sudor de la frente con el dorso sucio de la mano. Un manchón de tierra cubrió su rostro para transformarse al instante en barro. Arrojó la pala hacia un lado e hincó una rodilla en el suelo recién removido. No sabía leer, sin embargo no lo necesitaba para saber que era el nombre de su mujer el que estaba inscripto en la madera.
Se la había llevado la locura; sus constantes intentos de quitarse la vida habían prevalecido al fin. Ninguna de sus dos hijas había querido venir hasta la ciudad. Tampoco el único hijo vivo que les quedaba. Sentían odio hacia su madre, a la que en vano habían dedicado horas y horas de diálogo para persuadirla de sus intentos de suicidio.
Pedro sin embargo no la odiaba. Extrañaba a Ana. No estaba durmiendo, se decía, como cuando se iba a pescar y ella quedaba sola en la isla. Ya sea a pescar o donde fuera, sabría que ella no estaría durmiendo. Directamente, ya no estaría. Como el sol al atardecer, había desaparecido. Como la luna por la mañana, había huido. Y con ella, se había llevado parte de él.
Ana no duerme, se dijo. Ana ha muerto. Y ese pensamiento le arrebató la primera lágrima desde que la encontró aquella noche sobre el lecho que compartían desde hacía muchos años. Sin vida, parecía un ángel, con los brazos extendidos hacia cada lado, los ojos entornados y una mueca que se asemejaba a una sonrisa en el rostro, ya pálido y frío, contrastante con la sangre oscura que manchaba las sábanas, vertida casi como un manantial por las muñecas laceradas.
Se puso de pie, tomó la pala y se despidió para siempre de la mujer que amó. Se lamentó por la muerte y por no haber podido combatir los demonios que la acechaban.

Villa Constitución, 1925
Doce años habían pasado y hasta el momento en que tocaron a su puerta, a medianoche, siempre pensó que era fuerte, mucho más que la mujer que la había parido. Los murmullos del otro lado de la madera la asustaron, pero de todos modos, abrió. Una tempestad de dolor penetró en su hogar. Su padre había muerto.
Era la mayor, la que debía demostrar carácter. Pero no podía. No durmió en toda la noche, pensando en cómo decirle a su hermana y hermano lo que había acontecido. Por la mañana pidió que la llevaran hasta el campo donde ambos trabajaban. Sus manos temblaron durante el viaje. Su corazón se sintió pequeño, dañado.
No supo dar consuelo, no pudo contener el llanto, no escapó de las miserias humanas propias de la muerte. Y entonces recordó a su madre, que tan poco valor le había dado a la vida, al deseo constante de matarse y la odió más que nunca. Por haberse ido, por haber convertido a su padre en un ermitaño que jamás abandonó la cabaña en la isla. La odió por arrebatarle la felicidad desde niña.
Pero la odiaba más aún por lo que ella no sabía. Por aquello que la asustaba y jamás le había confesado.

Rosario, 1955
Agonizaba, lo sabía. Los días parecían más cortos y en las noches se despertaba sin saber donde se encontraba. Algunos ventanales, con las cortinas meciéndose al viento, la transportaban a un mundo lejano donde era princesa de su propio reino. Pero la traían a la realidad con inyecciones o pastillas y entonces comprendía que agonizaba.
Le dijeron que había cumplido ochenta años, pero bien podían ser cien. La vejez es como la eternidad, llega de repente pero no termina nunca. Había visto como su aspecto se degradaba a través de los almanaques, marchitándose hasta el último vestigio de encanto, como una flor al final de su temporada.
Las noches en aquel lugar eran tenebrosas. El silencio reinaba en los pasillos y la brisa que entraba por los ventanales mecía suavemente los carros metálicos con los que se transportaba la comida, llevando su chirrido a oídos de todos los internos, rompiendo con esa monotonía espectral, pero sumiendo a la mayoría en un miedo irracional.
Se estremecía de solo pensar en los temores que la acechaban desde niña y que a lo largo de su vida la habían hostigado sin claudicar. Solían abordarla cuando la soledad la hacía prisionera, en una jaula sin barrotes delimitada por los recuerdos.
Eran sombras en su mente, que se movían con sigilo, como un asesino esperando el momento para cumplir su cometido. Sombras que ocultaban figuras sin formas, aborrecibles. Las mismas que desde niña devastaban su inconsciente.
¡Mamá! ¡Mamá! gritaba a oscuras en aquella cabaña junto al río. Pero su madre no acudía, absorta en sus penas o imaginando una forma de matarse. Era su padre el que acudía. Ese pescador de pocas palabras y manos firmes, la tranquilizaba y permanecía con ella hasta que se volvía a dormir.
Pero a pesar de su edad, esas pesadillas le habían dicho lo que le ocultaban: ese hombre no era su padre. Si lo era de sus dos hermanitos, pero no de ella. En esos sueños horribles, las sombras la sepultaban de arena y mientras eso sucedía, ardía su entrepierna, como si alguien estuviese quemándole la zona.
Mientras sus hermanitos correteaban por la arena, ella permanecía quieta, observando el río. Varias veces se había prometido preguntarle a su madre si ella podía decirle que eran sus pesadillas. Pero jamás habló de ello, ni siquiera le confesó haberlas tenido.
Aceptó a su padre y la ausencia de su madre, a pesar que estaba allí. Y con ese secreto a cuestas, hizo su vida.
Ahora la muerte golpeaba en los ventanales de aquel lugar. Las enfermeras no recorrían los pasillos, que se cernían a un silencio sepulcral, solo lacerado de momentos por los ruidos que provocaba la brisa de verano, colándose por los resquicios más ínfimos con el fin de torturar las mentes débiles de los allí internados.
Mantenía los ojos abiertos, porque cerrarlos implicaba confrontar a las sombras y ya no tenía fuerzas suficientes. Se estaba yendo, como lo hace una hoja en otoño. Se llevaba consigo el dolor de una vida repleta de sufrimientos, muchos de los cuales, no comprendía. Mientras respiraba por última vez escuchó el susurro de la arena deslizarse bajo su cuerpo y una risa muy suave, casi imperceptible, proveniente de alguna parte, quizá del infierno mismo.

Villa Constitución, 1967
La policía rastrilla la zona del puerto. Aún la noche es cerrada. Cuando el sol aparezca, se podrán apreciar mayores detalles. De todos modos la escena es espeluznante. Un joven de unos veinte años con el torso prácticamente atravesado con algún objeto de enormes dimensiones. Fue encontrado boca abajo, sobre uno de los muelles.
No solamente buscan al asesino, sino también a la mujer que testigos afirman, estaba con el muchacho. Una blusa rasgada da cuenta de ello.
Hay sangre por todas partes, como si el joven se hubiese desangrado y la fuerza bruta del hecho, la haya desparramado en los alrededores. Algunos miembros del cuerpo policial se sintieron descompuestos ante tremendo cuadro.
Todavía falta para el amanecer, pero un uniformado llega corriendo hasta donde están sus jefes. Han dado con la chica. El y su compañero, que se ha quedado con ella. Está a unos quinientos metros, detrás de unos galpones. Totalmente conmocionada, bañada en sangre y con claros signos de haber sido violada.
La noticia estremece a todos.
Sobre todo a la ciudad, con las primeras horas del día.

No faltan los comentarios, las hipótesis, las exageraciones, que sin embargo en este caso se quedan cortas.
Y tampoco, el recuerdo de los más viejos y ese paralelo aterrador con una antigua historia que sus abuelos contaban, de un hecho acontecido unos cien años antes, en el mismo lugar, donde, decían los pobladores de aquella Villa Constitución de chacras y campos, un demonio había asesinado a un joven y violado a su novia, que años después, seguramente perseguida por los fantasmas de aquella noche, había terminado suicidándose.
Pero las viejas historias fueron desechadas de inmediato, catalogadas de cuentos de aparecidos. La ciudad se transformó en cómplice del silencio. Toda ciudad lo es, sepultando lo que cree ajeno a lo racional y cotidiano.


Este relato formó parte de Caricias de Verano 2011, la propuesta literaria online de Leandro Puntín, junto a obras de otros escritores. Desde ya, el agradecimiento para este talentoso escritor entrerríano, por la invitación por segundo año consecutivo a esta gran propuesta de textos de "sexo, sangre y arena".

1 de marzo de 2011

Eternidad insuficiente

Entre que el mecanismo se dispara y cumple su objetivo, hay una fracción de tiempo. Un lapso ínfimo, pero real. Quizá uno se imagina que es exiguo, pero creánme que es suficiente. Y por sobre todas las cosas, doloroso.
Porque en ese instante, se condensa la vida y sus alegrías, la vida y sus sufrimientos, y se convierte en eternidad. Los buenos momentos te abrazan, como una manta caliente en pleno invierno. Lo malo, en cambio, se aparta. Se hace a un lado, como pidiendo perdón, clemencia, deseos de seguir existiendo para así perdurar en su misión de martirizar.
Entonces queda en evidencia que de existir una balanza, se inclinaría por aquello que brinda esperanza, que cobija con calidez el alma.. Son los besos los que se elevan, las risas de antaño las que se dejan escuchar en los oídos de la mente, los recuerdos felices los que triunfan.
Aquello que en términos de tiempo es una expresión mínima, en materia de sensaciones pierde calificativos, porque no existe palabra para definir lo que se produce, el cambio radical que el ser sufre en toda su dimensión. Y si bien es suficiente para el entendimiento, por otro lado, no alcanza.
No lo hace porque lo primero, el entendimiento, lleva a lo segundo, el comprendimiento. Y la falta de compatibilidad entre uno y otro es decisivo. Es un pequeño big bang, una explosión que nos devuelve a la realidad, poniéndonos otra vez en la línea de fuego.
Entonces, aún con el click resonando en nuestros tímpanos, la bala nos traspasa el cerebro.