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29 de agosto de 2014

El gran detective Tolkov y el caso de la misteriosa muerte de su asistente Salerno

No es común ver un detective investigar envuelto solo en un batón, pero al ruso Tolkov, no le quedó otra. La muerte de Salerno, su asistente italiano, lo sorprendió a la salida de su baño matinal, tapado tan solo con la mencionada prenda.
Los policías que llegaron a la escena del crimen le preguntaron cuál era la razón por la que no se cambiaba y manifestó que nada debía modificarse, incluso su situación semi desnuda, dado que ahora él formaba parte de la escena.
De todas maneras, algunos se sentían incómodos, como el caso de Paulenka, la sumariante. Por más que desviara la mirada, cada tanto, en sus movimientos torpes agachándose en un rincón o subiéndose a la silla para observar sobre los muebles, podía descubrir sus partes íntimas colgando, aún húmedas.
Se lo hizo notar a un compañero, pero solo ganó en burlas.
Tolkov se paseó por su casa como si tuviese puesto su habitual sobretodo oscuro, con el que era común verlo en las conferencias de prensa explicando la resolución de sus casos. Llevaba una hora inspeccionando cada habitación hasta que cayó en la cuenta que había omitido algo. El batón.
Sin perder tiempo, se lo quitó de un tirón y ante los murmullos generalizados que poco le importaban, lo desplegó en todo su largo sobre la mesa antigua de estilo inglés emplazada en el living.
Su intimidad quedó a la vista de todos. Incluso su culo peludo. El comisario Tronchosky se acercó apresurado, llevando un saco que tomó de una silla.
- ¡Tolkov, por favor! Está dando todo un espectáculo.
Pero el detective lo apartó sin violencia, quejándose porque le interfería con la luz natural que ingresaba por el ventanal este, y siguió inspeccionando el algodón algo húmedo del batón. De repente, el detective tuvo una erección. El que no la vio, la oyó, porque golpeó contra la mesa.
Entonces, proclamó su célebre frase, la que siempre profería al desentrañar el misterio en una investigación: ¡He visto la luz!
Paulenka se llevó las manos a la boca. El comisario trinó de bronca. Podía percibir los flashes desde las ventanas, donde estaban apostados un par de fotógrafos de la prensa que habían logrado colarse por algún sector desprotegido.
Tolkov apoyó el puño con fuerza sobre la mesa, lo volvió a levantar y bajar de inmediato, dándole otro golpe a la madera. El miembro hizo lo mismo, coronando con dos golpecitos su inesperada actuación.
- ¡Díganos que pasó detective y tápese las bolas, por el amor a Rusia! - le gritó desaforado Tronchosky, que de haber tenido un cuchillo a mano, se lo hubiera cortado.
El detective dejó caer las palabras, con la soberbia de siempre.
- Salerno murió de un infarto, fíjese aquí, en el batón, está la pastilla que debía tomar temprano. Recuerdo haber apoyado el batón sobre la mesa y luego me fui a bañar, un baño largo, de esos donde uno se frota hasta las partes que hace rato no se frota, y claro, el pobre de Salerno debe haber buscado por todas partes, necesita esas pastillas como el pez necesita el agua. Y mire lo que es el destino, la tenía en el batón, atrapada. El pobre me había dicho que necesitaba que lo llevara a la ciudad al mediodía, para visitar al boticario. Esta era su última pastilla.
 - ¿Ahora puede taparse? - masculló el comisario.
Tolkov, que cuando investigaba parecía vivir en un mundo propio, se mostró confundido pero de inmediato cayó en la cuenta de lo que ocurría. Miró para abajo y se encontró con su miembro apuntando hacia arriba. No dudó en agarrar el batón de un tirón y cubrirse, mientras que la pastilla voló por la habitación.
- No sé si debo arrestarlo por la imprudencia de haberle arrebatado la pastilla a Salerno o por la impúdica actitud a la que nos ha tenido a todos por testigos. Por lo pronto, le haré un sumario - anunció el comisario, en tanto arengaba a los demás a salir de la casa - Pero usted se queda Paulenka, tiene que hacer el sumario una vez que retiren el cuerpo.
Paulenka sonrió, esta vez contenta.
- ¿A solas? - preguntó.
- Si, no pienso quedarme un minuto más aquí. ¿Qué le sucede? ¿Tiene miedo de quedarse con el detective? Es imprudente, pero no un criminal.
- Oh, no, al contrario. Me agrada la idea.
Tronchosky no entendió el guiño de ojos de la sumariante. Tolkov, que no salía de la vergüenza, mucho menos. Lejos del heroico ímpetu de unos minutos antes, tanto Tolkov como su miembro, se habían apichonado. A Paulenka poco le importaba. Aquella imagen no se le borraría jamás de la cabeza.

26 de agosto de 2014

Génesis y apocálipsis de Eladio

El verdadero amor es aquel que no lastima, muy por el contrario, sana el alma. Es el que se persigue sin saber que existe, hasta que para algunos (los afortunados) llega y para otros, se convierte en una utopía. El verdadero amor es una piedra preciosa que no necesita pulirse, porque es tal cual es, imperfecta.
Eladio González creyó decenas de veces haber dado con ese sentimiento. Y la misma cantidad de veces, terminó decepcionado, con un pedazo de su corazón arrancado. Porque en cada conflicto, se desgrana una parte interior, una que no figura en los libros de anatomía, ni siquiera en los de medicina.
Hastiado de desaciertos en su vida sentimental, ya orillando los cuarenta años, buscó la paz fuera de su entorno habitual. Renunció a su trabajo, vendió la casa, el auto, se despojó de todas las pertenencias y compró un boleto de avión al azar.
Cargó solamente un bolso y un poco de dinero. No miró el destino en ningún momento, no quería saberlo. Se guió en todo momento por el número de vuelo, evitando observar en las pantallas la columna del lugar donde aterrizaría. Tampoco se quitó los auriculares, para no escuchar conversaciones ajenas que le revelaran la tierra donde buscaría renacer.
Y subió al avión, como quién va a la muerte. Al aterrizar, ya no sería el mismo Eladio González. Ese, el que veía cada mañana en el espejo desde hacía cuatro décadas, moriría en pleno vuelo. El otro, el que pisara el suelo que el azar había puesto en su camino, no cometería los mismos errores, no esperaría tanto del amor, no sufriría por otra persona. Viviría. Algo tan simple como eso. Pero lo haría lejos. Respirando otros aires, escuchando otras voces, quizá nuevas palabras, rasgos, idiomas, paisajes... ¡las posibilidades eran infinitas! Al menos, este Eladio contemplaba ese génesis con alegría.
El otro, el que aún no había nacido, ansiaba, como todo aquel que espera el amanecer tras la oscuridad protectora de la noche.
Eladio volvió a sus calles veinte años después, con el cabello canoso, las grietas de la vejez en el rostro, el paso más lento y la sonrisa forzada del que se acostumbra al saludo mecánico de compromiso. Aunque ya no eran sus calles, y eso lo sabía de antemano. Habían dejado de serlo cuando trató de matar al antiguo Eladio, cuando se despojó de todo lo material para lanzarse a la búsqueda espiritual.
Pero de todos modos quiso recorrerlas, calle a calle, para tratar de hallar allí lo que no había encontrado a lo largo de dos décadas de viajes continuos, sobreviviendo con trabajos temporales, conociendo gente que jamás trascendería en su vida, yendo de un lugar a otro, sin saber el nombre, sin importarle el dónde.
Y en esas viejas calles, que ya no reconocía, vio fachadas arropadas de recuerdos, guiños del pasado, rostros que parecían reconocerlo para luego seguir su camino. Vio el ayer sin verlo. Porque el ayer es algo que no existe más que en la memoria y la suya, la suya plena, ahora le pertenecía al nuevo Eladio, a ese ser que por no repetir la vida de su predecesor, jamás se enamoró, jamás abrazó, jamás besó, pensando que si se apartaba de lo que tarde o temprano se oxidaba como hojalata, cortando, lastimando, lograría mantener el alma sana.
Con dolor supo que el alma necesita al amor, como necesitamos al oxígeno, y que la felicidad no es otra cosa que la tristeza con disfraz. Para poder disfrutar una, se necesita a la otra. Como la luz necesita de la oscuridad para hacerse notar, como la noche necesita al día para pedirle su lugar. El corazón late para vivir, pero al amar, siente. Y ese sentir, ese sentimiento, es el combustible del alma. Es lo que se va desgranando de a poco, en la medida que los tropiezos son muchos.
El viejo Eladio se había resignado. El nuevo, se había negado.
Allí estaban las calles, sin decir nada. Solo hogares, árboles en las veredas, coches yendo y viniendo, semáforos cambiando de color, y muchas personas viviendo sus vidas de la única manera que es posible, que es haciendo el intento.
Dejó escapar un suspiro. Y cómo el dónde no importaba, el quién tampoco. No era el lugar, sino la persona.
Se desplomó en un banco de la plaza, agotado. Muchos años perdido en el mundo y la conclusión ya la conocía: la perfección no existía, la perfección no se debía buscar. Tampoco esperar.
Eladio buscaría un hotel y pasaría el primer día del resto de su vida, de su tercera vida, confesando su primer obstáculo: la falta de amor propio. El desamor que más duele, pero que no se puede ver. Luego, trataría de vivir. Con lo que eso implica.

23 de agosto de 2014

Historia japonesa

Hayato solía despertarse mucho antes del amanecer para caminar hasta la bahía, sentarse sobre el muelle y contemplar el mar escapando de su vista. Las estrellas, el silencio, eran meros espectadores de la belleza de aquel lugar. Hayato, entonces, cerraba los ojos y escribía. Lo hacía mentalmente, grabando palabra por palabra en su memoria. Más tarde, al regresar a su casa, volcaría en papel cada línea de sus versos, tejiéndolos uno a uno como si fuera una delicada manta.
Luego, con su ritual concluido, se vestía y volvía al muelle, pero ahora para forjar el pan en su mesa, convertido en un peón más del puerto, sin la belleza de la noche, tan solo con la pesada carga del trabajo sobre sus hombros.
Así transcurrió la vida del solitario Hayato, hasta que la muerte lo sorprendió aún joven, en un accidente estúpido, al venirse abajo un contenedor de un barco y dejarlo sin chances de escapar. Nadie en el puerto lo lloró, solo Misaki, su hermana, con la que poco contacto tenía y que sin embargo, al enterarse de lo sucedido, viajó hasta el pueblo totalmente consternada, sabiendo que ya no tendría la manera de despedirse.
Tuvo que encargarse del papelerío, de los arreglos fúnebres y finalmente, de la casa de su hermano. Retiró todas las pertenencias y la puso en venta. Pasaron casi seis meses hsata que tuvo valor, una mañana de sol, de abrir el baúl de mimbre donde había amontonado las cosas.
Algunas pocas fotografías, adornos que habían pertenecido a su abuela, igual que un par de mantas bordadas por ella cuando ambos eran pequeños y una carpeta repleta de papeles. Se sorprendió al descubrir que era la caligrafía de su hermano, alternando el hiragana que habían aprendido de su madre y el kanji.
Misaki le dedicó el día y la noche a esos escritos, derramando lágrimas que parecían llegar desde el alma. Aquellas poesías eran hermosas, inspiraban amor y paz, le resultaba increíble que su hermano hubiese tenido tanto talento y jamás se lo hiciera saber. Era cierto que no se hablaban desde que había muerto el padre de ambos, pero ni siquiera antes o en su niñez, Hayato le había mostrado sus habilidades con la escritura.
La lectura de los escritos de su hermano le infundó esperanzas. La tristeza que sentía podía ser reemplazada por alegría si lograba publicar los textos de Hayato. Sería su obra póstuma. Y Misaki sería feliz que el mundo conociera los valores que impregnaban esas bellas poesías.
Pero primero debía estar segura que realmente eran buenas. Conocía poco de poesía, y quizá le habían llegado al corazón por ser lo único que le quedaba de Hayato. En Tokyo vivía Tsubasa, un viejo pretendiente. No habían terminado de la mejor manera, pero era profesor de letras. Si alguien podía determinar si la poesía de su hermano era buena, era Tsubasa.
A él le sorprendió el llamado de su antigua novia, pero tuvo curiosidad por volver a verla y sobre todo, por la causa por la que quería reencontrarse.
Se vieron en un restaurant, donde compartieron sendos cuencos de dangojiru, se pusieron al día y luego, con la llegada del postre (ambos coincidieron también con anmitsu), Misaki sacó de su bolso, los escritos de Hayato. Tsubasa enarcó las cejas. Tampoco sabía que el Hayato, al que apenas había visto un par de veces en el pasado, escribía poesía.
Fue leyendo poco a poco, tratando con cuidado los papeles, sabiendo en su condición de profesor de letras, que estaba ante manuscritos originales. Su rostro fue mutando paulatinamente, del desinterés a la incredulidad. Las poesías eran maravillosas, la métrica impecable y tenía algo más, un componente que no podía identificar de ninguna manera, pero que le daba a cada verso alma propia.
- Es único, es magnífico - concluyó, sin haber leído más de una tercera parte de los textos.
Misaki se llevó las manos al rostro, emocionada. Su sueño en las últimas semanas, de lograr la publicación de los poemas de Hayato, estaba cada vez más cerca.
Le prometió a Tsubasa una copia completa para el día siguiente. Ella misma se ocupó de llevarla a la oficina que él poseía en la universidad.
Durante un mes, Tsubasa la mantuvo al tanto de las conversaciones con editoriales. Sin embargo, Misaki murió al salir del mismo restaurant donde se habían reencontrado por primera vez. Ella salió contrariada porque Tsubasa había faltado a la cita y al cruzar la calle, un coche que se dio posteriormente a la fuga, la atropelló.
Tsubasa, en tanto, logró convertirse un año más tarde, en el poeta más importante y famoso de su país.

20 de agosto de 2014

La fea de tres pisos

En la esquina de Salvador y Presidente Tegarca, en el modesto pueblo de Encimada, existe una casona de construcción antigua, de tres pisos de alto, verjas altas y desgastadas por el tiempo que ponen una barrera
tranquilizadora entre la fachada de aspecto intimidante y los moradores del distante paraje litoraleño.
Todos hemos escuchado en alguna circunstancia, al menos una historia de casa embrujada o lugar donde ocurren hechos paranormales. Pero el caso de este sitio, es sumamente aterrador.
En primer lugar, nadie recuerda la obra. De un día para otro, el baldío de aquella esquina, caracterizado por pastizales altos y mosquitos zumbadores, se vio asaltado por aquella casona. Algunos dudan de esa particularidad de la historia, alegando que en realidad nadie habla de la construcción porque en la misma perecieron al menos una docena de obreros, pero ni una versión ni la otra logran ponerse de acuerdo. La más aceptado, por supuesto, es la que indica que apareció de la nada.
En cuanto a época, los primeros recuerdos del lugar se remontan a la década del veinte, del siglo pasado, pero incluso, hasta ese dato es improbable de ratificar. Las fotografías antiguas han desaparecido y las que se conservan, ya no permiten ver la casa. Incluso, hasta las imágenes que en algún momento, hace más de siete décadas, se publicaron por diversos motivos en los periódicos de la zona, se han modificado sobre el papel. Y en lugar de aquel inquietante edificio, suelen aparecer sombras, árboles o los pastizales originales que se dice, ocupaban ese lugar.
Con el paso del tiempo, los rumores fueron corriendo como regueros de pólvora y extendiéndose a otras ciudades. Investigadores, aventureros y pseudo científicos de todo el mundo han visitado la localidad con el fin de examinar el lugar. El gran inconveniente con el que se han topado es que nadie habita el lugar y las rejas nunca pudieron ser abiertas.
Los pocos que se han atrevido a trepar las rejas, no han podido franquear luego la enorme puerta de madera, que pareciera crujir todo el tiempo, como si el viento la golpeara, aún los días en los que no se siente siquiera una brisa.
Algunos valientes trataron de romper las ventanas, pero las piedras y otros elementos arrojados, han rebotado con furia. Otras veces, la policía local logró erradicar a los curiosos y osados, que cruzaban el límite entre la aventura y la violación de los derechos de la propiedad privada.
Es que si bien el lugar está deshabitado, no posee deudas en materia de impuestos, porque cada mes llega a la comuna un cheque con el monto exacto de lo que se debe abonar. Incluso, los meses en los que se aprobaron aumentos de último momento.
Los que intentaron rastrear el remitente de esos cheques, han tenido poca suerte. Entre el secreto bancario y la habilidad para no dejas pistas de parte de la persona que los envía, jamás se ha logrado averiguar algo al respecto.
La casona, llamada despectivamente como "la Fea de Tres pisos", trata de reposar en paz, pero no puede. No solo por los curiosos, sino por los extraños sucesos que la envuelven. Las luces que se encienden y apagan en su interior, a pesar de no estar conectada la electricidad, los sonidos de agua corriendo por las cañerías, sin que estén hechas las conexiones pertinentes, o los aullidos y gritos que suelen escucharse, principalmente de noche, provenientes de sus habitaciones superiores.
Hace veinte años, aproximadamente, se habían levantado firmas para pedir a la comuna la demolición del lugar. Asustaba mucho a los vecinos y habían desaparecido al menos una decena de perros en los alrededores. La petición no fue aprobada y las tres personas que habían fomentado la iniciativa murieron en un lapso menor a tres meses, en accidentes irrelevantes, pero que de todas maneras, se cobraron sus vidas.
La gente volvió a la carga con el mote de "maldita", siempre presente, pero muchas veces relegado por el afán de encontrarle una respuesta a cada cosa. Ya no. Aquella casa, la fea de tres pisos, estaba maldita. El pueblo lo dictaminaba y así sería por siempre.
Hasta hace unos días.
Porque el lunes las rejas, desde muy temprano, estaban abiertas. Al viejo Gómez, que gustaba de salir a caminar temprano, casi le da un infarto al pasar por la vereda. Aunque eso no era todo. La puerta de madera, quizá cedro, estaba también abierta de par en par. Si uno trataba de mirar hacia dentro, perdía el tiempo, porque la mirada se perdía en una vasta oscuridad, que desde el umbral parecía eterna.
El ochenta por ciento del pueblo se convocó a sus puertas. Se hablaba casi en voz baja, como temiendo que aquellos ladrillos escucharan y tomaran pronto una acción de represalia. Era poco entendible, pero el comportamiento humano nunca lo es en episodios donde la razón no tiene lugar para existir.
El comisario y su gente pidió prudencia y alejó a los que pudo hasta el otro lado de la calle. Pidió voluntarios para entrar a verificar, dado que temía que la apertura de la casona hubiese sido obra de ladrones y no de fuerzas de otro mundo. Sin embargo, no hubo aceptación a la invitación.
Eligió a dedo a tres uniformados, que munidos de linternas, temblando y siguiéndole a él, penetraron por la puerta a esa cueva oscura que había por entrada. Sus espaldas fueron lo último que vimos de ellos. Algunos nubarrones inundaron el cielo y las primeras gotas espantaron a varios, que fueron en busca de refugio. Minutos más tarde los goznes de las puertas comenzaron a chirriar. Los que se habían animado a cruzar las rejas y acercarse a la puerta, salieron corriendo como si los hubiese espantado un fantasma. La puerta, que quizá fuera de cedro, se cerró con un violento golpe. Pensamos en los policías, pero fue apenas un segundo, porque de inmediato también se cerraron y para siempre, las rejas de la casona.
Desde ese día, evito pasar por la vereda de la casona y mucho más, de noche.
De día, porque me recorre cierto escalofrío por todo el cuerpo al ver esas paredes, sus formas que se erigen hacia el cielo, sus misterios escondidos en las grietas, que pareciera, fueran cada día más.
De noche, porque me provoca pavor y angustia, ganas de gritar y salir huyendo, el hecho de ver por las ventanas los haces de luz de las linternas del comisario y sus policías, deambulando sin detenerse de un lado a otro, ignorando aún que las puertas se han cerrado, dejándolos sin posibilidad de escape, sin saber que la eternidad se los ha devorado para toda la vida y que ahora son, una parte más de ese monstruo feo de tres pisos.

17 de agosto de 2014

Tecnología Eyesinf

La instalación no era muy complicada. Estaba todo en el manual de instrucciones, un pequeño compendio de papel de mala calidad con imágenes en blanco y negro que graficaban escuetamente el modelo que había adquirido.
Lo embargaba la emoción. No todos los días uno decide a dar el salto tecnológico para llegar a lo último del mercado. Pasar del viejo televisor led de 32 pulgadas a tremenda belleza de 48 pulgadas con tecnología eyesinf. Si, no era el más grande en existencia, pero contaba con la tecnología y era suficiente.
Una conexión por aquí, otra por allá, el adaptador, la red inalámbrica y principalmente, la novedad de la que hablaba el mundo entero: el sensor óptico informativo, el famosísimo eyesinf.
Las indicaciones mostraban como debía ajustar el lector frontal, acercando sus ojos para que grabara la información de las retinas y de esa forma, mantener el vínculo. El invento, dado a conocer pocos meses antes, fue una revolución. La aplicación inmediata a los televisores causó un revuelo gigantesco, con voces a favor y en contra.
No se podía ir en contra de los avances tecnológicos. Siempre lo había creído así, por eso no dudó en ser uno de los primeros en comprar un aparato. De pocas pulgadas, era cierto, porque no le daba para más el sueldo, pero ahora lo tenía delante de él con los ajustes hechos, preparado para ser encendido.
Se frotó las manos, ansioso. Tomó el control remoto y apuntó hacia el objetivo. El televisor cobró vida, tornado el negro de la pantalla por colores claros, poco brillantes, donde resaltaban dos palabras: "Configuración inicial".
Para su sorpresa, en menos de tres segundos desapareció esa leyenda, reemplazados por sus datos. Allí estaba su foto, su firma, los datos personales... ¡no podía creerlo! En letras pequeñas, en un ángulo inferior, se leía: "Conectando con red oficial de datos biométricos".
Era increíble. La lectura previa de sus ojos por parte del sensor había personalizado el televisor. De inmediato surgieron un montón de opciones, muchas de ellas ligadas a servicios que poseía, como ser el acceso al sitio de su banco, su cuenta de correo, el mercado online donde hacía la mayoría de las compras, hasta los diarios que solía leer.
Se sentó maravillado en el sillón estampado que dominaba el centro de la habitación. Aquello era fabuloso. No podía creer que con tan solo una simple lectura de retina, el sistema hubiese logrado acceso a tanta información. Se percató entonces del sensor, que se podía ver activo a partir de un led azul muy tenue. Según decía el manual, permanecería en todo momento alerta, siguiendo sus retinas, con el fin de determinar estados de la persona y de esa manera, realizar sugerencias interactivas.
De alguna manera, en una pantalla más chica dentro de la pantalla grande, apareció la transmisión de un noticiero. No necesitó mirar el reloj para saber que estaba empezando su informativo favorito. Justamente el que se había puesto solo. En realidad, el que había puesto el sistema del televisor.
Buscó en el control la opción para maximizar la pantalla auxiliar y logró que se convirtiera en la principal. De todas maneras, seguía viendo en una franja lateral otras opciones. Tenía tanta curiosidad que decidió no prestarle atención a las noticias. En su lugar, comenzó a explorar el control y el abanico de posibilidades que dormía latente en la palma de su mano.
Jugó con los botones, encontrándole el sentido a muchos y quedando en ascuas con otros. El sensor emitió un par de destellos y en la pantalla apareció un explicativo mucho más grande que el que estaba en el manual, sobre las opciones del control remoto. ¿Cómo podía ser? ¿El sensor se había dado cuenta que no sabía usarlo? Eso lo entusiasmó aún más.
Quitó la vista del televisor para mirar la hora en la pared de la cocina, pero en el momento que lo hacía, en la pantalla apareció la hora. ¡Qué fantástico! pensó de inmediato. De todas maneras, era tarde, tenía que empezar a preparar la cena. Aunque esa noche comería algo semi preparado, algo instantáneo. Se levantó del sillón y el televisor emitió una música que lo obligó a devolverle la atención. En la pantalla leía: ¿Está seguro que no quiere seguir mirando televisión?
Sin pensarlo, contestó en voz alta, como si le hablara a alguien: Voy a prepararme algo de comer. La pantalla volvió a la transmisión del noticiero.
Buscó en la heladera una bebida, la cena instantánea y regresó al sillón. En la franja lateral aparecieron ofertas de productos similares a los que estaba consumiendo. Algunos, con un precio mayor, pero sin dudas, con mejores ventajas. Le pareció buena la idea, de encontrar sugerencias para la próxima vez que fuera al mercado o bien, que hiciera compras desde la web. Una ventana emergente, que no obstaculizaba la visión de las noticias, le mostró la tienda online más cercana. Sin embargo no tenía intenciones de comprar en ese momento, así que buscó el botón de ocultar en el control y la volvió la pantalla a su lugar.
Tras las noticias miró series de acción. Las sugerencias siempre eran acorde a sus gustos. Sin embargo, el cansancio comenzó a ganarle la partida. En la pantalla lateral aparecían publicidades tanto de energizantes como de almohadas y colchones.
Decidió apagar el televisor. Apretó el botón del control, pero la pantalla siguió emitiendo. Al segundo intento, el televisor, en otra pantalla contextual preguntó si estaba seguro de lo que estaba haciendo y de inmediato ofreció una lista de series y programas que estaban emitiéndose en otros canales. Un par de las opciones las quería ver desde hacía tiempo, así que no dudó en hacer un esfuerzo y quedarse despierto.
Permaneció varias horas más en el sillón, hasta que la claridad de la ventana lo tomó por sorpresa. ¡El trabajo! No había dormido y debía salir en menos de una hora.
Lo primero que se le ocurrió era llamar y dar aviso que no concurriría, que estaba enfermo. ¡Así podría dormir un poco! En todo caso, iría después del mediodía. Para su sorpresa le informaron que no era el primero en reportar enfermedad ese día. Dos compañeros de oficina, un superior y hasta el gerente, no irían a trabajar.
No creía en las coincidencias, pero eran justamente los dos compañeros que lo habían convencido en adquirir el televisor el día de su salida al mercado. Y por alguna razón, sospechaba que tanto su superior como el gerente, también se habían hecho de uno.
Claro que no se acostó. Había muy buenos programas y las sugerencias eran excelentes. Compró a través del televisor víveres para los próximos días y hasta logró que le extendieran una licencia médica online, para excusarse en el trabajo. Se llevó almohadas, sábanas y frazadas y se instaló definitivamente en el sillón. El sensor eyesinf está atento a todo y nunca le falta nada. Incluso desde el trabajo le permitieron hacer sus tareas desde su casa. Aparentemente la modalidad se estaba extendiendo a muchas empresas.
No se arrepentía para nada de su inversión. En la comodidad de su casa, era dueño del mundo.

14 de agosto de 2014

Sector Zero

La orden vino desde muy arriba. Llegó primero como un rumor y luego como algo firme, en forma de mensaje encriptado. Todos tuvieron que guardar sus opiniones.
El que estaba al mando de la computadora central era Eric, el "holandés". Le decíamos así por su cabellera naranja. Cuando supo lo que tenía que hacer, sintió un nudo en el estómago. Lo vimos reflejado en sus ojos, que se cubrieron de una espesa neblina, esa que solo aparece cuando el mundo se nos viene abajo.
Pero era su responsabilidad, su puesto. Sabía que estaba la posibilidad. Todos lo sabíamos.
El mecanismo existía desde hacía una década, pero era un secreto que se nos revelaba cuando entrábamos al Sector Zero. Todos pensábamos antes de llegar a ese punto de control, que se trataba solo de un monitoreo internacional, una especie de ojo satelital.
Éramos una especie de oficina oculta de un organismo mundial. No existíamos, salvo para nuestros jefes. Si nos llamaban para trabajar allí, era que nos tenían un grado de confianza muy alto. Lo que veíamos a diario no podía ser informado a cualquiera. Solo a un selecto grupo de personas. Debíamos mantener en secreto muchas cosas. Demasiadas.
Esa orden fue una patada en el estómago. Nos dobló en dos. Pero no podíamos negarnos. Estábamos para servir, no para cuestionar. Las órdenes se acataban y punto. Eric tenía la responsabilidad principal en ese momento, porque el control era suyo.
Tragó saliva y me miró. Entendí en esa fracción de segundos en la que nuestros ojos se cruzaron, que quería desaparecer del planeta, aunque jamás lo admitiría. En cambio, su actitud fue la que correspondía. Aceptó el mensaje, devolvió un "ok" bajo las mismas medidas de seguridad y preparó el panel en su pantalla. Digitó las coordenadas, orientó el satélite y al cabo de unos segundos, todo estaba hecho.
Nunca preguntábamos a quiénes beneficiábamos, en teoría, no nos debería importar. O al menos, eso debemos demostrar. A quiénes perjudicaría, éramos los primeros en saberlo. Como esa orden puntual, dirigida a aquella parte del mundo, de por sí tan castigada.
Camino por la calle y veo los titulares de los diarios, mientras sufro en silencio. Me detengo a comprar algún que otro caramelo y de reojo estudio las imágenes, el pánico, el dolor. Todo aquello es nuestra culpa y sin embargo, nadie va jamás a saberlo. Le echarán la culpa a la naturaleza, a la falta de higiene, a tantas otras cosas, pero nunca a nosotros. Cuesta hacerse la cabeza, pero en el fondo, somos inocentes, solo cumplimos órdenes. Es así, no tiene discusión.
El ébola sigue esparciéndose, avanzando por regiones pobre como un asesino invisible. Lo hemos manipulado, lo hemos dirigido, prácticamente lo instamos a matar. Pero quedará en eso, en un secreto digitado por gente de muy arriba, que de alguna manera se beneficiará. La humanidad es eso, desde siempre. Una guerra interminable. Y las víctimas, tarde o temprano, somos todos.

11 de agosto de 2014

Éxitos y fracasos de la vida online

Había descubierto que podía hacer lo que quisiera desde la computadora. No solo las trivialidades del día a día, que iban desde comprar comida a pagar los impuestos. El listado que Rigoberto había elaborado en su mente era muy largo.
Pero lo que más lo atraía, era aquello que no podría lograr sin ayuda de tecnología. Por ejemplo, conquistar mujeres. Su apariencia no era la mejor, estaba al tanto de ello. Prácticamente desde que se había visto en un espejo por primera vez. Pero no se trataba del único obstáculo. El hecho de no poder hablar dos palabras seguidas sin tartamudear delante de una mujer era lo que más lo angustiaba.
Las páginas de citas estaban de moda y él se había anotado en todas. En cada una asumía una personalidad diferente. Cambiaba nombre, fisonomía, gustos, absolutamente todo. Consideraba que de esa forma el abanico de posibilidades era mucho más grande.
Una vez que contactaba a una mujer (a veces jóvenes, otras de su edad, otras mayores), conversaba con ella durante días hasta pactar un día de encuentro. Prefería los almuerzos o cenas en pequeños restaurantes, no tanto los encuentros en lugares muy concurridos.
De todas maneras, cuando el contacto se forjaba de tal manera que obligaba a dar el paso siguiente de verse las caras, contrataba a alguien para que fuera en su lugar. El servicio de "personas para reemplazo" había sido la frutilla de la torta para su vida online.
Sabía, por otra parte, que tras esa cita, ya no volvería a chatear con esa mujer. Inmediatamente, mientras en algún lugar de la ciudad transcurría el encuentro, él desde su computadora borraba su perfil y creaba uno nuevo, con otra identidad, aspecto y hobbies.
Esto ocurría tan a menudo que la planilla en la que iba actualizando los datos ya superaba (en caso de querer imprimirla) las cien hojas.
Cada "cita fracaso", tal como denominaba el epílogo de toda relación online, marcaba un quiebre además en su corazón. La certeza de que jamás conocería a alguien para poder compartir su vida. Ni siquiera su familia, que tampoco estaba al tanto de su accionar en los sitios para buscar pareja, ayudaba demasiado. Lo veían tan bien en soledad, que no insistían para que saliera y conociera gente.
El primer indicio del fin, llegó una noche de lluvia. Había terminado de ver el capítulo de la semana de su serie favorita del momento y se proponía a entrar a uno de los sitios de citas.
El primer intento de acceso fue fallido. Por alguna razón, no reconocía la clave. Probó varias veces, sin éxito. Trató entonces de recuperar la contraseña, usando el formulario de contacto. Al entrar a su correo electrónico para buscar la respuesta automática que le permitiera generar una nueva credencial de ingreso, se encontró con la devastadora sorpresa.
Tenía correos de todas las páginas web de búsqueda de parejas en las que se encontraba registrado. El asunto de cada una era muy similar. Variaban en pocas cosas. Algunos decían "Inhabilitado", otros "Expulsado", otros "Baja del usuario".
¿Qué estaba pasando? Comenzó a abrirlos, buscando la explicación. Y la misma no tardó en llegar. Las quejas de las usuarias, las investigaciones posteriores, la detección de la misma dirección ip para crear las cuentas, la falsedad de los datos... los sitios no tardaron en detectar las anomalías y solicitar información entre sí. Los mails no solo advertían el hecho de no poder ingresar, sino que anunciaban medidas a través de la vía judicial del país.
Sintió un escozor en el cuerpo. Aquello se le había ido de las manos. Pensé en llamar a su hermano, pero dudó que la familia tomara bien lo que ocurría y lo que había hecho. Trató de pensar en algún amigo, pero cayó en la cuenta que solo tenía contactos en diversas redes sociales. De repente, sintió que estaba solo y no tenía nada. Pero no podía caer en un pozo, debía salir adelante. No dudó en dar el próximo paso y tecleó en el buscador "abogados online".
Rigoberto guardaba esperanzas. No importa lo que pasara. La computadora lo sacaría del problema.

8 de agosto de 2014

La infracción

No le pareció extraño que le llegara una infracción de tránsito por correo, nada de eso, estaba acostumbrado. Lo raro, para empezar, era el lugar donde había ocurrido.
No tenía presente aquella ciudad desde al menos una década, cuando se marchó y decidió, con mucha voluntad, no volverla a recordar. Eran demasiados malos momentos ocultos tras una enorme puerta, de la que había creído, había perdido la llave para siempre.
Pero entonces, llegó la multa.
¿Podía acaso el destino tejer una telaraña tal que una sucesión de errores administrativos diera lugar para que le llegara una infracción errónea? Claro, era posible. Más teniendo en cuenta cierta ineptitud a la hora de trabajar. Esto lo podía afirmar, dado que compartía ocho horas diarias en una oficina pública.
Sin embargo allí no había un error en el número de patente ni tampoco una foto borrosa de la que se hubiera sacado de manera equivocado el dato. Coincidía el número, coincidía el coche. Salvo la ciudad, la fecha, la infracción, todo lo demás parecía encajar en el mundo.
No podía ocultar que cierto malestar dominaba sus entrañas al sostener el papel que había llegado dentro de un sobre común, algo arrugado en una de sus puntas, adornado con un par de sellos municipales y otro del servicio de correo.
Esa ciudad, en primer lugar.
Se solo recordar sus calles, las personas que conoció, aquella mujer...
Largó una bocanada de aire. La oleada de imágenes provenientes de esa cueva perdida en su mente, lo desbordaba, lo doblegaba, le dolía.
La fecha, otro imposible.
Faltaban aún cinco meses, tres días y siete horas para que sucediera. Pero no era lo inverosímil de aquello lo que lo asustaba, sino, si realmente sería así, cuáles serían las causas que lo llevarían a desandar el pasado. ¿Qué oscuros motivos podrían conducirlo hasta aquel paraje que hasta una hora antes, había creído olvidar? El mismo sobre el que había jurado, nunca más volvería a visitar.
Y finalmente, la infracción.
No era por exceso de velocidad, no era por saltarse un semáforo en rojo. Ni siquiera por estar mal estacionado.
No, iba más allá.
Era por detenerse a un costado de la ruta y cavar un pozo. Uno muy profundo por lo que se veía en la fotografía. Ese cadáver al lado del montículo de tierra, sentenciaba su condena.
Por eso y mucho más, no podía ni podría dejar de temblar.

5 de agosto de 2014

Que los hay, los hay...

En las páginas amarillas de la guía telefónica figuraba como "Manosanta Online", aunque nadie buscaba sus servicios allí. El boom había sido internet. Por Facebook y Twitter había sumado cientos de miles de adeptos, que a diario acudían por un consejo, una lectura del futuro o un "trabajito".
Le llovían los mails y las actualizaciones del blog no alcanzaban para saciar tantas solicitudes. Sin embargo, Ludovico Aguirre dormía plácidamente la siesta en la terraza de su casa de dos pisos, en las afueras de la Capital. A su lado, descansaba sobre una mesita de madera oscura, los restos de una picada y un vaso ya sin contenido, pero en el que se podía adivinar que había estado hasta arriba de whisky. La delatora era una botella vacía de Chivas, adormecida en el suelo, a los pies de la reposera en la que descansaba el hombre detrás del negocio.
De la escalera en espiral emergió la figura de Estela, una rubia esbelta, de bronceado perfecto, llevando en sus manos una toalla blanca. Los anteojos de sol ocultaban dos perlas verdes que dejaban sin aliento a todo el que ella observara fijamente.
Su semblante, sin embargo, no era de felicidad.
Con violencia arrojó la toalla sobre el rostro de Ludovico, que despertó asustado, tambaleándose de la reposera y cayendo finalmente sobre el áspero piso.
- ¡Qué pasa! - alcanzó a gritar con cierto pánico en su voz, mientras trataba de ponerse de pie, tomando la mala decisión de asirse de la botella para lograrlo.
Volvió a caer, esta vez de bruces contra el suelo. A la joven no se le escapó la risa ni nada parecido. Hubiese deseado que la sangre le saliera a borbotones de la nariz. Pero hasta esa suerte tenía.
Gimió de dolor, logrando esta vez pararse.
- ¿Qué carajo te pasa? - preguntó con bronca a la chica.
- ¿Qué carajo me pasa? Estamos todos trabajando para que amases tu fortuna y vos acá, muy tranquilo, tomando sol, bebiendo... ¡Me estás hartando, eso pasa!
Si Estela no hubiese sido su hermana menor, Ludovico la habría abofeteado. Pero a pesar de las ganas que tenía, no podía hacerlo. De toda su familia, era la única integrante que aún le hablaba. Era claro el por qué. Gracias a su dinero, ella podía pagarse las camas solares, las lipos, las cirugías y ocultar así que tenía casi cuarenta años de edad y no veinte, como aparentaba. Por lo tanto, consideraba que cualquier intento de advertencia sobre su proceder, era una falta de consideración de parte de ella.
Ludovico se llevó una mano a la cabeza. La resaca estaba haciendo su efecto, además del sol, que estaba pegando fuerte.
- A ver si entiendo... ¿además de tenerlo todo, quieres que trabaje?
- ¡Quiero que seas tan responsable como cada una de las veinte personas que estamos abajo, trabajando y haciendo dinero a tu nombre!
- Un momentito, Estela. Aquí el que armó todo, el que ideó el plan, el que arroja las consignas, soy yo. Si no fuera por mi cabeza, cada uno de ustedes seguiría aún ganando dos pesos la hora en algún trabajo de morondanga.
- Si, pero los que contestamos cada pedido estúpido de gente desesperada, sin un gramo en la cabeza, somos nosotros.
- ¡Por favor, Estela! Les dejé cientos de respuestas para que elijan y contesten. Ya tienen todo el trabajo hecho.
- Contrata más gente entonces, porque no damos a basto.
- Claro que pueden. no ponen todo el esfuerzo.
- ¿Qué nosotros... ?
- Si, son haraganes. Los he estado observando. Podrían contestar cien consultas más por hora, sin embargo, se toman el tiempo para conversar entre ustedes. Ahora mismo, estás acá, mientras podrías estar abajo, haciendo tu trabajo.
Estela dio un paso adelante y le propinó un cachetazo. El sonido fue como el de una rama al partirse. El rostro de Ludovico giró hacia la derecha y retornó como si hubiese tenido un mecanismo de resorte. No le dio tiempo a reacción, pegó media vuelta y su cuerpo trabajado en el gimnasio se fue alejando en busca de la escalera en espiral.
Ludovico se llevó una mano a la cara, que seguramente se pondría colorada de un instante a otro y buscó nuevamente su asiento. Pateó de mala ganas la botella vacía y empujó el vaso de la mesa, para hacerlo caer. El estallido desparramó vidrios hacia todas direcciones.
El mal humor había tomado posesión de su estado. No podía comprender tanta ingratitud. Después de todo, el Manosanta era él. El que tenía el don de curar a distancia, era él. Los demás se estaban tomando atribuciones que no le correspondían. La empresa no podía seguir así.
Esa misma noche haría un "trabajito" para lavarles la cabeza a Estela y todos los demás. Apelaría a la magia negra si era necesario. Y no lo procesaría online, sino en su propia oficina y luego lo haría llegar personalmente a cada persona del piso de abajo. Era la hora que aprendieran a respetar a la gallina de los huevos de oro.
Sabía que a toda hora había empleados. No tenía sentido esperar hasta más tarde. Quizá no estuviera su hermana, pero igual habría gente. Se decidió a hacerlo en ese momento. Bajó por la misma escalera que lo hiciera Estela un rato antes y caminó por el pasillo hasta el ascensor. Buscó el botón del piso de trabajo y lo apretó con furia.
Las puertas se abrieron a un piso poblado de computadoras, separadas entre si por boxes de trabajo delimitados por ventanales de vidrio que no superaban el metro de altura. Los empleados lo observaron pasar raudamente, sin detenerse a saludar, como era su costumbre. Llevaba apenas unas bermudas verdes, que llamaban aún más la atención.
Se metió en su oficina, cerrando de un portazo.
El lugar estaba plagado de atrapasueños, adornos provenientes de diversas culturas, frascos con especias provenientes de puntos remotos del planeta y encima de su escritorio, un caldero enorme, que en todo momento burbujeaba.
Ludovico buscó con impaciencia los frascos que necesitaba, los apoyó sobre su escritorio y finalmente, tras abrir un cajón, extrajo un libro de pócimas de tapas negras, enorme, de casi veinte centímetros de alto. El volumen parecía desarmarse por los años, las hojas estaban amarillentas y en algunas partes, la tinta parecía caer en pequeñas gotas. El libro, a simple vista, daba la sensación de estar vivo.
Pasó las páginas con velocidad, deteniéndose casi por la mitad. Sonrió, transformando su rostro en una máscara de terror. Tomó los frascos y esparció la cantidad justa del contenido de cada uno dentro del caldero.
Lo que allí dentro hervía comenzó a emanar gases de colores, incluso, parecía que saltaban chispas al aire, resplandecientes. Un sonido agudo y extraño silbaba desde la poción. Incluso una brisa de aire fresco comenzó a recorrer la habitación.
Afuera, los empleados dejaron de atender sus computadoras.
Un murmullo de voces ausentes fue elevándose en cada rincón. A través del vidrio esmerilado de la puerta de la oficina de Ludovico alcanzaban a observar movimientos inexplicables de la luz, de sombras que se movían a ritmo inverosímil.
Estela, que aún no se había ido, alertada por los demás, se acercó a la puerta.
- ¿Qué haces ahí adentro, Ludovico? Estás inquietando a todos.
De repente la puerta se abrió de par en par, soplando un viento huracanado que arrastró todo en su camino. Seguido, una nube oscura, casi impenetrable, comenzó a cubrir la oficina. Durante treinta segundos, solo se escuchaban toses y el sonido de muebles atropellados, que caían con violencia sobre el piso de porcelanato.
Cuando la nube se disipó, los empleados yacían en el suelo. Ludovico salió de su oficina, triunfal.
Hizo sonar sus palmas repetidamente, como si estuviera llamando a la puerta. Las personas, incluida Estela,  abrieron los ojos paulatinamente.
Se veían en el piso, despertando de un sueño en el que no recordaban haber caído, la oficina hecha un caos, con sillas derrumbadas, escritorios y computadoras fuera de lugar, y no podían comprender.
- Vamos haraganes, a ponerse de pie - dijo de repente el manosanta, paseándose por el lugar - Se acabó la siesta. Sigan trabajando que debemos responder todas las consultas, como cada día. Vamos, no me gusta la pereza.
Le tendió la mano a Estela, que se estaba poniendo de pie.
- ¿Estás bien, hermanita? - preguntó.
- Si... - ella dudó incluso de dónde estaba - Pero... no recuerdo que sucedió, de repente...
- No te preocupes querida, el trabajo lleva a estas cosas, te vendría bien ir a descansar.
- Gracias Ludovico, siempre tan amable mi hermanito.
Se puso en punta de pies y le besó la mejilla. Luego, se marchó por el pasillo, en busca del ascensor. Ludovico se volvió a meter en la oficina, para poner un poco de orden.
- Nada como un buen reseteo de cerebros para que todo siga igual - dijo en voz baja, mientras buscaba un trapo limpio para limpiar su caldero favorito.
Algún que otro empleado escuchó risas del otro lado de la puerta con vidrio esmerilado y en su interior celebró tener un jefe tan feliz.


2 de agosto de 2014

En voz baja

Rosa murmuraba por lo bajo, casi en un susurro y nadie la oía. Repetía un sinsentido, frases inconexas, palabras sueltas. Iba de un lado a otro de la peatonal, mal vestida, harapienta, apestosa. La gente se hacía a un lado, dándole paso. Ella no los miraba, caminaba con pasos lentos en línea recta. Ni siquiera se detenía en las calles, provocando frenadas bruscas y muchos insultos.
Javito comenzó a observarla una mañana gris desde su puesto de flores. La brisa fresca, la falta de sol, parecía provocar que la gente pasara frente a su lugar sin detenerse a mirar las coloridas flores expuestas, como si el día hubiese empañado la belleza de todas las cosas. La veía siempre, pero jamás le había prestado atención. Quizá, pensó, se había acostumbrado al rechazo general y la había hecho parte de un paisaje prescindible, distante.
La mujer, cuya edad era indescifrable, pasó al menos dos veces delante de sus narices esa mañana. La primera vez hacia un lado, la segunda hacia el otro. Trató de escuchar lo que decía, pero apenas el molesto viento se llevó las pocas palabras vertidas entre labios resecos y sucios.
Tantas veces había escuchado el "vieja loca" de otros, que esa definición era lo primero que le venía a la mente. Todo el mundo sabía que se llamaba Rosa, aunque difícilmente se supiera alguna vez quién le había preguntado. Javito pensaba que como a todo, el ser humano le pone nombre. Uno le teme a lo que no sabe como llamarlo. Rosa debía ser la manera de restarle miedo.
Cerca del mediodía la vio venir otra vez por el medio de la peatonal, con la cabeza gacha y dando pasitos cortos, uno detrás del otro, casi rítmicos, sin preocuparse por el mundo que la rodeaba y las pocas personas que transitaban cerca. Esta vez, aprovechando que nadie estaba comprando en su puesto, se acercó más a la mujer.
Quería escuchar, saber que era lo que pronunciaba casi en un rezo, mientras iba y venía sin respiro por esa arteria urbana. Al pasar a su lado, pudo escucharla. Y al mismo tiempo, su sangre se heló.
Tuvo que aferrarse a su puesto, haciendo tambalear las flores. Oscar, el vendedor de diarios y revistas que tenía su casilla de chapa a cinco metros, corrió a ver que le sucedía. Había palidecido a tal punto de estar blanco como la leche, siendo que Javito, moreno de nacimiento, tenía rasgos bien norteños, y el sol, como una garrapata, se atenazaba a la piel de una punta a otra del año.
Oscar lo sostuvo y le acercó una silla de plástico.
- ¿Qué te pasó pibe? Estás flameando como un papel.
Javito permaneció en silencio. Hasta la peatonal parecía guardar respeto. No volaba ni una mosca. Oscar miró hacia un lado y otro, intuyendo que algo andaba mal, pero sin comprender qué.
- Me estás asustando Javito - le advirtió.
El chico le hizo un gesto con el pulgar para arriba, esperando que eso lo tranquilizara y se marchara. El diariero lo hizo, se alejó, pero volvió a los treinta segundos con un vaso de agua. Con educación, Javito bebió todo el contenido. Devolvió el vaso y a duras penas, tratando de permanecer calmo, musitó unas pocas palabras, que calmaron esta vez a Oscar. Una vez se alejó el hombre, ya menos preocupado, el chico comenzó a guardar las cosas en su puesto.
- Por hoy, suficiente - le había dicho a Oscar - Cierro y me voy a descansar, quizá venga mi tía a la tarde.
Pero la idea no era descansar. Bastante tiempo había perdido en la vida hasta ese momento. Cerró el puesto, metió las manos en los bolsillos de la campera y comenzó a caminar, en la misma dirección en la que había continuado su viaje Rosa.
Dado que caminaba rápido, la alcanzó cuatro cuadras más adelante, justo en el preciso momento que cruzaba - mal - una calle.
- ¡Rosa! - le gritó, pero supo de inmediato que tenía razón, que ella no respondería a ese nombre, coincidieran o no las cuatro letras con las impresas en su documento de identidad.
Se puso a su lado, tratando de aminorar la marcha, de avanzar al ritmo de la mujer. Le costaba, porque lo hacía muy despacio.
- Rosa o cómo se llame, yo la escuché, yo escuché lo que usted me dijo... - las palabras no le salían, sentía un ardor en la garganta, como si estuviera a punto de llorar, con un nudo atragantado que ardía en llamas - usted me llamó por mi nombre, entre murmullos y me dijo... me dijo eso...
Rosa siguió avanzando, casi llevándose por delante un tacho enorme de basura, pero no se inmutó. Javito iba a su lado, consciente que los pocos transeúntes lo observaban, como si el fuera también un bicho raro por acompañar al otro bicho raro, al que veían todos los días, o mejor dicho, al que ignoraban cada día.
Su cabeza parecía a punto de estallar. No resistió más y se interpuso en el camino de la mujer.
Ella no se detuvo y se golpeó con fuerza contra Javito, pero el joven permaneció estoico. Entonces ocurrió lo que pocas veces. Rosa dejó de caminar. Sus párpados, hasta entonces entornados, dejaron a la vista dos cuencos vacíos, dos abismos infinitos, en los cuales el chico pudo ver más que oscuridad.
La voz áspera de la mujer incrementó su volumen, haciéndose audible, quizá por primera vez en años.
- La vida no existe, tú estás muerto y el día no tiene noche, pero a todos les parece bueno creer lo contrario.
Javito carraspeó.
- ¿Es verdad lo que me dijo?
- Solo hay una manera de saberlo.
La mujer volvió a su postura de siempre, y tras esperar que Javito se hiciera a un lado, siguió camino.
El chico ni siquiera la observó marcharse. ¿Podía ser cierto? Cuando ella se lo mencionó, un rato antes, algo muy oculto dentro suyo se revolvió, como si las palabras hubieran activado un monstruo, una especie de secreto velado por siglos, imposibilitada de germinar en la mente a pesar de estar allí, como una semilla.
Pero solo había una forma de comprobarlo.
Debía pronunciar en voz alta tres veces la misma palabra. Esa que hasta entonces, nunca había escuchado.
Tomó coraje, sabiendo que serían las últimas que dijera estando muerto.
Y tras gritarlas al viento, todo alrededor desapareció, incluyendo su cuerpo. De pronto, estaba cayendo en un abismo sin fin, cada vez más profundo, sin poder gritar, sin dejar de ver, sin dejar de saber, que al final estaba vivo y que lo estaría por siempre, en ese tobogán eterno que nos depara el final de nuestros días.