Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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26 de abril de 2009

Confesión de alguien que no existe

Mentí.
Dije ser una persona y no lo era.
Te hice creer que hasta podías escucharme, pero siempre lo imaginaste, nunca fue real.
Ahora sientes el vacío de mis palabras, la oscuridad que acompaña a la ausencia.
Eres presa de tu confusión.
Ni siquiera fui una sombra, mucho menos una ilusión.
No fui nada.

Ni siquiera este texto existe.

23 de abril de 2009

El caserón de la esquina

Los chicos del barrio le temían al viejo caserón de dos pisos ubicado justo en diagonal a la plaza. Decían que estar cerca de ese lugar de noche, traía mala suerte. Por las dudas, cuando las luces del día daban muestras de querer desaparecer, o se iban a sus casas o cambiaban de lugar para sus juegos.
Era otra época, no había computadoras, ni videojuegos y tampoco ese lazo inseparable con el televisor. Los juegos eran al aire libre, con pelota, rayuela, mancha o escondidas.
La barra de entonces era de ocho chicos. Todos varones. A veces dejábamos jugar a las nenas con nosotros, pero no mucho. Siempre terminábamos peleando y teníamos que estar de muy buen humor (y ella compartir galletitas o algo) para dejarlas estar con nosotros.
Mientras el día gobernaba, nos animábamos a permanecer en la vereda del caserón. Nos llamaban la atención las ventanas del piso superior, redondas y sin cortinas. Los marcos quebrados y despintados por el paso del tiempo y los vidrios rotos y los que no, astillados.
El caserón tenía una enorme entrada, pero no crecía pasto ni planta alguna, a diferencia de otros frentes vecinos. Todo estaba seco. A veces veíamos sapos rondando la puerta o gatos durmiendo en el tejado. Siempre eran negros.
Las ventanas de la planta baja eran rectangulares y allí si había cortinas. Seguramente habían sido blancas en algún momento, ahora todas estaban amarillentas, salvo una que además de dicho color, presentaba una mancha negra, como de haberse quemado.
La puerta de entrada, que jamás vimos abierta, era gigante y tenía grabada una luna. Lustrada seguramente sería hermosa, pero con el desgaste encima, era tétrica. Teníamos miedo, si. Pero por alguna razón que entonces no conocíamos, nos gustaba estar allí, frente a ese caserón, jugando en la vereda.
Supongo que la casa no era solo una fachada tenebrosa, seguramente tenía una historia atrás. Pero nadie nos hablaba de ello. Si uno preguntaba por ese lugar, siempre respondían: "¿Casa? ¿Cuál casa? Ahh, esa..." y jamás nos daban una pista sobre su pasado, sus últimos habitantes, nada.¨
Eramos muy chicos para suponer que la casa además del miedo que inspiraba, podía dominar las mentes o asustarlas de tal forma, que uno no la recordara, o simplemente, deseara ignorarla, así sin más.
Sucedió un sábado lluvioso. Habíamos estado jugando con la pelota en la plaza, los ocho. Uno de nosotros, no recuerdo quién, había conseguido unas figuritas de fútbol en otro barrio. Nos sentamos a verlas en la vereda del caserón. Las figuritas nos fascinaron, estaban casi todos los equipos, las imágenes parecían fotografías de verdad y fue tal el encandilamiento de las mismas, que perdimos noción del tiempo. Los nubarrones anticiparon la noche y para cuando nos dimos cuenta, la casa había cobrado vida.
Sentimos algo raro, como si el aire se volviera espeso. Primero fue la sensación de asfixia, luego la oscuridad rodeándolo rodo. No se veía la plaza del otro lado de la calle. Oí a un par de mis amigos gritar y yo comencé a llorar. Algo me agarró una pierna y tuve la suerte de poder zafarme. Uno de los chicos fue arrastrado de mi lado hacia la casa en una fracción de segundo. Aproveché y corrí contra la negrura. No sabía hacia donde, pero estaba descontrolado.
Agitado, asustado, meado hasta las medias y llorando casi a gritos, corrí y corrí. Me pareció correr un siglo, una eternidad. Corrí hasta que tropecé contra el cordón de la manzana de enfrente y me abrí la frente contra el suelo.
Desperté varios días después en el hospital, con mis padres cuidándome a mi lado. Fueron prudentes las primeras horas, me dejaron tranquilizarme. Luego me pidieron que hablara. ¿Dónde están los chicos? me preguntaron.
Comprendí entonces que ninguno había logrado escapar, que había sido el único. Me largué a llorar. Me ganó la angustia, el remordimiento, el dolor. Les nombré la casa, les conté de las figuritas, les pedí perdón por no habernos percatado de la noche. Volví a llorar. Y me di cuenta que estaban pálidos y no podían ocultarlos.
Con los años aprendí a sobrellevar el pasado y aunque costó, a hacer nuevos amigos. Aún tengo pesadillas, aún, en las noches de tormenta, tengo esa sensación de algo agarrándome la pierna. A veces, temo, estoy seguro que algo me arrebatará de la cama.
Intento no pasar delante de la casa. Ya no por miedo, porque ya no soy niño y he comprendido que solo le gustan ellos. Sino porque por esas ventanas sin cortinas del piso superior los veo.
Si, a ellos, que fueron mis amigos, los veo gritando, pidiendo por ayuda con gestos de dolor y desesperación. A los siete golpeando las ventanas rotas, llorando sin compasión, sin poder crecer, siempre con la misma edad, pero cada vez con peor aspecto. Y se muy bien que todos los adultos de este barrio, ven al pasar por esa vereda nefasta a los pequeños amigos perdidos en la niñez. Porque el caserón siempre deja cabos sueltos para que el dolor se extienda por toda la eternidad.
Pero no hablamos de ello, nos conformamos con seguir vivos. A veces, incluso, olvidamos que algo sucedió. Así que nos callamos, evitamos las ventanas, miramos para otro lado y seguimos avanzando.

20 de abril de 2009

Presagio imperfecto

Noté el silencio avanzada la mañana. El amargo en la mano, la pava ya tibia reposando en la mesa. El viejo no roncaba. Me quedé escuchando inmóvil, esperando ese sonido tan familiar y a veces molesto. Y nada. Me empezaron a temblar las piernas y un nudo tomó por asalto mi estómago.
Cuando el miedo nos domina, son muchas las sensaciones que nos pueden atacar. El pánico es una de ellas. En menos de cinco segundos, sentía como el sudor me recorría la frente, brazos y espalda. El corazón se había acelerado en forma abrupta y prácticamente no podía tragar saliva.
Es que no escuchaba el ronquido del viejo. Tenía que pararme, obligar a las piernas maltrechas a caminar y emprender el camino por el pasillo. Tenía que llegar a la habitación. Pero el pánico se había apoderado de mi cuerpo.
Me froté las rodillas, me sentía helada. Solté un gemido sin darme cuenta y comprendí que estaba a punto de llorar. Me puse de pié. Casi pierdo el bastón, pero lo sostuve a tiempo. Respiré hondo, asida aún a la mesa. Y fui.
El silencio proveniente de la habitación (si es que el silencio puede provenir de alguna parte) me agobiaba y hacía que cada paso costara tanto como mover una tonelada de barro. Mi respiración entrecortada era lo único que escuchaba. Eso y el corazón latiendo sin escrúpulos.
La puerta. Allí estaba ella, un guardián macizo, firme. Giré el picaporte y sin pensar más, entré.
La cama hecha. El orden pulcro. La serenidad de un cuarto sin uso desde hacía largo tiempo. Y la verdad que cayó a mi mente como un martillo. Su muerte pasada, su recuerdo eterno, la necesidad de tenerlo aunque sea un instante más a mi lado... la pesadilla que aún mi mente no quería entender.

17 de abril de 2009

La respuesta esquiva

Llegar ante una cama vacía y descubrir que nadie te espera ni mucho menos, desea
Nace entonces una lágrima que es esconde en alguna esquina, esperando por quién la enjuague, por quién la entienda
Es la resignación de los días, esperando el ocaso como única hora para creer de nuevo en la vida, rememorando un pasado de iguales altibajos
Hurgando por esa respuesta que nos esquiva y atormenta, que quizás no exista o haya sido escondida por un dios en la tristeza o en un bello poema a la muerte
Razón entonces que determina mis horas, embebido en versos sin colores, de pasiones fatales, finales abruptos e innombrables horrores
Mis muebles abarrotados de escritos, las paredes pintadas con desquicio y mis venas llorando la ausencia de sangre, y la luna en lo alto, asomando por la ventana, con esa letal indeferencia que la caracteriza
Qué cuadro aterrador encierran mis noches, con sus lamentos y miedos, pero qué fresca es la brisa que cada día me trae el sol por la mañana
Me convenzo entonces que todo es una pesadilla, una idea absurda, un antojo intenso y mal abordado, el deseo morbo de no ser amado
Ultrajado por esa mentira, caigo en la cuenta que todo ha sido en vano cuando al regresar abro la puerta y ese salón desolado y frío me recibe altivo, a sabiendas de ser mi único dueño y que el camino que me queda, es el que lleva a mi cuarto, donde yace una cama vacía

15 de abril de 2009

El brillo de la luna

Soy investigador privado desde hace quince años. He seguido a gente famosa, he investigado en villas en las que pocos salen vivos a plena luz del día y hasta, en varias ocasiones, me he visto envuelto en tiroteos con maleantes peligrosos.
Esta noche es especial. Sigo a una persona misteriosa, que pocas veces se deja ver. Me encomendaron esta tarea ayer por la tarde, en mi oficina. Una persona alta, cabello rizado, ojos negros como la noche. Usaba bastón y sombrero de copa. Me pareció bastante gracioso, pero no dije ni pío, puesto que me pagó por adelantado y en efectivo.
¿Por qué especial? Por el nombre de la persona que sigo. Es el de mi hermano. Hace dos décadas que no lo veo. En realidad, debido a que había desaparecido de la faz de la tierra. Fue la idea de no poder encontrarlo, la impotencia durante mucho tiempo de observar a la institución policial incapaz de resolver su desaparición, la que me llevó a convertirme en investigador.
Aparentemente había estafado a la persona que me fue a ver. No me resultaba extraño, claro que no se lo dije al hombre del bastón. Mi hermano, en realidad, no era un santo. Al cumplir los dieciocho ya había cumplido más de dos años en distintos reformatorios de la zona. Para los veinticinco, sus entradas y salidas de las comisarías en cien kilómetros a la redonda sumaban más de una centena.
Era ladrón de poca monta, se quedaba prácticamente con vueltos y si, efectivamente, no era muy bueno. Acababa siempre adentro, como si le gustara pertenecer a ese mundo, tanto fuera como dentro de la cárcel. Hasta el día que desapareció, claro.
El hombre fue muy claro. Saber dónde se alojaba y si lograba un contacto directo con el individuo, hacerle saber que "Don Savarino" lo estaba buscando y darle una tarjeta con un número telefónico.
La noche estaba más oscura que otras noches. La luna no se decidía a brillar con fuerza, como temiendo a ser descubierta allí en lo alto y delatar su presencia a los astros celosos que pueblan el cielo.
El sujeto que seguía, en teoría mi hermano, había cenado en "Britney", jugado al bowling en "Carnavalarama" y luego, acompañado de una dulce y joven señorita, pasado gran parte de la noche en el motel "Sexys". Era una noche de mucho despliegue, algo raro para una persona que hace veinte años nadie encuentra.
Cerca de las cuatro, salió de la habitación solo. Caminó hasta la ruta y se dispuso a esperar, quizás un auto o un taxi, nunca lo sabré. Fue mi oportunidad. Descendí con velocidad de mi oxidado Fairlane y llegué hasta sus espaldas. Pronuncié su nombre, pero no se dió vuelta. El sujeto, con toda la naturalidad del mundo, encendió un cigarrillo y arrojó el fósforo hacia la ruta, como si no me hubiese escuchado. Le toqué un hombro y reaccionó con tal velocidad que no vi venir el cuchillo. Por fortuna sólo rozó mi cadera. Me sobrepuse, le di un golpe en la mandíbula pero el sujeto (que la noche no me dejaba ver el rostro) sacó un revólver, calibre .38 y gatilló.
Se escuchó el click del tambor vacío. Había olvidado cargarla o fue solo la suerte que jugó a mi favor. Sin pensarlo saqué mi pistola y disparé al corazón. Cayó fulminado. Miré su rostro, a la luz de la pálida luna. No era mi hermano. Una sensación extraña me recorrió el cuerpo, sentí que las piernas se me doblaban. Pude recuperar la compostura a tiempo, sabía que el disparo alarmaría a la gente del motel. Corrí al coche y huí de la escena.
¿Cómo podía ser? No me había equivocado con la persona. Estaba dónde debía estar. Las características que me habían dado, eran las que encontré. Salvo el rostro, que nunca había podido ver, lo demás era exacto. Pero el nombre y esa persona no tenían nada que ver.
Conduje hasta el otro lado de la ciudad. Debía llamar al hombre del bastón. Me detuve en una cabina telefónica. Busqué monedas en el bolsillo y encontré las suficientes para que la operadora me comunicara con el teléfono que tenía escrito en la tarjeta.
- ¿Don Savarino? - pregunté al sentir que levantaban el auricular del otro lado de la línea.
Una risa.
- ¿Don Savarino? - repetí, ahora levantando un poco la voz. No quería dejar que se me notara la falta de aliento y el miedo de haber fallado.
La voz me contestó. Conocía esa voz.
- Muy buen trabajo. Más de lo que pedí, pero mejor.
Aún no le había dicho nada, alguien seguro me había estado observando. Entendía poco de lo que pasaba y la verdad era que no quería entender más nada. Volvió a hablar y esta vez me estremecí.
- Es fácil ser el diablo, cuando nadie espera encontrárselo. Sabes que es malo y le temes, pero no quisieras topártelo. En cambio tu, querido hermano, has sabido de él durante mucho tiempo, hasta que claro, era hora de buscar nuevos desafíos. Sabía que si me buscabas, sería para matarme. Fue como sacarle un caramelo a un niño o mejor, como quitarle...
Río alocadamente y colgó. Me dejó helado en aquella cabina telefónica, casi temblando del miedo y del espanto, de odio y bronca. Mi cabeza era un caos y su frase final me remontaba a un ayer olvidado, que ahora vertía otra vez la sangre sobre la herida, haciéndome sufrir. "Como quitarle la vida a quién amas" había querido decir.
Si, tenía razón. Si lo encontraba, lo iba a matar. Pero no se mata al diablo, ahora lo sabía. El te mata a tí y no una vez, todas las que quiera.
Las sirenas policiales se escuchan muy cerca. No me extraña, la luna ahora si ha vuelto a brillar.

12 de abril de 2009

Palomas muertas

Encontrar una paloma muerta no es nada extraño. Toparse con una segunda en menos de treinta metros ya es llamativo. Uno piensa de inmediato en niños con gomeras o algún grandulón de mente aviesa con rifle de aire comprimido.
A la segunda la moví casi con asco con el pie. No tenía golpe de piedra o marca de un impacto de rifle. O se había muerto volando y caído o caído y muerto al impactar en el piso, pero la causa exacta que desencadenó el deceso del ave era toda una incógnita para mi mente curiosa.
Seguí caminando y contando. Tres, cuatro, cinco, seis. Llegué a treinta. ¿En qué tramo? Unas cinco cuadras calculo.
Si dos me resultaban extrañas, treinta sonaba a alarmante. Fui hasta la comisaría. Entré temiendo que se rieran de lo que expondría, pero había un revuelo de novela en las oficinas: decenas de llamados denunciaban lo que yo había visto.
Vi como los uniformados salían presurosos y ganaban la calle. ¿Hacia donde van? Atiné a preguntarle a una agente, pero me miró de reojo (inspeccionándome de pié a cabeza en una fracción de segundo) y viendo que no era nadie importante, me atacó con la indeferencia.
Quedé solo en la comisaría y fue allí cuando comencé a escuchar los golpes en el alero de chapa de la galería interior del edificio. Me asomé y con incredulidad creciente observé como del cielo caían palomas muertas como si fueran piedras en medio de un temporal.
Caían con fuerza y en algunos casos, los pechos explotaban estrepitosamente. La sangre comenzó a acumularse en el piso y se estaba formando un enorme charco carmesí.
Pensé en huir a la calle, pero reflexioné sobre el peligro de ser golpeado por uno de esos seres muertos. ¿Pero dónde habían ido todos?
Me asomé a la calle, no había nadie afuera. Las veredas estaban desiertas y hasta las luces en las viviendas se habían apagado. Con repugnancia me di cuenta que un gran río de sangre se estaba formando en las calles y sobre él, el reflejo de la luna se tornaba desquiciado y fantasmal.
De repente, los cuerpos inertes de las palomas muertas comenzaron a ulular al unísono. Sus guturales sonidos movían el aire y la atmósfera se convirtió en una espesura irrespirable. Las aves temblaban en su sitio, impregnadas en la sangre que las rodeaba. Sentí como el aire me sofocaba y caí de rodillas.
Mis pantalones se pusieron húmedos de inmediato. La sangre de las palomas muertas lo bañaba todo. El sonido del ulular masivo rompía los tímpanos y despedazaba la cabeza. Caí rendido, mi cuerpo se desmoronó a lo largo y la sangre cubrió mi rostro y penetró por mis labios, mis fosas nasales, mis oídos. Ganó el interior de mi cuerpo y mis venas sucumbieron a ella.
El ulular comenzó a hacerse familiar y los pensamientos más claros. Abrí los ojos y el mundo se tornó de dos colores: azul y violeta. Hinché el pecho y desplegué las alas. Y esparciendo sangre en mi despegue, volé alto, muy alto, gracias a mis plumas nuevas.

10 de abril de 2009

Fracaso

El hombre insistía en su culpabilidad. Alegaba sufrimientos, despojos, bronca acumulada. Se señalaba, se inculpaba. Pero el juez no le creía. Quedó en libertad.
Salió decidido a demostrar que realmente había maldad en su interior. Atracó a un policía en la esquina y le robó el arma. Corrió hasta el primer banco y lo asaltó. Tomó a dos rehenes y mató un guardia de seguridad. Huyó con casi doscientos mil dólares y en la fuga hirió a dos ancianas. Dejó ir a uno de los rehenes, pero retuvo a una chica de veinte años.
Se refugió en un motel de poca monta, cerca del acceso a la autopista. Violó repetidamente a la inocente joven. Dos horas más tarde se entregó.
El hombre volvió a insistir en su culpabilidad. Alegó indiferencia e incredulidad de parte de los demás, se proclamó víctima del sistema. El juez no le creyó y le dijo:
- Vos hiciste todo esto para que yo te creyera lo primero, o pensás que no me doy cuenta. No tonto, a mi no me engañás.
Y lo dejó en libertad.

8 de abril de 2009

Bolsillos llenos

Qué das cuando la vida está en juego. Todo, o me equivoco? Es como jugarse todo a un solo número, ya estás jugado, si ganás bien y si no, chau, te vas con los bolsillos vacíos. Pero a no arrepentirse.
Es lo mismo, salvo que con la vida no se juega, entonces, no pensás en esto o aquello, vas al grano. Es así. Y si no tenés un peso te la rebuscás. Sabés que para comer no te alcanza el mango, que a la changa vas prendido de donde sea de un bondi, sin que te vea el chofer, claro. Y si tenés que meter la cabeza en un horno y limpiarlo con la lengua, lo limpiás.
Es así, porque de lo contrario se me muere la nena. Porque en la farmacia tengo que dejar como cinco gambas cada quince días, pero no me importa, viste. Qué me va a importar si casi la tengo que llorar. Qué son quinientos, que son mil, que es la plata en realidad si yo no tengo esa sonrisa que me invita a salir a laburar. Qué es mendigar al lado de tenerla en brazos un día más.
Me cago, mirá si voy a andar eligiendo en esta situación. Así que acá estamos. La nena tira, viste. No me voy a arrepentir, no te preocupes. Vos inyectá tranquilo y sacá lo que tengas que sacar. Córnea, hígado, pulmón, lo que quieras. Vos sacá y dale la plata a mi mujer. Decile que la quiero, decile que lo hago por la nena. Qué lo parió, si la viera sonreír doctor... es como el amanecer, siempre te pone feliz.

4 de abril de 2009

El ente

Era una persona tímida y retraída, siempre absorta en sus pensamientos, con los ojos desencajados pero sin prestar atención a nada en especial. Se escabullía de las multitudes y cuando podía, se encerraba en algún lugar oscuro y solitario.
Nadie sabía dónde vivía, tampoco a nadie le importaba. No tenía amigos ni hablaba con nadie. Prácticamente era una sombra que durante el día deambulaba por los pasillos de la biblioteca del colegio, sin compañía, sin prisa.
Pocas veces intentaron algunos estudiantes dirigirle la palabra y cuando lo hicieron, se dieron cuenta de inmediato que perdían su tiempo, pues el "ente" tampoco contestaba preguntas ni seguía una charla.
Algunos intentaban evitarlo, como si su presencia fuera razón para el contagio de una rara enfermedad. Otros preferían no cruzarlo, porque su imagen les resultaba patética y digna de un retrasado mental.
En definitiva, se fue convirtiendo en un bicho raro al cual nadie agradaba pero que también nadie alcanzaba odiar. El trato con los demás pasó a ser la indiferencia. Todos por un lado, el "ente" por el otro. Y así estaban bien.
El por su parte estaba satisfecho, de esa forma no causaría daño alguno. Por supuesto que lamentaba no tener amigos, no poder hablar dos palabras con nadie, notar cuando alguien evitaba hasta el mínimo roce con su persona. Pero no podía ser de otra manera, era consciente.
De esa forma, la maldición que descansaba en sus entrañas seguiría allí y la lucha mental contra el anticristo que residía en su interior se mantendría firme. En tanto hablara o dejara entrar a alguien dentro de su coraza espiritual, todo se derrumbaria. Y nadie quería eso. Ni siquiera aquellos, que ignorantes de la verdad, lo señalaban a sus espaldas con dedos acusadores, epítetos descalificadores y enormes carcajadas; en tanto él, se alejaba escaleras abajo cargando en el seno oculto el equivalente al fin del mundo.