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28 de noviembre de 2022

Incógnita del hombre sentado, poesía

¿Qué espera el hombre sentado
en su diván de paño gastado?

Sentado frente a una ventana,
ve transcurrir en silencio.
Observa un minúsculo punto,
de un mundo que ya no es suyo. 

Imágenes que llegan distantes,
a través de un frío vidrio astillado.

Gente del otro lado,
gente que no se detiene.
Gente con la que no habla,
pero dialoga sin palabras.

Observa y nada más,
y cuál languidece el día,
se lleva su eternidad a cuestas.
El hombre sentado espera,
cómo es su costumbre. 

Sus piernas inútiles lo atan
y su cuerpo marchito lo oprime.
Quizá en su mente vuelve al pasado,
quizá en su mente aún se siente vivo.

Oculto tras esa ventana,
entre sombras y viejos muebles
en los que el polvo abunda,
su figura parece un fantasma.

Todavía tiene pulso,
el corazón palpita
y su cuerpo respira.
Pero sabe que está vivo
por el dolor
y los achaques,
esas verdades latentes,
que estigmatizan la vida.

¿Qué espera el hombre sentado
en su diván de paño gastado?
No responde,
no nos responde.
Él sabe, él tiene la respuesta,
la conoce desde hace tiempo. 

Pero la calla.
Nos ahorra el dolor.
Esa respuesta que otros omiten,
que consideran mala palabra.

¿Qué espera ese hombre sentado,
qué espera?
¿Qué espera desde que despierta,
solitario en su cama?
¿Qué espera mientras aguarda,
la llegada de la enfermera?
¿Qué espera con los ojos entornados
y una lágrima resbalando sobre la mejilla?
¿Qué espera en la penumbra,
contraste de la luz en el horizonte
tras la delgada franja invisible
empotrada en un marco sobre la pared?

¿Qué espera,
sino la muerte?


21 de noviembre de 2022

Kami Hikōki

Se eleva
como un pájaro

Se aleja
como un sueño

Se esfuma
como un deseo

Se pierde de la vista
entre nubes blancas

y al descender

no es más que papel
en forma de avión

que manos pequeñas
han sabido crear

y riendo, el niño
lo vuelve a arrojar…

14 de noviembre de 2022

Voz de grafito

Escribo desde que tengo memoria. Mis primeros cuentos fueron garabateados en la pared del pasillo de mi casa de la infancia, pero no tuvieron una buena recepción. Varios retos y un par de chirlos no lograron, sin embargo, mitigar la necesidad de contar historias. Por eso, cuando aprendí a escribir, pude al fin plasmarlos como correspondía. Pero, de todas maneras, los escribía de noche, cuando todos los demás dormían. Temían que me vieran. No sé si aquellos chirlos me habían causado un temor reverencial hacia la opinión ajena, pero lo cierto es que aquello era un acto privado, algo entre el papel y yo. 

La única compañía era la luna, a través de la ventana. Sin ella, no habría podido redactar ni una sola línea. No por inspiración, sino porque no quería encender la luz y la única fuente de iluminación era aquella que me propiciaba el satélite natural de nuestro planeta. Distante, a miles de kilómetros, me abrazaba cada noche con su generosa presencia.

Una cosa extraña era que, a pesar de escribir a diario, en el colegio no podía redactar ni siquiera dos líneas cuando me pedían una composición literaria. Como si arrancarme palabras, a la vista de todos, fuese un acto vergonzoso. Me esforzaba, pero mi mente quedaba en blanco. Y a las apuradas, para no entregar una hoja tan solo con renglones, apuraba oraciones inconexas, casi nunca relacionadas a la temática solicitada. No me fue para nada bien en el colegio. Era objeto de burla por parte de mis compañeros y también, de los docentes. Toda esa época fue un suplicio. Tanto, que abandoné en los primeros años de la secundaria. 

Para entonces, mi hogar era un caos. Peleas, golpes, insultos. Hermanos que se iban, gente desconocida que llegaba. Y yo, por las noches, tratando de seguir escribiendo. Pero se tornaba cada vez más difícil. Sobre todo, porque cuando llegaba el momento de encontrarme con la luna, en mi cita nocturna. mi cuerpo no daba más. Tras haber dejado el colegio me había visto en la obligación de hacer algo. Y ese algo fue en el taller metalúrgico de un tío. Entraba a las siete de la mañana y salía a las seis de la tarde. Volvía a casa repleto de grasa, de pies a cabeza. Demoraba una hora en quitarme la mugre. Tenía quince años, pero parecía de treinta.

En algún momento, dejé de escribir. Es increíble como la rutina va carcomiendo el alma. Me puse de novio, al tiempo vivíamos los dos en una piecita que alquilábamos, más tarde llegó un pibe, después una nena, de un laburo pasaba a otro, cuando no alcanzaba buscaba otras changas, nos peleábamos, me perdía en algunos bares de mala muerte, nos reconciliábamos, perdía un trabajo, encontraba otro, sumaba deudas, presiones, la escuela de los chicos, malas amistades, la policía, la noche, el alcohol, ella me dejó, más peleas, despidos, falta de laburo, la calle.

Entonces sí, tenía treinta. Pero aparentaba sesenta. Solía sentarme en un banco de la plaza, al atardecer, con un tetra envuelto en papel de diario, para disimularlo un poco. Me lo iba tomando de a poco, para que me durara un poco más. No era fácil conseguir las monedas para comprarlo. Me ponía de frente hacia la calle, donde, al otro lado, se podía ver la silueta de la escuela donde tan mal la había pasado. Aunque, comparado con ese instante, aquello había sido el paraíso. Claro, dicho en sorna. Cuando lo único que hay para comparar son malas experiencias, algo mediocre suele presentarse como un oasis.

Cuando el líquido había entrado en su totalidad en mi cuerpo, caminaba sin apuro en busca de un refugio. Un alero, un buen árbol, una obra a medio terminar. Una noche, despejada, con mucha luna, decidí dejarme caer sobre el mismo banco donde había tomado el vino. Hacía frío, pero no estaba mal. Entre las copas de los árboles, podía ver la majestuosidad de la luna. ¿Dónde estarían todos esos escritos de mi infancia y parte de la adolescencia? ¿En qué cajón de la vieja casa habían quedado olvidados? La mano cayó a un costado, rozando las hojas del suelo. Podía sentir la humedad en la punta de los dedos. Hojas por aquí, hojas por allá. De pronto, una superficie dura, curva, larga, familiar. Me senté y miré incrédulo lo que sostenía en la mano.

Pensé en arrojarlo lejos. Pero, en su lugar, me puse de pie y caminé. Buscaba algo más. La luna lo sabía y guiaba mis pasos con su luz cristalina. Contra un zaguán, algo doblada por el viento y los avatares del destino, estaba lo que anhelaba. Con la mano libre, la atrapé con fuerza.

El corazón palpitaba excitado. Parecía que el pecho me iba a explotar. Volví a la plaza, pero dejando atrás el banco con el tetra, aún apoyado contra el respaldo. Fui hasta las mesas, allí donde por las tardes algunos jugaban al ajedrez. Aparté unas ramas con el brazo y dispuse la hoja blanca con cuidado. Alisé sus puntas con esmero, tratando de dejarlas planas. 

La otra mano, la que sostenía el lápiz, me temblaba. Estaba nervioso. 

Por primera vez en años, estaba sintiendo algo. Como un volcán apagado, que, de pronto, siente algo caliente sus entrañas. Pero en mi caso no era lava. Eran palabras. Las que jamás pude decir y oculté en papel. Las que, desde que tengo memoria, están en mi cabeza, y no tengo manera de expresar de otra forma. Porque cuando muevo los labios, mis cuerdas vocales no me acompañan. Porque soy mudo de nacimiento. Porque una vez me olvidé de seguir escribiendo y ya no tuve otra posibilidad de hacerlo. Porque ahora, en esta plaza, con la luna allá en lo alto, sonriendo, tengo esta nueva oportunidad. 

Mi voz, materializándose. La escritura, recordándome que estoy vivo. Que siempre lo estuve. Respiro. Siento. La noche me envuelve. Lloro, pero de alegría. De saber que no hay tiempo perdido, sino tiempo por delante.

Dejo este papel con mi historia, aquí, en esta plaza, testigo de mi suerte. Saldré a perseguir la luna y junto a ella, recuperar mis sueños. Espero encontrarte en mi camino.


8 de noviembre de 2022

Giménez o Gutiérrez

El “buen día” rebotó en el vacío. La oficina estaba repleta, pero nadie contestó su saludo. Era previsible. 

Quince días antes, Carolina y Martín habían anunciado que se irían a vivir juntos. Hubo incluso una promesa de hacer una cena para celebrar la ocasión. Pero al día siguiente, los nombres de ambos aparecieron en todos los medios informativos de la ciudad.

Martín había caído de un segundo piso, del edificio donde la pareja se iba a mudar. Carolina, compañera de trabajo y novia del joven, había sido encontrada en la bañera, con un corte en la muñeca.

Dos ambulancias llegaron con las sirenas aullando y partieron con la misma urgencia. El muchacho aún respiraba. Y la chica, a pesar de la sangre que había perdido, aún tenía pulso.

Se sentó en el escritorio que utilizaba habitualmente, sabiendo que las miradas se dirigían todas a su lugar. Nadie se levantó para acercarse, nadie atinó a nada. Entendió que en la oficina ya se había ejecutado un juicio de valor. Miró de reojo la puerta del despacho de su jefe, previendo que tarde o temprano la voz ronca que tantas veces había escuchado vociferar apellidos, gritaría el suyo. No se limitó a quedarse pendiente de ello. Bajó la vista y se enfocó en su computadora. Ingresó su contraseña una, dos, tres veces. Evidentemente la habían cambiado. Seguramente con el fin de investigar si había evidencias en su contra. No sospechaba de sus compañeros. Bien podría ser la policía. Abrió el cajón, con resignación: sus papeles y apuntes ya no estaban allí.

La primera de las ambulancias subió por la rampa de emergencias a gran velocidad. Cuando las puertas traseras se abrieron, dos enfermeros y un médico estaban fuera con una camilla, un tubo de oxígeno y todos los accesorios para recibir a la joven. Fue cuestión de segundos. En breve desaparecieron de la vista de los curiosos, que no demoraron en voltear la vista al escuchar la sirena de la segunda ambulancia, que era seguida de cerca por dos patrulleros policiales.

¡Giménez! La voz, finalmente, pronunció su apellido. Demoró en ponerse de pie. Quería girar, enfrentarse a cada uno en la oficina y decirles algo. Pero no sabía cómo, ni qué. En cambio, apagó la computadora, cerró el cajón con fuerza y echó la silla hacia atrás. Había cinco metros hasta la puerta del despacho. Pero esa caminata iba a ser interminable.

¡La perdemos! ¡Vamos, rápido! ¿Grupo sanguíneo confirmado? ¡Preparen la transfusión! 

¿Doctor, qué opina? Tiene fracturas expuestas, ha perdido mucha sangre y también…

Estamos en vivo, desde la puerta del Hospital de Emergencias. Aquí han sido trasladados los cuerpos, aún con vida, de dos personas que han protagonizado un misterioso hecho, que la policía ha caratulado de forma preliminar como “Intento de asesinato seguido de intento de suicidio”. Existe un gran hermetismo en torno a este caso, solo sabemos que los internados están en muy grave estado y se trataría de una pareja joven, que tienen en particular el hecho de trabajar en la reconocida firma…

Cierre la puerta, Giménez. ¿Me puede decir que pasó? No era nada del otro mundo lo que le pedí. Se ponía en pareja con Gutiérrez, le hacía creer que había amor, en el momento justo eliminaba a Gutiérrez y me quitaba del camino ese gran problema que le conté. Sencillo, discreto, un accidente. ¿Y qué tengo? Una investigación sobre las espaldas de la empresa. Y a usted, que trata de suicidarse, con la culpa carcomiéndole la cabeza creyendo que había matado a Gutiérrez. Y ahora, Gutiérrez, que vive, está pidiendo justicia y de yapa, mi cabeza, porque usted abrió la bocota en el momento previo al crimen que no supo cometer. ¿Sabe lo que va a pasar? ¿No? Porque usted deberá hacerse cargo de sus errores…

¡Bravo! ¡Logramos estabilizarla! Llévenla a cuidados intensivos… ¡Y saquen por favor a los periodistas que están en el pasillo!

Creo que tendrá una pronta recuperación, joven. Ha tenido la suerte de contarla. Las fracturas en el brazo demandarán un buen tiempo de recuperación y rehabilitación, pero agradezca que las piernas están intactas y podrá movilizarse sin mayores problemas. Ahora, en cuanto a su situación judicial, la desconozco… hay varios abogados y policías afuera, así que seguro se enterará pronto.

La policía ha ordenado hoy la detención de Carlos Lauque, titular de la firma en la que trabaja la pareja involucrada en un confuso episodio ocurrido hace un mes en un edificio de calle Anderson Imberth, dado que habría suficientes pruebas que harían dar un giro de ciento ochenta grados la causa, ya que presuntamente el detenido sería el mentor del intento de asesinato de una de las dos personas sobrevivientes. 

El andén estaba vacío, salvo por una sombra, que delataba la presencia de alguien detrás de las columnas más alejadas. El repiqueteo de los zapatos de una segunda persona, la hicieron salir de su sitio. El primer paso lo dio con una renguera, pero se repuso de inmediato. Le sucedía a menudo, sobre todo cuando el cuerpo permanecía quieto un buen tiempo. Había esperado bastante.

Después de casi tres meses, volvían a verse las caras. No dudaron en abrazarse y fundirse en un largo beso. El plan había sido arriesgado y casi no la cuentan. Pero era la única manera de desmantelar aquello. 

Cada uno llevaba una valija con lo justo y necesario. Para empezar de nuevo, no hacía falta mucho más. A lo lejos podía escucharse el sonido inconfundible del tren, llegando a la estación.


27 de julio de 2022

El grafiti - Ilustrado por Carlos Aon


Hace poco el querido Carlos Aon, un excelentísimo dibujante de historietas, tuvo un encuentro cercano con el pasado y al mismo tiempo con esa frase que dice "qué chico es el mundo", cuando escuchando un streaming en Twitch de Retrochonny sobre video juegos se topó con la lectura de una vieja revista del año 1993, la Action Games #19, más precisamente con la página en donde anuncian los ganadores de un concurso de "grafitis", en la que los ganadores recibían una Sega Mega Drive.

¡Vaya sorpresa la de Carlitos al escuchar mi nombre! Aunque lo más gracioso es la reacción del streamer, que 30 años después de aquel grafiti ganador, no puede creer que me hayan premiado con ese texto. Algo parecido le pasó a mi hermano Pablo en ese entonces, que sin embargo disfrutó como loco de la Sega.

Y cómo me dijo Carlos, no podíamos no hacer una historieta de este guiño del destino. Pasado y presente, en una rueda mágica.

Acá se puede ver el video para tener todo el contexto de esta historieta que hicimos con Carlos Aon.

2 de junio de 2022

Aviones

A mi viejo lo empezamos a perder casi un año antes. Porque fue a principios de ese año, hace ya diez, que comenzó su periplo cíclico de internaciones cada quince o veinte días. Lo pasó siempre postrado, un tiempo en casa, otro en un geriátrico donde podían controlarlo mejor, y en diversas habitaciones del sanatorio local. 
Diez años en diciembre, la pucha. Una década. Cuando el final llegó, quedaban pocas lágrimas. Las habíamos llorado de a poco, durante todos esos meses previos. Fue, de alguna manera, saber que su cuerpo ya no sufría. La lucidez lo había dejado de acompañar mucho antes. Es triste la vida, claro que sí. 
Es difícil que escriba o me refiera a él, pero me acompaña siempre. En situaciones, recuerdos, enseñanzas, contrariedades, en fin, en muchas cosas. 
Pienso en el hecho que Jazmín jamás conocerá a su abuelo paterno. Que sí, seguramente lo hará a través de viejas fotografías, palabras nuestras, pero solo eso, como yo conocí a los míos por parte de mi viejo, fallecidos muchísimo antes que yo llegara al mundo. 
Pero más pienso en la circunstancia imposible, en la conjetura inútil, de imaginar cómo hubiese sido la relación entre ellos. Mi viejo, tímido para el afecto, al menos en la demostración física, con la pequeña Jazmín. Y si bien lo tendría que imaginar con la edad real que hoy tendría, lo veo más joven, aún de pie, lucido e inteligente, derrotado ante el avasallamiento de su nieta, rendido ante su risa y riendo con ella, tomándose de la panza, como solía hacer, jugándole alguna broma inocente mientras le habla de aviones y le muestra muchas de sus réplicas a escala (que a pesar de haber sido destruidas por nosotros, sus hijos, torpes en sus juegos, mágicamente están ahí, en manos de mi niña).
¿Estará de algún modo presente? Me asalta la duda. Porque Jazmín cuando escucha un avión o helicóptero en los aires, esté donde esté, reclama al borde de la histeria que la lleven dónde pueda observar el cielo. Y qué alegría cuando sus ojitos descubren la figura en lo alto. 
Nació de ella, y se mantuvo con el tiempo, por el afán nuestro de seguirle el juego. Cada tanto me pregunto si las casualidades son parte de un todo... pero son tonterías mías. No conoce a su abuelo. No sabe cuánto amaba la aviación. 
También me pregunto si alguna vez dejará de interesarse por los aparatos voladores. 
Quizá si, quizá no. 
Por lo pronto, yo corro con ella en brazos para no dejarla sin el espectáculo. Y si, no lo voy a negar. También espero ver alguna señal, algo, lo que sea, que me diga que está ahí.
Por instantes siento que en mis brazos hay parte de eso que busco. Algo de mi viejo, del Toto, sobrenombre por el que nunca lo llamé, pero que en este tiempo de ausencia incorporé con fuerza a su recuerdo.
Diez años en diciembre. Me sale escribirlo hoy, porque sé que cuando el aniversario se cumpla, no voy a tener el valor para hacerlo. 

17 de abril de 2022

Una luz

Cuando el teléfono sonó, pensó que era parte del sueño. Sin embargo, abrió los ojos y en la penumbra de su habitación siguió escuchando el sonido. Tanteó la mesa de luz y tomó su celular. Las tres de la madrugada. La que llamaba era Mabel, su mejor amiga.

La atendió aún aturdida.

-          ¡Ana, tenés que venir a casa, rápido! ¡No lo vas a creer!

No le dio tiempo ni a recordarle la hora que era. Mabel cortó. Ana se sentó en la cama y sopesó las posibilidades. Volver a acostarse; levantarse, ir al baño y volver a acostarse; levantarse, ir al baño, cambiarse y salir para la casa de Mabel.

Cinco minutos después la brisa fresca de la noche golpeaba su rostro, ayudándola a despertarse del todo, mientras pedaleaba con esfuerzo para acortar las quince cuadras de distancia que la separaban con su amiga.

Conocía bien a Mabel. Si no iba, en una hora iba a estar llamándola otra vez. ¿Qué sería esta vez? Ana repasaba mentalmente los últimos dos llamados imprevistos de su amiga. La vez que sin querer decapitó a su conejo al querer usar la bordeadora de césped con la tanza mal colocada y cuando se incendió el cabello tratando de sellar las puntas de una trenza. Claro que ambos llamados habían sido en un horario más acorde.

No estaba muy lejos de la casa de Mabel cuando vio las luces. Eran cuatro, de tonos azules a verdes, casi pasteles, que se movían en el cielo. Parecían danzar en círculos, para luego desarmar la formación, ir de un lado a otro como en un ataque de locura y finalmente, retomar esa forma circular en la que iban rotando lentamente.

Supo que estaban encima de la casa de su amiga antes de llegar a ella. E incluso sabía, de antemano, que Mabel estaría en el techo, fotografiando cada movimiento.

Dejó la bicicleta en un pasillo que llevaba al patio y corrió hacia la escalera. El techo era un lugar muy especial para ellas. Se quedaban horas hablando, recostadas, mirando las estrellas, o las nubes, según la hora del día. En la privacidad de ese lugar, se habían confesado infinidad de cosas. Allí arriba se sentían más seguras que en ninguna otra parte.

Ana subió los escalones de a dos, cuidando de no pisar mal y al mismo tiempo, de no perderse el armonioso movimiento de las luces. Encontró a Mabel mirando hacia arriba, embelesada.

-          ¿Qué son?

Mabel le sonrió, pero no le contestó. Tampoco lo sabía Ana se puso a su lado, sin dejar de mirar hacia el cielo.

-          Primero pensé que estaba soñando. Luego me di cuenta que eran de verdad. Creo que son ovnis.

A Ana le recorrió un escalofrío por el cuerpo. Se dio cuenta que salió desabrigada. Pero no era por eso. Pensó en drones. En que alguien del barrio debía estar jugándoles una broma o peor aún, espiando a su amiga. Instintivamente miró a su alrededor. Desde el techo podía verse toda la calle. La mayoría eran casas bajas. La iluminación del alumbrado público era escasa, pero permitía una visión clara.

-          Mabel, ¿no deberíamos llamar a la policía? Mirá si es algún loco…

-          ¡Mirá! ¡Mirá!

Mabel la zamarreó de un brazo con entusiasmo y Ana se vio obligada a volverse otra vez hacia las luces. Quedó con la boca abierta. Las cuatro luces se estaban acercando entre sí, convirtiéndose en una sola. El resplandor se volvió tornasolado, casi enceguecedor. Ana sintió que cada extremidad vibraba. Por un instante creyó, también, que su cuerpo se elevaba del suelo. Mabel comenzó a agitar sus brazos, tratando de llamar la atención de la luz. Ana quiso detenerla, sin saber muy bien por qué.

Sobre sus cabezas había una sola bola enorme de luz. La noche desapareció de sus ojos. Aquel brillo era tan fuerte que no había lugar para las sombras. De pronto la intensidad aumentó de tal manera, que Ana no pudo hacer otra cosa que cerrar los ojos y apretarlos con fuerza, porque incluso así la luz parecía penetrar con fuerza bajo los párpados.

Cuando los abrió, otra vez estaba la noche. El cielo negro, claro, sin nubes, repleto de puntos pequeños, con un brillo humilde, lejano, distante, pertenecientes a estrellas a millones de años luz. Respiró hondo. La gran bola de luz ya no estaba. Las luces de colores se habían ido.

Le tendió la mano a su amiga, pero el movimiento pasó de largo, sin toparse con nada. Giró su cabeza y descubrió que era la única persona sobre el techo.

-          ¿Mabel?

La buscó con la mirada. Luego, asustada, corrió hasta los extremos del techo, temerosa de encontrarse, tres metros y medio más abajo, con el cuerpo de su amiga. Pero no estaba en ninguna parte. Bajó corriendo las escaleras y fue directo al interior de la vivienda, por la puerta trasera, que estaba abierta. Corrió por el pasillo, a oscuras, sin que le importara despertar a los padres de Mabel. Llegó hasta la habitación y abrió la puerta. Estaba vacía. La cama tendida con suma prolijidad.

Escuchó ruidos a sus espaldas.

-          ¿Ana?

La madre de Mabel se llevó las manos al pecho, asustada. Al ver a Ana se serenó. La tomó de la mano y la llevó hasta la cama.

-          ¿Estás bien, querida? Nos asustaste. Ay, mi amor. Sabemos que te duele tanto como a nosotros, pero tenés que empezar a recordarla y saber que ya no va a volver. Vení, vení, dame un abrazo.

Ana se vio envuelta por los brazos por la mamá de Mabel y entonces lo recordó. El velorio, el cementerio, el llanto incontenible durante días, meses. Se puso a llorar con fuerza.

-          ¿Y las luces? ¿Dónde fueron las luces?

-          Ana, mi amor. Ella ahora es una luz. Una hermosa luz que brilla en nosotros. Ay, Dios… era una hermana para vos. Cómo duele, por favor. ¿Roberto, estás ahí? ¿La llevarías hasta la casa? Mirá cómo está... mi cielo. Mirá cómo está.

31 de enero de 2022

Ausencia (ilustrado por Esteban Porrini)

Cuando al viejo Anselmo dejamos de verlo por el barrio sospechamos que se había ido a vivir a otra parte. Porque el viejo siempre renegaba de la ciudad, del clima de la zona, de los malditos inspectores que no lo dejaban trabajar en paz.

Su figura encorvada, mal vestida, de paso cansino, empujando siempre el mismo carro de enormes ruedas de metal oxidadas, era una imagen habitual en nuestras calles. Y su silbido, tan particular, cruce de jilguero y pato atragantado, era un sonido que nos hacía saber que rondaba cerca.

Y a pesar de estar siempre refunfuñando, lo queríamos. Escuchábamos cómo despotricaba y se quejaba de absolutamente todo, mientras le acercábamos cartones, que tan rápido como los recibía los arrojaba dentro del carro, y muchas veces, comida o algo de dinero.

El viejo jamás te daba las gracias. Al menos no con palabras. Pero la veías implícita en la forma en que sus ojos te miraban. Y qué mejor agradecimiento que aquel que te devuelve un brillo tan genuino.

Su piel tenía el color cobrizo que los años expuestos al sol habían tatuado para siempre. El cabello ralo y escaso parecía flotar de formas extrañas. Era blanco como la barba, aunque ésta algo amarillenta alrededor de la boca, a causa del tabaco que jamás le veíamos fumar, pero que evidentemente lo acompañaba en los momentos que nos eran ajenos.

Porque, pensándolo bien, de Anselmo conocíamos poco y nada. A veces arrancaba a contar algo personal, de una hija o de un hijo, alejado, cómo él decía, pero luego callaba abruptamente y se perdía en sus cartones, como si la mirada férrea en el corrugado le devolviese los pies al presente, a su realidad, a la inequívoca certeza de que lo pasado pisado y sin más, cambiaba de tema, o arrancaba a quejarse de algo que le había pasado la noche anterior.

Sabíamos que se llamaba Anselmo, que vivía en el otro extremo de la ciudad, cerca de las vías (o lo suponíamos, porque las quejas del tren que ya no pasaba eran muy seguidas) y que juntaba cartones. Algunos aseguraban que estaba casado, otro que era viudo, que tenía hijos, que en realidad eran sobrinos, que lo inventaba todo, que había sido carnicero, que jugador de fútbol, que era uruguayo… sabíamos mucho de nada.

Teníamos, sin embargo, la tranquilidad de verlo. Y digo tranquilidad, porque su imagen yendo y viniendo, nos daba eso. La seguridad de que los días transcurrían, de que la vida iba hacia delante, y que Anselmo pasaba silbando a su manera, como una señal de que las cosas marchaban bien, de la misma manera que el sol salía cada mañana y la noche caía después del atardecer.

La sospecha de su mudanza nos duró poco, porque en breve comenzamos a tejer hipótesis sobre su salud. ¿Y si le había pasado algo? ¿Alguien había notado algo? ¿Había comentado con alguno si se sentía mal? Nos cruzábamos en las esquinas con los semblantes preocupados.

A los pocos días el malestar se hizo general. Éramos dueños de tantas teorías y ninguna certeza que la angustia nos carcomía por dentro y nos desfiguraba por fuera. Nuestros pensamientos giraban en torno al viejo. A tal punto, que estando varios en el almacén de Carlota, decidimos hacer una reunión barrial en la plaza el sábado siguiente.

No faltó nadie, ni siquiera Higinio, que era sordo, pero que igual se había acercado con una silla de respaldo de mimbre, para no perderse nada de lo que pasaba.

Hablamos todos, mostrando preocupación, tratando de recordar, interrogándonos unos a otros, buscando de hacer memoria sobre quién y cuándo lo había visto por última vez. Que Pedro en la esquina de su casa, que Elvira cerca de la escuela, que Fulano allá, que Mengano acá. No había manera de ponernos de acuerdo. Ni siquiera del día. Porque había veces que pasaba silbando a diario, y otras, que espaciaba sus visitas día por medio. ¿Y entonces, dónde iba cuando no venía? ¿Dónde ocupaba su tiempo? ¿Cómo es que no lo sabíamos? Nos sentimos culpables de esa ignorancia. Nos pusimos melancólicos y comenzamos a narrar anécdotas o encuentros con el viejo.

Una historia tras otra, algunas más felices, otras más tristes, nos empezamos a relajar, a sonreír, a soltar una lágrima. De alguna manera, nos sentimos mancomunados. Estábamos todo allí, en torno a un mismo recuerdo. Don Anselmo nos enlazaba a todos. Nos hacía fuertes, de la misma manera que la incertidumbre por su ausencia nos quebraba de un solo cachetazo.

¿Era acaso el viejo tan solo un simple cartonero renegado que silbaba mal? ¿O se había convertido en un corazón que bombeaba una energía invisible en nuestras vidas?

Nos pusimos en campaña para ubicarlo. Llamamos a hospitales, clínicas, refugios, centros comunales, recorrimos la zona en auto, bicicleta, a pie. Pusimos carteles en los postes de la luz. Fuera de nuestro barrio, nadie conocía a Don Anselmo. Ni siquiera en la zona de las vías. Visitamos basureros, centros de reciclaje de cartón. Hablamos con otros cartoneros. Ninguno reconocía la descripción que hacíamos del viejo. Caímos en la cuenta, tarde, que no teníamos una sola fotografía de él para mostrar. Nadie en el barrio lo había fotografiado jamás.

Durante meses buscamos inútilmente. Solo nos reconfortábamos al hablar de él, de los recuerdos que nos traía evocarlo. Le hicimos una placa en granito que colocamos en la plaza con la esperanza de que algún día volviera y se alegrara al verla.  Algunos dejaban flores durante las noches. El insomnio nos encontraba merodeando por las calles, perdidos, mirando el horizonte, las esquinas, creyendo escuchar el silbido que no era, viendo siluetas de un viejo tirando un carro que no eran otra cosa que sombras proyectadas por árboles morbosos que jugaban con nuestros deseos.

Nos resignamos a perderlo, a dejarlo ir. A entender que su ausencia dejaba al descubierto necesidades que hasta entonces no habíamos tenido en cuenta. Desde entonces los vecinos estamos más unidos que antes. Como si fuéramos una gran familia. Es extraño, pero todo sucedió a partir de la pérdida de esa presencia cotidiana en nuestras calles.

Cada tanto, alguien se atreve a preguntar en voz alta lo que otras personas pensamos, si es que acaso Don Anselmo realmente existió, si no fue acaso producto de una imaginación, un fantasma colectivo difícil de explicar.

La placa con su nombre en la plaza tiene flores frescas todos los días. Y no es extraño creer escuchar su silbido a lo lejos, aunque termine siendo siempre otra cosa. Cientos de veces hemos corrido a la vereda con el corazón en la boca, para encontrarnos con la calle vacía. Pero al darnos vuelta, vemos a otros repitiendo nuestros gestos, con esa esperanza latente en los ojos. Y nos reconocemos, sonreímos y volvemos a lo nuestro. Pero alegres, felices. Porque, aunque no lo vemos, Don Anselmo sigue estando. Es parte de uno. De todos.


Ilustraciones de Esteban Porrini