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28 de noviembre de 2009

Del no convencimiento de una teoría

Nunca creí la explicación científica sobre las denominadas babas del diablo, sin embargo ante los demás, al hablar de ello, la acepto por no poder encontrar otra repuesta a ese fenómeno que se da muy de vez en cuando, principalmente a fines de la primavera y el otoño.
La teoría dice que los blancos filamentos son elaborados por una clase de araña que segrega la sustancia al aire y en contacto con este, toma la consistencia y forma conocida, para luego, por la misma acción del viento, ser llevados de un lado a otro, emigrando los simpáticos bichitos con sus miles y miles de crías.
Lo cierto es que de niño, al notar la presencia de las babas, corría al techo de casa para ver como quedaban enredadas en las antenas, los postes, cables y ramas de los árboles, apuntando hacia el lado que iba el viento, en un espectáculo tan bonito como macabro.
Y no digo macabro por el calificativo que se le da popularmente, sino por la impresión que me generaba el tocarlas. Tengo que coincidir en que es la misma sensación que da tocar o enredarse con una telaraña, pero de todos modos, no comparto la idea que sean producto de las arañas.
Podría dar varios motivos, pero solo una historia alcanza para explicarlo. E incluso podría contarla el padre Enrique, sino fuese por el pequeño detalle que murió el mismo día en el que transcurrieron los hechos que me vienen a la memoria.
Aún era joven, pero ya no el niño que correteaba por las veredas detrás de su hermano mayor, esperando con ganas que le devolviera el juguete que le había quitado, con el solo fin de molestarlo. Mis días eran el colegio secundario, los mandados a mi madre y de vez en cuando, un intento frustrado de invitar a Marisol a tomar un helado.
Los domingos acudía a misa, cumpliendo el último deseo que me pidiera mi tía, en la antesala de su muerte. No me molestaba en lo absoluto, al contrario. Sentía un grato placer al poder asistir a esa reuniones de fe, donde, debo reconocerlo, encontraba una paz interior que pocas veces alcancé a descubrir posteriormente en mi vida.
El padre Enrique, un amante de la lectura y de la música moderna, secreto éste que guardábamos celosamente sus monaguillos, nos dejaba abierta una puerta trasera de la capilla para que llegáramos temprano y acomodáramos los asientos, para poder empezar la misa a las ocho en punto de la mañana.
La mención en plural se debe a Ismael y Julián, los otros monaguillos. Ese domingo llegué temprano, aún no se la razón, acaso el destino o la mala fortuna. Desde mi casa a la capilla había unas seis calles. Solía hacerlas en bicicleta, pero al salir al patio la encontré con las gomas desinfladas. Maldije a mi hermano, que la había usado último y sin pensarlo dos veces, me fui caminando, silbando por lo bajo una pegadiza canción que había escuchado en la radio mientras desayunaba.
Noté en mis primeros pasos que la noche se había ocultado pero nos había dejado un pequeño legado. Babas del diablo. Ya no sentía la misma pasión que de chico y mucho menos en ese momento iba a salir corriendo a encaramarme a algún techo. Más bien, intenté evitarlas. Había por cientos, en los árboles, en los tejados, los cables de la electricidad, en todas partes en realidad.
Mientras caminaba, no dejaba de mirarlas de reojo, como percibiendo algo y por las dudas, estando atento a no toparme con ninguna, pues no veía con gracia enredarme en ellas.
Mi aletargado cuerpo, de andar cansino y perezoso, apuró sus pasos casi inconscientemente. Lo mejor era dejar atrás la calle y buscar refugio en la seguridad de mi destino. Pero sombría encontró mi mirada el espectáculo luciferino de la torre de la capilla, enmarañada de punta a cabo de las babas del diablo, que ofreciendo una danza que parecían provenir del mismísimo infierno se movían ondulantes como invitando a perderse en sus entrañas.
Saqué la vista de tan horrible imagen pero no pude contener la exclamación de asco que la escena deparó a mis sentidos. No me di cuenta hasta entonces que la brisa se había convertido en un viento bastante obsesivo que no hacía más que hacer tambalear mi cuerpo en la medida que me acercaba a la capilla.
Grande fue mi sorpresa, cuando apurado por tomar el picaporte y abrir la puerta para alejarme del viento y las babas danzantes descubrí pasmado que la misma estaba cerrada. ¿Acaso el padre Enrique se había quedado dormido?
Lo llamé por su nombre, intentando hacerme escuchar por encima del sonido del viento, que para entonces rugía furioso, moviendo los ventanales y golpeando los paneles de madera que los protegían en días de tormenta. Grité embravecido, más por miedo que otra cosa. Las babas del diablo se desprendían por culpa del vendaval de la torre del campanario y volaban en mi dirección. Me protegía con las manos, pero era inevitable el contacto. Me cubrí los ojos y la boca, con temor y repugnancia.
Me alejé de la puerta y rodee la capilla. La puerta principal también estaba cerrada. Pensé en trepar por las paredes hasta lo alto del muro y saltar hacia el otro lado, pero con el viento era muy probable que cayera.
Mi corazón latía de prisa y mis nervios jugaban con el estómago. Las babas del diablo me ponían los pelos de punta y la preocupación crecía por el padre Enrique.
¿Dónde estaba? ¿Por qué no abría las puertas? Y entonces, escuché las campanadas.
¡El padre Enrique está en el campanario! me dije con una luz de esperanza, de la posibilidad inminente de que me abriera las puertas y huir, de esa forma del vendaval de babas del diablo que se había desatado en la ciudad.
Corrí hasta la puerta exterior del campanario y la encontré cerrada. Golpee la madera con violencia y varias veces. Le di tan duro que lastimé mis nudillos. Grité tanto que los pulmones amenazaron con reventar. El padre no me oía, sin embargo la campana sonaba con estruendo.
Fue entonces que comprendí que las campanas no deberían estar sonando. Que aún era temprano. Y en lugar de permanecer cerca de la capilla, me alejé de ella, con la intención de llegar a la vereda de enfrente y mirar hacia lo alto, hacia la campana misma.
Y si las babas del diablo me resultaban espeluznantes, aún más aterrador fue el cuadro que mis ojos presenciaron al levantar la mirada: aferrado a la campana, con sangre cayendo por la boca, ojos y nariz, yacía el padre Enrique, mientras la gigantesca copa invertida se bamboleaba de un lado a otro, haciendo sentir su tañido de lado a lado de la ciudad. Envolviéndolo, sin dejarlo caer, había alrededor de su cuerpo cientos y cientos de babas del diablo, cuya blancura comenzaba a teñirse de a poco con el rojo oscuro de la sangre de mi querido amigo.
Nadie jamás encontró explicación a lo sucedido y todavía en las noches, varias décadas después, puedo oír el sonido de las campanas confundiéndose con el viento y la voz de Enrique gritándome casi en un hilo de voz: "huye, huye, que las babas del diablo no caigan sobre ti". Despierto sobresaltado, claro. Y es muy probable que ese día, al salir a la calle, encuentre babas del diablo por doquier.
Por eso, señores, les puedo decir que le explicación científica a mi no me convence.

25 de noviembre de 2009

El canto de los grillos

Eran los grillos los que cantaban atravesando la brisa de la mañana. Los sonidos amansaban mis nervios en la oscuridad y acallaban el miedo que sentía en el interior.
Casi hecho estatua, me escondía en un rincón del cuarto de invitados de la mansión del viejo Jaime. Esperaba atento los movimientos del otro lado de la puerta, donde quedaba el pasillo y la escalera que bajaba a la planta inferior.
Llegado el momento, actuaría con el sigilo de la muerte, el atrevimiento del diablo y la decisión que impulsa la venganza. Al escuchar sus pasos, saldría a cobrar la deuda.
Varios aspectos del plan de todos modos, aún me alarmaban. Muchos "pero" sin resolver, dudas que no había sabido responder y cierta vacilación a la hora de determinar cuál ruido sería el correcto. Es decir, los pasos que escuchara del otro lado de la puerta de madera podrían ser los de cualquiera. Y entonces, me delataría antes de tiempo, arruinaría el factor sorpresa e impediría por imprudencia consumar la tan esperada odisea.
Las primeras horas del día desempolvaban sus rutinas. Escuché lejano el sonido de otras puertas, dejando de lado por el momento el canto de los grillos. Tragué saliva, respiré hondo. Agucé el oído. Podía sentir la intensidad de la adrenalina en los músculos del cuerpo, la rigidez de las piernas y el corazón latiendo con prisa. Tenía las uñas clavadas en las palmas de las manos.
Estiré los dedos, estaban húmedos y un hormigueo los recorría sin piedad. Llevé una mano al bolsillo derecho y allí palpé el bulto pesado que hacía una panza hacia fuera en la tela. La pistola adormecida esperaba fiel el llamado a la acción. En tanto, era un objeto oculto, uno más en la misteriosa ecuación de la vida y la muerte.
Los pasos llegaron a mis oídos. ¿Serían los correctos? Avanzaban poco a poco y la suela del calzado o el pie parecía arrastrarse sobre el piso. El sonido era áspero, lento, espaciado. Como el andar de un muerto.
Estaba en el pasillo. Estaba allí. Mis manos se pusieron tensas, pero no dudé y tomé la pistola. La sostuve con fuerza, por miedo a dejarla caer. La espalda parecía no querer despegarse de la pared en la que estaba apoyada. El rincón parecía un lugar seguro, sin embargo era consciente que los pasos provenían del otro lado, que tenía que moverme, abandonar el escondite.
Intenté mover primero una pierna, pero no hubo caso, se quedó allí, como agarrotada. Mi pecho subía y bajaba, producto de la agitación, de los nervios. Me recordé lo de la muerte, el diablo y la venganza, pero no sirvió. Los pasos se hicieron más intensos, más audibles. Los supe enfrente de la puerta.
El cuello me transpiraba a mares, sentía el sudor en la piel, en tanto el corazón me daba un vuelco: llegado el momento, no era capaz de hacerlo. Mis manos permanecían duras, lo mismo que mis piernas. El estómago de repente amagó con doblarse en dos y me costó respirar por unos segundos.
Tengo que dominarme, me decía mentalmente en tanto era testigo del sonido de la puerta abriéndose, el chirrido tenue de las bisagras crugiendo en el suave impulso que manos anónimas le daban desde el otro lado. Una corriente de aire penetró al cuarto y llegó al rincón, donde hasta un rato antes solo llegaba el sonido de grillos distantes y pasos sospechosos. El aire era frío y tenebroso a la vez. Mis ojos ciegos pidieron socorro y mi mente se puso en blanco mientras garabateaba alguna idea de lo que estaba pasando.
Sentí un chasquido, breve pero real y la certeza de un revólver paralizó lo poco que se movía de mi ser. Intenté un lacónico lamento, pero supe que todos mis intentos por alcanzar la venganza no fueron más que ideas atrevidas de un joven poco amigo de la razón.

El viejo Jaimé disparó dos veces y su ciego invitado cayó abatido, dejando una gran mancha en la pared.
Debió haberse dado cuenta antes, el rostro le había sido familiar en la cena. Si no hubiese sido por ese sueño que lo sobresaltó, no habría escuchado a los grillos. Y solo quién entiende a los grillos, conoce la verdad y lo que está por suceder.
Vaya si lo sabía el viejo Jaime.

22 de noviembre de 2009

Cuánto

Cuánto, le preguntó el que estaba sentado en el otro extremo de la mesa.
Cuánto, se repitió él en su cabeza, pensando en lo difícil que era la pregunta. Por más increíble que pareciera, no era fácil responder. Por un lado, no era la cifra que dijese y si la misma parecía alta o no. No pasaba por alli. Iba más allá.
Pensó en el rostro de Elena, el de antes, joven y vital, y el de ahora, amargado, enfermo y repleto de arrugas y si acaso el culpable de las mismas era él.
No podía dejar de lado a Catalina, su hija. ¿Un año, dos o quizá tres que no la veía? Y no la volvería a ver, que era lo peor. Tan bonita, tan buena que era. Y se fue dando un portazo. Con su madre si, con ella tenía contacto.
No era el cuánto, no señor. Ni su padre, que desde chico le había endilgado los valores más importantes que había recibido en su vida, ni su madre, incansable trabajadora, comprenderían, aún mirándolo desde el cielo, donde seguramente, según sus creencias, debían estar en ese momento.
Menos aún, el cuánto encerraba todo lo que en los últimos años había ido perdiendo, día a día. Primero, la tienda de ropa. Después, la de zapatos. Tuvo que cerrar y se vinieron los juicios laborables. Y cuando lo creía perdido todo, después de vender el auto, llegó el remate de la casa.
En casa de sus suegros la situación no mejoró. No había quedado televisor, ni heladera, tampoco muebles. Cuando su hija se fue, dormía en un sillón, que al poco tiempo también desapareció. Y su pensamiento volvió a Elena, siempre tan leal, tan fiel, a pesar de todo.
¿Se arrepentía de todo lo perdido? ¿Era momento ese para ponerse a reflexionar sobre eso? Perdido por perdido, sin nada para apostar, qué significaba cuánto.
Y sin embargo, para apostar había todo.
Cuánto, volvió a preguntar la persona del extremo de la mesa.
Todo dijo él: "Apuesto todo, pero en contra de mi persona. Si el disparo sale, que cobre mi mujer. Está afuera, esperando".
Conociendo de antemano su mala suerte, llevó el caño a su sien y pensando en el dinero que Elena cobraría para seguir con la costosa quimioterapia y poder comprar nuevos medicamentos, apretó el gatillo.

20 de noviembre de 2009

Un pedido de auxilio

Esto me sucedió hace unas horas, mientras esperaba el colectivo para ir al trabajo, en la esquina de siempre, a la vuelta de casa.
Estaba allí, sin otra compañía que la de un perro que olfateaba unas bolsas de basura que alguien había arrojado en la vereda. Miraba de vez en cuando al animal, pero mi vista se ocupaba de observar el final de la calle, desde donde vendría el transporte.
De reojo percibí algo. Un movimiento a mi derecha, por encima del hombro. Algo fugaz pero que me llamó la atención. Cuando giré la vista alcancé a ver un destello oscuro en la base de un poste de una obra en construcción.
Primero pensé en que el perro había espantado un gato y era lo que yo había visto. Sin embargo estaba seguro que no era un felino. Había visto un destello oscuro. Como uno fogonazo, pero sin luz. Es difícil de explicar, lo se. Si es un destello, tiene que ser brillante. Pero este no lo era.
Y confirmé que no estaba loco.
Me acerqué muy despacio, olvidándome del colectivo. Había algo en la base del poste. ¿Una mancha? Podía ser. Me acerqué aún más y sentí en el aire olor a azufre. Pero eso no me detuvo. Llevé mi mano hacia ese lugar. Algo emitía calor.
No conforme, me puse casi de rodillas y apoyé la mano sobre la base. Me arrepentí al instante, pero no pude sacarla, una especie de electricidad atravesó mi brazo y me dobló del dolor, obligándome a cerrar los ojos e instalándose detrás de la nuca, como si alguien me estuviese sujetando con fuerza. Tanta que era como si me fuese a quebrar el cuello.
Caí rendido, como fusilado. La siguiente imagen es la de este cuarto, donde escribo estas líneas en un trozo de papel que por suerte traía en el bolsillo. He perdido mi mochila y hasta las zapatillas. Tampoco tengo lapicera. Estoy utilizando un escarbadientes, mojado en sangre de mis encías.
Son pocos los detalles que puedo dar. El cuarto es blanco y no tiene paredes, o al menos no las veo, pero he intentado tocarlas y camino sin llegar jamás a ellas. No ayuda que el suelo y el techo sean del mismo tono.
Lo único que es distinto, es una puerta negra, con apenas un orificio a altura de mis ojos. He intentado espiar, pero solo veo sombras oscuras que se mueven del otro lado, sin emitir sonido alguno. Pero no he distinguido formas ni nada que me sea familiar para poder describir.
Ignoro el tiempo que llevo aquí, pero dudo que permanezca por mucho más tiempo. He notado que mis pies se han vuelto tan blancos como la habitación y prácticamente no los veo. Intentaré enviar esta nota por debajo de la puerta y si acaso estás del otro lado y puedes ayudarme, te lo agradecería.
Si por esas cosas abrieras la puerta y te encontraras con solo el blanco de la habitación, no dejes de buscar. Puede que para entonces ya forme parte de la misma. Eso si, procura no cerrar la puerta.

17 de noviembre de 2009

El hombre que odiaba los tatuajes

De Evaristo Luna Montiel se conocen muy pocas cosas. Cuarentón, malhumorado, albañil y en los tiempos libres jardinero ocasional, este tipo fornido, de escasa cultura y pocas palabras vivía en la casa de rejas blancas pasando el kiosco de doña Esther.
Residía en el barrio desde hacía cinco años, pero tan solo tenía trato con los asiduos al bar de García. Recalaba en el antro pasadas las seis de la tarde y era difícil verlo marcharse antes de la medianoche. Botella de tinto en la mesa, sus vasos apuraban la bebida como si de agua se tratase.
Sin embargo dejaba pasar casi dos horas entre botella y botella, contemplando mientras tanto las partidas de truco o ajedrez que se armaban en las mesas vecinas.
Observaba, pero no participaba. De vez en cuando cruzaba algún que otro comentario, pero muy a las perdidas. Con los que más dialogaba era con los hermanos Moreira y don Sabino. A veces se lo podía ver hablando con Paco Ruiz. Eran contadas las veces que se lo vio reír. Una de ellas es la que trae a colación este relato.
Evaristo, en lo poco que se lo conocía, era un renegado por naturaleza. Odiaba a las vecinas del barrio que con excusas mediante se adueñaban de las veredas para hablar de los demás; los niños los molestaban con sus voces agudas y chillonas; los adolescentes les resultaban aberrantes, más aquellos de aspecto descuidado y palabras modernas; los hombres que veía con traje o bien vestidos decía que eran todos chantas; los políticos eran unos zánganos; los doctores unos mercenarios; los comerciantes unos ladrones; los bancos ladrones; la policía corrupta; la vida una mierda.
Pero si algo lograba hacerlo salir de sus casillas, violentarlo al punto de ponerse colorado de furia, eran las personas con tatuajes. Los aborrecía. Todos recordaban cuando cayó una noche al bar una parejita a tomar una cerveza y Evaristo notó un tatuaje en el brazo del chico. Se acercó a la mesa y lo increpó, el joven sin amilanarse le contestó y la situación terminó en un cruce de golpes con la policía llevándose a Evaristo y la ambulancia al chico.
Pero de eso había pasado un par de años. La noche a la que hago referencia fue hace unos días. Como siempre, Evaristo llevaba ya unas horas tomando. Serían cerca de las once. La luna brillaba con ganas, que casi invitaba a abandonar el vaso a medio tomar y salir a caminar sin destino ni rumbo, a perderse en la ciudad, con la sola obsesión de seguirla con la vista. Así de hermosa estaba.
Ignoro si Evaristo alzaba la vista alguna vez hacia la luna. Lo que si se es que sus ojos reposaban siempre en el fondo del vaso, como buscando allí alguna intrigante respuesta a vaya saber qué pregunta. Pero esa noche de luna, lo notamos extraño, podría decirse que mareado, pálido. No era un tipo que el vino lo afectara como para verlo perder el control de su cuerpo. Pero al pararse para ir al baño, notamos que se tambaleaba. Una fina capa de sudor cubría su rostro, inmaculadamente labrado por el sol, de mañanas y tardes expuestas en obras de construcción.
Cuando volvió del baño, alguien le señaló (creo que el más chico de los Moreira) que se había lastimado el hombro. Evaristo, que usaba camisetas blancas sin mangas, tenía debajo de la tira de tela del hombro izquierdo una mancha.
Miró con sorpresa dónde le señalaban y con asombro y hasta podría decirse, asco, vio lo que era un tatuaje en su piel. Graciosamente quiso retroceder, pero dándose cuenta que eso formaba parte de su cuerpo, se arrancó la camiseta.
Quedamos atónitos. La mancha era la conclusión de un enorme tatuaje que partía de su abdomen y se extendía por toda la franja izquierda de su pecho y terminaba, con una cola gigantesca, en el hombro. Una cola digna de un dragón atroz, cuyos ojos rojos parecían tener vida y las llamas que su boca despedían, daban la sensación de emitir calor.
¡Qué es esto! gritaba Evaristo, caminando hacia atrás, sin darse cuenta que llegaba a la pared. Se golpeó contra ésta y corrió hacia la barra. Sin pedirle permiso a García le arrebató la jarra de agua y se la volcó sobre el dibujo, con la intención de borrarlo.
Pero el agua resbaló y el tatuaje permaneció inmutable. Ni siquiera las llamas se apagaron. Evaristo nos miró a todos, como buscando un culpable. Pero nadie le había jugado una broma. Ahora eran sus ojos los encendidos. La furia ganaba la batalla. Tomó un cuchillo y se tajeó lo que antes parecía una mancha. Brotó la sangre, que parecía salir de la cola del dragón, pero que en realidad lo hacía del hombro. Paco Ruiz respiró hondo e hizo alarde de valentía poniéndose de pie e intentando sacarle el cuchillo, para que no cometiera una estupidez.
Pero solo logró que lo cortase en la mano. Volvió a su mesa presuroso y dolorido. ¡Qué nadie se me acerque! vociferaba como un león herido Evaristo Luna Montiel. Y por supuesto, ya nadie lo intentó.
Notando la sangre, giró su cuerpo buscando un trapo o acaso su camisera, la cual había arrojado segundos antes. No pudimos evitar soltar una exclamación. Volteó de inmediato y preguntó ¿qué? ¿qué?. Y le tuvimos que decir. Había otro tatuaje en su espalda. Una serpiente enorme, de ojos amarillos y furibundos, reptando hacia sus omóplatos.
Buscó un espejo, pero en la desesperación tumbó una mesa. Pisó los vidrios de la botella rota y también la de los vasos que estaban sobre la misma. Vimos la sangre que dejaban sus pasos, pues Evaristo solía ir en ojotas.
Se detuvo, agitado, con los ojos muy abiertos, asustado. Puso sus manos en la hebilla del cinto que sujetaba su pantalón y se la quitó. Casi esperando ver lo mismo que todos imaginábamos, se bajó los pantalones. A la vista quedaron sus calzoncillos slip azules, pero nadie se fijo en ese detalle.
Todos observamos sus piernas. Esos símbolos japoneses, mayas, egipcios y hasta árabes tatuados desde los tobillos hasta los muslos. Gritó muy fuerte, aterrado. Alzó el cuchillo y lo hundió en el muslo derecho. Cayó al suelo. Ninguno de nosotros se acercó. Ninguno se animaba. Siguió alzando y bajando su mano, con rabia, queriendo borrar esas huellas que dibujaban su cuerpo, que manchaban su existencia.
El chuchillo era un pincel rojo que bajaba con vehemencia y subía orgulloso, salpicando de sangre las paredes, los pisos, las mesas. Y los gritos trocaron por otra cosa aún peor. Risas. Evaristo reía, como nunca lo habíamos oído reír.
Era la locura en persona, los alaridos de quién ya se ha fugado a otras planicies de la mente. Exhausto, cayó rendido sobre el piso, inmerso en el charco de sangre que sin ayuda había creado. Escuchamos el tintineo del cuchillo al caer al suelo. No sabíamos si estaba muerto o desmayado. Nos fuimos acercando de a poco, temerosos que despertara tan loco que no nos reconociera.
En eso se abrió la puerta y entró la policía. Nos apartamos.
Nos llevaron hacia un rincón, mirándonos con desconfianza, pensando con seguridad que entre nosotros se encontraba el agresor. Luego llegó la ambulancia y los paramédicos hicieron lo imposible, pero era demasiado tarde. Lo último que vimos de Evaristo Luna Montiel, ese hombre renegado de pocos amigos, que odiaba con el alma el mundo, fue su torno desnudo, bañado en sangre y sin un solo rastro de tatuaje alguno.
Lo colocaron dentro de una bolsa negra, como las de consorcio, pero más grande y lo sacaron del bar.
Luego, los policías comenzaron con sus preguntas.

14 de noviembre de 2009

El inolvidable asado en lo del tío Aurelio

Qué es más bello para la amistad que los momentos que se comparten sin importar el precio. Esto lo sabía muy bien Esteban y su grupo de amigos.
Esa tarde los llamó a todos. Asado para la noche, en el quincho del tío Aurelio.
¡Si ese quincho hablara! Lugar sagrado para el grupo. El tío Aurelio era en realidad un abuelo de Esteban, pero le decían así porque era compinche y les había dado hacía años las llaves del lugar para que se juntaran cuando quisieran.
El primero en llegar fue César. Bajó del auto una heladera portátil y le anunció al asador: "Más te vale que tengas hielo, porque si los vinos que traje se calientan te vas de rodillas al pueblo a buscar".
Esteban le tiró con una rodaja de pan. Y le señaló la enorme bolsa de hielo de diez kilos que reposaba sobre una reposera.
- ¡Se van a derretir infeliz! se quejó César, que de inmediato se ocupó de meterla en el freezer.
- Recién saqué la carne del freezer César, cómo querés que lo guardara antes.
- Si, claro, como si hubieses tenido veinte kilos de carne en el freezer. No vengas con cuentos. ¿Te ayudo a salarla?
- No, dejame a mi. Andá viendo si están los cubiertos y platos en la cocina que no miré. Por ahí le tenemos que avisar a Paulo que se traiga algunos del restaurant.
Esteban ya tenía la carne cortada. La saló bien y la colocó sobre tablas de madera. Cubrió los cortes con repasadores para que las moscas no los sobrevuelen y comenzó a preparar el fuego. La parrilla, como siempre, inmaculada de limpia.
Chisporroteaban los primeros carbones cuando se escuchó el inconfundible motor de la vieja Ford 100 de Felipe. El freno, el portazo, el acento cordobés.
- ¿Qué haceis culiao, todavía no tenes servida la mesa?
- Claro, vos calculale siempre para venir a comer, para ayudar nunca. ¿Verdad?
- Eh Esteban, parai el carro hermano, que te estaba jodiendo nomás.
- Ya se, ayudalo al César que lo mandé hace media hora a la cocina a buscar los platos.
- Debe estar mirando el partido el culiao.
- Y mirá, conociéndolo. Juega el Congo contra la Isla del Codorno y lo mira.
Bocinazos. Los únicos que podían anunciarse así al llegar eran el Lole y Martín. Los primos sean unidos. Uno más loco que el otro. Locos lindos, por supuesto.
Hasta César regresó de la cocina para salir a recibirlos.
- Esteban querido, tanto tiempo, qué alegría cuando me avisaste del asado.
- Te tenemos perdido Martín con el estudio. En cambio tu primo debe tener callos en los dedos de tanto rascarse.
- Pero porqué no te vas...
- Jaja, seguro que si Esteban, si mi tía me llama cada dos días para contarme lo muy productivo que es su hijo.
Empujones, risas y muchos mosquitos revoloteando en los brazos. Alguien sugirió repelente y otro lanzó un "maricón" que atrajo nuevas carcajadas. La noche comenzaba a tomar calor y no solo por el fuego, que ahora crepitaba intenso, dejando a punto el carbón.
Los primeros vasos cargados de cerveza comenzaron a circular. Aún faltaba gente. Adrián llegó casi de inmediato y unos quince minutos después, Pablo. Se sumaron rápido a la charla y a la ronda de cerveza.
- Che, por qué no van viendo quién prepara las ensaladas. Ya puse la carne al fuego.
- Epa epa epa, se pone lindo ésto. ¿Y el Duque? ¿El Duque no vino?
El Duque era Hernán. Infaltable en estos encuentros, la chispa ideal para arrancar sonrisas o traer un recuerdo de esos que parecen olvidados en un rincón de la memoria.
- Esteban ¿le avisaste al Duque?
- Si, le dije. Me dijo que venía.
- ¿Verdad que se pelearon hace un par de semanas? le preguntó César.
- Fue una tontería - respondió Esteban - Le salí de garantía con lo del auto y el turro se hizo el sota con un par de cuotas, pero ya está.
- Algo me dijeron pero viste como es la gente, habla al pedo y cuando te hablan de los amigos más vale preguntarles a ellos, al menos así pienso yo - dejó en claro César.
- ¿Pero pagó al final o tuviste que pagar vos? interrogó casi de la otra punta del quincho el Lole, que al final tomó la posta con lo de las ensaladas.
- Pagué yo, pero cambiemos de tema ¿les parece?
Estuvieron de acuerdo con Esteban y de inmediato se pusieron a discutir sobre la situación de la selección de fútbol, mientras el asador volvía a su puesto, de donde provenía un aroma a carne asada que hacía presagiar un éxito total.
Una hora después estaban comiendo en torno a la mesa. El Duque no apareció. César lo llamó al celular, pero éste sonó varias veces hasta que apareció el buzón de voz.
- Che, hijo de tu buena madre, estamos todos comiendo un asado de película y vos boludeando por ahí. Llegate si podés, estamos en lo del tío Aurelio.
- No te va a dar bola - dijo Martín - Si no vino para esta hora...
- Olvídense de él.
- Vos lo decís porque te cagó jaja - acotó oportuno Pablo.
Esteban ladeó la boca en signo de desaprobación. "Comé que se te enfría" sugirió. Pablo le guiñó el ojo, pícaramente.
Embelesado por la comida, Paulo palmeó a Esteban.
- La verdad, te pasaste. Qué buena carne. Mirá esta costilla. Mirá el huesito que tiene, es ternerita, muy bueno Esteban, muy bueno.
El resto se unió a los elogios y por supuesto, no faltó el famoso pedido del aplauso para el asador. Una que otra sonrisa volvió al rostro de Esteban.
El vino corría como río por las gargantas. Seis botellas vacías eran pruebas irrefutables de ello. Los rostros estaban colorados de tanto comer y tomar. Las risas explotaban constantemente, producto de las ocurrencias y el alcohol.
El clima era distendido, jocoso. Y de repente Felipe, cuyo repertorio de chistes parecía interminable, hizo un alto en el viaje del vaso de vino a la boca y disparó una broma contra Esteban: "Culiao, no lo habras matado vos al Duque ¿no?" y largó una carcajada, a la que se sumó el resto de la mesa.
Salvo, claro, Esteban.
Para sorpresa de todos, se puso de pie, visiblemente enojado. La silla fue a parar al suelo y el cuchillo cayó sobre el plato.
- ¡Basta! La verdad, me hartaron. ¿Qué quieren saber del Duque, eh? ¿Qué quieren saber? Si. Me cagó. ¿Lo llamé para que viniera hoy? No. No lo llamé. ¿Contentos?
- Bueno Esteban, dejate de joder, no es para que te pongas así. Somos amigos che, fue una broma nomás.
César quería calmar las aguas pero no parecía conseguirlo.
- Broma las pelotas, están jodiendo con eso desde que arrancó la noche. Ahora les importa ese hijo de puta. ¿Cuándo necesitó una garantía les importó? No, el único boludo que dio un paso al frente para darle una mano fui yo. Y mirá como me lo pagó. Pero está bien, por boludo me pasa. Por eso me revienta que ahora estén como estúpidos ¿y el Duque, y el Duque? O este imbécil "para mi que lo mataste".
- Eh culiao, fue una broma...
- Culiao tu viejo, dejame de molestar, ya te dije. Y todos ustedes también. Ya se los advertí. ¿En cuánto se creen que me estafó aquel otro? ¿Mil pesos? ¿Tres mil? No tienen ni idea. No pagó una mierda. Noventa mil pesos me sacaron. ¿O nadie pasó por enfrente de mi casa estos días? No, que va, si a nadie le importa lo que le pasa a uno. Enorme como esta mesa es el cartel: Se vende.
- Esteban, no sabíamos na...
- Se vende, muchachos. La casa que me dejaron mis viejos. ¿Se dan cuenta? No me queda nada. Todo por ese hijo de puta del Duque. ¿Pero saben qué? Ya está, no me importa más. Lo tengo más que asumido. Pierdo la casa, pago la deuda y me la cobro. En realidad, me la cobré. Vos pelotudo me preguntabas si lo maté. Si, lo maté. Le metí el mismo cuchillo con el que les corté la sangre hoy acá en el pecho, bien adentro, hasta sentir como se le rompían los cartílagos, los huesos. Y fui subiendo, abriendo un surco enorme, viendo como la sangre caía a borbotones, hasta que vi que los ojos estaban en blanco.
Hizo una pausa. Veía los rostros pálidos de sus amigos, notaba que el ambiente era otro, la algarabía había sido reemplazada por el miedo, y las risas, por el silencio. Tomó su vaso y bebió un sorbo de vino tinto. Luego prosiguió.
- Y lo más divertido, es que nadie me va a culpar. Porque ustedes serán mis cómplices en esto. Para eso están los amigos ¿o no?
- Esteban, no se que tendrás en mente pero...
- Paulo, te pido silencio. No les importa que tengo en mente. Los que les debe importar es lo que ya tuve dentro de mi cabeza y he consumado. El asesinato, limpiar el lugar, esconder el cuerpo, invitarlos para juntarnos, llegar antes que nadie al quincho, meter el cuerpo en el freezer, sacarlo antes que llegaran con las bebidas, cortarlo en trozos y salarlo, prender el fuego, asarlo y observar ansioso como ustedes se lo comían, devorándose con ganas la única prueba de mi venganza. Amigos míos, sin dudas que he sido el que más disfrutó este encuentro. Impagable, sin dudas. Brindo por ello y por nuestra amistad.

11 de noviembre de 2009

Reflexión cuando aún no es noche y se va el día

De noche, los días parecen cortos. Y de día, las noches inalcanzables. Con esa realidad a cuestas, el dibujante salió al balcón, buscando asirse de algún paisaje sobre el cual recostar la imaginación y dejarse llevar, lejos, en silencio, donde nadie lo molestase y pudiese, al fin, dar con esa imagen que tanto anhelaba para ilustrar, pero que no se le ocurría.
Observó el cielo, límpido y fatal, esplendoroso, mágico. Una invitación a la vida. Sin embargo, allí no había inspiración. Era solo un cielo. Uno más en aquel atardecer, en ese contrapunto de la jornada en el que no era ni una cosa ni otra.
Buscó su mirada un refugio para su imaginación en aquellas azoteas vacías de vida, de ropas colgando, de antenas obsoletas detenidas en el tiempo apuntando hacia un arriba que no pedía por ellas. Pero tampoco encontró las respuestas.
Las calles. Trazos gruesos con movimiento. Figuras que iban y venían, ajenas unas y otras. Los vehículos avanzaban por sus carriles, la gente por las veredas. De vez en cuando las intersecciones de sus existencias hacían que se cruzaran, pero no tenían nada en común.
Y su dibujo, su idea, la mejor de todas, permanecía allí, en la incógnita de no querer nacer, de no querer ser. Qué difícil era dibujar aquello que jamás había visto. Qué imposible le resultaba encontrar aunque sea una pequeña arista de la cual partir.
Entonces lo supo. Para dibujar el alma, debía verla con sus propios ojos, porque no había nada en el planeta que se le comparara. Sin dudarlo, se trepó a la baranda del balcón y sin pensarlo, se arrojó al vacío. Vería el alma desprenderse de su cuerpo y la dibujaría con el último estertor, velozmente, en un solo trazo. Sería su legado, su aporte a la humanidad, aquello que trocaría su existencia hacia la inmortalidad.
Solo un segundo antes del impacto, mientras contemplaba casi fugazmente el fin del atardecer, con su mezcla habitual de colores, digna de una paleta angelical, se percató que había dejado los elementos de dibujo sobre la mesa de su estudio, nueve pisos más arriba.

8 de noviembre de 2009

La señora de la limpieza

La señora de la limpieza es como un fantasma, nadie la ve, nadie la nota y mucho menos, nadie la saluda. Ella viene y va, lampazo en mano, empujando el carrito en el que lleva sus elementos para higienizar.
Se conoce cada pasillo del edificio, el destino de cada puerta y los peldaños de cada escalera. Observa a diario a empleados, ejecutivos, clientes sin importarle que ninguno de ellos se detenga en su persona. Es parte del oficio, se miente.
Los rostros cambian con el tiempo, algunos se van, a otros los echan, llegan novatos, transfieren gerentes, el movimiento es continuo, como el péndulo que amenazaba en aquel cuento a un personaje de Poe.
Las horas marchaban sin piedad, pero ella se sentía anclada en el lugar. Desde el alba hasta la última estrella que se posaba sobre el manto negro de la noche, su tarea es la de limpiar. Y gracias a su esfuerzo, todo permanece impecable, perfecto.
Para la gente que allí trabaja el orden y la limpieza es tan natural que nadie se pregunta quién es la responsable. Parte de ingratitud, parte de comodidad. Pero a la señora de la limpieza no le importa. Lleva sus buenos años sabiendo de la poca gratitud humana.
En cambio, para los responsables de la gerencia de mantenimiento es todo un misterio saber quién conserva todo limpio, porque desde que se muriera Etelvina, diez años atrás, nunca necesitaron contratar a alguien más. La higiene se conserva por si sola, como si irónicamente el fantasma de ella permaneciera en el lugar.

5 de noviembre de 2009

Imposible

El doctor lo escuchaba atentamente, detrás de su escritorio. El aire acondicionado brindaba al consultorio un clima grato. Desde su silla, el paciente seguía preguntando, buscándole la vuelta a lo que sabía, era clínicamente imposible. El médico había estado explicándoselo la última media hora.
Terminó de hablar. Se hizo un silencio. Las voces atenuadas de la sala de espera llegaron a sus oídos, como conversaciones provenientes de otra galaxia.
El doctor dejó sobre el escritorio la birome con la que jugaban sus dedos y suspiró sin dejar de mirar a los ojos a su paciente.
- Gonzalo, entiendo tus ganas, tu predisposición a experimentar medicinas alternativas, pero no puede ser.
- Doctor, por favor, ya le dije, hágalo por mis hijos, por mi mujer.
- No es que no quiera Gonzalo. No puedo. Ya es tarde. Llevas muerto tres meses.

2 de noviembre de 2009

Poda sin respuestas

Perdido entre las hojas, lastimándome contra las ramas, sosteniendo con fuerza las tijeras de podar, a tres metros de altura, ganándole la batalla a la jardinería y a la tarea anual prometida al comprar la casa. De lo contrario el paraíso podía poner en peligro el ala este de la vivienda, robando su pintura o peor aún, partiendo sus ventanas.
La escalera plantada firme contra el suelo ofrecía una seguridad de todas formas inestable, pues la pericia en mi persona no era la indicada. Parecía un equilibrista en su acto más comprometido, jugando con la muerte ante miles de espectadores. Al menos en mi mente, jugaba ese rol.
Las ramas raspaban y cortaban y mi boca maldecía, aunque en voz baja, pues no quería despertar las sospechas de terceros, que seguramente intuían mi poca habilidad en la tarea, que año a año iba empeorando gracias a la edad que avanzaba irremediablemente haciendo que mi cuerpo se volviera cada vez más torpe e inútil.
Gruñía sin darme cuenta, cortando allí y acá, allá y aquí, tironeando y arrancando, sin ganas, molesto con la tarea. De vez en cuando descendía, cuidando de apoyar bien los pies sobre los peldaños, movía la escalera unos metros y volvía a la acción, a la lucha desigual entre la naturaleza y el hombre, ante las miradas fugaces de mi mujer o mis hijos, que solo pasaban de compromiso, para ofrecer un vaso de agua o preguntar algo no relacionado a lo que estaba haciendo, lo que, por supuesto, exasperaba mis nervios.
Fue en ausencia de ellos que noté el movimiento en la tierra y sentí la madera de la escalera cediendo. El sonido repentino de las bisagras abriéndose más de lo permitido.
En una fracción de segundos el mundo se dio vuelta. La estabilidad desapareció, la sensación de vértigo se transformó en un sudor frío que recorrió el cuerpo de los pies a la cabeza y el cuerpo se tambaleó como un juguete. La gravedad asestó el golpe final. Como una marioneta cuyos hilos se cortaron, me sentí cayendo aparatosamente. Primero fue el impacto, la sensación de mil arterias explotando, de los órganos colapsando. Después el dolor, la agonía y de inmediato, la oscuridad llegando antes que la muerte.
Y luego, todo cesó.
Me vi desparramado en el suelo, la escalera inclinada hacia un lado, sostenida por unas pocas ramas. En mi frente se podía ver un corte profundo y mucha sangre alrededor, sobre la gramilla húmeda y fría. Mi cuerpo parecía dormido bajo el árbol y en la medida que ascendía, las hojas y ramas que no había alcanzando a podar aún, me iban dificultando cada vez más la visión.
Pero allí estaba, ahora en un contexto más amplio, en el que no solo veía el cuerpo bajo el árbol, sino también la casa, sus tejas rojas, el hueco de la chimenea y más allá el jardín de la entrada, el verde del césped, el camino hacia la cerca de madera.
Sin dolor, seguía subiendo. Pero no dejaba de mirar el cuerpo abandonado. Ese cuerpo que durante más de cuatro décadas soportó este ser que ahora se alejaba. Y ahora, allí tirado, tan distante, tan lejano.
De pronto vi correr a su lado quién era mi mujer que al fin había salido al patio, encontrándose con tan trágica escena. Y en la visión, de por si tan extraña, desde algún punto en las alturas que no podría definir, pude observar que el cuerpo se movía. Si, se movía, como despertando del golpe. Y entonces, con ayuda de ella, incorporó la espalda primero y luego, sujetándose a sus brazos se puso de pie.
Absorto en aquello que veía, me vi llevado a un plano celestial, donde la paz me atravesaba de lado a lado, obligándome a mirar hacia otro lado y dejar atrás el pasado.
Así es que siguieron mis días, ajeno ya a todo pensamiento anterior. Salvo uno, que aún me carcome en silencio y que tiene que ver con mi cuerpo y su nuevo dueño, porque ya no soy yo el que existe en la Tierra, usurpando la que era mi carne y viviendo con la que era mi sangre. ¿Quién existe en él? ¿Cuántos de aquí, en este plano de la existencia, fuimos alejados de nuestros cuerpos para ser cedidos a otros? ¿Somos reales, formamos parte de experimentos de seres superiores?
Las preguntas se unifican en ese único pensamiento que aún resiste de mi vida terrenal, pero cada vez afloran con menor frecuencia, en gran parte porque la paz que me rodea hace que todo fluya más lento y en parte porque, me doy cuenta, de a poco toda conexión con el ayer se va perdiendo, como si un árbol que nadie poda lo fuese ocultando entre sus ramas y hojas, haciendo de su existencia un misterio o un simple sueño.