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29 de diciembre de 2012

Goteras de fin de año

Para Arnolfo aquello no era broma. Se acababa el año y aún no había podido solucionar el tema de las goteras. Su mujer le recriminó que justo eligiera el día festivo para subir al techo, pero el hombre se mantuvo en su tesitura.
Colocó la escalera contra la pared y mientras su mujer reprochaba desde abajo, subió peldaño por peldaño. Una vez sobre el hormigón, buscó con detenimiento las posibles grietas. Eran varias, todo el techo tenía un estado calamitoso. Las últimas lluvias habían deteriorado aún más las condiciones en las que estaba.
- Vieja ¿estás ahí todavía? - gritó acercándose al borde, con la esperanza que su señora estuviera todavía cerca.
Ella no contestó, por lo que supuso que se había metido dentro de la casa. Enojada, sin dudas. Porque tendría que cocinar sola para los hijos, que llegaban con sus familias esa noche para despedir el año. Pero su misión era solucionar las goteras, que estaban arruinando el cielorraso en todas las habitaciones.
Bajó la escalera y fue llevando de a poco los elementos para trabajar. Recién media hora más tarde tuvo todo a su alcance. Para entonces fue necesario buscar las grietas otra vez, porque no las había marcado y ya se había olvidado donde estaban.
Se encontraba de rodillas, siguiendo una línea en el cemento, que no era otra cosa que una rajadura de consideración, cuando notó que el cielo se había nublado. Maldijo por lo bajo su mala suerte y levantó la vista encima de su hombro, con la intención de ver si era una nube pasajera.
No se topó con una nube, sino con algo mucho más pequeño y al mismo tiempo, extraño. Un objeto negro que flotaba en lo alto, interponiéndose justo entre el sol y su techo. ¿Un satélite espía, volando bajo? pensó sin darle mucho crédito a la idea. Pero aquello no volaba, en realidad estaba suspendido, casi apuntando hacia donde se encontraba de rodillas.
El artefacto se desplazó en su dirección. Se puso de pie casi de inmediato. No le parecía nada gracioso lo que estaba pasando. Miró a un lado y otro. No había nadie en los techos lindantes. Tampoco escuchaba sonidos que le hicieran pensar que había vecinos en los patios. El objeto se hacía cada vez más grande, en la medida que avanzaba.
- ¿Vieja? ¿Vieja, estás ahí?
Las palabras eran en vano. Apenas si las pronunciaba. El susto se había apoderado de su cuerpo. Amagó con hacerse de alguna herramienta, para defenderse, pero comprendió que su mente no podía darle ninguna orden al resto de sus miembros. Estaba paralizado del terror.
Aquello era una máquina. Emitía un pequeño silbido, casi imperceptible y parecía tener diminutos ventiladores alrededor, con lo que lograba impulsarse. El tamaño era el de un auto de gran cilindrada. Cubría todo el espacio aéreo encima suyo. Apenas si veía el cielo detrás de aquella cosa.
Y de repente, ya no lo vió más. Se pasó la mano por la frente, aunque no estaba sudada. Escuchó la voz de su mujer, gritándole desde abajo.
- ¡Arnolfo! ¡Mirá la hora que es! Los chicos están por llegar ¿Cuando vas a terminar con eso?
Arnolfo miró alrededor. Aún no había comenzado. Pero el sol no estaba donde lo recordaba, sino que se encontraba mucho más al oeste. Y por el color del cielo, supo que estaba por atardecer. Se miró los brazos y los notó algo hinchados. Tenía marcas como de picaduras. La boca la sentía pastosa y cierto ardor al parpadear.
Lo más raro eran sus pantalones. Los tenía puesto al revés. Apenas pudo mover las piernas, corrió hacia las escaleras. Ya desde lo alto veía la cara de culo de su señora, pero ni siquiera eso lo intimidaba. Prefería estar a su lado, que en el techo. Algo había pasado y estaba seguro de no querer averiguarlo. El año se estaba yendo y las goteras ahora, le importaban un rábano.

26 de diciembre de 2012

Se viene el fin del mundo



- Se viene el fin del mundo, Cacho.
Así me dijo no hace mucho un amigo, mientras pescábamos a orillas del Paraná. Era una mañana hermosa, de esas que uno condenaría a la perpetuidad, para repetirla una y mil veces. Y era más linda todavía porque para poder conseguir el permiso en casa, había tenido que pelear con mi mujer dos horas y prometerle, prácticamente sobre la Biblia, que me ocuparía un mes seguido de lavar los platos, luego del almuerzo y la cena.
Un costo alto para una jornada de pesca, pero con una mañana así, podría incluso hasta haberle vendido el alma al diablo, que no me hubiese arrepentido. Y pensándolo bien, quizá habría salido ganando.
Lo miré de reojo al Pelusa, intentando no perturbar la postura en la que me encontraba, que consideraba casi perfecta, con las piernas hacia delante, los antebrazos como apoyo y la espalda semi erguida. Un sombrero con visera me protegía del sol y una cerveza fría me bendecía el alma. Demasiado bueno como para arruinarlo.
Y para ser franco, el Pelusa tenía esas cosas. Largaba una frase para dejarla picando, entonces uno la sopesaba unos instantes, la medía con recelo y cuando algo no le cuadraba, por cuestiones de moral, principios o pasado inmediato, llámese experiencia a corto plazo, arremetía contra la idea, que no era otra cosa que una carnada que nos arrojaba. Gran pescador Pelusa, terminaba siempre enroscándonos en alguna discusión filosófica, sobre la vida, el fútbol, las montañas rusas o los enfermos de Parkinson. Lo que fuera.
Miré para el otro lado, buscando una excusa en el Almeja, pero torraba como loco. No era para menos, recién llegaba a la casa cuando lo pasamos a buscar. Tenía los ojos como en compota, pero eran las ojeras. Había estado en tres boliches, detrás de una mina y al final la loca se había ido con una prima y el pobre Almeja, que le había pagado tragos toda la noche, se había vuelto con el ánimo por el piso y las ganas de coger en el bolsillo. Casi con desgano nos siguió el tren, pero descarriló ni bien llegamos, durmiéndose a centímetros del agua. Por piedad le pusimos un repasador tapándole la cara, porque el sol para cuando se despertara le habría quemado hasta los ojos.
Observé el río, esa paz que conmueve, que se hace carne y al mismo tiempo comulga con uno, con su historia, sus problemas. La caña, los anzuelos, las lombrices y toda esa caterva de cosas que uno relaciona con la pesca, no son más que pretextos para poder abrazar este regalo de la existencia con forma de río, que pasa delante de uno con su silencio de olas breves y el remanso sembrado de sueños, los nuestros, dejados a flote por un rato, para que se refresquen y nos salpiquen, mientras nos entregamos a buscar en ese instante de ocio, el sentido de la vida.
Contemplé unos patos yendo hacia el este, recortados contra el celeste del cielo. Escuché el sonido de la bandada y fue como un saludo a la distancia. Del otro lado, las islas, se dejaban ver sin jactarse de su belleza, como hacen las ciudades, ampulosas, ostentosas. En la sencillez de sus formas, con bello deleite, hacían de la vista un encanto y del momento, un capricho.
El agua se movió a unos metros. Una onda se expandió en varias direcciones. Algo había querido picar, pero se había soltado. La caña no se había tensado, al menos la mía. Cacho permaneció en silencio sin exaltaciones que hicieran suponer que él había sido el agraciado por el pez, cordial en elegir un anzuelo.
- ¿Por qué lo decís, Cacho? – pregunté al fin, cuando sus pocas palabras se habían transformado ya en alud en mi cabeza, a pesar del terco intento de evitarlas.
Sonrió. Lo hacía cada vez que alguno picaba. Ya fuera un pez o un conocido. Supongo que disfrutaba más con nosotros, porque con un pez no había mucha charla posterior, apenas unas palabras o breve monólogo, en donde le prometería una parrilla para el reposo final y brasas con tintes de infierno.
Cacho se llevó una ramita a la boca y la masticó unos segundos. Preparaba las palabras. Seguramente se lamentaba por dentro que el Almeja estuviera durmiendo, porque era el que más le discutía las teorías.
- ¿Ves el horizonte, Pelusa?
Claro que lo veía. Para no verlo, una mezcla de verde y cielo. El sol le arrancaba matices brillantes. Si hasta parecía que posaba para que lo retraten. Tenía la cámara en el bolso, pero ni en pedo me levantaba a buscarla. Estaba muy cómodo así.
- Si, obvio que lo veo.
- Recordarlo bien, porque en pocos días más, no vas a ver una mierda. Chau horizonte, chau cielo celeste, hasta nunca solcito, hasta siempre lunita. Todo a la mierda.
- ¿Lo decís por lo de los Mayas? Pero si ya salieron veinte mil tipos a decir que era todo mentira. ¿No me digas que también entrás en ese juego, vos?
- Maya uso para bañarme.
- Esa es malla.
- Es un chiste, salame. Ya se que se escriben diferente. No me cambies de tema. Escuchame bien. Los mayas en realidad no sabían una goma O si, pero no sobre esto. Porque esta teoría es nueva, la conversé anoche con Fidel…
-  ¿Castro?
- Pero no, pelotudo. Fidel, el amigo mío que es radioaficionado, el que vive en Bélgica.
- Si, ya sé. Es un chiste, salame – le dije con sorna.
- Bueno, la cosa es que hace unos días detectó una frecuencia y me avisó. Estuvimos cinco horas escuchando. ¿Sabés quiénes eran?
- Si supiera no estaría hablando con vos, boludo. Estaría comprando el número del Gordo de Navidad. Pero no cualquiera, el que va a salir. ¡Mirá lo que me preguntás!
- De la Nasa. Te dejé helado, ¿a que sí?
- ¿Helado porque escuchaste a tipos de la Nasa?
- Viejo, te estoy diciendo que se viene el fin del mundo, que en pocos días más nada de lo que apreciás va a seguir estando, te nombro a la Nasa… ¡No sos capaz que unir hilos!
- Atar cabos.
- Fin del mundo, Nasa. ¿Entendés? Lo escuché de ellos, no de cualquiera. De científicos super respetados en el mundo. Tipos que se han comido bochas de años en universidades, que estudian el espacio, la vida en otros planetas. Ellos, boludo, ellos, aseguraban que el fin del mundo era un hecho.
- ¿No crees que si eso fuera verdad, habrían avisado?
- ¡Cacho! ¡Me extraña viniendo de vos! ¿Avisar? ¿Sabés lo que decían? Que ya estaban las instalaciones secretas preparadas, que se les comunicaría a los que iban a salvarse, pero recién horas antes y serían trasladados hasta esos lugares. Tienen todo preparado. Y al resto, van a dejar que nos asemos como moscas.
- Decime una cosa Pelusa. Si todo esto que me contás es verdad, ¿cómo podés estar tan campante, pescando? ¿No tendrías que estar denunciando con tu amigo el belga…
- Es uruguayo en realidad.
- Bien, con el yorugua éste. ¿No tendrían que estar dando a conocer la grabación?
- No la grabamos.
- No la grabaron. Bien. Entonces no tenés pruebas.
- No, no podemos presentarla a ningún diario, ni canal de televisión.
- Para mostrarme a mí, decía en realidad. No tenés pruebas para convencerme de esta ridiculez.
- ¿Con todo lo que te conté, no me creés?
- ¿Hace cuánto tiempo nos conocemos, Cacho? Una vida. A lo largo de toda esta vida, me macaneaste más de un millón de veces y te juro, Cacho de mi alma, ya no sé si lo hacés para que nos caguemos de risa o para que te queramos cagar a patadas. Y sabés que es lo peor, que perdí la posición en la que estaba… la puta madre.
Cacho volvió a sonreír y se sumió al silencio. Lo rompió cinco minutos más tarde para pedirme otra cerveza. La heladerita descansaba a un manotazo de donde me encontraba.
A la hora se despertó el Almeja y lo primero que nos dijo, era que tenía resaca. Cacho le señaló con la cabeza las cervezas y mientras Almeja levantaba la tapa de plástico de la conservadora, le preguntó:
- ¿Ves el horizonte?
Eso fue hace unos quince días, más o menos. Fue un día maravilloso. Hubo buena pesca y a la noche hicimos un surubí y una boga a la parrilla, en casa. Para entonces Eleonora, mi mujer, ya estaba de mejor humor.
Hace un par de horas, cuando me levanté y miré por la ventana, me estremecí. No veía el horizonte. En su lugar se elevaba una capa de bruma o algo por el estilo, casi de color gris. Ocultaba incluso al sol, al que no se veía por ninguna parte. Pude observar que varios vecinos habían salido a la calle, algunos en pijamas y camisón, para comprender mejor lo que estaba pasando.
Contemplaba asustado aquel cuadro cuando me sonó el celular. No necesité mirar la pantalla para saber que sería Pelusa.
- Te lo dije – exclamó, casi en un susurro, acongojado, para luego cortar.
Me llevé la mano a la boca. Olvidé encender el fuego de la hornalla, poner agua en la pava, incluso prepararme para ir a trabajar. Me quedé allí, de pie, ante la ventana. La bruma lo abarcaba todo. La gente comenzó a meterse en sus casas. Eleonora apareció detrás de mí, con una bata puesta. Se sorprendió al verme aún con la ropa de dormir, pero no alcanzó a preguntarme que sucedía, porque lo pudo ver con sus propios ojos.
De repente todo se oscureció. Estábamos dentro de la bruma, que avanzaba con parsimonia, pero con firmeza. Ella me miró y comprendí que clamaba por respuestas, pero al mismo tiempo, sus ojos eran reflejos de los míos y la comprensión de la incomprensión era mutua.
Nos abrazamos en silencio.
El silencio afuera es tenebroso. Por momentos es escucha estática rebotando en todas partes y luego, la nada misma. No sabemos si en el final habrá un gran “boom”. Nadie nos preparó para esto. En alguna parte, gente con poder se está refugiando. Ahora lo creo. Ya no me río de aquella conversación a orillas del Paraná. Eleonora me aseguró hace instantes que escuchó algunos disparos.
Otros, se están yendo antes.
Me cuesta pensar. Lo único que repiquetea en mi mente, con fuerza de martillo, es la voz de Pelusa, que no cesa de repetir:
- Se viene el fin del mundo, Cacho.

23 de diciembre de 2012

Negocios en familia (2da parte)

Al mediodía no cerraban. Se dividían las horas para ir a almorzar a algún bar de la zona. De vez en cuando compartían algo en el mismo local, pero preferían algo mejor elaborado; se habían acostumbrado a ese método.
Marcos insistió para que fuera primero Alicia. Cuando quedó a solas, abrió el libro y se puso a verlo, no a “leerlo”, porque además de no saber latín, tampoco sentía el interés en conseguir algún diccionario para traducirlo.
Había dormido poco y se preguntaba si acaso la ansiedad por la venta de ese volumen le había ocasionado esa dificultad de conciliar el sueño. Avanzó por las páginas con cuidado, pero sin detenerse en los detalles, como el día anterior. Algo le urgía plegar una página tras otra. Y vaya su sorpresa cuando se topó con texto que entendía. ¡No podía ser! Era castellano.
El primer párrafo de aquella página, decía:
“Vaya suerte la nuestra, conseguir tremendo ejemplar. Ahora si, con una venta así, podemos dejar de pensar en las cuentas más urgentes por un tiempo. Marcos me está exasperando con el tema de los gastos. Que hay que cuidar esto, que aquello. Al final, uno comienza un emprendimiento con ganas y tantos límites arruinan la fiesta. Sinceramente, no creo que haya sido buena idea abrir esta librería”.
Marcos suspiró. Una especie de daga caliente le estaba perforando el estómago. ¿Qué estaba leyendo? ¿Cómo podía ser posible? Volvió su mirada a la página, desesperado.
“Me atrae el chico de la barra. Si, no es la gran cosa, pero tiene un aire tan seguro, cuando te atiende te mira a los ojos y te mantiene la mirada, invitándote a tropezar con el mundo, a lanzarte en contra del que dirán y comerle la boca a besos. Creo que en cualquier momento lo hago. He visto que termina el turno a las dos de la tarde. Un día de estos le digo a Marcos que además de almorzar tengo que hacer un trámite y me lo llevo para el hotelucho de acá a la vuelta”.
La furia lo invadió interiormente de tal forma que no se percató que había gente en la librería. La pregunta del cliente lo sobresaltó. Tuvo que pedir que se la repitiera y cuando contestó, no lo hizo de la mejor manera.
Se alegró que se fuera. Otra vez estaba solo. Volvió la atención al libro pero la página se había esfumado y otra vez el texto aparecía en latín, con sus dibujos en los márgenes. ¿Acaso había sido producto de su imaginación? Claro que no. ¡Lo que había leído pertenecía a su esposa!
La esperó en silencio, con la mirada perdida en la calle, a través de la ventana. Sus pensamientos escapaban de la rutina que se había creado a partir de la inauguración de la librería. Se imaginaba a su mujer yendo al hotel con el empleado del bar. La vio cruzar desde la vereda de enfrente y se puso de pie, sintiendo como su corazón se aceleraba y la bronca rumiaba en su cabeza.
- Volví Marcos, andá yendo que tomo la posta.
Con aire casual pasó a su lado y dejó el bolso sobre una silla. Su esposo la contemplaba en silencio, resoplando pausadamente.
- ¿Qué te pasa? – le preguntó ella, al verlo así.
Marcos sonrió despectivamente.
- ¿Qué me pasa? Eso lo debés saber muy bien vos. Esperame acá, que voy al bar y vuelvo.
- ¿Y ese carácter? ¿Qué te sucede? Andá a comer tranquilo, pero por favor, cuando vuelvas, hacelo con un mejor humor.
Se fue dando un portazo. El cartel de “abierto” tembló y se quedó oscilando durante un minuto. Alicia se sentó, ofuscada. ¿Y ahora que pasaba? Sabía que las ventas tenían sus días buenos y los malos, pero dudaba que eso pusiera de mal humor a su marido. ¿Algún cliente, acaso? Lo aclararía cuando regresara de comer.
Notó que el libro antiguo que le habían dado en consignación estaba abierto. Se acercó para cerrarlo y estuvo a punto de hacerlo cuando observó que podía leer las oraciones.
- ¡Qué raro! – dijo en voz alto - ¿No es que solo estaba en latín?
Pero aquello que primero le pareció gracioso, dejó de serlo de inmediato, al leer el tenor de las letras.
“Si puedo vender ese libro a espaldas de Alicia, me quedo con una parte. En definitiva, me lo merezco. Ella seguro lo va a usar para pagar gastos. ¿Y el placer, cuando? Bastante ya con ser esclavos de este lugar”.
Alicia se llevó las manos a la boca, angustiada. ¿Qué era aquello? ¿Cómo podía estar leyendo eso en el libro? Miró a su alrededor, asustada. Había más, mucho más.
“Hay algo que no me cierra en ella. Creo que no me ama, que solo se casó para presumir que tiene un matrimonio, que tiene proyectos, que quiere cumplir sueños. Supongo que lo hace para complacer a sus amigas y a la familia. No entiendo, por otro lado, que es lo que me cautivó en ella, porque es fría, calculadora y seamos sinceros, tampoco es bonita”.
Más abajo, salteando párrafos, leyó:
“Y pensar que me creía un afortunado, pero al final, todas las mujeres son unas putas. Si señor, ya lo decía mi abuelo. No se merecen una sola caricia, nada. Al bar a comer, claro que si. Solo va al bar para encamarse con el mozo. Alicia, la muy puta. Pero ya va a saber lo que es bueno. Se cree que es una pícara, con seguridad. Pero no se imagina ni de cerca las noches que pasé con su hermana, mientras ella se iba a esos cursos de mierda que duraban dos o tres días. Aunque claro, que pelotudo que soy. Seguro se la pasaba de cama en cama, la muy puta. Hacía bien entonces de empernar a la hermana. Siempre lo supe, hacía bien”.
Cerró de golpe el libro. Estaba llorando. ¿Cómo podía ser posible? No, no creía que Marcos hubiese escrito eso. Además… ¿cómo? Se alejó del libro. El libro era el culpable, algo estaba mal allí. Por la ventana vio volver a su esposo. El rostro estaba envuelto en ira. Podía notarlo. También divisó el detalle de la sangre en la camisa.
Empujó la puerta con fuerza, tanta que rebotó en la pared haciendo añicos el vidrio. La miró con rabia, acusándola con ese solo gesto de pecados y oscuridades indefinibles, condenándola a todos los infiernos existentes.
- ¡Vos, puta, me las vas a pagar!
- Marcos, ¿qué decís?
- Hacete la pelotuda, pero conmigo no va. Ya le hice saber al mozo ese quién soy. Ahora te toca a vos.
- Marcos, esperá, qué te sucede… - mientras hablaba se alejaba de su esposo, que restaba distancia entre ambos a grandes pasos – Leíste el libro, es eso ¿verdad? Porque yo también lo leí y me topé con cosas horribles…
- Claro que lo leíste, seguramente te reíste después de escribirlo. Cómo hiciste, no lo sé y no me importa. Pero te descubrí, y vas a pagar por eso.
Arrojó un puñetazo golpeando en un hombro a su esposa, que chilló dolorida. Intentó agacharse, pero no pudo esquivar un segundo golpe. Sintió el impacto cerca de la frente y cayó de rodillas.
- Es libro está maldito, Marcos. Leí cosas que el libro quería que creyera que las escribiste vos. ¡Fijate! – le dolía la cabeza y podía escuchar los pasos de su marido, que estaba rodeando el mostrador.
- No me hagás perder tiempo con estupideces. La que escribió fuiste vos. Tremendo pedazo de puta resultaste.
- ¡Marcos, vos me conocés mejor que nadie!
- Eso creía… - la levantó de las axilas y la arrojó contra la pared. La cabeza golpeó sin piedad. Alicia se derrumbó sobre una pila de libros, que ninguno de los dos había acomodado aún.
Su esposo estaba a punto de propinarle un puntapié, pero un oficial de policía se encargó de tomarlo por la espalda, mientras otro se interponía entre ambos.
Pronto el lugar se llenó de curiosos, mientras los efectivos policiales se aseguraban que la mujer fuera llevada al hospital más cercano y un patrullero trasladaba a la comisaría a su pareja.
Para la noche, las cintas de “clausurado” cruzaban de un lado a otro el frente del local. Ninguna persona que los conocía pudo explicar lo que pasó. Marcos terminó en la cárcel. Alicia quedó en coma. La librería fue cerrada por orden judicial y los libros ofrecidos en remate.

En la zona, los comerciantes aún se lamentaban, cinco meses después, de lo acontecido con el matrimonio que había puesto la librería. Era el lugar, sostenían algunos. Ningún negocio prosperaba. Tenían ejemplos varios: una joyería, dos tiendas de ropa, una casa de fotografías e incluso una florería. Y eso, solamente en los últimos cinco años.
Observaron desconfiados mientras quitaban el cartel de “Se alquila” y comenzaban a pintar el frente de color naranja. Dos hermanos pusieron una venta y reparación de equipos de audio.
Las primeras semanas fueron positivas. Muchas ventas y equipos para arreglar. Los hermanos estaban felices. El día que cumplían el primer mes de vida una persona de baja estatura, saco gris y corbata a tono entró al local con una antigua radio a transistores.
- No sé si la podrán arreglar, pero quiero que hagan el intento. Es una reliquia, de un abuelo. No importa lo que me cobren, si logran que funcione, será justo.
Los hermanos sonrieron ante la propuesta y saludaron efusivamente al hombre. ¡Claro que la arreglarían, ellos habían visto cientos de veces esos viejos equipos! Dinero fácil, pensaron al mismo tiempo.
Lo extraño es que uno de ellos, por la tarde, notó que la radio parecía emitir en una frecuencia. Y acercando el oído, se puso a escuchar…

20 de diciembre de 2012

Negocios en familia (1ra parte)

Demoraron seis meses para poder abrir la librería y el día que lo hicieron se sintieron las personas más felices del mundo. No era para menos. Desde la noche que lo soñaron juntos, de cara al balcón, habían imaginado el lugar y el momento. Y no había resultado fácil.
Primero fueron los cálculos. El dinero que necesitarían, el total de ahorro de los dos, las inversiones que deberían hacer, la posibilidad de sacar créditos personales, el tiempo que demandaría recuperar el monto inicial y mil cuentas más.
Luego la búsqueda del local, los idas y vueltas con los requisitos, la ubicación adecuada, el estado de los lugares, las garantías que les solicitaban, el depósito, las cláusulas… y caminar, mucho andar para encontrar el sitio preciso, soñado.
Aprendían de trámites, de burocracias, de detalles que jamás habían tenido en cuenta. Lo que parecía sencillo, abrir una librería, se había convertido en un gran laberinto, en el cual se movían con ligereza, pero con ciertos temores. Y aún faltaba establecer el contacto con las editoriales, investigar las formas, los modos, todo lo relacionado al rubro.
Ambos soñaban con una librería porque amaban los libros, sin embargo, se daban cuenta entonces, que aquello era más que una cuestión de amor, sino que implicaba otros aspectos, tan o más importantes.
Y el sueño se transformó en desafío y luego, en realidad. Los primeros clientes fueron conocidos, amigos de toda la vida, parientes, pero el movimiento llamó a otros y en poco tiempo, rostros que jamás habían visto, entraban y salían, buscando autores, títulos, y la magia de las hojas impresas, el olor del papel y la tinta.
En ese marco de algarabía contenida, porque siempre estaba la otra parte, aquella que demandaba responsabilidades, estar al día con las cuentas, respetar los horarios de atención, es que apareció un día, después del mediodía, en la puerta un hombre de edad algo avanzada, bajito, de traje gris y corbata blanca, sombrero a tono del saco y una suave pelusa en lugar de barba.
- Buenos días, soy el señor Rosvanovich – dijo presentándose - ¿Cuál es su nombre, bella mujer?
Conmovida por el buen trato, ella no dudó en ser cordial.
- Alicia, es un placer – contestó, alargándole la mano, para saludarlo – Y él, es mi socio por partida doble: Marcos.
- ¿Cómo es eso de partida doble? – preguntó el hombre.
- Somos dueños de la librería y al mismo tiempo, firmamos un papel hace un año que nos declaró marido y mujer.
El hombre sonrió, comprendiendo. Recién allí notaron que llevaba consigo un viejo maletín, que por al forma, el color y la mugre, debía tener su misma edad o más.
- No les quiero robar demasiado de su tiempo, sé muy bien que en las librerías si uno no está acomodando libros, está catalogando y si no está haciendo nada de eso, es porque está vendiendo. Aunque en este caso, lo que vengo a proponerles, es que me compren.
Marcos, que había dejado una pila de libros sobre el mostrador, se acercó para participar en la conversación.
- ¿Representa a alguna editorial, señor? – preguntó.
- No, no – se apresuró en contestar Rosvanovich – Podríamos decir que soy independiente. Y en este caso, solo he venido a ofrecerles un libro. Pero un libro que les puedo asegurar, tiene un valor incalculable.
Con cierto esfuerzo levantó el maletín y lo apoyó en el mostrador, al lado de la pila de libros que había dejado Marcos. Hizo correr el cierre relámpago de un lado a otro y una fina capa de polvo se elevó en el aire.
Tardó unos segundos más en abrirlo, con la clara intención de crear mayor expectativa. Al hacerlo, quedó a la vista un volumen grueso, recubierto con tapas forradas en cuerina y una simple inscripción tallada sobre la superficie: Vita. Las hojas se veían amarillentas y de textura áspera.
- He aquí – dijo rompiendo el silencio que se había instalado – un libro de más de quinientos años, escrito en latín, que narra epopeyas desconocidas, de tiempos inmemoriales.
Alicia y Marcos quedaron perplejos. Parecía auténtico y desconocían la existencia de un libro de esa índole.
- Mire que he leído sobre libros raros, pero éste… me dejó sin palabras – confesó Marcos.
- ¿Quién es el autor? – preguntó ella.
- Mi querida – dijo el vendedor – entonces muy difícilmente quedaba plasmado el autor. Si es una recopilación como dicen, seguramente han sido varios, pero ninguno de ellos con seguridad ha sabido del libro. Estuvo escondido durante años en una abadía europea. Ese edificio sufrió el fuego, los embates de la segunda guerra mundial, el paso del tiempo. Hará unos años, al ser reconstruida, se encontró este maravilloso volumen, el cuál ha pasado desde entonces de mano en mano, como si estuviese buscando a su verdadero dueño.
- ¿Y cuánto vale?
- Su timidez me asombra señora – remarcó Rosvanovic – Tiene que tener más ímpetu. ¡Cómprelo, no lo dude, no quiera saber el precio!
- Es que antes debemos consultarlo – terció Marcos, aunque la idea lo entusiasmaba – Y para eso, vamos a necesitar saber qué precio pide.
- El precio es lo de menos en un ejemplar así, créanme – sostuvo.
- Lo sé – intervino ella – pero debe comprender que nos estamos asentando, nuestros pasos son medidos, nada de gastos alocados, por así decirlo.
- Hagamos una cosa, les tengo la solución. Se los dejo a consignación. Les digo el precio, ustedes tratan de venderlo por más dinero y cuando hayan concretado la venta, me pagan lo que pido y se quedan con la ganancia.
- ¡Eso sería magnífico! ¿No, Marcos?
- Si, claro que si. ¿Pero, nos tendría esa confianza?
- Vea, cuando uno está mucho tiempo en el rubro, conoce a la gente de bien. Y eso, son ante mis ojos.
Café de por medio, pactaron el precio. Era una cifra elevada y en moneda extrajera, pero como coincidieron los tres, hay muchos coleccionistas buscando tesoros de ese tipo. Para la pareja, aquello era un golpe de suerte. Si vendían el libro, se aseguraban al menos seis meses de alquiler.
- ¿Sugiere que los pongamos en vidriera? – preguntó Marcos, mientras el hombre se marchaba.
- No, cuide mucho el libro del sol. Créame que si hay alguien interesado, lo olfateará a la distancia.
Rieron de la ocurrencia. Previamente les había dicho que una de las particularidades del libro, era que jamás había sido traducido y que no había documentación alguna, por lo que estimaba que había sido objeto de robos a lo largo de toda su existencia, pasando de una mano a otra, siempre en forma clandestina. A él le había llegado de manera fortuita, cuando un mercader se lo ofrecía a cambio de unas chucherías, sin estimar ni imaginar el valor del mismo.
Rosvanovic se marchó, pareciendo a la distancia más pequeño de lo que realmente era. Cuando desapareció en la esquina, también cayó la tarde. Habían pasado las horas de una manera muy entusiasta, tanto que las pocas ventas del día le parecieron al matrimonio algo secundario.
Esa noche decidieron llevarlo a casa. Lo hicieron con cuidado, dentro del mismo maletín con el que había llegado. Antes de acostarse repasaron algunas de sus páginas, maravillándose ante el incomprensible contenido, que de todas formas les llamaba la atención, tanto por su escritura cuidada como por los dibujos que adornaban las hojas.
Ambos tuvieron pesadillas, pero no las mencionaron al levantarse. Eso si, tenían el aspecto de dos personas que no pudieron dormir en toda la noche.

Continuará...

17 de diciembre de 2012

Sizigia

La sensación general era que algo estaba pasando. Cierta tensión en el aire. El solar estaba en silencio pero existía una especie de electricidad en el aire, el presagio de lo nefasto. El Chinga, Petra y Gerbio se pusieron de pie al mismo tiempo. El resto quedó inmóvil, sabiéndose ajeno a la disputa.
Los tres habían recibido un mensaje en el celular y lo que decía, los puso en alerta. Estaban armados e instintivamente llevaron la mano hábil hasta la empuñadura de la pistola. La sacaron casi en simultáneo. En otra ocasión, aquello hubiese resultado gracioso. Pero esa tarde, no.
Desde varios días antes se venía rumoreando que algo sucedería en la barriada. Y ahora, los tres capos de la calle estaban de pie, alineados en perfecto orden. Es difícil precisar de quién fue la primera detonación, porque se escucharon al unísono. En cambio, si se los vio caer de a uno. Primero Petra, luego Garbio y finalmente el Chinga.
Los tres muertos. Un desperdicio. El resto de los pibes se pusieron de pie y se marcharon. El solar estaba sucio y no serían ellos los que lo limpiaran. En cualquier instante caía la yuta. El suspenso había concluido. El otrora aire viciado, se advertía disperso. Ahora se olían nuevas disputas, nuevos litigios por el poder. Pero eso era cosa del futuro. El momento dictaminaba algo diferente y era moverse, buscar un lugar más tranquilo y drogarse sin distracciones.

14 de diciembre de 2012

Chacareros

Era tarde, casi medianoche y escuché el ringtone del celular. Demoré en contestar, porque no recordaba donde lo había dejado. Pero llegué antes que se activara el buzón de voz. Era Guillermo. No era raro que llamara tan tarde. Trabaja casi siempre de noche, porque es cuando más se inspira. Así me ha dicho, al menos. Es dibujante y afortunadamente se gana la vida de ello.
La señal no era buena. No era la mía, porque veía el indicador con todas sus líneas. Le pregunté dónde estaba y me dijo algo así como que no le iba a creer. Tenía que descifrar cada palabra, porque la voz se acoplaba con un sonido a estática que había de fondo.
Le pedí que me repitiera. Lo hizo. Y no le creí. Eso fue el martes pasado.
Anoche volvió a sonar en el mismo horario el teléfono. Esta vez lo tenía en el bolsillo. Era Guillermo. Se lo escuchaba muy lejos, como si hablara desde el fondo de una cueva y el micrófono estuviera en la entrada a la misma. Le dije que no escuchaba, que hablara más alto. Agucé el oído y creí escuchar algo aún más extraño de lo que me había dicho la vez anterior.
Lo único que atiné a decirle fue "Guille, no me jodas, es tarde para bromas". La comunicación se cortó cinco segundos después. Antes que la línea quedara muerta escuché claramente "no puedo volver".
Estoy sentado en las escaleras externas del Museo de Artes Plásticas Eduardo Sívori. Tengo el estómago revuelto y muchas ganas de llorar. Vi el cuadro, el mismo que había visto cien veces, un par de ellas justamente en compañía de Guillermo. Pero ahora estaba distinto: una de las personas que aparece en "Chacareros", de Antonio Berni, es él.

11 de diciembre de 2012

La mala suerte de Alvaro Quintana

Ya se lo había dicho un profesor en el colegio secundario, harto quizá de reprenderlo:
- Quintana, usted no es descuidado, es un pelotudo.
Sucedía que Alvarito, que con los años se convirtió en Alvaro, era propenso a los accidentes. Ya sea a sufrirlos como provocarlos. El destino no hacía distinción al respecto.
En el barrio se había ganado su fama y por esa razón las mujeres se persignaban cuando Alvaro Quinta les pasaba cerca. Los hombres decían no creer en esas cosas, pero se llevaban imperceptiblemente la mano al testículo izquierdo ni bien lo veían.
Era popular la vez que estando en la casa de su novia, aprovechando que los padres de ella no estaban, se cayó por el balcón a la vereda. Según decían las malas lenguas, se había querido hacer el gracioso y hacerle creer a la chica que tomaría carrera para arrojarse encima de ella, que lo esperaba desnuda en la cama. Tuvo la mala suerte de retroceder tanto, que no vio la baranda y pasó para el otro lado.
Se recuerda también la tarde que en el club se apoyó en un poste de madera, que sostenía el toldo que cubría un improvisado salón de ventas, armado en ocasión de un importante partido de futbol. El poste se vino abajo y dejó atrapadas cerca de treinta personas debajo de la lona.
Pero el caso que lo coloca en el umbral de las personas mufas tuvo lugar un fin de año, cuando ya orillaba los treinta años de edad.
La vecinal había preparado un gran festejo, algo nunca visto, para que los vecinos no olvidaran jamás esa jornada. Se había invertido el dinero de una rifa en la compra de pirotecnia potente y de buena calidad. Había costado lo suyo, pero valía la pena. Al menos, eso pensaban los organizadores.
Las calles principales del barrio se vistieron con guirnaldas plateadas y doradas y las restantes, con cintas de colores. Algunos vecinos colaboraron pintando los frentes, para que esa despedida de año y bienvenida del siguiente, fuera un éxito.
Los niños no solo estaban entusiasmados con la promesa de fuegos artificiales: habría sorteos y regalos para todos. Sería una fiesta total, en la que nada quedaría librado al azar. Por lo menos, eso deseaban los organizadores.
Faltaba un detalle crucial. Y era enviar a Alvaro Quintana a otra parte. Se habían iniciado conversaciones con la familia, pero ellos ya se habían encargado de garantizar la tranquilidad para esas fiestas. Se irían a celebrar el fin de año a la casa de unos parientes, a más de trescientos kilómetros de distancia.
El detalle era que no se llevaban a Alvaro. Lo habían convencido que con la casa sola, iba poder organizar algo con los amigos o alguna chica. Y al menor de los Quintana, la idea lo subyagó.
Se armó una comisión, en la que estaban algunos conocidos de Alvaro, para idear la forma de alejarlo del barrio el día del festejo. Si él se quedaba y permanecía cerca, algo ocurriría. Era algo tan seguro como que después del 31 de diciembre, llegaba el 1 de enero.
Entre todos juntaron dinero y compraron una cena y estadía en un hotel de Rosario, y la mañana del 30 se llegaron a la casa para ofrecérsela.
- ¿En serio me gané esto en la rifa de la vecinal? - preguntó ingenuamente.
Vaya suerte, pensaba. Ahora no solo tendría la casa para él, sino también la comida y la noche en Rosario. Esto último resultaba más tentador a la hora de convencer a una chica para que lo acompañara en la celebración.
En el patio de la panadería de Bernardez varios de los que lograron el propósito de sacarlo no solo del barrio, sino de la ciudad, se abrazaban repletos de algarabía.
Pero no sosprechaban que a Quintana, antes de tomarse el ómnibus, se le ocurriría pasar a buscar por el depósito de la vecinal un par de cohetitos para llevarse a Rosario. Si le habían regalado tremendo premio, suponía que nadie se ofendería si sacaba alguna que otra cañita voladora. Ya se imaginaba tirándolas desde la terraza del hotel.
La puerta estaba sin llaves y la pirotecnia a la vista. Quedó sorprendido por la cantidad.
- ¡Quieren hacer volar el barrio este año! - dijo en voz alta.
Buscó entre las cajas y tomó dos bolsas de petardos, tres cañitas voladoras chicas y dos grandes. Estaba por irse, conforme, cuando vio un paquete rojo justo en un rincón. Se acercó para leer: "1000 Luces Infernales".
- ¡Guau! ¡Qué buen nombre! ¿Y cómo funcionará?
Abrió la bolsa y sacó un enorme compartimiento de cartón, en el que se notaban pequeñas divisiones, donde seguramente estaba la polvora y todo lo necesario para que funcionara. Las instrucciones estaban escritas en la parte posterior del mismo cartón, pero las letras eran muy pequeñas y dado que no había encendido la luz, para que no vieran que estaba dentro, apenas si podía leer. No tuvo mejor idea, entonces, que revolver en los bolsillos hasta dar con un encendedor... y acercar la llama a la caja para leer lo que allí decía.
La explosión hizo temblar los cimientos en cuatro cuadras a la redonda. Las guirnaldas doradas y plateadas volaron por los aires, espantadas por el estruendo. Las cintas de colores cayeron como serpentinas asustadas.
El barrio completo salió a la calle. Los que sabían de la pirotecnia acumulada, estaban seguro de lo que había sido. Los demás, es decir, la mayoría, pensó al menos en un bombardeo. Otra cosa no podía explicar el ensordecedor ¡pum! que habían escuchado. Vidrios rotos, paredes que temblaban y oídos aturdidos, algunas de las consecuencias de la inesperada explosión a horas de año nuevo.
- ¿Qué pasó?
- ¡La pirotecnia!
- ¿Qué pirotecnia?
- ¡La que habíamos comprado para esta noche!
Las voces se confundían, entre la desesperación y la resignación. Los bomberos arribaron a los pocos minutos e iniciaron sus tareas recién después de apartar a los vecinos, que se acercaban para ver lo sucedido.
Las llamas se habían devorado el depósito. No había quedado a salvo ni siquiera un petardo. Los bomberos terminaron de sofocar el siniestro para antes del atardecer. Se retiraron ante el silencio general que gobernaba el lugar.
Miradas tristes, rostros opacos. ¿Qué había pasado? ¿Cómo podía haber ocurrido tremendo desastre? Nadie podía explicarlo.
De repente escucharon un pedido de auxilio. ¿Alguna víctima de la explosión? Los gritos provenían de lo alto. Al levantar las miradas, lo vieron. En lo más alto de la copa de un árbol muy cercano, estaba Alvaro Quintana. Agitaba los brazos, y clamaba por ayuda.
No necesitaron saber nada más. Con verlo era suficiente. Aquel desastre tenía nombre y apellido. Lo dejaron gritando en las alturas y cada uno enfiló para su casa. Comer en familia serviría, de momento, para aplacar los ánimos. A la medianoche se las ingeniarían para conseguir pirotecnia y apuntarle al culpable de las mayores desgracias.
De alguna forma, tendría que haber fiesta.





8 de diciembre de 2012

Carta de un tal Walter a una tal Sofía



Querida Sofía:

El dolor intrínseco de mi alma se define con tu ausencia. El adiós fue sin palabras, tu mirada vacía provocó que no hiciesen falta. Evoco hoy el momento, la luna cayendo sobre tu espaldas, de pie frente al gélido espectáculo de la mansión de tus padres, vos esquivando el momento, tratando de ser exigua ante un ser que te miraba sin entenderte, que por más que encontrara una explicación sentía que caía en un abismo sin fondo.
Ese ser hoy te escribe, aún con la daga penetrando en la carne, atravesando el corazón. Aquellas palabras que nunca dijiste, que desde entonces intento ordenar en mi mente a fuerza de imaginación, pretendo decirlas en este papel, con las últimas fuerzas que me quedan en esta agonizante existencia, cuyas horas finales estoy viviendo tras tu sentencia de muerte en contra de mi alma, que dictaminaste indiferente, sin pruebas en mi contra, sin más que tu capricho y rebeldía.
Sofía, que ya no eres mía; Sofía, a quién supe amar hasta el desmayo; Sofía, a ti te digo, que ya no me importas. Verte de pie, delante de mí, sin poder articular la voz, con miedo a confrontar una decisión sopesada en secreto, me llevó a una conclusión tan dura como cruel, pues en ti había puesto mi vida. Y esa conclusión es que solo te amas a ti misma, que eres incapaz de querer a otra persona.
Agradezco entonces que nuestros caminos se bifurquen, le confiaré a la vida una segunda oportunidad, al amor le abriré otra puerta y a la esperanza le encenderé una vela. En tanto a vos, solo deseo que puedas ser feliz. Quizá en la soledad, frente a tu espejo, te veas algún día tal cual eres, dueña absoluta del egoísmo y el desencanto.
No obstante, Sofía, debo confesarte una cosa: si cambias de opinión con respecto a mi, estaré siempre dispuesto a escucharte. Porque puedo estar ofendido, dolorido y sentirme al borde de una cornisa, sin embargo, ni siquiera el peor de tus actos, la herida que abriste en mi alma, ni el futuro hecho trizas, podrá quitarme jamás de mi mente, tu imagen bella y radiante que me enamoró una vez y que lo volvería hacer, con seguridad, cuando te lo propongas.
Soy esclavo de nuestro amor, por más que ahora esté huyendo. Quizá lo hago para que me extrañes o porque no tengo otra forma de esconderme ante el fracaso. Lo cierto es que si me dan a elegir entre mil amores nuevos y un sufrimiento eterno, me quedo con éste último, porque es el único que te incluye.
Mi amor, Sofía, es un amor con todas las letras.

Walter.



Estimado Walter:

Me parece que por momentos se da cuenta y por momentos no. ¿De qué? De que lo he mandado a cagar. Por favor, ya no me escriba,

Sofía.


Querida Sofía:

Has logrado que mi amor, que era con todas las letras, pierda las que componen la palabra de aquello que me has roto: corazón.
Es p×× es× que y× ×× me qued×× dud×s, mi suf×imie×t× es t×t×l. L×s p×××s espe×××××s que gu××d×b× ×llí, e× l× más ×e×ó×dit× de mi ×lm×, se h×× vist× humill×d×s y l× ll×m× que ×llí se es××××, h× des×p××e×id× p××× siemp×e.
P×× más que me h×y×s m××d×d× d××de me m××d×ste, ××mpie×d× ese ××g××× que l×× p×× v×s, te dig×: p×× siemp×e tuy×.
Espe×× ×lgú×× el desti×× ××s p××g× e× el mism× ××mi×× y e×t×××es, ×××× × ××××, p×d×m×s ×eflexi×××× s×b×e este m×me×t× y di×t×mi×××, si h× sid× l× ××××e×t×. Y de se× p×sible, ×e×upe××× es×s seis let××s que me h×s quit×d×.

W¬lte¬.




5 de diciembre de 2012

Repiqueteo en madrugada

Un constante repiqueteo alteró su sueño. Algo dormido, trató de identificar el sonido. Lo escuchaba cerca, separado por un intervalo regular que prácticamente podía acertar tras prestarle atención durante, los que calculó que fueron, tres minutos.
Mantuvo los ojos cerrados con la idea que así lograría una mayor concentración y aguzar el oído. Sin dudas, aquel ruido era producido por gotas, que en seguidilla estaban cayendo desde una altura que aún no podía determinar. Tampoco, por el momento, tenía la respuesta sobre el origen de las mismas.
Pensó en alguna mancha de humedad en el cielorraso. No recordaba ninguna, si bien había llovido bastante el último mes. Pero de todos modos, no lo creía posible. Había estado en el techo la semana anterior, colocando una antena para televisión digital y estaba todo en orden. Por otro lado, una gota desde tan alto haría otro sonido, no el que escuchaba.
Debía ser otra cosa. ¿Alguna planta? Es decir, las macetas con plantas, que estaban en la ventana. Se imaginó que quizá se hubiese rajado la cerámica y filtrado por la grieta agua proveniente de la tierra. Le parecía además que había relación entre el impacto de cada gota y la altura donde se encontraban las macetas. Al menos, de las que tenía memoria.
Descartaba totalmente que fuera una canilla mal cerrada en el baño de la habitación, porque la puerta no estaba abierta. En todo caso, escucharía el ruido pero en forma amortiguada. Pero lo que llegaba a sus oídos era claro y fuerte.
El siguiente ejercicio que se propuso, siempre acostado y con los ojos cerrados, era el de imaginar algo más que pudiera producir ese repiqueteo. Pero por más que hacía funcionar sus neuronas, no lo conseguía. La respuesta no llegaría tan fácil. Sería necesario lo que estaba intentando evitar. Salir de la cama y explorar.
La idea lo fastidiaba. Con desgano, se sentó en la cama.
- Amor, voy a ver que es ese sonido - dijo en voz no muy alta -  Vos, seguí durmiendo.
Su mujer no contestó: "Al menos alguien duerme", murmuró.
No quería prender la luz, para no despertarla. Usó su celular, que al encender la pantalla emitía un resplandor considerable. Miró en el techo, y no detectó gotera alguna. Hurgó en los rincones, sin éxito. Movió las macetas y ninguna tenía marcas de agua en las cercanías. El repiqueteo mantenía su ritmo perseverante.
Una gota tras otra, con un intervalo de varios segundos. Una tras otra. Había cerrado los ojos para poder escuchar mejor, cuando uno de sus pies descalzos se detuvo sobre un charco frío. Apuntó la luz hacia el lugar y no pudo más que caer de rodillas.
El bermellón de la sangre le asestó la respuesta que jamás hubiese querido descubrir. Para entonces, la vida en su mujer, cuyo brazo pendía fuera de la cama, se había apagado como la noche misma.

2 de diciembre de 2012

Silencios que hablan

Érica vive con nosotros desde mucho antes que ocurriera lo de Lucas. No fue una imposición, pero tampoco un deseo. La desgracia, en realidad, se encargó del asunto.
Lucas en cambio, fue un capricho.
Mi esposa tenía una hermana. Ella era la mamá de Érica. Hace ocho años no tuvo mejor idea que hacer un bautismo en parapente. El aparato se vino abajo en medio del vuelo. Su marido, es decir, mi cuñado, estaba observando desde abajo. Algunos creen que su corazón colapsó incluso antes que su mujer se estrellara contra el suelo.
Dejaron a una pequeña que entonces tenía nueve años y muchos más problemas de comunicación que hoy. Porque en este tiempo, hemos intentado de todo para superar las limitaciones que le depara su carencia del habla. Le resulta fácil comunicarse ahora con el lenguaje de señas. Costó, pero dio sus frutos.
Lucas llegó al barrio un verano. Nunca me voy a olvidar lo cómico de sus ropas. En pleno sol, con más de treinta grados de temperatura, enfundado con una bufanda y ropa de invierno. Fue gracioso hasta conocer a sus padres. Ellos eran normales. En cambio él, vivía en su propio mundo. Si creía sentir frío, entonces hacía algo para remediarlo. Pero ese algo no equivalía a interpretar si en la realidad, el frío estaba o no.
A pesar de eso, le daban bastante libertad. Lo dejaban andar por el barrio, con el fin de que hiciera amigos. Pero como era de prever, no resultaba bienvenido en los grupos de chicos ya armados en la zona. Quizá fue eso lo que llevó a mi mujer prácticamente a adoptarlo. Así fue como Lucas, de repente entró en nuestras vidas, algunas veces ayudándola a ella a arreglar el jardín y otras, en la casa misma, donde solía compartir el silencio con Érica, sentados en el living, delante del televisor.
Debo confesar que he llegado a sentir escalofríos al observarlos en total silencio, mirándose uno al otro, con expresiones vacías sin el menor apuro, como si la existencia misma se condensara en esos momentos de extraña compañía.
Lucas jamás se interesó en aprender el lenguaje de señas y a Érica tampoco le importaba que lo supiera o no. Podían entenderse con las miradas. Bastaba un leve gesto de ella, para que él supiera que traerle, que hacer, dónde ir. Y ella, tras cualquier movimiento de él, comprendía lo que quería transmitirle.
A pesar de no gustarme Lucas, veía con buenos ojos que esa chica, que prácticamente era como una hija, tuviera alguien que la acompañara.
Hace pocos días los padres de Lucas llegaron a casa desesperados. El joven no había vuelto el día anterior. Le preguntamos a Érica, pero se refugió en su silencio. Ni siquiera con señas quiso decirnos algo. Era evidente que algo sabía, pero mi mujer al notar que se ponía nerviosa e incómoda, decidió suspender todo interrogatorio. Entendí el enojo de los padres de Lucas, hubiese reaccionado de la misma forma, a pesar de no tener hijos propios.
Sabía también que la siguiente vez que los viera, sería acompañados por la policía. Pero sucedió lo mismo. Érica no quiso contestar ninguna pregunta. Los agentes nos dijeron que si ocultaba información, sería perjudicial para ella. Lo sabíamos, pero no podíamos hacer nada.  
Durante una semana la policía nos estuvo visitando. No había noticias de Lucas. En esos días, le recriminé a mi mujer el hecho de haberle abierto las puertas de casa a ese chico. Fue un capricho de ella, algo innecesario. Bastante teníamos con Érica como para cargar con otro joven. Y ahora esto...
Estuve mal, lo sé. No nos hablamos durante dos días. Hasta que le pedí perdón. De todos modos, por más que cicatricen, ciertas heridas que abren las palabras, jamás cierran del todo.
Anoche se cumplieron dos semanas de la desaparición de Lucas. Fui hasta la habitación de Érica, me senté en su cama mientras ella leía un libro sentada al lado de la ventana y le pedí que me dijera la verdad.
Sacó la vista por un segundo de la lectura y me dirigió la mirada, luego la regresó al papel. Insistí. Le dije que quería saber la verdad, que no podía disimular, al menos ante mí. Siguió leyendo, pero al cabo de una página, cerró el libro.
Con fastidio, se puso de pie y me invitó a seguirla. Salimos a la vereda y caminamos hasta el sendero que lleva al arroyo. Estando en la orilla me señaló el agua. Le pregunté si acaso Lucas se había escapado por el arroyo. Negó con la cabeza. Luego quise saber si se había ahogado. Dudó. Volvió a negar.
- ¿Vos lo arrojaste al agua?
La respuesta fue afirmativa. Me debe haber cambiado el color del rostro, o quizá me haya tambaleado, porque sin que le preguntara la razón, me la hizo saber. Le bastó señalarse la vagina para que comprendiera lo que había ocurrido. A pesar de la confesión, jamás bajó la vista. La mantuvo firme, en mis ojos. Quise abrazarla, pero retrocedió un paso. Le hice saber que no le haría daño y le tendí la mano.
Cuando la tomó, emprendimos el regreso. Algo había cambiado en ella. Y también en mi. La sentía por primera vez como propia, como si fuese una hija. Compartía su dolor y también su venganza. Lo compartía volviendo del arroyo y lo comparto aún, en esta tranquilidad aparente, mientras estoy sentado a la mesa.
Pero lo que más nos une, ahora, es el silencio.


29 de noviembre de 2012

S.M.M.

Mi nombre es Sara Margaret Mendelson, dijo a viva voz aquel día en la plaza. Acto seguido, la mujer se despojó de sus ropas, alzó un cuchillo del suelo y se realizó un tajo en el vientre, de abajo hacia arriba.
Estupefactos e inmóviles, vimos como un hilo de sangre primero, y un borbollón después, tiñeron de rojo el cuerpo pálido de la desconocida.
Oímos algunos gritos de horror, vimos gente que miró hacia otra parte y otras que corrió en dirección contraria, escapando de aquel espectáculo. Pero nadie atinó a acercarse, a socorrerla. Es que a Sara Margaret Mendelson no la conocía nadie. Y además, tenía un cuchillo.
Su rostro no perdió el semblante, que de lejos apenas podría definirse como de aceptación. Cuando las piernas se debilitaron y sus rodillas flaquearon, el torso se desplomó sobre las mismas. Quedó a la mitad de su altura, perdiendo sangre de manera atroz y aún sosteniendo en lo alto el objeto con que se había cortado.
Finalmente la cabeza se fue hacia delante y la frente golpeó contra el suelo de piedra sobre el que estaba dejando la vida. Quedó tendida boca abajo, en un charco rojo, ante miradas perplejas.
Un hombre vestido de policía se acercó y le tomó el pulso. En realidad, ese fue el gesto. Pero ni bien tomó el brazo de la mujer, lo soltó y dio un salto hacia atrás, asustado. Luego, conciente que todos posaban la vista en él, se arrimó otra vez al cuerpo. Asombrados observamos como sacudía el brazo inerte de la mujer y luego, tras ponerse de pie, le arrojaba un puntapié a la cabeza.
Luego, antes que la consternación de todos se convirtiera en una turba, sonrió y dijo en voz alta.
- ¡Es solo un muñeco!
Miró en torno de él, esperando encontrar al gracioso que lo había hecho, pero al no encontrar a nadie y considerar que estaba perdiendo su preciado tiempo, se alejó del lugar parsimoniosamente.
Nosotros, los que atestiguamos aquel instante, aquella mañana en la plaza, permanecimos en silencio durante varios minutos. Incluso algunos se acercaron a constatar que el policía tuviera razón. Y así era. Sin embargo, para todos nosotros aquello no era solo un muñeco. Era Sara Margaret Mendelson, una desconocida que de pronto se nos hizo carne y vive en nuestras pesadillas.