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26 de marzo de 2015

Hacker a domicilio

El aviso en el diario despertó su curiosidad. La posibilidad de tener internet era tentadora. No tenía aún porque a su barrio solo llegaba el servicio a través de la telefonía y el hecho que le impusieran un teléfono de línea no era de su agrado.
En letras sin destacar, en la página 4 de la sección de Clasificados, el texto anunciaba: "Hacker a domicilio. Tenga Wi-Fi gratis en su casa sin abono mensual. Total discreción". Cerraba el recuadro un número de teléfono celular.
Sin darse cuenta, le estuvo dando vueltas a la idea durante todo el día. A la noche, mientras cambiaba de un canal a otro en el televisor, casi por inercia, comprendió que lo que le estaba haciendo falta era internet. Sus amigos del bar siempre hablaban de las bondades de navegar, de leer los diarios sin pagar un peso, de entrar a sitios que mostraban mujeres en paños menores o mejor aún, sin ellos; incluso podían contactar a gente distante.
Era cierto que para la gente mayor comenzar con aventuras de ese tipo, tanta tecnología de golpe, era una complicación. Pero si los demás se animaban... pero estaba el tema del teléfono. No quería y no lo pondría. Por nada del mundo. Ni siquiera tenía celular. Y aunque mucho costara creerlo, no tenía todo eso pero si una notebook. Por supuesto, no la usaba. Regalo de su hijo para convencerlo de estar más conectados y no depender de los viajes de él y que su padre se dignara a llamarlo desde un teléfono público. Pero reposaba como un olvido, guardada en su caja con el envoltorio de nylon que la protegía.
A la mañana siguiente recorrió con presteza las cuatro cuadras hasta lo de González, el almacenero del barrio. En la entrada del almacén, casi como un dinosaurio de otra era, había un teléfono público.
- Cómo le va, Hernández - lo saludó el almacenero, al que conocía desde hacía años.
Le respondió el saludo con un movimiento de cabeza, acompañado de una mano en alto, pero sin acercarse al mostrador. De esa manera dejaba en claro que había ido solo a usar el teléfono. González era un buen hombre, pero algo charlatán para su gusto y entonces, si podía evitarlo, mejor.
Buscó con preocupación el papel en los bolsillos de su pantalón hasta que recordó haberlo colocado en el bolsillo delantero de la camisa rayada que llevaba puesta. Lo desplegó con cuidado y tras repasarlo un par de veces, lo marcó en el teléfono de pared luego de haber introducido las monedas correspondientes.
Aguardó unos instantes escuchando el tono de llamada, mientras trataba con una mano de tapar el oído libre, para impedir que los ruidos de la calle y la radio que tenía encendida el almacenero no lo molestaran para entablar el diálogo.
Contestó una voz adormecida, algo ronca. Hernández se preguntó si acaso no era muy temprano, pero el reloj en su muñeca señalaba las diez de la mañana, horario más que normal para todo hijo de buen vecino.
- Si, quién habla - preguntó mecánicamente la voz del otro lado del teléfono.
- Hola, mire, lo llamo por lo del anuncio en el diario, lo del internet gratis.
- Ajá, bien. Dígame un horario y la dirección, que lo agendo para este jueves si le parece bien.
- Está bien, si, pero le quería preguntar cómo era la cosa...
- Nada de otro mundo don, usted abona una vez, le hackeo una cuenta de la zona y usted tiene internet gratarola. Y nadie se entera.
- ¿Y es muy caro el servicio que ofrece?
- Es lo que le costaría dos meses de internet, si lo tuviera contratado. En ese lapso lo amortiza.
Hernández le dio la dirección y no tuvo reparos con los horarios. Estaba jubilado y salvo ir al bar, no tenía otro motivo para no estar en su casa.
El jueves esperó con ansias le llegada del técnico. ¡La sorpresa que le daría a su hijo! Finalmente, cerca del mediodía, tocaron el timbre.
- Mucho gusto - dijo el muchacho en la puerta, extendiendo la mano - Gastón Narciso Castillos.
- Pase, pase... saqué la notebook de la caja, así ganaba tiempo.
El joven le sonrió mientras abría una mochila en la que tenía una computadora personal pequeña y herramientas varias.
- Pensé que iba a llegar antes, pero hay bastante trabajo por suerte, así que me vi obligado a demorarme. Ahora, si me permite...
Hernández hizo un ademán dando a entender que lo dejaba a solas, para que pudiera trabajar. De todas maneras no se alejó mucho, para poder observar lo que el técnico hacía.
Castillos desplegó su arsenal informático sobre una mesa y encendió la computadora portátil. Comenzó a teclear frenéticamente, abrir y cerrar ventanas en la pantalla, tomar anotaciones con su smartphone, todo sin sacar la vista de la notebook del dueño de casa, que había prendido al mismo tiempo que la suya.
Tras unos quince minutos así, anunció en voz alta:
- Ahora a esperar.
Roto el silencio (que en realidad no era tal, por el sonido constante de las teclas) Hernández se acercó al hombre.
- ¿Qué esperamos? - preguntó con curiosidad.
- Es un proceso delicado y aburrido - comentó Castillos, que parecía no iba a describir nada más, sin embargo, luego añadió - Estoy escaneando las redes de todo el barrio, centrándome en las que tienen mejor señal. Una vez detectada la que más convenga, usaré una aplicación de ataque que buscará penetrar la seguridad del router y de esta manera, usando una técnica llamada sniffing, apropiarnos de la clave.
A Hernández la explicación le pareció tan compleja como si le hubiesen tratado de enseñar a pilotear una nave espacial. De todas maneras asintió.
- ¿Y eso cuánto puede llevar?
- Y... - Castillos abrió la calculadora en su teléfono y se puso a hacer cuentas - Estimo unas tres horas, con suerte dos y media. ¿Usted tiene que hacer algo?
- No, no. A esta hora suelo cocinarme algo para comer, pero no es problema...
- Perfecto, por mí no hay problema. Casi siempre me invitan a comer, así que encantado.
La auto invitación a almorzar del técnico lo desconcertó, aunque luego de unos segundos tampoco le pareció tan descarado. Si tenía que esperar ese tiempo, no podía estar cocinando para él con esa persona ahí sentada.
Cada tanto abandonaba la cocina y se asomaba para ver que hacía. Castillos estaba muy cómodo en un sillón mirando televisión. Solo un par de veces, al sentirse observado, hizo el ademán de chequear el monitor de su computadora.
Preparó una fuente grande de ravioles con la intención que le sobraran para la noche, pero no contaba con el voraz apetito de Castillos que se sirvió tres veces.
- ¿No tiene algo de postre, un heladito, algo de eso? - preguntó el auto invitado a la mesa.
Se conformó con un postrecito de chocolate y dulce de leche. Luego volvió a la sala, donde siguió mirando televisión un buen rato.
Tras lavar los platos y ordenar la cocina, Hernández también fue hasta la habitación contigua.
- ¿Ya termina? - preguntó esperanzado.
Castillos levantó la mano, pidiendo silencio. Al parecer la película que miraba estaba en su desenlace. Solo cuando la película terminó, volteó el rostro hasta Hernández, que para entonces se había sentado en otro sillón.
- ¿Me decía?
- Le preguntaba si ya termina. El proceso ese que está haciendo.
- El hackeo dice usted.
- Eso.
El muchacho se estiró hasta la computadora y apretó unas cuentas teclas.
- Listo - anunció.
Luego fue hasta la notebook de Hernández, buscó las conexiones inalámbricas, escogió una red wi-fi, hizo clic sobre la misma, introdujo una contraseña y se apartó.
- Venga don, mire - dijo invitando a acercarse a Hernández - Veálo por usted mismo.
- ¿Qué veo?
- Mire ese simbolito ahí abajo, ese que le señalo con el dedo, significa que ya tiene internet.
- ¿En serio?
- Mire, entró acá, que es un navegador, y pongo acá Google y... mire, tiene Google.
Hernández estaba sonriendo. No sabía que significaba con exactitud tener Google pero escuchaba continuamente en el bar a sus amigos hablando que habían buscado esto o aquello en Google.
- Bueno, supongo que tendré que ponerme a estudiar un poco como funciona todo. ¿Y esto ya me queda para siempre, no?
- Es una buena pregunta - dijo el técnico - Mi servicio es el de hackear una red y permitirle acceder a internet sin pagar, ahora bien, si el administrador de esa red decide por esas cosas del destino cambiar la contraseña, me veo en la desagradable obligación de advertirle que dejará de tener internet.
- ¿Y en ese caso, habría que hacer esto de nuevo?
- Exactamente.
- ¿Y eso sucede muy a menudo?
- ¿Qué le cambien la clave a la red? Es difícil precisarlo, puede que si como que nunca la toquen.
El técnico juntó sus cosas, las metió en la mochila y guardó el dinero en la billetera. Hernández lo acompañó hasta la vereda para luego entrar raudo a la casa, con seguridad para tratar de probar de navegar con la flamante conexión de internet.
Castillos caminó unos metros, miró hacia la casa de su cliente y tras comprobar que no lo estaba observando, se encaminó hasta la casa lindante. Golpeó la puerta mientras buscaba la billetera.
- ¿Quién es? - preguntó una voz desde el otro lado.
- Soy el técnico, Lorenzotti. Le traigo su dinero.
La puerta se abrió y se asomó un hombre en camiseta, con una pata de pollo en la mano.
- Tenga, doscientos como le prometí. En un mes le cambia la contraseña. Si puede aguantar dos, mejor. Y no se preocupe, es un hombre grandes, si logra aprender a usar internet no creo que le insuma nada de tráfico.
El vecino tomó el dinero, le dio un mordiscón a la pata y se metió en su casa. Castillos guardó la billetera y se alejó silbando una melodía de moda. Se había hecho el día, almuerzo incluido.

21 de marzo de 2015

La linterna del tiempo

El hall de entrada era espacioso, con gran altura. Levantando la vista se podía apreciar una enorme lámpara que pendía desde el techo y que al mismo tiempo estaba a una distancia de cinco metros del suelo.
A cada lado enormes afiches anunciaban el evento que transcurría puertas adentro. El ingreso estaba habilitado, pero Carlos permanecía de pie sobre la alfombra gris del hall. La gente debía esquivarlo para seguir su camino, pero él no se inmutaba. Tenía la mirada fija en el corredor central del otro lado de la puerta.
Desde donde estaba podía apreciarse como ese pasillo que parecía infinito era recorrido por personas que iban de un stand a otro. Había estado tan entusiasmado esa misma mañana, que ahora, al recordarlo, le parecía algo sacado de otra vida.
Dos promotoras que sonreían a todo el mundo, entregándoles folletos, le habían preguntando al menos tres veces si estaba bien. Les respondía que si, mintiéndoles. En ese momento estaba dudando si acercarse nuevamente. A lo sumo, llamar a alguien de seguridad. Tampoco era tranquilizador una persona en su postura, la de quedarse de pie en el halla de entrada sin entrar ni tampoco abandonar el recinto. Y él era consciente de eso, pero al mismo tiempo, se sentía paralizado.
Escuchó una voz conocida a su espalda. Lo estaban llamando por el nombre. Pensó que no lograría girar sobre sus talones, pero lo hizo sin problemas. Allí estaba Raúl, su antiguo compañero en la facultad. Se lo veía como siempre, jovial, con el pelo revuelto y las ojeras de poco dormir tatuadas en el rostro.
- ¡Carlos, estaba seguro que te iba a encontrar acá! ¿Estás exponiendo? ¿Si, no? ¿Qué llevás en esa bolsa a tus pies?
Raúl era avasallador, podía colmar de preguntas y no darse cuenta de ello. Aún así, a Carlos le caía muy bien.
- Tendría que estar exponiendo, pero...
- ¿Pero qué? ¿No te dieron el stand? Mirá que conozco a uno de los organizadores, podemos ir a buscarlo - Raúl hubiese seguido hablando si no era porque Carlos levantó con suavidad una mano pidiendo silencio.
- No, no, nada de eso. Supongo que el stand debe estar en su lugar. No lo sé, no pude entrar Raúl.
- ¿Cómo que no pudiste entrar? ¿No te dejaron? - al levantar la vista y comprobar que no había nadie interrumpiendo el paso en la puerta supo que la razón no era esa - ¿Te pasa algo? ¿Es eso, no? Te sentís mal.
- Algo así, no sabría cómo explicarlo.
- De a poco, así se explican las cosas. Vamos por orden, venís a exponer me imagino lo que llevás en la bolsa.
Carlos asintió. No era una pregunta la que hacía su amigo, sino una afirmación.
- ¿Y que traés en la bolsa?
Agachándose, Carlos metió una mano en la bolsa y extrajo una linterna de mano, aunque no de las pequeñas.
Cualquier otra persona se hubiese extrañado, pero no Raúl. Conocía muy bien a Carlos y sabía que si había sacado una linterna de esa bolsa era por la sencilla razón que no era una simple linterna.
- Y ahora me vas a explicar cuál es el motivo por el que no podés entrar a mostrar esa linterna en la exposición más importante de ciencia del país - eso era un exhorto, pero al mismo tiempo, la única manera de liberar a Carlos del estado en el que estaba.
Carlos se permitió llevarse la mano a la cabeza y pasársela por el cabello. Lo hacía solo cuando estaba nervioso. Luego miró la linterna y apunto con ella a la pared, pero sin encenderla.
- Cuando yo encienda esta linterna provocaré una luxación del tiempo, que vendría a ser como una especie de desprendimiento de la materia sólida de la intangible.
- Suena interesante, pero no lo entiendo - dijo interrumpiendo Raúl.
- No espero que lo entiendas, ni yo lo hago. Pero mi teoría fue la siguiente: el tiempo es sólido, es materia. Y por lo tanto, tiene volumen y cuerpo. Difícil de calcular, imposible de medir, pero tiene. Si a esa materia la cortamos o dividimos de alguna manera, podemos ver su interior. Y he aquí lo grandioso. La luz. Nosotros somos luz, energía, una fuerza vital, si así queremos llamarla. Y esta linterna era mi presentación en la feria, es una linterna manipulada para que emita luz a rangos experimentales y nos permita ver a través de la materia.
Raúl guardó silencio. Vio en los ojos entornados de su amigo que algo que lo asustaba. Quizá la comprensión de lo que había logrado o...
- La linterna funciona - prosiguió Carlos bajando la vista - Hasta hace una hora estaba seguro de haber logrado algo formidable, excepcional, pero ahora me debato entre destruirla o darla a conocer. Y estoy seguro que si hago esto último, yo deberé dejar de existir. Porque la linterna y su creador no pueden estar al mismo tiempo en este mundo.
- ¿Qué es lo que ha pasado? ¿Qué es lo que te ha hecho cambiar de parecer tan drásticamente?
Sin poder disimular el movimiento tembloroso de su mano, accionó la linterna apuntando hacia un rincón. La luz, muy tenue, casi sin brillo, dibujó un haz débil que a Raúl no le pareció nada de otro mundo.
- Solo el que la sostiene puede ver lo que se alumbra. De manera indistinta la luz me muestra en donde apunto un hecho del pasado o del futuro, que ha tenido o tendrá lugar en ese preciso lugar. Lo pasado, es probable, podamos precisarlo. Lo futuro, no.
Raúl no soportó más tanto misterio.
- Carlos, por favor, dame un segundo la linterna, quiero comprobarlo.
- Te advierto Raúl, el pasado no es peligroso, salvo que te topes con un hecho desagradable. Sin embargo, el futuro... el futuro es indescriptible.
Le tendió la linterna a su amigo y fue como quitarse mil años de encima. Una lágrima bordeaba su mejilla izquierda.
- ¿La enciendo y listo? - preguntó Raúl. Carlos asintió con la cabeza.
El haz de luz se extendió por el pasillo, pasando entre las dos promotoras. El semblante de Raúl pareció envejecer cien años. Tras veinte segundos, optó por apagarla. En silencio se la devolvió a su dueño.
- Vamos Carlos, vamos a tomar algo. Yo invito. Creo que a partir de hoy, tomar es lo único que nos queda.
El imponente edificio donde se realizaba la exposición de ciencias se fue distanciando de los dos hombres, que a paso lento caminaban sin hablar. El cielo parecía cubrirse de nubes, pero de todas maneras seguía siendo un buen día. El tránsito, los peatones, el ritmo rutinario de la vida fluía como siempre. El futuro les era ajeno a todos. Y era mejor así.

7 de marzo de 2015

La vida y la muerte según Emilio Miguel

Crecer en Villa Urraca le costó a Emilio Miguel su infancia y juventud. Nada agraciado de aspecto, cuerpo frágil, no aparentaba tampoco muchas luces.
Los pocos intentos de integrarse a la precaria sociedad que lo rodeaba fueron inútiles desengaños al corazón. Los niños le decían con desprecio “el tísico”, marginándolo de cualquier juego. Dónde Emilio Miguel llegaba, los grupos de chicos se disgregaban de inmediato, como lo hacen las hormigas cuando uno ha dado el primer pisotón.
Los mayores lo miraban de reojo y hablaban a sus espaldas. Varias veces escuchó el cuchicheo arrastrado por la brisa fría y certera del otoño, distinguiendo palabras que eran dagas disfrazadas de “pobrecito”, “chico feo” o “bastardito”. Fue una época mala, que se complicó cuando su madre se fue de casa y quedó solo con una tía.
Salió a golpear puertas con apenas once abriles, claudicando para siempre a las risas, sumiéndose al desencanto. Años de portazos uno tras otros, acumulándolos en cuerpo y alma. Se fue convirtiendo en un saco de huesos fútiles, un mendigo fantasma, un ser prescindible para cualquier habitante de Villa Urraca.
De lo único que podía jactarse Emilio Miguel era de su memoria. Podía enumerar las veces que cada uno de los vecinos le había cerrado la puerta en la cara o hecho un comentario injurioso pensando que él no los escuchaba. Aunque lo único que lograba era acumular odio, capa tras capa, forrando su interior de una materia tan viscosa como el olvido.
Nadie lo extrañó cuando siendo un adolescente desgarbado y sucio, abandonó la ciudad. Con suerte dispar, transitó pueblos, rutas y quimeras. Siempre corriendo detrás de su sombra, del pasado gris y maloliente acodado siempre en la barra de su mente.
Treinta y cinco años después y con al menos cuarenta kilos más, regresó a Villa Urraca. Nadie lo recordaba y nadie lo reconoció. Traía una carta de recomendación de un pariente del intendente, al que le había mantenido el jardín durante años en un pueblo lejano, perdido en el paisaje litoral que dormita a lo largo del Paraná.
Le preguntaron si era bueno con la pala y sacando yuyos. Él no se achicó. Dijo que era el mejor. Le dieron el puesto de cuidador del cementerio. Para Emilio Miguel fue el mejor trabajo del mundo.
Allí sigue al día de hoy, siempre con una sonrisa extraña cruzándole el rostro. Es que disfruta cada día, manteniendo en orden el lugar, haciéndose el tiempo justo y necesario para mear sobre las tumbas de aquellos que durante años guardó en algún lugar de su memoria. De tanto en tanto, deja caer también un sorete.
Crecer y morir en Villa Urraca, es difícil. Casi para pensarlo dos veces.

4 de marzo de 2015

El de muchos nombres

El paciente del pabellón cinco estaba creando nuevamente un caos en las habitaciones. No era la primera vez y muy difícilmente la última. Se las había ingeniado para encender una fogata dentro del comedor y los pasillos se habían convertido en las arterias mismas del infierno, con enfermeros tratando de llamar al orden y pacientes destrozando todo a su paso.
Cuando el psiquiatra llegó, el hombre estaba apenas cubierto por una manta blanca, dejando a la vista sus tatuajes, que abarcaban casi todo el cuerpo. Se había encaramado en lo alto de una escalera que llevaba a la terraza y desde allí repelía cualquier intento por atraparlo blandiendo con agilidad un pedazo de hierro, como si de una espada se tratara.
- ¡Basta Omar! - le gritó el profesional.
El hombre lo encandiló desafiante con sus ojos grises. El doctor retrocedió. La luz que ingresaba por un ventanal a sus espaldas hacía resplandecer los tatuajes, donde abundaban dragones de todos los tamaños.
- ¡No me llamo Omar! Llámeme Marduk, Teššup ó Sigfrido, llámame si quiere Perseo, Tristán o incluso, Margarita, pues estos han sido mis nombres. Memorice cada uno, porque ellos están por llegar y cuando lo hagan, solo a esos nombres le temerán.
El psiquiatra suspiró. La patología de Omar era una esquizofrenia con delirios y alucinaciones. Se hacía llamar “el matadragones” y solía hablar en extraños dialectos.
- Deja eso Omar, vamos, que vas a lastimar a alguien.
- Tienen que dejarme salir, nada podré hacer aquí atrapado cuando ellos lleguen!
Así era cada vez, y de nada servía dejarlo aislado por semanas, al primer contacto con los demás internos, generaba una situación de violencia y desorden como la de ese preciso momento.
En un descuido, tratando de alcanzar la ventana, dos enfermeros lograron asirlo de los brazos. Cayeron sobre él con fuerza. El hierro se le escapó de las manos y fue a parar a la escalera. En pocos minutos habían logrado ponerle una camisa de fuerza.
- ¡Cometen un error! ¡Vendrán por todos! - los gritos se escuchaban por los pasillos, mientras lo alejaban hacia las celdas de castigo. Una vez más repetía aquellos nombres, como si fueran una plegaria.
El doctor ayudó a devolver la tranquilidad en el pabellón. Luego volvió a su despacho. Debía registrar lo sucedido. No volvería a casa esa noche. No lo hacía luego de esa clase de episodios. Prefería acercarse hasta la puerta de la celda y quedarse del lado de afuera, escuchando.
Jamás había visto una patología tan aguda. Le costaba entender qué murmuraba en sueños, en qué idioma lo hacía y sobre todo, comprender que eran esas marcas grabadas a fuego que aparecían en su cuerpo cada amanecer, para ser luego, con el correr de las horas, ser devoradas por los tatuajes que en forma de dragones parecían esconder una revelación mucho más allá de lo comprensible.