Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

www.OLVIDADOS.com.ar - Avila + Netomancia

28 de octubre de 2019

El baldío de Fulgencio (ilustrado por Fabricio Garfagnoli)



Este cuento forma parte de un pequeño librito realizado junto a Fabricio Garfagnoli, que ilustró cada texto, encargado por la Comuna de Pavón, con el que conmemoró el Día de la Paz, repartiéndolo entre niños y adultos, en los festejos realizados en la localidad santafesina.


27 de octubre de 2019

Amigas (ilustrado por Fabricio Garfagnoli)



Este cuento forma parte de un pequeño librito realizado junto a Fabricio Garfagnoli, que ilustró cada texto, encargado por la Comuna de Pavón, con el que conmemoró el Día de la Paz, repartiéndolo entre niños y adultos, en los festejos realizados en la localidad santafesina.


26 de octubre de 2019

Fútbol en el recreo (ilustrado por Fabricio Garfagnoli)





Este cuento forma parte de un pequeño librito realizado junto a Fabricio Garfagnoli, que ilustró cada texto, encargado por la Comuna de Pavón, con el que conmemoró el Día de la Paz, repartiéndolo entre niños y adultos, en los festejos realizados en la localidad santafesina.



25 de octubre de 2019

Marcio y las tapitas (ilustrado por Fabricio Garfagnoli)




Este cuento forma parte de un pequeño librito realizado junto a Fabricio Garfagnoli, que ilustró cada texto, encargado por la Comuna de Pavón, con el que conmemoró el Día de la Paz, repartiéndolo entre niños y adultos, en los festejos realizados en la localidad santafesina.




24 de octubre de 2019

Ícaro (ilustrado por Fabricio Garfagnoli)





Este cuento forma parte de un pequeño librito realizado junto a Fabricio Garfagnoli, que ilustró cada texto, encargado por la Comuna de Pavón, con el que conmemoró el Día de la Paz, repartiéndolo entre niños y adultos, en los festejos realizados en la localidad santafesina.

16 de octubre de 2019

La niña del televisor

Los miedos nacen cuando uno es niño. La oscuridad, los fantasmas, el hombre de la bolsa, el monstruo dentro del armario, se instalan desde la más prematura edad. Los adultos tienen gran parte de la culpa, porque se divierten jugándonos bromas, divirtiéndose con nuestros chillidos, nuestros sustos, olvidando que alguna vez también fueron críos y temieron a lo mismo. O quizá no, no es olvido, es venganza.
Sin embargo, no fue culpa de un mayor aquello que pasó cuando teníamos siete u ocho años. Solíamos jugar con unos amigos - y sus hermanos - en la casa de la esquina. Una casa hermosa, muy bella por afuera, de más de un piso de alto. Trato de recordarla, pero no encuentro precisiones. El tiempo ha pasado y se ha llevado recuerdos e imágenes consigo.
Cada día, tras salir del colegio, nos juntábamos para jugar. Mi casa tenía un patio enorme, con un ligustro alto que dividía el patio en dos. Cuando no jugábamos a la pelota y a creernos Maradona, jugábamos a la guerra. Teníamos pistolas y ametralladoras de plástico, que lo máximo que podían hacer, era disparar un corcho atado de la punta con una piola, para que no se fuera muy lejos. El sonido lo hacíamos con nuestras bocas. El pum, pam, bang, era un coro de voces desafinado y atolondrado, que pretendía emular un campo de batalla de la segunda guerra mundial, que terminaba siempre en la misma discusión sobre si le había pegado o no le había pegado el tiro. Si conseguíamos un rulero y un globo, nos armábamos un arma aún más poderosa, con municiones provistas por el árbol de paraíso, cuyas pelotitas eran el proyectil ideal, que siempre terminaba haciendo llorar a alguno.
La casa de Gonzalito quedaba cerca, justo cruzando una calle. El patio era muy pequeño, pero nos divertía jugar en el garaje o en el porche. De vez en cuando nos permitían ir al baldío de al lado, donde por supuesto, hacíamos correr la pelota. Pero lo que más nos gustaba de ir a lo de Gonza, era que tenía la consola de mano Game & Watch Nintendo del “Parachute”, donde debías conducir un bote de remo hacia un lado u otro de la pantalla, atrapando a los paracaidistas que caían de la parte superior, a diferentes velocidades. ¡Y que no se pasara de largo ninguno, porque un tiburón se lo devoraba!
Y la casa de la esquina era de Mauro. En realidad, no vivía allí. Era de sus abuelos. Pero Mauro se quedaba para poder jugar con nosotros. Y a nosotros nos encantaba ir. Porque se podía jugar en la calle, en la terraza, en el garaje, en el patio, o en alguna de las tantas habitaciones de la planta baja. No teníamos permitido subir a los pisos superiores, pero tampoco nos preocupaba no poder hacerlo. Teníamos todo el resto a nuestra disposición.
Aunque la principal actividad -cuando jugábamos adentro- eran las competencias con las cartas de Cromy - tenía las del Auto Fantástico, Lobo del Aire, Chuck Norris y las de Roger Rabbit - y los álbumes de figuritas (recuerdo haber completado el de “Canchitas” después de conseguir a la difícil, que era Frankenstein vestido de árbitro de fútbol y estado cerca de completar el de “Fichus”), a veces aprovechábamos que los abuelos tenían un reproductor de video VHS para ver alguna película de dibujos animados.
Mauro tenía varios videos, pero nuestro preferido era el de Hijitus y Larguirucho, con varios capítulos. Había un par de películas de dibujos, una de Disney con el Pato Donald y otra que se escuchaba muy mal, de Meteoro. De vez en cuando los abuelos le alquilaban alguna nueva para ver. Sin embargo, nunca supimos - ni sabremos - quién se equivocó y dejó esa tarde esa maldita película sobre la videocassetera. Al día de hoy dudo que esas personas mayores la hubiesen alquilado. Lo cierto es que la vimos y sin dudarlo, dijimos de verla. Afuera llovía, no teníamos más ganas de seguir pegando figuritas y la idea de ver algo nuevo nos fascinaba.
- ¿De qué se trata? preguntó Gonza.
Yo, que leía un poco mejor que ellos, me apresuré a agarrar la caja de cartón que contenía el videocassette, marca Sony, que solo advertía “No recomendada a menores de 13 años” . La imagen de la tapa era bastante sugestiva. Una nena de espaldas, apoyada contra el televisor encendido. Ya que en mi casa era común que el televisor blanco y negro se viera con lluvia, porque la antena que iba arriba del techo estaba rota, no me asombró para nada que la imagen del televisor no mostrase nada.
- En la tapa dice “ya están aquí” - dije.
- ¿Quiénes? - preguntó Mauro.
- No sé, todavía no leí atrás. Esperá.
Mauro en tanto, había sacado el cassette de Larguirucho y estaba buscando la caja donde guardarlo. Gonza se había acercado a mi lado, presagiando que quizá no era una película para niños.
- Fa… fascinante, aterradora - leí y de inmediato miré a Gonza, que abrió grande los ojos - Gonza, es de terror.
- ¿En serio? - preguntó Mauro, suspendiendo la búsqueda - Siempre que quiero ver una película de terror, en casa no me dejan. ¡Vamos a mirarla!
- Sigo leyendo, por las dudas que…
- Qué ¿qué? Vamos a verla. ¿O les da miedo? - preguntó burlándose Mauro.
Hicimos lo que todo niño hace en esa circunstancia: negar. Y ofendernos. Y le dejamos claro a Mauro que si lo que quería era retarnos a ver una película de terror, iba a salir perdiendo, porque ninguno, ni Gonza, ni yo, teníamos miedo.
- Mil vi de terror - remató Gonza, acomodándose en el sillón.
- ¿Ah sí? Nombrame una - le dijo Mauro, metiendo el cassette en la reproductora.
- Qué se yo, son muchas. Esa de la momia, y una de vampiros. Una de vampiros que corren a las mujeres.
- Yo no vi ninguna - quise enmendar mi falsa valentía anterior, pero ya era tarde, había aparecido la imagen en la pantalla y los otros dos gritaban de alegría, sin haber alcanzado a oír mis palabras.
Pocas veces en la vida sufrí tanto como durante esa más de hora y media delante del televisor. En muchas ocasiones cerré los ojos y traté de taparme la cara, pero no era una misión sencilla. Los otros estaban ahí para que uno no pudiera hacer eso. Cuando se es niño, se es cruel. Son crueldades mínimas, pero que establecen las bases para el resto de las que uno sufrirá o hará sufrir a otros a lo largo de su vida. Nada de lo que ví me gustó, ni la niña, ni el televisor que se encendía solo, ni las cosas que volaban por el aire, ni el cementerio indio, ni las sombras de los árboles, ni las tumbas emergiendo, ni el rostro desintegrándose delante del espejo… nada. Cada escena, cada resquicio de horror en la película, fue un puñal en mi mente. No por nada estaba la advertencia que no era apta para niños. No sé mis amigos, porque los vi encantados con el desarrollo, con las imágenes, con cada aspecto terrorífico que devolvía el televisor, pero en lo personal aquella tarde cambió mi vida.
Me sentí descompuesto. Fue la excusa para irme antes a mi casa. Vivía a cinco casas, por la misma vereda. Fui corriendo, sospechando de cada sombra a mi alrededor. Creo que fueron los ojos desorbitados, el sudor en la frente, la agitación en mi pecho, lo que provocó alerta en mi mamá. Le dije que no era nada, que me había cruzado con un perro grandote y me había asustado. Mi hermano ese día estaba en cama, con fiebre, así que tuvo la fortuna de no apreciar la terrorífica jornada de cine. Mi mamá mandó a mi papá a mirar a calle, para espantar al perro en caso que estuviera merodeando por ahí. Y quiso mandarme a la cama. Dije que no. A través del pasillo veía que la habitación estaba a oscuras. Ni loco iría a una habitación a oscuras.
Me quedé en la mesa pero no quería hacer nada. Ni dibujar, ni las tareas. Papá encendió entonces el televisor y como no podía ser de otra manera, la pantalla se llenó de ruido y lluvia estática. Y yo pegué un grito, tan fuerte, que mamá dejó caer un vaso al suelo.
Me retó de inmediato y sin pedirme explicaciones, me obligó a ir a mi cuarto. Mis balbuceos solo empeoraron la situación y de un sopapo me hizo entrar a la habitación.
Estaba aterrado, rodeado de sombras. Ella había cerrado la puerta y la tecla de la luz estaba del lado de afuera. Algo tocó mi pierna y di un salto. Estuve a punto de gritar, pero temí otro enojo de mi mamá. Me caían lágrimas silenciosas por el rostro. Me fui alejando de aquel lugar, caminando hacia atrás. Entonces, un brazo rodeó mi cintura. No pude contenerme y volví a gritar, tan fuerte, tan aterradoramente, que en menos de cinco segundos mamá había encendido la luz y estaba a mi lado. Ahora no estaba enojada, sino asustada. Y con la claridad de la lámpara colgante, que tenía forma de una casita pitufa, pude notar que el brazo no había sido tal, sino un perchero con forma de jirafa, en el que solía colgar el guardapolvo blanco de la escuela.
Me eché a llorar, desconsolado. Parecía una criatura de dos años. Creo que si yo mismo me hubiese visto, habría dicho que era patético. Mi mamá me abrazó y llevó mi cabeza sobre sus piernas. Me acarició la cabeza hasta que me dormí. Desperté recién a la mañana siguiente, cuando mamá, con rostro de preocupación, se sentó a la cama y llamándome por mi nombre me pidió que abriera los ojos.
Me dio vergüenza verla así, porque era consciente a pesar de mi corta edad, de la manera estúpida en la que me había comportado. De cómo el miedo se había apoderado totalmente de mi razonamiento. Supuse, quizá no de manera tan clara en ese instante, que debería aprender a convivir de allí en más con esas imágenes aterradoras que se me habían grabado a fuego en el alma, para reaparecer una y mil veces en forma de pesadillas o escondidas en las sombras, porque así, entendí años después, opera el miedo.
Bajé la cabeza, esperando el sermón. Merecido, por cierto. Debía ser ejemplo de mi hermano menor. Y sin embargo, había actuado como un niño caprichoso. Volví a mirar de reojo el perchero que me había asustado por la noche y sentí que me ponía colorado como un tomate. De inmediato volví a desviar la mirada, buscando en las sábanas con personajes de He-Man algún consuelo, alguna distracción, un escape hacia el pasado o el futuro, pero lejos de ese momento. Mamá aún no podía hablarme, sentía su respiración entrecortada y pensé otra vez en que le daba tanta vergüenza que sus labios temblaban ante la inminencia del llanto. Aunque jamás imaginé las palabras que saldrían una vez abiertos.
- Esteban, mi vida… ¿qué pasó ayer en la casa de los abuelos de Mauro? ¿Dónde están ellos? ¿Mauro y Gonzalo? Están buscándolos por todas partes. ¿De quién escapaste? ¿Había alguien más, verdad?¿Por eso estabas tan asustado?
- Ellos se quedaron ahí, yo me vine…
- Pero no están querido, los chicos no están. ¿Salieron con vos a la calle?
- No mamá, se quedaron. ¿Cómo que no están?
- Vinieron anoche los padres de Gonza, quisimos despertarte, pero estabas profundamente dormido.
- Pero no sé nada… vimos una película de terror y por eso estaba asustado. Apenas terminó, me vine.
- ¿Qué película Esteban? La abuela de Mauro me dijo esta mañana que encontró ayer el televisor encendido, con la videocassetera pasando una película de Larguirucho.
Me cambié como pude, con mamá pidiéndome que me apurara cada cinco segundos. Me llevó de la mano hasta la casa de la esquina. Estaba repleto de policías. Los abuelos y padres de Mauro lloraban desconsoladamente, sentados en el mismo sillón donde la tarde anterior habíamos visto la película. Los policías iban de habitación en habitación, incluso subían a los pisos de arriba, que nosotros no teníamos permitido.
- ¿Dónde está la película de terror? - pregunté en voz alta sin darme cuenta, mientras buscaba con la vista la caja para mostrársela a mamá.
- No hay ninguna de terror en casa, Esteban - me dijo entre sollozos la abuela.
- Si, ayer encontramos una allí mismo y Mauro quiso verla. Yo no quería. Porque me dan miedo. Pero la vimos igual.
- No hay ninguna - repitió la abuela - ¿Dónde pueden estar, Esteban? ¿Se fueron con vos?
El televisor se encendió y mostró una pantalla de lluvia estática. Mi rostro palideció y mis ojos se abrieron de manera desproporcionada. Al mismo tiempo, sin darme cuenta, me meé. Mamá y los demás vieron la humedad en mi pantalón y el charco en el piso de madera, pero nadie se percató del aparato encendido. Mamá me zamarreó hablándome en voz alta, pero no entendí que decía, parecía que me hablaba debajo del agua, en la pantalla la estática daba lugar a la imagen de la niña maldita de la película escoltada por Mauro y Gonzalo. A los dos les faltaban los ojos y en su lugar había un hueco negro, tan vacío como las expresiones de los dos. También mi visión comenzó a ponerse negra, y mi cuerpo, a desplomarse.
Desperté sobre el sofá. El olor a orina era insoportable. Me rodeaban al menos siete u ocho personas. Volteé la vista hacia el televisor y estaba apagado. Pero ya no hacía falta ninguna imagen.
Me bombardearon a preguntas. Repetí lo que había visto dos veces. Cuando quise comenzar a contarlo por tercera vez, el papá de Mauro se enojó y mamá volvió a darme un sopapo, más por importancia que por otra cosa. Me decían que no estaban para bromas. Yo tampoco, pero era tan solo un niño.
Nunca más pisé esa casa. Nunca supe el destino de ese televisor. Supongo que terminó años después en alguna chatarrería o abandonado en la calle, para que alguien se lo llevase. Nosotros nos mudamos al año. Por varios motivos. Mis crisis nocturnas, uno de ellos. Tampoco volví al barrio. No me atrevo. Sueño con esa imagen cada tanto.
Mauro y Gonzalo nunca aparecieron. La familia cree que alguien los secuestró y los mató. Y que yo vi quién era. En parte es verdad. Aunque no de la manera que ellos terminaron por convencerse. Y la otra diferencia, es que sé que no están muertos. Siguen atrapados en alguna parte.
Lo sé, porque están aquí. En cada reflejo, en cada espejo, en cada superficie en la que la luz devuelve una parte del más allá.
No tengo ningún tipo de pantalla en casa. Ni siquiera un teléfono celular. Trato de cerrar los ojos cuando alguien enciende un televisor o computadora en otro sitio. Trato de cerrarlos delante de un espejo. Pero no siempre puedo. Y cuando no lo hago, los veo. Siguen siendo niños, pero el tiempo no se ha detenido. Veo sus facciones adultas en cuerpos de niño. Y mil clases distintas de gusanos entrando y saliendo de las cuencas vacías. Y la niña… la niña siempre me sonríe. Espera, aguarda, ansía ese momento. El momento en el que me olvide y prenda una pantalla, para entonces llevarme con mis amigos y convertir mi existencia en una eternidad ciega, dolorosa y eterna.