Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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31 de julio de 2019

Fugitivos

Corrieron por la vieja calle de tierra con la respiración entrecortada. Las lágrimas competían con el sudor. La angustia con el miedo. Y no muy lejos, las pisadas que parecían aproximarse.
Pero ninguno de los dos se atrevía a mirar por encima del hombro. Sentían sus propias pisadas y como un eco terrorífico, las otras. Y por sobre esos sonidos, sus propios gemidos, que escapaban con involuntaria letanía de sus labios, naciendo de las tripas mismas, ahora revueltas, a punto de expulsar todo el terror contenido.
Porque aquello, esa escena, había sido una especie de daga en la conciencia. La luz, el día, las risas, la alegría, había sido desmenuzada en pequeños pedazos en apenas un instante. La inocencia era ahora un recuerdo de viaje, borroso, una especie de mal chiste, embadurnado de fatídica sangre. Un imán despintado en la heladera del mismísimo diablo.
Y la esperanza, falsa y maligna, de creer que llegarían a un claro, a una calle transitada. Pero aquel camino olvidado no llevaba a ninguna parte. Las noches cerradas son laberintos sin salida, especiales para que la muerte salga de cacería. ¡Pobres aquellos incautos que se pierdan en ellas!
Y las pisadas, cada vez más cerca. Si hasta la respiración es audible. Ya no son solo lágrimas. Es un llanto desconsolado. Es la falta de aire de tanto correr. De correr en vano. Porque la calle de tierra es interminable, no tiene bifurcaciones, no tiene viviendas en ninguna parte, ni siquiera baldíos ni desvíos donde esconderse. Es solo una calle que la luna, traicionera, ilumina mostrando un camino a seguir.
Las abominables carcajadas son las que, finalmente, desmoronan toda posibilidad de escape. Se rompen en en la noche como disparos errantes, resonantes, forzadas. Parecen provenir de gargantas laceradas, quemadas por las brasa de estómagos ulcerados, de pulmones perforados por el humo de millones de cigarrillos fumados hasta las cenizas.
Los músculos se tensaron, dolieron, lloraron y los dos que escapaban, ella y él, furtivos enamorados en la esquina equivocada, se rindieron, cayeron de rodillas, extenuados, vencidos, resignados. Cruzaron miradas moribundas y cerraron los ojos.
El destino es implacable. Tarde o temprano llega a su objetivo. Y no tiene clemencia.
No la tiene.

2 de julio de 2019

Los nenes del carro

El frío de la tarde cortaba la piel. Los primeros días de julio habían llegado con la crudeza indiferente del invierno.
El carrito tenía dos ruedas de bicicleta y un mango largo por detrás, que servía de timonel. Era pequeño, de apenas un metro de largo por poco más de medio de ancho. El chico más alto lo empujaba. Desgarbado, pelo corto y desabrigado para el clima reinante. El otro lo acompañaba al lado del carro, portando una campera inflable roja dos tallas más grande, una sonrisa risueña y el cabello repleto de rulos disparados al viento.
Se reían con ganas, empujando el carro repleto de cartones. Iban por la calle, cerca del cordón, pero sin prestar atención al tránsito. Se detenían en cada cesto de la basura mirando con ansiedad las bolsas de residuos, sobre todo las que eran más claras y traslucían parte del contenido. Las cajas de cartón las manoteaban sin dudar y en un santiamén las desarmaban y aplanaban para que ocuparan menos lugar.
El más pequeño, libre de la tarea de llevar el carro, se adelantaba en la búsqueda del siguiente canasto. De pronto pegó el grito.
- ¡Mirá guacho, está casi llena!
Con habilidad había sacado de una bolsa, una botella de aceite. La sostenía en lo alto, como un premio. El más grande se acercó, festejando el hallazgo.
- Uy, eso también sirve - le dijo al otro.
En la misma bolsa había una caja de salsa de tomate y una de hamburguesas. La alegría era inmensa, el botín incalculable.
- Levantá eso que se te cayó, que le hacés mugre a la gente - reprendió el más grande, ante el descuido del pequeño.
Fue cuando se abrió la puerta de calle de la casa a la que pertenecía el canasto de la basura. Salió una mujer, levantando la voz.
- No toquen eso chicos, que está todo vencido. Hay pilas viejas, que es veneno.
La mujer se acercó velozmente, le sacó de las manos las hamburguesas y la salsa, y en su lugar les dejó un paquete de galletitas.
- Lleven eso, que esto les va a hacer mal.
Los chicos agradecieron, sin dejar de mirar el paquete de galletitas, y felices que aún tenían la botella con aceite.
- ¿Las comemos ahora? - preguntó el más chico, mientras se alejaban.
- No, vamos a llevarla para las casas - dijo el más grande, sabiendo que allí estaban los gurises, los que todavía no andaban la calle.
- Mirá - dijo su hermanito, señalando la placita del otro lado de la calle - esos nenes están jugando a la pelota.
- Ajá - respondió el más grande, que otra vez paseaba su mirada atenta sobre los canastos de basura que tenían por delante, a lo largo de la calle.
Avanzaron hacia el ocaso de la tarde, soportando el frío de igual manera que lo hacían con el hambre, tirando del carro, deteniéndose ante cada bolsa, dejando atrás la placita, el partido de fútbol, la pelota, la infancia misma.