Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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30 de junio de 2015

Destinos distantes

La última vez que se habían visto fue en la fiesta de graduación. Compartieron cinco años en la facultad de Derecho y luego el destino los distanció. El destino y la voluntad. Porque ninguno se preocupó en mantener el trato.
No fueron años de buena convivencia. Si bien así lo aparentaban, el problema entre ellos iba más allá de lo académico, de la necesidad de destacarse por encima del otro. Es cierto, fueron los tres mejores promedios, pero allí no radicaba el conflicto de la relación.
Camilo se especializó en temas civiles y se asentó en la Capital del país. Enrique viajó hasta el viejo continente, siguiendo su deseo de especializarse en casos internacionales. Mauricio decidió quedarse en su ciudad natal, atendiendo un estudio propio, sin demasiadas pretensiones.
El reencuentro no fue una casualidad. Casi treinta años después coincidieron por una causalidad. El pasado distante se instaló en todos a través de un mismo mensaje de texto.
Las pocas palabras anunciaban fríamente el triste final de Elsa. Acudieron a la angustiosa cita sin reparar en que verían nuevamente sus rostros. Las arrugas no sepultaban los rasgos de antaño, si bien las miradas se habían transformado en cicatrices del tiempo. Se reconocieron al instante y de la misma manera, evitaron acercarse.
Elsa yacía en un féretro oscuro, como el color predominante en la sala. Costaba verla de cerca. Había sido tan hermosa...
Ella los había formado. Se había tomado en serio la educación de cada uno. Habían sido sus conejillos de india. Aquella ayudante de cátedra luego escalaría puesto tras puesto y no pararía hasta la Rectoría. Pero para entonces, en la mente de los tres era solo un recuerdo.
Un muy mal recuerdo.
Quizá había sido su inteligencia, o su belleza, amén de sus voluptuosas curvas. O su voz, casi un ronroneo, la forma de mirarlos, de escucharlos... el embrujo había sido total.
Los tres se devoraron por ella. Trataron de ser los mejores para conquistarla. ¡Cómo si ella fuera el premio principal! Sin embargo, era tan solo un anzuelo.
Se pelearon, se juraron destruirse y tantas cosas más. Ella rió sola al final. En aquella fiesta de graduación se abrazaba al vice rector con la sensualidad que tantas veces le habían visto. En cambio, ellos, caminaban cabizbajos cada cual en un rincón, tratando de esfumarse de la Tierra.
Luego emprendieron caminos separados. Hicieron sus carreras sin saber uno del otro. Y finalmente, la muerte de ella los reunió. ¿Por qué habían acudido si tanto dolor les había provocado? Quizá para cerciorarse que era verdad. Qué la bruja había muerto. Tanto escalar para caer tres metros bajo tierra. Suerte inevitable, metáfora de la vida.
No se miraron, ni siquiera cuando el séquito partió rumbo al cementerio. La parada final.
Pensaron que el hechizo finalizaría al verla tendida sobre la tumba final, pero no fue así. El sabor amargo fluía como entonces, cuando treinta años atrás, vencidos por los celos, se habían trenzado en recia lucha y en vano se habían golpeado hasta el borde de la muerte.
Las heridas internas son las que nunca cicatrizan. Las que quedan para siempre. Las que los demás, los que saben el por qué, aún pueden ver.
Por eso los tres evitaron mirarse.
Nadie quiere observarse tal cuál es. A veces, la distancia es la única solución. Cuando el espejo está lejos, no hay acusación a la vista.

17 de junio de 2015

El ejército invisible

Cuando lo vieron aparecer sobre la colina, montado en un caballo de oscuro pelaje aguardaron en sus posiciones. Llevaba una espada enorme, que brillaba con los reflejos del sol. El hombre tenía fuerza, porque a pesar del tamaño la blandía cortando el aire con asombrosa facilidad. Su armadura, en cambio, parecía oxidada, desvencijada por el tiempo y el descuido.
Sabían de antemano que para conquistar el último y recóndito paraje del reino iban a tener que luchar a diestra y siniestra, porque nadie antes lo había conseguido. Ni siquiera nadie había sido capaz de regresar para contarlo. Cuando Lucius tomó el mando del ejército, el rey en persona le prometió las mejores tierras si lograba retornar con la noticia que en aquel distante lugar flameaba su insignia.
Llamaban aquel sitio con el nombre que ellos le habían impuesto, porque desconocían el verdadero. Le decían "Maldita", por las tantas misiones enviadas sin gloria. Lucius dio su palabra de retornar. Jamás había sido vencido en batalla.
Al ver a ese solitario guerrero, pidió paciencia a sus líneas ofensivas, esperando que de un momento a otro el resto del ejército se hiciera ver, desplegando su poderío sobre la vasta colina recortada sobre un cielo gris, repleto de nubarrones.
La tensión duró tan solo unos pocos minutos. El guerrero hizo girar la espada su cabeza y tras tirar hacia atrás las riendas de su equino, profirió un grito de guerra tan agudo que erizó la piel de cada soldado del reino y sin más, salió disparado colina abajo, en dirección a Lucius y su ejército.
El comandante no daba crédito a sus ojos. El guerrero, con tan solo una espada y su caballo, le hacía frente a quinientos hombres armados y preparados para morir por su rey. Y a pesar que aún resonaba en sus oídos aquel grito salvaje e infernal, no pudo más que echar a reír.
Pronto sus súbditos imitaron el gesto y al pie de la colina, centenares de almas rieron por última vez. Casi por compromiso levantó su lanza y con la tranquilidad de un triunfo en ciernes, dio la orden a la primera fila de soldados de ponerse en guardia y avanzar.
El guerrero se acercaba con estrépito, como si aquella colina incrementara el sonido de los cascos del caballo, del golpeteo del metal de cada parte de la vieja armadura y de la respiración agitada, repleta de furia, de ese ser solitario y valiente, disparado hacia una trampa mortal.
El ejército del rey avanzó, sabiendo que en segundos tendrían al enemigo entre sus lanzas. Entonces, cuando se aprestaban a atacar, las cabezas de los soldados saltaron por al aire, despidiendo sangre a raudales, como si de la nada misma varias espadas al mismo tiempo hubiesen ejercido un movimiento lacerante y letal.
Lucius retrocedió, espantado, La segunda línea de soldados no tuvo tiempo de reacción. Los hombres comenzaron a caer de extraña manera, emanando sangre de heridas espontáneas, como si algo que nadie viera los estuviera atacando. En tanto, el guerrero solitario avanzando sobre los cuerpos que agonizaban o yacían en la gramilla húmeda.
Los soldados iban siendo alcanzados de a uno y Lucius no tardó en comprender que allí sucedía algo inexplicable. Aunque sus ojos no pudieran ver, estaba convencido que junto a ese guerrero había un ejército invisible destruyendo a los suyos.
Algunos trataron de escapar, pero fueron alcanzados por armas inexistentes, cayendo desplomados sin vida en el pie de la colina. Lucios no esperó a presenciar el desenlace. Se montó a su caballo y aterrado se internó en el bosque. Pudo sentir durante un buen tramo la sostenida y profunda respiración de aquel guerrero y el sonido de la espada abriéndose paso en la densidad de los árboles.
Estuvo seguro que tarde o temprano sentiría el metal en la carne. Supo que estaba llorando de miedo y no estuvo seguro que aún vivía hasta cruzar el río y saberse en tierras conocidas. Esa noche, desolado, no pudo dormir. Temía que fuerzas invisibles lo ajusticiaran sin piedad, como había sido el destino de su gente.
Lucius cumplió al menos la promesa de volver. Retornó en tan malas condiciones que sus palabras, la historia que les acabo de contar, fue repudiada por todos, principalmente por el rey que despojándolo de todo rango, solo tuvo piedad en perdonarle la vida.
Ahora mendiga en las afueras del castillo, repitiendo una y mil veces la misma historia, de las que todos se ríen, mofándose de su trágica suerte.
Pero en el fondo Lucius sabe que se ríen por miedo, porque condenarlo a la locura es más fácil que enfrentar lo desconocido. Y sabe que una noche, cuando nadie lo espere, el infierno invisible arrasará todo lo conocido.

13 de junio de 2015

Restos de la tragedia

Escucho pasos en la terraza, como si hubiera una loca. Silencio y dos nombres pronunciados, inentendibles. Luego, el silencio.
Permanezco de pie en la cocina, el repasador en una mano, el vaso en la otra. Los sonidos se han ido. Queda el propio de la soledad, inquietante pero habitual. Me propongo salir al balcón y espiar. Estoy en el último piso, podría al menos escuchar mejor.
Pienso entonces en los ruidos. En la voz de mujer. En esos dos nombres que no pude comprender. ¿Anazor, Zafanor, Estanor? ¿Y el otro? ¿Teao, Tecsao, Temón? Quizá alguien hacía una broma, quizá alguna pareja de otro piso jugaba a algo. La noche y la terraza se prestan para eso.
Pero... un escalofrío me recorre la espalda. Dejo lo que tengo en las manos y me acerco a la puerta del balcón. No la abro, al contrario, la trabo por dentro. ¿Y si alguien está haciendo magia negra? ¿Y si asomarse depara una revelación repugnante o peor aún, una curiosidad letal?
Apago las luces. De repente el miedo que alguien esté observando desde otro edificio me embarga. Escapo entonces de las ventanas. No quiero que vean hacia adentro. La oscuridad ayuda, porque las cortinas no están colocadas. La atención sigue pendiente en todo momento de la terraza. En cualquier momento podría volver a escuchar la voz, los pasos, cualquier otro indicio.
Miro la hora. Me cuesta distinguir el minutero en el reloj de pared. Las sombras alargan las formas y el tiempo paciera desmembrarse en la penumbra. Suspiro. Pronto escucharé las llaves, como cada noche a esta hora.
¡Un grito! Me apoyo contra la pared, trago saliva, es un grito desgarrador. Otra vez escucho pasos, pero ahora son más fuertes, más frecuentes... ¡alguien está corriendo en la terraza! Deseo estar lejos, deseo cerrar los ojos y estar en otra parte, tengo ganas de llorar, comienzo a rezar en voz baja, todo al mismo tiempo. Quiero escuchar las llaves, la puerta abrirse, quiero que su mano encienda las luces, me busque en este rincón donde yace mi cordura y me tome en sus brazos, me ponga de pie y me diga que todo está bien.
Otra vez el silencio. Pero ahora escucho mi sollozo ahogado, mi respiración agitada. Siento humedad en la entrepierna y ni siquiera puedo avergonzarme. Apenas si puedo moverse. Incluso el alma está petrificada.
Los pasos otra vez se instalan en la terraza, se vuelven ecos infinitos, un inmortal suplicio. Cierro los ojos. Los gritos, esos nombres, desgarran la noche, pero nadie más los escucha. Porque comprendo que no están en la terraza, al menos en la que está al aire libre unos metros más arriba. Y a pesar del esfuerzo por ganarle al recuerdo, por mentalizarme en opciones imposibles, la realidad gana la batalla. Y esos gritos marchitos, deformes, se transforman en crueles fotografías, tan claras y certeras como la muerte misma.
Entonces escucho, mientras huelo el orín en mis piernas, esas palabras puñales que nunca dejarán de proclamarse:
- ¡Eleonor te amo!
Ese "teamo" inseparable en plena carrera al vacío, dicho ya cuando las piernas escoltaban al cuerpo en esa última manera de decirme adiós.
Mi querida Claudia, cuyas llaves ya no escucho, que vuelve en forma de tormento dejándome sin consuelo.
Finalmente se hace el silencio, posándose sobre las sombras los restos de la tragedia como motas de polvo lanzados al olvido, pero que ninguna brisa se encargará jamás de llevar lejos. Y allí estarán, siempre pendientes de nosotros.

10 de junio de 2015

En los yuyos de la vergüenza

Una cacerola de metal abandonada en los yuyos de un baldío reflejaba el sol de la tarde y señalaba un punto de aquel lugar. Los chicos estaban un poco más allá y estaban ajenos a su presencia. Otro objeto brillante los distraía y con razón. Era el eje de una discusión.
- ¡Qué te digo que no! - dijo con bronca Mariano.
- ¡Qué sí! - retrucó un exaltado Horacio.
Estuvieron a punto de ir a las manos, pero Teodoro y Gabriel intercedieron en el momento justo. Nadie quería peleas, solo definir el asunto. Pero al parecer, no sería tan fácil. El tema a zanjar no era cuestión de todos los días. Era muy diferente a las veces que pateando se les iba la pelota a lo de Doña Teresa. A nadie le gustaba ir a tocar timbre, sobre todo porque los sermones de la vieja de ruleros eran sofocantes, pero a la larga las reglas eran claras y aquel que la enviaba la buscaba.
Pero ahora el problema superaba cualquier otro que hubieran atravesado como amigos en su joven existencia. Lo sabían los cuatros, pero lo tácito no siempre es lo deseado, lo ideal, lo que corresponde hacer. O lo que es peor, lo que se debe hacer.
- Es tu culpa - insistió Horacio, pero bajando la voz y sentándose en el pasto húmedo.
Mariano no dijo nada, bajó la vista y la paseó por sus zapatillas.
- No importa de quién es la culpa - Gabriel parecía tener agallas, pero era miedo lo que hacía que hablara y tratara de buscar una solución - Ahora tenemos que hacer algo.
Teodoro siempre llevaba la voz cantante pero estaba al borde de las lágrimas. Una certeza recaía sobre el grupo y era que nada jamás volvería a ser igual. No lo es cuando cuatro personas, sin importar la edad que tengan, deben decidir que hacer con un cadáver.
El cuchillo seguía allí, cerca curiosamente de donde lo habían encontrado.
- Para qué lo agarraste... - Horacio murmuraba, hablaba casi para sí mismo. Lo hacía porque necesitaba imperiosamente no llorar.
Mariano tomó coraje y aferró las piernas. Ya estaban frías.
- ¿Qué vas a hacer? - Gabriel estaba preocupado, al borde del desmayo.
- Voy a llevarla hasta allá, cerca del tapial. Los yuyos están más altos. Van a tapar el cuerpo hasta que se descomponga...
- ¿Y el olor? ¿Y cuando noten que no volvió a su casa? - Horacio lo desafiaba con la mirada, el rostro hacia arriba, una lágrima en su mejilla derecha - Lo primero que van a hacer es venir a la zona de los baldíos, van a buscar donde siempre estamos, donde saben que viene ella...
- Algo tenemos que hacer... - Teodoro sin embargo no sabía que proponer.
- Ir a la comisaría, aceptar lo que nos toque - Gabriel caminó hacia el cuchillo y lo pateó lejos - Mi viejo dice que nada en la vida es gratis y parece que tiene razón. Esta la vamos a tener que pagar.
Por primera vez desde que había sucedido la desgracia, Mariano se puso a llorar. Aceptaba su parte de culpa. Caía en la cuenta de lo sucedido. Pronto atardecería y llegaría la noche. Pero sería una figura, tan solo eso. La noche ya había llegado para todos.
Soltó las piernas frías y el sonido hueco al chocar en el piso estremeció a todos.
- Mejor la escondemos - dijo Teodoro - La escondemos y que crean que fue otro. La llevamos donde dijo Mariano. Es verdad, los yuyos están altos.
Sobrevino el silencio. La brisa movía los pastos e inquietaba los ánimos.
- ¿Qué es lo correcto? - preguntó Gabriel.
Nadie contestó.
Poco después cargaron el cuerpo y lo escondieron en los yuyos altos. Dejaron allí también parte de su infancia. Se llevaron en cambio la vergüenza de estar vivos. Había sido un accidente, pero el miedo a que los demás lo entiendan de la misma manera es mayor. Es el instinto de supervivencia humano, aunque ellos, a tan corta edad no lo sabían.
Cuando cayó la noche, los Fernández salieron a buscar a Celeste, la perra collie de diez años que jamás se salteaba la comida de las nueve. La encontrarían a medianoche, entre llantos y maldiciones. El cuchillo ensangrentado apareció por la mañana dentro de una cacerola abandonada que refulgía en la tristeza del día.

6 de junio de 2015

Conejillo de india

Vinieron a buscarme de mañana, antes incluso que llegara el camión de mudanza. La desesperación me invadió ni bien las sombras ocultaron el sol y mis ventanas, a medio levantar, se tornaron oscuras como si fueran espejos negros.
Traté de correr escaleras arriba en busca de la escopeta. Una vieja reliquia de familia que sin embargo, cargada, era un arma letal como cualquier otra. Sin embargo recordé uno de los últimos diálogos con mi esposa antes de la separación y su énfasis en aquella condición que de todas maneras no sirvió para seguir tirando del mismo carro. La empeñé masticando bronca y luego, varios meses después, a mitad de camino hacia las habitaciones del piso superior, supe que todo estaba perdido.
No era una derrota digna. Ni mucho menos. Todo había sido una catástrofe desde las primeras pesadillas. Esas noches que bañado en sudor despertaba agitado, moviendo los brazos como aspas de molino, golpeando a veces sin querer a mi mujer en la cama. Noches de sobresalto y eterna vigilia. Litros de té y kilos de pastillas. Psicólogos, libros de autoayuda y discusiones conyugales por doquier.
Ella diciendo que cada día estaba más cerca del manicomio. Yo, dudando de mi cordura. Era insostenible el arriba de las estrellas. Acostarse era el presagio de un desastre. Las mañanas se volvían turbias, ojeras enormes distanciadas por una mesa de por medio, sobre la cual tostadas y mermeladas quedaban casi sin tocar mientras con ella nos lanzábamos dardos envenenados repletos de ira e impotencia.
Aquello era real. Lo decía entonces, lo sostengo ahora, mientras me veo descender peldaño por peldaño, sabiendo que todo había terminado. Los sueños agrios ya lo decían. No eran tales, claro que no. Nada podía impedir que persistieran a su antojo porque no era la parte de mi cerebro que soñaba las que los traía noche tras noche, sino aquella que traicionera hurgaba en los recuerdos.
No eran una pesadilla aquellas manos grises repletas de tentáculos que dubitativas temblaban sobre mi cuerpo. Ni esos ojos verdes de platinado contorno, enfrascados en cuentas cónicas, que girando sobre un mismo eje me observaban fulminante como si estuvieran absorbiendo hasta la última gota de mi ser.
Pero no alcanzó la revelación para que ella se quedara, al contrario, fue el detonante, la excusa, el discurso de despedida una amarilla tarde de otoño valijas en mano y la tajante advertencia de un nunca más.
Y en la soledad de aquella casa, la misma que supo tener un piso superior donde sobre un placard por años guardaba una escopeta, fui rumiando en pocas semanas la comprensión de la locura que no era tal y que sin embargo me desbordaba. Lo hacía en forma de imposibles, de un pasado pendiente y explicaciones truncas.
Hasta que esa mañana, la misma en la que tenía la esperanza de huir hacia un nuevo destino, creyendo quizá que de esa manera volvería a olvidar, ellos volvieron.
La escalera había dejado de ser una posibilidad, porque ya no llevaba a escopeta alguna. La oscuridad se fue cerrando cada vez más, rodeándome de manera sofocante. Luego llegaron los sonidos que por años había olvidado. Susurros, voces lejanas, incomprensibles y luego esos tentáculos grises saliendo de la nada y aferrándose a mis brazos. Uno de ellos ahogó mi grito, mi terror.
Una vez más me llevan lejos en una nave interplanetaria. Me someterán a vejámenes como cuando era niño. Me devolverán y luego regresarán por mí. Lo harán indefinidamente y no lo recordaré. Hasta que tras un largo período vuelva a despertar del letargo y me hunda, una vez más, en angustiantes pesadillas. La única esperanza se resume en la posibilidad remota de volver a tener una vida, por un tiempo, sin la conciencia de ser un simple conejillo de india.