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28 de noviembre de 2014

La puerta abierta

Adela había superado largamente los ochenta años y vivía sola desde hacía dos años, cuando su perro Fito se escapó aturdido por el ruido de fuegos artificiales. Previa a esa pérdida la vida le había enseñado con cierta dureza que nada era para siempre. Su esposo, sus hijos, hermanos y mucho antes, sus padres. Cada uno a su tiempo pero desapareciendo con un dolor muy grande que se iba acumulando en su corazón. De a poco, sin pretenderlo, cada muerte fue formando una coraza sobre sus sentimientos.
Pensó que si el destino decidía arrebatarle a Fito antes de invitarla a dejar el mundo, podría resistirlo. Pero aunque no tenía una certeza sobre el paradero de su perro, su ausencia se convirtió en un nuevo golpe para su frágil existencia.
De todas maneras, creía que de un momento a otro el canino de pelaje negro regresaría moviendo la cola con alegría. Por eso le dejaba la puerta abierta esperanzada en esa jornada gloriosa, que tarde o temprano debía hacerse realidad.
Algo le decía que Fito vagaba por ahí, buscando el camino de vuelta. Creía de tanto en tanto reconocer su ladrido pero cuando se asomaba por la ventana el perro siempre era otro.
Desde el día posterior a su desaparición, comenzó con la rutina de entornar apenas la puerta, dejando una luz del tamaño de un dedo, con el fin que Fito pudiera meter su hocico y empujar la madera para meterse en la casa.
Los vecinos, que eran sus únicos conocidos en el mundo, destino que cruelmente le depara a los ancianos que han perdido a todos sus seres queridos, solían recomendarle que tuviese cuidado, que no hiciera eso, que los tiempos estaban difíciles, que había ladrones por todas partes. Pero Adela respondía siempre con lo mismo: ¿Qué le pueden sacar a una vieja como yo?
La puerta siguió abierta, lloviera o no, hiciera calor o frío, con o sin viento. Y ella, sentada en su mecedora, tejiendo con agujas prendas que sin demasiadas vueltas luego destejía, ovillando y desovillando, siguiendo una rutina sedentaria y sin alternativas, simplemente esperaba. 
Un atardecer, dos años y un mes después de aquella estampida entre un lloriqueo mezclado con ladridos, la puerta se entreabrió lentamente. Adela levantó la cabeza como si hubiese sido impulsada por un resorte, dejando caer sobre el regazo las agujas y la lana. El sol se había ocultado hacía un rato y aún no había encendido las luces, por lo que imperaban las sombras y la oscuridad.
Ella atisbó un hocico y una pata peluda, pero tan solo fue la emoción. De inmediato la figura de un adolescente se interpuso entre su anhelo y la puerta. Detrás apareció otra silueta, de mayor dimensión. Fue cuestión de segundos para que la maniataran en la misma silla. Supo que eran sus últimos segundos cuando empezaron a gritarle y de una patada, el grandote cerró la puerta por primera vez en dos años y un mes.
Fito no volvería. Y si lo hiciera, ya no podría entrar. Su corazón comenzó a apagarse mientras los intrusos revolvían en busca de insignificancias materiales, de esas que solo importan a los que aún nada extrañan.

25 de noviembre de 2014

La razón de Natalia

Natalia necesitaba una sola razón para apretar el gatillo. Solo una. Pero en la cama, la espalda desnuda contra el respaldar, el joven no pronunciaba las palabras condenatorias que ella esperaba.
Al contrario, lo notaba seguro, tranquilo, hasta por momentos, sonriente.
- ¿Te estás riendo de mí Julián? ¿Es eso, no? Te causo gracia.
La joven movía con nerviosismo sus manos. El arma por momentos apuntaba la cabeza del chico, pero luego oscilaba entre el techo, la pared y la cama. Parecía estar sujeta por una persona con Parkinson. El dedo, de la misma forma, bailoteaba sobre el percutor. Una presión de más y...
- ¿Vas a contestarme?
Julián no profería palabra alguna. Se mantenía en la misma posición, exacerbando a Natalia.
Entonces ella saltó a la cama, presa de cólera, vociferando el nombre del joven. Llegó hasta él y descargó con violencia el peso del revólver sobre el rostro, subiendo y bajando su arma al menos cinco veces.
El cuerpo se desplomó hacia un costado. Natalia bajó de la cama y volvió a la posición previa, apuntado el arma con las dos manos.
- ¿Y ahora? ¿Te hacés el dormido? ¿Con eso me vas a engañar?
La furia desbordaba por sus poros. Arrojó una patada al colchón y pronunció varias malas palabras. No podía creer la desfachatez de...
Ya había olvidado el nombre. Siempre lo olvidaba.
- ¿Qué pasa Alberto? ¿Te vas a quedar ahí todo el día? Dale, decime la verdad. El nombre de la mina, todo.
Fue hasta la cama y volvió a erguir el cuerpo. Otra vez estaba con la espalda desnuda contra el respaldar. El rostro demacrado, desfigurado por la sangre.
- Te seguís riendo, no lo puedo creer. Sin dudas te merecés la bala, pero antes tenés que decirme el nombre.
Natalia se paseó alrededor de la cama, pasando por delante de las paredes salpicadas de sangre. Sus pasos iban dejando un reguero rojo hacia un lado y hacia el otro.
La voz chillona de la chica rebotaba en los rincones, penetrando solo en sus propios oídos, mientras el olor fétido que envolvía el ambiente parecía ser inadvertido de la misma manera que la sangre. El dedo se tensaba sobre el gatillo, pero no había presión suficiente. Ella quería el nombre de la puta. El maldito nombre. Y hasta que no lo consiguiera, no dispararía.
- Gastón, puedo seguir toda la noche así. No me vas a comprar con su sonrisa, andá sabiéndolo.
Volvió a subirse a la cama y lo golpeó con saña. Odiaba dilatar tanto la situación, pero era la única manera.
- Ya vas a hablar. ¿Cuánto tiempo más podés resistir?
De eso estaba segura. No resistiría mucho tiempo más con esa sonrisa tonta, esa falsa seguridad y esa fingida tranquilidad con la que pretendía engañarla. Y entonces, tendría su nombre. La razón que le bastaba para terminar con aquella faena.

22 de noviembre de 2014

Tragedia en la esquina de Pampa y Perdigones

Cuesta creer que al viejo Pereyra le haya ocurrido tremenda tragedia. Más teniendo en cuenta lo meticuloso que era, siempre cuidando dónde pisaba, de mirar de un lado y del otro de la calle antes de cruzar, de prestar atención a los aleros donde se posaban palomas para no terminar cagado, de observarse de reojo en las vidrieras para notar si estaba despeinado, de evitar las veredas con perros que pudieran tirarle tarascones o ensuciarle las pilchas...
Cuesta, pero es cierto. Todos lo hemos visto esta mañana. En el barrio la noticia corrió como si viajara sobre una bala y no faltó nadie a la esquina de Pampa y Perdigones. Para nuestro asombro, era real. Allí estaba tendido sobre el mejorado de la calle, el viejo Pereyra.
Una pierna extendida, la otra formando una extraña L. Los brazos, apuntando hacia los lados, como si hubiese tratando de abrazar una gigantesca mariposa. La cara ladeada, la boca semi abierta y los ojos (gracias a Dios) entornados, como si el último suspiro lo hubiese sorprendido en pleno sueño.
Era el cuadro típico de la muerte, cuando en un arrebato estruja el corazón de su víctima, achicharrando el cuerpo y llevándose el alma, dejando para la contemplación de los vivos el caparazón de lo que somos. Un ataque fulminante, letal, definitivo.
Pero no era el deceso lo que estaba fuera de lugar allí. El viejo Pereyra no tenía ese adjetivo en boca de todos por una mera cuestión estética; también era informativa. Tenía sus años, que se notaban a leguas en el rostro arrugado, el andar lento, la voz pastosa que se arrastraba con paciencia en cada frase. Pero Pereyra, siempre coqueto, lo disimulaba con su elegancia, con el caballeresco andar diurno, pavoneándose en el barrio como si fuera una gema preciosa escapada del museo.
Y sin embargo, en esa última caminata donde lo asaltó la muerte, el destino jugó la peor broma para Pereyra. El pobre viejo, siempre meticuloso, detallista, pulcro, había omitido (quizá por primera vez en años) cerrar la bragueta y esa imagen, de piernas y brazos despatarrados, rostro caído a un lado, chocante y repugnante a la vez, por tratarse de la firma de la parca, se tornaba aún más punzante para los curiosos al quedar a la vista no solo el descuido, sino la puntilla blanca sobre la bombacha rosa que descansaba con escarnio entre los dientes de la cremallera.
Es difícil decir que el viejo Pereyra descansa en paz. Al menos, no en el imaginario popular del barrio, donde detrás de "viejo" se invoca desde esta mañana un nuevo adjetivo.

19 de noviembre de 2014

Cruzar la calle

Su destino estaba del otro lado. Parecía fácil, unos pocos pasos, apenas unos treinta segundos de su vida. Pero al mismo tiempo, aquella calle era un límite.
No era como otras calles que había cruzado. Porque del otro lado, en esa casa de fachada gris, lo aguardaba ella.
Los coches pasaban por delante como disparados por resortes. De tanto en tanto el camino quedaba libre. Podía avanzar si lo quería. Dar el primer paso, luego el otro. Avanzar sobre la calle. Acortar distancia hasta la puerta desvencijada.
Pero se mantenía quieto, permitiendo a la brisa jugar con el cabello. Sentía una tonelada sobre sus pies. La calle estaba ahí, delante de sus ojos. Y sin embargo, a medida que pasaban los segundos, el otro lado se iba haciendo más distante. Como si existiese una relación entre el tiempo y la distancia.
Y entonces, por la vereda contraria, lo vio venir. Alto, rubio, de sonrisa permanente. Lo conocía. Claro que lo conocía. Se detuvo, golpeó la puerta y allí la vio. Entraron juntos y la puerta se cerró.
Si tan solo hubiese cruzado antes... pero no siempre lo sencillo resulta serlo. O si y uno es el que se encarga de hacerlo difícil.
Dio media vuelta y se marchó. Las demás calles no le representaron problema alguno en la vuelta.

16 de noviembre de 2014

Un buen pintor suizo

Lapicera en mano se paseaba por la galería de arte. Llevaba una libreta de apuntes y allí hacía una anotación tras otra luego de observar detenidamente cada uno de los cuadros exhibidos.
Ingrid, la curadora de la muestra, sospechó que podía ser crítico de alguna revista cultural. Más que nada por lo bien vestido que estaba y el tiempo que le dedicaba a cada obra.
Se acercó con fingido interés hasta el hombre, acomodándose el cabello con un prendedor plateado y con disimulo trató de espiar lo que escribía. No tuvo éxito y apeló a su encanto y conocimientos. Con tono confidente le habló de las vicisitudes en el armado de la muestra y le dio pautas sobre las razones que la llevaron a diseñar la exposición de esa manera.
Estaba entusiasmada. Jamás había estado tan cerca de alguien que escribiera en una revista y que pudiera darle un empujón a su carrera mencionándola en el artículo. ¿Y si era una publicación extranjera? La sola idea hizo que casi diera un salto.
No dudó en buscar una copa de champagne y alcanzársela. El hombre agradeció con un gesto, mientras detenía por un momento, con una sola mano, lapicera y libreta.
- ¿Quiere que le sostenga? - se animó ella, en una jugada muy arriesgada, pero al mismo tiempo inteligente.
El hombre negó con un leve movimiento de cabeza, sin dejar de observar una obra de un pintor suizo.
- ¿Conoce su obra? Es uno de los artistas más importantes de la muestra. Es una pena que no haya podido venir. Aquella obra es mi preferida, la del bosque y el castillo a lo lejos, ese que parece tener las luces encendidas.
La voz encantadora de Ingrid se perdió en la sala, sin que el hombre diera motivos para pensar que la había escuchado. Ahora si, estaba convencida de la profesión. Un crítico está siempre en otro nivel. No puede distraerse, pues su función es determinante.
- Mi nombre es Ingrid Dyjkens, soy la curadora de la muestra. Es un placer conocerlo... - dijo, entregando al hombre su mano con el dorso vuelto hacia arriba, esperando del él una respuesta acorde, aunque sea un nombre, una presentación... ¡algo!
Pero el hombre aprovechó el instante para devolverle la copa, retomar con la mano libre la lapicera y ponerse en marcha por un nuevo pasillo que hasta entonces no había visitado.
Asombrada, Ingrid reaccionó con cierta tardanza, cuando el hombre estaba al menos a cinco metros.
- Pero... ¡al menos dígame su nombre!
Una mano se posó sobre su hombro.
- ¿Ingrid, qué te sucede?
Allí estaba Ismael, su novio, uno de los socios de la galería.
Quería explicarle, pero le daba vergüenza admitir que había querido ser amable con el crítico. Así que solo le dijo que le había dado bronca que el enviado de la revista no le hubiese dirigido la palabra.
- ¿Qué enviado, amor?
- Aquel - dijo ella señalando el pasillo a su espalda, pero al hacerlo vio que estaba vacío. Corrió hacia el otro lado, buscando en la sala donde lo había visto por primera vez y tampoco estaba. Recorrió con Ismael pisándole los talones el resto del lugar.
- Te juro que estuve con esta persona, estaba aquí mismo, incluso le di de beber una copa.
- Querida, esta semana fue difícil, con todos los nervios, la inauguración...
- ¡No me trates de loca!
Ismael se resignó. Conocía bien a Ingrid como para saber que lo mejor era la retirada.
Lo vio alejarse y decidió ir por una copa para ella. En la barra improvisada para las bebidas dos mozos servían el champagne entre los pocos invitados que deambulaban por esas horas. Una mujer muy bien vestida se retocaba el maquillaje ayudada por un espejo de mano con marco dorado.
Ingrid le sonrió al pasar, pero no obtuvo la misma respuesta de parte de la mujer.
- No te hagás la mosquita muerta, que te vi hablando con él.
- ¿Me habla a mí? - preguntó Ingrid, sorprendida.
- A quién más. Sos la única que le coqueteó. Incluso le llevaste de beber. ¡Por favor! ¿Y todavía tenés el ímpetu de preguntarme?
Aquello, más que angustiarla, reavivó el ánimo en Ingrid.
- ¿Usted lo conoce?
- ¡Claro que lo conozco! El Conde es mi esposo y no voy a permitir - la mujer había metido el espejo en su bolso de mano y se movía hacia Ingrid - que cualquier mujerzuela trate de conquistarlo.
- Pero... - para Ingrid la fuerza de la mujer fue demasiado, ni siquiera le dio tiempo para hablar y explicarse, se sintió arrastrada hacia la pared con suma violencia y casi de manera irracional. Apenas si pudo voltear la mirada y ver sobre su hombro la proximidad de la pared y el cuadro del bosque que tanto le encantaba, ese donde había una especie de castillo a lo lejos, donde las luces parecían encendidas. Cerró los ojos para reprimir mentalmente el impacto, esperando el golpe y el dolor, sin embargo, trastabilló y cayó sobre un colchón de hojas.
Al abrir los ojos, la mujer, aún furiosa estaba de pie. Detrás, los árboles se erigían en punta hacia el cielo.
- Ahora vamos hablar seriamente los tres, claro que si - aulló la mujer, que tomaba un sendero por el bosque.
Ingrid no necesitó llevar la vista hacia el otro lado. Sabía que allí estaría el castillo del cuadro.
Tanteó sin esperanzas el aire, buscando la forma de retornar a la galería. Pero la noche arreciaba y el cantar de la fauna era más aterrador que el sonido de la ciudad. No tuvo más remedio que internarse en el bosque y seguir los pasos de la mujer, que más que caminar, parecía avanzar a los saltos.
Cuando el castillo estuvo cerca, pudo ver al hombre asomado en una de las ventanas altas. Creyó haber visto la libreta en sus manos.
- ¿Tengo que entrar ahí? - le gritó Ingrid a la mujer, que ya había atravesado el umbral del lugar.
No tuvo ninguna respuesta, aunque la soledad del bosque pareció ser suficiente. Penetró con miedo. sin poder quitarse de la cabeza que se había vuelto loca, como presagiaba su novio que le pasaría si no se serenaba un poco.
El interior del castillo era una sucesión de lujos. Paredes repletas de cuadros, arañas colgantes con cristales de todos los tamaños, columnas en todos los estilos y detalles en oro y plata en cada rincón. Una enorme escalera de mármol que se abría en dos, llevaba a las alas superiores. En el hall central, gobernado por una gigantesca alfombra persa, discutían airadamente el conde y su enérgica mujer.
- ¡Te conozco! Ibas a seducirla, como hacés siempre.
- Por favor querida, el recato ante todo.
- ¿Sabés por dónde me paso el recato? Vos y tu maldito pintor suizo que nos embaucó con eso de pintarnos para la posteridad. Nosotros acá y él en nuestro castillo, dueño de todo.
- Estamos en nuestro castillo, veamos el lado positivo.
- ¡Callate! Esto es una maldición, no un castillo. Y por si fuera poco, tengo que soportar que te escapes a buscar mujeres. Porque esa excusa tuya de que estás buscando las pistas para deshacer el hechizo es una estúpida mentira. Lo único que buscás son faldas fáciles.
A Ingrid aquello le resultaba irreal, pero ni siquiera en un sueño se iba a dejar tratar de mujer fácil.
- ¡No le voy a permitir! Me trae acá a la fuerza y me trata de mujerzuela. ¡Me cansaron! Y ahora, si me permiten, me retiro.
- Se hubiese quedado en el bosque, nadie le dijo que entrara - la mujer se dirigió a las escaleras, sin volver la vista.
El hombre bajó la mirada.
- Perdón, no era mi intención involucrarla. Todo esto es un malentendido que hemos tenido en el pasado con el pintor suizo que usted mencionaba en la galería. Como habrá comprendido, estamos atrapados en un cuadro de su autoría.
- Es imposible...
- La lógica indicaría eso, lo sé. Es por esa razón que en cada exhibición que se realiza, se abre por unos momentos una puerta en la que se me permite salir. Desconozco si sucede adrede o es una falla en la maldición. Lo cierto es que mi presencia del otro lado, si se quiere, es como la de un fantasma. Salvo con ciertas personas, con las que hago contacto. Como su caso. Mi problema es que el tiempo es limitado y debo hacer averiguaciones antes que esa puerta se cierre.
- ¿Y esa puerta se ha cerrado?
- Temo que si.
- ¿Y cuándo podré regresar?
- Cuando pueda resolver el enigma.
- ¡No me ponga nerviosa! ¿Esas anotaciones le han servido de algo?
- Debo estudiarlas. De todas maneras hay tiempo, no creo que haya otra muestra en al menos tres o cuatro meses.
- ¿Qué? No tengo ese tiempo.
- Hace cincuenta años que estamos atrapados, le aseguro que uno se acostumbra.
- Pero... qué haré mientras tanto, mi vida está del otro lado.
- Puede compartir con el resto de mujeres que mi esposa, la Condesa, ha arrastrado como a usted, en un ataque de celos.
- Esto es una locura.
- Una maldición.
- Lo que sea. No puede estar pasando.
- Pero está pasando y le pido que se haga la idea de ello.
- No, no, no, no, no...
¡Ingrid!
¡Ingrid!
- ¡No!
¡Ingrid!
Ingrid abrió entonces los ojos y se sujetó a su novio. Todo alrededor parecía moverse a otra velocidad. Se a poco fue tomando noción de donde estaba. Era el baño de la galería.
- ¿Por qué tomaste tanto? ¿Es por lo que te dije?
- No recuerdo haber...
- Ya hemos hablado del alcohol, te avergonzaste ante muchísima gente... ¡Ingrid! ¿Dónde vas?
Corrió por el pasillo de regreso a la sala. La galería estaba desierta, ya había cerrado. Se detuvo agitada ante el cuadro del pintor suizo. Sintió como se le erizaba la piel en todo el cuerpo. Las luces se habían apagado. Su novio llegó a su lado, seguía hablando en voz alta, pero ya no lo escuchaba. Había algo en aquel cuadro que la angustiaba y al mismo tiempo, asustaba. Tardó un rato en darse cuenta. Pero al fin, vio las sombras en las ventanas de alto. Dos, la de un hombre y una mujer discutiendo. Y en la parte inferior, hojas revueltas y un prendedor plateado. El suyo.

13 de noviembre de 2014

Los artistas tristes

Por más que trataba de escribir algo distinto, cada vez que se detenía ante una hoja en blanco, narraba la misma historia.
Cuando dibujaba, aunque le ponía todo el empeño, siempre el resultado tenía los mismos trazos y matices, y el rostro, era de la misma persona.
Si cantaba, más allá que le pusieran una pista musical diferente, la letra era la de aquella canción que los había sorprendido en el primer abrazo.
Parecía una maldición, pero no lo era. Ella incluso lo había olvidado. Pero Horacio la perseguía hasta en sueños. Y lo seguiría haciendo. Porque era su musa inspiradora. Y había cometido el peor de los pecados. Se había enamorado.
Su mejor amigo, Lautaro, cansado de verlo sufrir en vano, decidió que era hora de ayudarlo a confrontar la situación.
- Ella ya no existe, Horacio.
- Si, cada vez que la escribo, la dibujo, la canto.
- Por eso mismo, solo vive porque la mantenés en tu cabeza.
- ¿Y acaso debería dejarla ir, siendo que es lo único que me hace feliz?
- Pero Horacio... ¿Y tu talento? ¿Tus ideas? ¿Acaso no ves que siempre es ella y nunca la obra que te hará famoso?
- Ella es mi obra.
- Pero te volverá loco, no famoso.
- La felicidad es eso, un poco de locura. Y la fama sin ella, es el anonimato mismo.
Su amigo desistió, con algo de bronca y celos. Regresó a su máquina de escribir, donde dormitaba una hoja en blanco. A diferencia de Horacio, ni siquiera podía garabatear una oración.
- Al menos no me volveré loco - dijo en un murmullo, sabiendo que se mentía. Incluso Horacio, abandonado por su musa, tenía más posibilidades que él.
Se acercó a la ventana y encendió un cigarrillo. Era un momento aterrador. Había esperado por años que ella apareciera, que le diera un indicio. Cuando su amigo perdió la suya, hasta tuvo la esperanza de poder encontrarla. Pero el tiempo había transcurrido y no había llegado.
Horacio insistía con lo mismo y él, con la nada misma. Los dos eran artistas fracasados. Compartían el café de la mañana y una caminata por la tarde. Uno confesaba su repetición continua, y el otro, la imposibilidad misma de la creación.
Lautaro estaba convencido que la amistad los matenía con vida. Que las frustraciones los obligaban a esperar el día siguiente para poder narrarla al otro y que escuchar el pesar ajeno, mitigaba el propio.
Era la manera de sobrevivir, de pasar los días. Quizá algún día ella retornaría en la vida de Horacio y le concedería el permiso de escribir, dibujar o cantar otra sobre cosa. O bien, se dignaría de aparecer en la de Lautaro, y permitirle, aunque sea una vez, contar una historia.
En tanto, los artistas tristes, volverán a reencontrarse cada día con la premisa de esperar, tratando en vano de convencerse que la vida puede ser distinta.

10 de noviembre de 2014

Sobre la colina

Sobre la colina se erige un complejo de casas. La particularidad es que ninguna está habitada. Fueron construidas una década atrás, cuando en la zona corrió el rumor de la llegada de una fábrica de armas.
La fábrica nunca llegó y las casas se sumieron al abandono, hasta que unos años después llegó aquel circo, del que todos en el pueblo guardamos horribles recuerdos.
En enormes carromatos llegó procedente del oeste. Arribó sin aviso previo y se instaló a pocos metros del barrio abandonado.
Hombres y mujeres vestidos con atuendos oscuros montaron carpas negras, altas y apuntaladas con gruesos hierros. Desde el pueblo, la colina había cobrado un matiz fuera de la común, cercano a lo tenebroso.
La tarde en la que el circo cobró vida, un coche de vidrios polarizados recorrió las pocas calles del pueblo repartiendo volantes de color escarlata, donde en letras blancas decía "Esta noche única función".
No había ningún otro dato. El papel no mencionaba el nombre, tampoco el horario y mucho menos, cuales eran las atracciones principales.
Los vecinos dudaban de ir. Por alguna razón, aquello le daba mala espina. Así, con esas palabras, se refirió el viejo Palacios en el bar, cuando le preguntaron si llevaría a los nietos.
Lo mismo se expresó en cada charla que tuvo lugar en las calles, a lo largo de la jornada. Sin embargo, cuando cayó el sol, de alguna forma todos sintieron la misma inquietud. Conocer aquel circo.
Pocas veces podían disfrutarse de visitas de ese estilo. La última vez que había llegado un circo había sido cinco años atrás, justo antes del rumor de la fábrica. Y antes de aquello, lo más cercano había sido un parque de diversiones, cuyos juegos mecánicos destacaban por dos cosas: lo antiguo y la cantidad de óxido.
La población, por curiosidad y tedio acumulado, decidió acudir a la cita. No había horario estipulado, así que las ventanas estuvieron abiertas en todas las viviendas para observar el movimiento en las calles. Cuando el primer vecino se pusiera en marcha, el resto haría lo propio.
Con las primeras estrellas salieron de sus casas los más decididos, casi todo ellos, jóvenes. Se notaba el entusiasmo genuino por ver algo distinto. Los demás se fueron animando en la medida que los veían acercarse al camino que llevaba a la colina.
Se fueron perdiendo de a uno en las fauces de aquellas carpas oscuras. Los que quedamos en el pueblo, veíamos a lo lejos, desde nuestras ventanas, el artificio de luces que comenzaron a salir de pequeños orificios de aquellas construcciones efímeras.
Se escuchaban explosiones, gritos y aplausos. Debe haber sido el único momento en el que deseé haber tenido aún las piernas para poder desplazarme hasta el circo. Pero mi silla de ruedas no podía enfrentar semejante faena.
Me debo haber dormido sin quererlo. Supongo que lo mismo le sucedió al resto del pueblo. Pues al amanecer, viéndonos las caras en las veredas, ninguno recordaba haber escuchado a sus familiares retornar del espectáculo. Y en un despertar simultáneo, los que se habían quedado en sus viviendas, salían entonces afuera en busca de respuestas.
De aquella mañana recuerdo le brisa fresca, los rostros adormecidos y al mismo tiempo, aterrorizados. Y sobre todo, la sensación de vacío al divisar la colina desierta, tan solo habitada por las abandonadas casas del sueño armamentil.
No había indicios del circo, ni de sus carpas, sus carromatos, ni siquiera un folleto caído en el suelo. Tampoco estaba el que el día anterior, había doblado y guardado en mi bolsillo.
Lo más intrépidos corriendo hacia la colina, pero volvieron pronto, espantados. No solo por haber comprobado que nada quedaba de aquella siniestra visita. Sino también, por haber visto a través de las ventanas de las casas abandonadas los rostros salvajes, enfurecidos, de quiénes parecen haber sido los mismos seres queridos que habitaban con nosotros unas pocas horas antes.
Dicen haber abierto las puertas y toparse con la nada misma. Y que al cerrarlas, otras vez estaban ellos, gritando a través de los vidrios. Y que al girar los picaportes otra vez desaparecían.
Nunca subí a comprobarlo. No hacía falta. Esa misma semana cubrieron las ventanas con maderas. Si alguien tiene que pasar por la colina, no verá nada desagradable. Es la única manera de sobrevivir a la tragedia. Y si alguien pregunta por esas casas, quizá algún viajante desprevenido o un turista que se ha perdido, en el pueblo contestamos con la única verdad: allí no vive nadie.

7 de noviembre de 2014

Objetos perdidos

Cada sábado y domingo en la plaza del pueblo se celebra la feria de artesanos. Es una costumbre que se remonta varias décadas en la historia del lugar y que tuvo su origen en la falta de trabajo. Con el tiempo la propuesta inicial de un grupo de jóvenes y mujeres cobró fuerza, convirtiéndose no solo en una fuente laboral, sino en una atracción para la región. A tal punto, que es común encontrarse de un fin de semana a otro, con puestos nuevos, de gente de otras localidades que ha pedido permiso para vender sus artesanías.
En un rincón de la plaza, en los últimos años, tomó forma además la feria de antigüedades. Un anexo que se complementa a la perfección para los visitantes y también, una manera de permitirle abrir un puesto a personas sin habilidades para las manualidades, pero capaces de conseguir objetos antiguos, restaurarlos y ponerlos a la venta.
En este espacio, el fin de semana pasado sucedió algo muy extraño. Aún no me puedo explicar qué es lo que ocurrió. Lo cierto es que cuando todos llegamos, él ya estaba ahí. Cuando digo él, me refiere a un anciano de mirada rancia, pero al mismo tiempo, cautivante. Se presentó como José María y nos estrechó a los presentes la mano con una firmeza que no condecía con la edad que delataban sus arrugas.
Mi lugar allí no es atendiendo un puesto, no soy artesano ni tengo noción de artículos que puedan tener un valor para la venta. Trabajo en la comuna y me encargo de colocar los tablones. Pero de todas formas, al ver lo que el hombre sacaba de una de las cajas de cartón que había descargado de un viejo Chevy, sentí un escalofrío por el cuerpo.
Con mucha parsimonia, hundía las manos dentro de las cajas y extraía de a uno los objetos que luego colocaba en exhibición sobre la tarima que le había montado unos minutos antes. Mi asombro fue al ver un oso de peluche color naranja. El tamaño podía engañarme, porque habían pasado muchos años, pero no el detalle del ojo izquierdo. Allí, donde en algún momento había un plástico blanco y negro, mi madre había pegado un botón dorado.
Aquel no había sido mi juguete preferido, es más, lo aborrecía. Su color naranja chillón estaba lejos de mi ideal de oso. Pero es el que más recuerdo de todos, precisamente por el día que perdió el ojo. Aún los truenos retumban en mi memoria cuando pienso en aquello. Tendría cinco años o menos. Mi madre me había obligado a salir con el oso. Habíamos ido al pediatra y afuera llovía torrencialmente. La sala de espera estaba atestada y me había fastidiado. Tanto, que comencé a golpear con el oso un enorme florero de pie. Le pegué tantas veces que se tambaleó y se fue hacia un costado.
El florero se rompió en mil pedazos al dar contra una mujer que llevaba a su bebé de meses en brazos. Ella y el niño cayeron también al suelo. Recuerdo el estruendo entremezclado con los truenos que provenían de la calle, el llanto del bebé y los gritos de la mujer, asustada y enojada al mismo tiempo. El pequeño no se lastimó, pero una esquirla del florero rozó su rostro e hizo que asomara una gota de sangre. Fue suficiente para que la madre pensara lo peor y sin soltar al bebé, se puso de pie y trató de golpearme. Mi mamá intercedió pero alcanzó a manotear el oso de peluche. También recuerdo el sonido del ojo plástico al rebotar varias veces en los cerámicos del piso.
Jamás me habían retado como ese día y nunca más hubo necesidad de hacerlo. Aprendí la lección y vivo cada día de mi vida con la vergüenza en la memoria, tratando con sumo cuidado de no traerla a la superficie. Sin embargo, parado sobre la tarima, estaba aquel oso, del que nunca había sabido el destino que había tenido. Atiné a abrir la boca para preguntar, pero la cerré de inmediato. Estoy seguro que el anciano me había mirado de reojo, como esperando una reacción.
Me alejé con lentitud. Tenía la excusa de ver que todo estuviera armado en ambas ferias. Pero volví la vista varias veces. Y entonces fui testigo de muchos rostros vueltos hacia esa tarima larga de madera, cada vez más cubierta por objetos que el hombre seguía sacando de sus cajas.
Y las miradas que iban dirigidas a ese puesto tenían algo el común. Podía apreciarse un destello plagado de terror en cada una de estas. La gente se fue alejando, de la misma manera que lo hice yo. Se me había erizado el vello en todo el cuerpo. Me fui lo más lejos que pude.
Cuando retorné, la tarima estaba desierta. Solo la madera sostenida por dos caballetes. No había rastros del anciano, de sus objetos ni del Chevy con el que había llegado. Pregunté a las personas que estaban cerca y todos, incluso los que recuerdo le habían estrechado la mano, me negaron que haya estado una persona con tales características en el lugar. Noté que cada persona a la que interrogué me contestó con un énfasis fuera de lo común.
Pero vi otra cosa. Sus miradas, antes aterrorizadas, ahora eran esquivas, como si temieran que a través de sus ojos, pudiera descubrir un secreto muy profundo. Supe entonces que cada uno había encontrado su objeto perdido. Y lo peor de todo, es que alguien anda por ahí cargando con el pasado.
Temo que aparezca algún otro fin de semana. Creo que lo hará. Nos ha mostrado lo que tiene. La próxima vez, con seguridad, le pondrá precio. Y por ciertas cosas, uno es capaz de pagar hasta con lo que no tiene.

4 de noviembre de 2014

De lado a lado

Con el carro a cuestas cruzó la autopista. Las voces de los conductores llegaban clara a sus oídos, pero había aprendido a ignorarlas mucho tiempo atrás.
Avanzaba lento, en parte por el peso de aquel armatoste, con las ruedas desvencijadas, y otro poco culpa del dolor en los huesos que acometía desde el último invierno. Sobre todo en las piernas, que sentía siempre duras y ateridas.
- ¡No ves que vas a hacer matar a alguien, viejo de mierda! - exclamó una voz a través de una ventanilla baja, al tiempo que el coche aceleraba y lo dejaba atrás.
Si, era cierto. Estaba viejo. Lo otro no le importaba. Se lo decían cada vez que cruzaba de un lado a otro de la autopista. Lo sentía no solo en el dolor corporal, sino en que notaba cada día más distantes los recuerdos. Y la escasa gente que lo quería, familiares y amigos, gente de la villa con la que había compartido tantos días y noches, se le había ido muriendo de a poco. Se sentía rodeado por extraños, por rostros que desconocía. El sentirse solo, estaba seguro, era parte de ese proceso inevitable de seguir vivo cuando los demás se empecinaban en no hacerlo.
Llegó al otro lado. Los coches eran ahora exhalaciones a su espalda. Debía cruzar de lado al menos dos veces al día. Su casilla estaba en el este. La ciudad, en el oeste. Aquella arteria criminal trazaba una división perfecta. Con su carro, que él mismo había construido más de treinta años antes, sorteaba esa suerte de ruleta rusa bien temprano por la mañana y volvía a repetir el rito antes que cayera la noche.
Lo hacía con un solo objetivo. Comer. Aunque no iba a ningún lugar en especial. Solo a recorrer las calles, a juntar las botellas y cartones de las veredas. El estómago vacío le recordaba en la tarde que era momento de volver, porque ni siquiera sabía leer la hora. Entonces, pegaba la vuelta a sabiendas que trescientos metros antes del cruce, quedaba el lugar donde vendía el vidrio y el cartón.
Recién entonces, con los pocos billetes en mano que le daban, empujaba el carro hacia la autopista. Volvía sintiendo el sonido de las monedas en el único bolsillo sano, que era el de la camisa raída. Volvía pensando en un poco de pan, una sopa, o lo que pudieran darle a cambio en el almacén que estaba cerca de la casilla.
Las voces, los gritos, los insultos, las bocinas. Disparos a su cabeza, a su andar. Y finalmente, el otro lado. El carro, con lentitud, lo seguía. A pesar que cada día las fuerzas eran menos, que las piernas se movían con menos prisa, que la memoria se iba desdibujando como el sol en un día nublado, el hombre (ya viejo) mantenía la frente erguida. Las manos sucias, las vestimentas casi en harapos, pero los ojos firmes, hacia delante. Un paso, luego el otro. Matar el hambre, el cansancio, las voces. ¿Qué más? Su misión en el mundo era, simplemente, sobrevivir.

1 de noviembre de 2014

Encerrar el pasado

Aquella mañana Héctor se levantó con ganas de desprenderse del pasado. Venía evitando la idea desde hacía tiempo, pero al abrir los ojos y ver por la ventana el sol que se elevaba sobre las copas de los árboles, sintió una fuerza interna que no había experimentado jamás.
Plantó los pies sobre el piso de madera, se quitó la ropa de dormir y se vistió con lo más moderno que tenía. En una hora había amontonado en su habitación todo aquello que quería dejar atrás: viejos cuadros, fotos de familiares que desconocía, camisas y pantalones que ya no usaba, sillas y mesas que había legado en la misma medida que iban muriendo algunos de sus parientes, carpetas repletas de papeles cuyos contenido ignoraba o simplemente no recordaba, borradores obsoletos con cientos de ideas nunca desarrolladas, decenas de adornos que juntaban polvo sobre muebles que también odiaba, radios a pilas, una colección de estampillas...
Cuando reparó en todo aquello, se sorprendió. No sabía que había tantas cosas de su pasado que ya no quería consigo. Hizo una última inspección por el resto de la vivienda. No quedaba nada. Literalmente. Todo lo había trasladado a su habitación. Hasta el televisor y la heladera. Héctor comprendió que todo lo que tenía, tarde o temprano, lo desmoronaba hacia el pasado. Al contemplar una vez más aquella montaña de cosas que llegaban hasta el techo, sonrió por primera vez en años.
Le puso llave a la puerta y luego la dejó caer al piso. Con un puntapié la pasó por debajo de la puerta. Ahora no tenía manera de volver a abrirla. La única forma, sería derribándola. ¿Pero para qué querría hacerlo? Al fin había cortado amarras. La vida era una página en blanco. Feliz, trotó hasta la cocina a desayunar. Al llegar se percató que no tenía dónde ni qué.
Media hora más tarde los operarios de la empresa de gas que estaba haciendo una obra en la esquina, derribaron la puerta. Héctor les agradeció, sin poder ocultar su vergüenza. Le llevó todo el día ubicar cada cosa en su lugar. Llegó a la noche rendido, casi sin fuerzas. Se hundió en la cama, con ganas de desaparecer. Soñó que llevaba un candado enorme en la pierna, amarrado a una palabra. No era de seis letras para su asombro, sino de cuatro. Decía "vida" y supo que jamás encontraría la llave.