Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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30 de marzo de 2010

Calor agonizante

El bote era indispensable para cruzar el río y hacerse de provisiones, pero allí estaba abandonado, sobre el arenal que hacía las veces de costa, a pocos metros del rancho.
Podía verlo sin problema por la ventana semiderruida, con el mosquitero colgando y oxidado. Las manos tensas sobre la botella de tinto, el semblante duro y a su vez enrojecido de tanto tomar, eran la cruda imagen del olvido. Sólo el sonido de la isla cortaba la densa cortina de pensamientos que surcaban su mente, por momentos confundida, por momentos desquiciada.
Algunos perros ladraban a lo lejos, posiblemente en el rancho de los García. Raro que aún no fueran a ver qué le pasaba, ausente tantos días de las partidas de truco en lo de Giménez. Pero mejor así, que nadie lo molestara. Quería estar solo. Necesitaba estarlo.
De todos modos, estaba preparado. Por si venían, claro. La escopeta sobre el regazo, aguardaba dormida que la llevaran al hombro. Suspiró. Un resoplido que decía más que cinco confesiones juntas.
Miró la botella y la vio vacía. La arrojó contra la pared. El vidrio quedó regado por la cocina, como esquirlas de una guerra pasada. Tenía otra botella en la mesada. Se puso de pie, caminó dos pasos y el mundo se le dio vuelta. Cayó pesado, a todo lo largo y la cabeza dio contra la mesa. Sintió el toc como una bomba y de inmediato dolor.
No sabía si estaba desmayado o qué, entre el vino y el golpe su consciencia se limitaba a lo que sus ojos le mostraban. Al ras del suelo, el panorama no era muy amplio. La puerta de chapa abierta, el sol de enero entrando como látigo por la ventana y bañando el suelo de luz, el plato de comida del perro dado vuelta, las patas de una silla, el zócalo sucio y lleno de telarañas de la pared, un par de cucarachas secas vaya saber desde cuando y el cuerpo de Lucía, en una posición similar a la de él pero ya sin vida.
Detuvo la mirada en el rostro de la mujer. Parecía un ángel dormido, que despertaría de un momento a otro y desplegaría las alas para echarse a volar. Pero las señales de horror en su cuerpo la distanciaban de esa posibilidad. Las moscas revoloteaban sobre sus cabellos, donde la sangre se escurrió tras escapar del cuerpo por las heridas que la escopeta había labrado con placer.
Aún estaba desnuda, con sus senos exuberantes apretados contra el suelo y también manchados de rojo. Una de las manos se perdía bajo el cuerpo, como si estuviese buscando las partes íntimas, en un último intento de sexualidad.
Lucía, dijo en un hálito de voz. Sentía la boca pastosa, los labios agrietados. Deseaba en ese instante un beso de Lucía, sentir de nuevo su piel joven, suave y tibia, cuyo simple contacto disparaban sensaciones únicas, convirtiendo su pene en un leño caliente y su habitual tranquilidad en un espasmo de furia y pasión.
Así había sido esa tarde, días atrás. El calor pegajoso mojaba los cuerpos sin necesidad de estar al sol. El ventilador de techo arrojaba bocanadas de aire que eran bálsamos de frescura para los dos cuerpos entrelazados en la cama, fundidos en un mismo ritmo, un mismo gemido. La temperatura allí era otra, no importaba el calor ni la razón. Era el momento de amarse, de frotar los cuerpos, de penetrar el alma del otro hasta el cansancio. Era una tarde como tantas otras, en la clandestinidad de la isla, ante la ausencia de las responsabilidades, de los lazos y promesas ante un altar. Lucía era su perdición, su amor oculto, era el día que se anteponía a la noche constante de su vida.
Gemía, ella gemía. Le pedía más, casi presentía que la cama iba a estallar en mil pedazos, el sudor le resbalaba en el rostro y por encima de los sonidos del ritual, el perro se puso a ladrar enloquecido, como queriendo participar de ese acto, ser parte del frenesí y del ardor de dos amantes agonizando de placer.
Entonces, ella entró a la habitación. Amanda, su mujer. Cargaba la escopeta en sus manos y en su rostro la furia, el dolor, el deseo de cobrarse todas las sospechas de una sola vez y terminar con lo que sucedía a sus espaldas. Vio en los ojos de Amanda el odio como jamás se imaginó en ningún ser viviente. Y sin siquiera decir una palabra, apuntó y disparó. Lucía nunca supo que había pasado, el disparo le dio de lleno en la espalda y su cuerpo salió empujado por sobre el de él, para acabar en el suelo, derramando sangre y otros fluidos, con los ojos vedados a la vida.
Se dirigió hacia la cama, donde él temblaba del miedo. Las agallas quedaron de lado, con el arma en otras manos. Nada quedaba en ese ser desnudo, con el pene aún parado y rugiente, del pescador fornido y mal hablado, que de día pescaba para ganarse la vida y de noche la desperdiciaba jugando al truco y vaciando botellas de vino.
Le puso la escopeta en el miembro y no vaciló un segundo. El nuevo estruendo volvió a sacudirle los tímpanos, pero aún peor fue el dolor que sintió entre sus piernas, como si lo hubiesen desgarrado a mordiscones, pero de un solo tirón y ahora, en lugar de sus partes íntimas, solo quedara un volcán en erupción. Aulló de dolor, como un animal salvaje. Creyó que la negrura que embargaba sus ojos sería definitiva pero comprendió que tan solo era el comienzo del sufrimiento. Se llevó las manos hasta la zona y comprendió que estaba bañado en sangre. Buscó su órgano viril, al que aún sentía, pero ya no estaba allí. Abrió los ojos, a duras penas.
Amanda seguía allí, al pie de la cama. Una sonrisa repleta de tristeza adornaba su rostro. Meneó la cabeza de un lado a otro, suavemente, tratando quizá de demostrarle que aún no entendía por qué la había engañado. Seguramente Amanda, lo sabía de hacía tiempo. Levantó otra vez el arma y él se cubrió la vista con el brazo. Contuvo la respiración todo lo que pudo para no llorar y esperó el último sonido de su vida. El disparo estremeció la habitación. Pero no se sintió impactado. Retiró rápido el brazo y vio a su mujer contra la pared, sentada en una ridícula posición, la escopeta a dos metros y el rostro prácticamente irreconocible por la fuerza devastadora de la munición.
Aún seguía en el suelo. Las moscas seguían revoloteando sobre los cabellos de Lucía. Seguramente harían lo mismo con el cuerpo de su mujer, pero desde allí no podía verlo. Dio gracias que así fuera. De repente, todo había acabado. Ya nada tenía sentido. Se incorporó como pudo, asiéndose de una silla y llegó hasta la mesada. Tomó la botella y volvió a la mesa, casi a los tumbos.
El dolor en la zona de los testículos acabaría por matarlo, sino acaso la infección. Si lograba matarse antes con el alcohol, estaría incluso satisfecho. Sentía la escopeta sobre el regazo, pero no tenía el coraje. El calor del verano era sofocante, insoportable. Quizá, pensaba mientras apuraba un nuevo trago, como la vida misma.

24 de marzo de 2010

La ciudad ciega

Las manos en los bolsillos, los brazos bien pegados al cuerpo, el cuello del rompevientos hacia arriba cubriendo la garganta. La cabeza descubierta, empapada por la lluvia que cae demencialmente.
Aguarda, espera, observa, desde la oscura esquina de la intersección. La gente avanza apurada en todas direcciones espantada por la lluvia, algunos con paraguas, otros con el cuerpo de cara a las inclementes condiciones.
Nadie repara en su figura, nadie observa su semblante pétreo, ni siquiera les llama la atención el reflejo metálico sobresaliendo de su cinturón, visible entre los pliegos del rompevientos.
Los taxistas aceleran en las calles atestadas de agua y salpican hacia las veredas. Los transeúntes se quejan, maldicen, pero no se detienen, siguen su marcha, como si de alguna manera estuvieran jugándole una carrera a la tormenta. Más de uno resbala, cae, se lastima, se pone de pie sin la ayuda de nadie y vuelve a la afanosa misión de avanzar.
La lluvia arrecia, golpea con fuerza. Cada gota es un martillo. Las vidrieras de los comercios son paredes de agua y los comerciantes rezan en silencio para que no caiga granizo. Pero no permiten el ingreso de los niños de la calle, de los mendigos que quieren un techo pasajero.
Dos policías se refugian bajo el alero de un comercio, una calle más adelante y ninguno atina a cruzar para detener al joven que aprovechando el descuido de una anciana, le acaba de arrebatar el bolso. La mujer grita, desconsolada, pero sigue su marcha, huyendo de la lluvia, del viento.
La escena le parece un cuadro sobrenatural de la esencia humana. Tan previsible, tan dolorosa. Observa, en la plenitud del caos. Y comienza la cuenta regresiva en silencio, sin musitar ni una sola palabra. Como en cámara lenta, se pone en movimiento. El agua rebota en su cuerpo, su mano va a la cintura, abandona la vereda, pisa la calle con agua que le llega hasta los tobillos y sigue, no le importa el coche que viene, sabe que llegará a la otra acera y sigue contando, un número por vez, hacia atrás, preciso, certero, sin prisa y gana la vereda de enfrente y sin detenerse saca la pistola cromada que nadie ve, que a nadie le llama la atención y la extiende hacia delante, apuntando, mientras la lluvia la baña en un llanto divino y sigue contando mientras el cielo se resquebraja en relámpagos y truenos sin dejar de observar ni un solo momento, sabiendo que la espera está por terminar y entonces, como lo había calculado, llega a cero y la puerta se abre, la del edificio más grande de la calle, del hotel donde sabía que ella estaría y sale, sale con el otro del brazo, públicamente, como si no le importara, consciente que en la ciudad nadie mira, a nadie nada le importa y así impunemente sale, sonriendo, protegida por el paraguas que el otro sostiene, puntualmente, como cada tarde, para subir al taxi que la llevará lejos, donde vive su otra vida, la que ahora, él romperá como una foto vieja y...
El trueno disloca una vez más el cielo, la lluvia se hace más intensa y muchas personas directamente corren, abandonando el paso entre apurado y tímido para buscar un refugio donde escapar de las gotas frías que arriban con prisa desde lo alto.
Sigue en la esquina. Las manos aún en los bolsillos, los brazos bien pegados al cuerpo, el cuello del rompevientos bien arriba cubriendo la garganta. La cabeza descubierta, empapada por la lluvia que cae demencialmente. El trueno lo trajo de nuevo al presente. Sabe que saldrá en menos de un minuto. No vale la pena ni siquiera contar como lo hace siempre. Será así y punto.
Esta vez no quiere ver. Se ajusta el rompevientos, da media vuelta y se marcha por la vereda en dirección contraria. La lluvia lo azota con violencia, pero no lo siente. Ha perdido la facultad de sentir hace mucho tiempo. De a poco va recobrando el coraje, pero aún es muy pronto. En tanto seguirá viviendo una vida que es irreal aparentando naturalidad.
Se pierde entre la gente que corre en la tormenta, como uno más. Nadie lo ve, nadie repara en él. Su figura desaparece en la ciudad sin ojos.

21 de marzo de 2010

Están afuera

El primer pensamiento fue "están afuera". Había escuchado los ruidos. La pila de botellas de cerveza que su marido amontonaba en un rincón del patio se había desmoronado. "Están afuera" volvió a pensar, aferrándose con fuerza a las sábanas que la cubrían.
Tanteó sobre la mesa de luz pero se detuvo a tiempo. Si encendía la lámpara podía llamar la atención, la ventana estaba cerrada pero daba al patio y por alguna hendija se iba a filtrar luz. Buscó en su lugar el celular. Miró la hora. Eran las dos de la madrugada.
Escuchó el sonido de dos botellas chocando entre si. El corazón comenzó a later aceleramente. No se animaba a dejar la cama y buscar algún lugar más seguro. Pero antes debía llamar a la policía. Sin embargo...
Buscó el número del trabajo de su marido y llamó. Aguardó impaciente con el celular en la oreja. Escuchaba el llamado de la línea una y otra vez. Se imaginaba a su marido en otra oficina, o en el baño, y estaba segura que no contestaría, entonces ella cortaría y sería entonces ahí cuando...
- ¿Hola?
La voz de Carlos le sacó de sus pensamientos.
- Carlos - dijo con voz baja - soy yo, Andrea. Están en el patio. Acaban de tumbar las botellas.
- Andrea, amor, no empieces otra vez con eso. ¿Vas a llamar a la policía una vez más? Ya sabés lo que dijeron, que no irían si volvés a llamarlos.
- ¡Carlos, tenés que creerme, están afuera! - Andrea hacía todo lo posible por no levantar la voz, pero la actitud de su marido la irritaba.
- Mirá amor, ahora llamo a Juan Cruz que seguramente está levantado estudiando para la facultad. Si puede, que se asome por el tapial. La idea de molestar al vecino no me entusiasma, pero si te hace sentir más segura. ¿Te parece bien?
"¿Andrea? ¿Estás ahí amor? ¿Andrea?"
Cinco segundos después, volvió a preguntar.
"¿Andrea?"
A las dos y media de la madrugada la policía irrumpió en la vivienda. No había señales de la mujer en las habitaciones. Ninguna de las ventanas y puertas estaba violentada. La cama estaba vacía, el celular sobre la cama. En el patio no había huellas ni pisadas, todas las plantas y flores estaban intactas y las botellas estaban bien acomodadas en el rincón.
Aquello que preocupó a los oficiales fue la ropa colgada en el tendedero: una remera celeste empapada en sangre y una bombacha blanca desgarrada casi por la mitad. Sin embargo, no había rastros de sangre en el piso, tanto en el interior como en el exterior.
Carlos se mudó a los cinco meses de la desaparición. No soportaba el hecho de volver y no encontrar a Andrea. No podía ignorar que había descreído de ella. Que incluso la policía misma, que había ido en reiteradas ocasiones por los supuestos ruidos en el patio, tampoco le creyó. Pero lo que más lo torturaba era que todas las mañanas sonara el teléfono y la voz casi ronca de una Andrea que se imaginaba cadavérica le dijera "todavía están afuera".

18 de marzo de 2010

Nunca termina

El "loco corneta" le decía algunos, porque de vez en cuando se paraba en una esquina, ponía las manos en forma de tubo delante de la boca y emitía un ruido grave y largo, como si fuese un altavoz.
Nadie se sorprendía de estas actitudes, lo tomaban con gracia. Hacía más de veintilargos años que hacía lo mismo. Los más jóvenes se reían, los niños le hacían burla y los grandes pasaban de largo mirando para otra parte.
Tras hacer el sonido, solía permanecer una o dos horas en el mismo lugar, como esperando la llegada de alguien que nunca aparecía. "Ahí está el loco corneta, esperando" decían los jubilados sentados en la plaza, las amas de casa en la cola de la verdulería, los alumnos de la primaria cuyo patio daba a la calle, los empleados del banco observando por las ventanas...
El flaco Morel le preguntó a Paula si sabía porqué hacía eso. Paula levantó la vista, miró hacia la esquina y le restó importancia con un gesto: "No se, desde que soy chiquita que lo veo haciendo lo mismo".
Claro, Morel se había mudado al pueblo hacía solo un mes. Por suerte los chicos de su edad en el colegio lo habían aceptado muy bien. Le gustaba Paula, no podía disimularlo, aunque se contenía, más sabiendo que estaba de novia con Carlos, el primer compañero de aula que se acercó para sumarlo al grupo.
Se había hecho una costumbre que al salir del colegio fueran a sentarse alrededor de la fuente de agua de la plaza en lugar de ir a sus respectivas viviendas. La edad no conllevaba prisa. Y los retos de los padres eran pasajeros. Al fin de cuentas, una hora más, una hora menos, para ello era lo mismo. Cuando el tiempo no tiene ataduras, la vida se desarrolla sobre una hamaca, libre y jovial.
La contestación de Paula no lo dejaba muy conforme. Está bien, era un loco. O bien, una persona con cierto retraso mental. Pero sus dudas apuntaban a la razón, iban más allá de lo que veía, quería conocer la raíz de esa locura.
- Gaucho, eh, Gaucho, ¿vos tenés idea qué le pasa a ése?
El Gaucho, que así le decían porque el papá tenía una parrilla sobre la ruta y atendía vestido de paisano, observó hacia donde le señalaba el nuevo.
- ¿El loco corneta? No sé, mi viejo dice que se volvió loco en la guerra, no sé, qué sé yo.
- ¿En Malvinas? ¿Ese tipo volvió así de Malvinas?
- No sé flaco, creo que si, no sé, así dijo mi viejo. No me va la onda del tipo, así que no sé.
Morel se quedó escuchando los murmullos de las demás conversaciones alrededor de la fuente, sopesando las palabras del Gaucho, tan vacías, tan indiferentes. Las voces que escuchaba estaban enfundadas en trivialidades, tan distantes de sus preocupaciones, tan ajenas a la realidad. Somos jóvenes, se decía, pero no le alcanzaba para reconfortarse.
Desde pequeño había notado que sus pensamientos diferían bastante de los demás chicos de su edad, se detenía en ideas que quizá eran muy complicadas de entender pero les buscaba la vuelta, preguntaba y muchas veces le pasó de dejar sin explicación a los mayores.
- ¿Y si uno se le acerca, es peligroso? - le preguntó Morel esta vez a Paula.
- ¿A qué? ¿Quién? Perdoná, no sé a...
- Al tipo ese, el loco corneta.
- Ah no, no se. Ni idea, nunca me acerqué. Probá, dale, si querés el aviso a Carlos para que te acompañe - Paula había alargado la mano hasta su rodilla mientras hacía la invitación de avisarle a Carlos y el contacto le había detenido el corazón. Si, no tenía dudas. Sentía algo por Paula.
- No, dejá, no lo molestés. Voy solo - dijo mientras se ponía de pie y casi con timidez agregó - ¿Querés venir conmigo?
Paula sonrió ante la propuesta, como si fuese un juego y sin importarle donde estaba Carlos, se incorporó y tras ponerse a la par de Morel, salieron ambos en dirección a la esquina, donde el loco corneta, tras haber emitido el sonido minutos antes, aguardaba tranquilamente, sin sacar la vista de la calle principal.
Morel no podía entender cómo por su cabeza los pensamientos saltaban de "cómo preguntarle al tipo qué estaba haciendo" a "quisiera tomar de la mano a Paula pero no me animo". Estaba nervioso, no tanto por querer hablarle al extraño, sino por sentirse acompañado por esa chica tan preciosa.
En la esquina se acercaron al loco corneta. Recién entonces se dio cuenta que no sabía el nombre, no podía llamarlo loco y supuso que no sabría que le decían corneta. Instintivamente dijo:
- Señor.
Primero el hombre no se sintió aludido. Siguió observando más allá de la calle, pero sin ver nada en particular. Sin embargo al segundo "señor" giró su rostro hacia Morel.
El chico no pudo evitar dar un respingo, pero se controló para no asustar al extraño.
- ¿Señor, le puedo preguntar algo?
- Juan... me llamo Juan - dijo con timidez el hombre, a quién ya las canas invadían sus patillas. Y alargando su brazo, en un gesto que Morel tampoco esperaba, le tendió la mano para saludarlo.
El apretón fue firme, enérgico. Juan mostró una sonrisa en el rostro.
No sabía como empezar. ¿Y si se le enojaba?
- Le quiero preguntar algo, pero prométame que no se va a enojar.
- Voy a intentarlo - dijo con gracia el loco Juan.
El tono de la voz calmó un poco a Morel.
- Quisiera saber por qué hace ese ruido poniéndose las manos... bueno, usted ya sabe.
- Es obvio. Los estoy llamando. Qué otra cosa puedo estar haciendo - contestó encogiéndose de hombros, como si le preguntaran algo evidente.
- ¿A quién llama? - preguntó el chico, paseando la mirada alrededor, como haciéndole ver que no veía a nadie que hubiese concurrido al llamado.
- Llamo a los que se quedaron atrás. Les indico el camino. Los que logramos escapar antes de los bombardeos sabemos hacia donde correr, pero ahora el humo envuelve todo y la artillería te obliga a avanzar agachado, casi sin ver el camino. El sonido es todo lo que nos queda.
- Pero Juan, estamos en el pueblo. La guerra terminó. Mirá alrededor, ahí está la avenida, los canteros en el centro, la iglesia, la plaza, la gente sentada en el bar de la esquina del otro lado de la calle... Malvinas quedó atrás Juan.
El hombre sonrió, como quién le sonríe a un niño cuando lo escucha decir algo tan lejano a su alcance de comprensión que solo una sonrisa basta para subrayar el momento.
- ¿Estás tan seguro muchacho? ¿Puede terminar alguna vez el grito desgarrado de un compañero que se arrastra sin sus piernas mutiladas por una mina terrestre? ¿Puede acabar el llanto de una noche después de enumerar todo lo que soñábamos hacer en el futuro? ¿Tiene fin acaso la imagen de la novia que te observa desde esa foto llena de barro que se conserva entre las ropas en medio de la batalla? ¿Queda atrás quizá el último estertor de un soldado muriendo entre tus brazos?
Las palabras fueron como dagas en el corazón para Morel. Aguantó una lágrima y tragó con dificultad.
- ¿Entendés muchacho? Nunca termina. Esta locura no empieza para acabarse. ¿Volví al pueblo? ¿O aún estoy allá? ¿Cuál es la diferencia? Allá huía de la muerte, aquí soy un preso de la indiferencia o un blanco de las burlas. Y siempre, pero siempre, hay alguien que ha quedado atrás. No podemos pegar la vuelta y seguir nuestro camino. No. Aquellos que estuvimos allá, sabemos que es así. Los llamo para que vuelvan a mi lado, para poder emprender la vida juntos. Hasta entonces, esperaré.
Les dedicó otra sonrisa pero ahora con mirada triste. Luego volvió a su contemplación, más allá de la calle, esperando el milagro.
Morel y Paula se miraron. Ella no había podido contener las lágrimas. El la atrajo hasta su cuerpo y suavizó su llanto con un leve pero amable abrazo. "Vamos" le dijo mientras le tomaba su mano. Su cabeza era un hervidero. Le parecía que su mente había explotado en mil partes y transformado en un rompecabezas. Respiró hondo, dejó escapar el aire por la boca. De pronto sentía que la vida lo había pasado por encima, como lo hubiese hecho un tren. Por el momento solo sabía que la locura no residía en los locos, sino en los que no se atrevían a mirar un poco más profundamente.
Y quizá hacían bien. La vista no siempre era agradable.

15 de marzo de 2010

Frente a frente

Con Jacinto me pasa que tengo la sensación de haber desperdiciado mi vida al no haberlo conocido antes. Me pregunto cómo es que el destino se obstinó en no cruzarnos antes. Pero es una forma de alargar el momento en el que el llanto me abruma, como cada noche, rodeándome casi con lástima, mientras de fondo los acordes de un disco de Bunbury me obligan a cerrar los ojos y sumergirme en el silencio del sueño, a salvo de las nostalgias, de los recuerdos.
Era otoño cuando el abuelo se descompuso. Lo mantuvieron con vida ocho días. Largos y penosos. Habitación compartida de hospital, el sol de la ventana recordándonos que afuera la vida seguía su curso mientras la familia estancada al lado de una cama desarreglada, observaba a la muerte hacer su trabajo a cuenta gotas, disfrutando con el sufrimiento del pobre viejo.
En la cama contigua estaba Jacinto. Sus arrugas delataban los años que pesaban sobre sus huesos. Se convirtió en una grata compañía, con diálogos interesantes, oportuno humor y ante todo, un gran sentido del respeto. Así fue que luego del entierro en el cementerio, en lugar de ir a casa regresé al hospital y me quedé la tarde con Jacinto.
Volví cada día, a lo largo de una semana. Por momentos, mientras conducía el coche camino al hospital me preguntaba si acaso, inconforme con el hecho de haber perdido al abuelo, ahora quería ocupar ese vacío con aquel simpático recién conocido.
Fueron días espléndidos. Las anécdotas, las vivencias, sus palabras bien pronunciadas, la risa suave y contundente, la mano temblorosa llevando la taza a los labios. Y las charlas, las benditas palabras que iban y venían creando mundos interminables, que llegaban a su punto y aparte cuando las sombras comenzaban a ocultarle el rostro en el cuarto y en mi celular llegaba un mensaje preguntando si tenía pensado regresar a casa.
Lo llevé a su hogar cuando le dieron el alta y me entristecí al saber que no conducía hacia una vivienda, sino a un asilo de ancianos. Recién entonces me confesó no tener parientes vivos, ni siquiera hijos, los cuáles hacía tiempo había perdido "a merced de esta vida que a veces se empeña en ser cruel y hacernos perder la fe". Pero él no la perdía. Jacinto tenía ojos de esperanza y cada sonido de su voz era un canto a la vida.
Ayudé a llevar su bolso al cuartito que tenía asignado. Era pequeño, con una cama antigua de una plaza, paredes marrones y descascaradas. Apenas un cuadro colgado que mostraba un florero blanco y una rosa amarillenta, aunque los años le habían dado un tinte triste, casi opaco. Y sobre la cama, un crucifijo, del cual colgaba un rosario.
- ¿Va a estar bien Jacinto? - le pregunté, casi con el mismo cariño con el que le hablaba al viejo que la muerte recientemente me había quitado.
- Por supuesto mijo, por supuesto. Pero venga a visitarme, que todavía no se fue y ya extraño nuestras conversaciones.
En casa me decían que no me engañara, que no iba a encontrar consuelo por lo del abuelo visitando a un extraño. ¿Cómo explicarles que no se trataba de eso? Disfrutaba de la compañía de Jacinto, de las charlas, de las historias. No existe el consuelo para la muerte, tan solo los momentos que atesoramos en vida, y de mi abuelo me quedaban estos últimos. Jacinto no era un consuelo, era un nuevo momento, un hallazgo reconfortante, una pizca de esperanza.
- ¿Esperanza de qué, Emanuel?
Entonces no hablé más del tema. Dejé que pensaran lo que quisieran. Ninguna óptica es la misma, quién era para juzgar. Pero las tardes las pasaba en el asilo. Rondas de mate, partidas de truco, chinchón y la efervescencia del diálogo, los gestos, las carcajadas, los guiños compinches. Así disfruté a Jacinto, mientras me preguntaba sin preguntarle dónde había estado todo este tiempo. Cuánta falta me hacía Jacinto en la vida. Por favor, cuánta.
La mañana del 5 de junio estaba en el trabajo. Rutina hartante de colegio, insultos e irrespetuosidad gratuita de los alumnos. Las horas pintaban para ser iguales a tantas otras. El celular detuvo mis manos, que iban hacia un viejo archivador. Un número desconocido que sin dudar contesté, como si supiese que era Jacinto. Y allí estaba su voz del otro lado, como un buen amigo estrechándome en un abrazo en señal de bienvenida.
- Jacinto, que pero grata sorpresa. No sabía que tenía mi número - le dije feliz.
Entonces, el anciano amigo, me hizo la invitación más extraña que jamás me hubiesen hecho.
- Emanuel, escuchame, hoy me levanté con ganas de llevarte a dar un paseo. ¿Podés después del trabajo?
- Jacinto, tendría que llamar a casa y... - ¿para qué? ¿para que me dijeran que el viejo no era mi abuelo? - Si Jacinto, puedo, puedo. ¿Dónde quiere ir?
- Quiero llevarte a dar un paseo al pasado Emanuel.
- Perdón. ¿Le entendí mal o dijo al pasado?
Jacinto río de buena gana. Bueno, pensé, no está chiflado, le entendí mal. Pero en cambio, tras las risas, me dijo:
- Te sorprendí Emanuel, me imagino. Si, al pasado. No vengas al asilo. Te espero en la plaza.
Me quedé mirando el celular un par de minutos sin reaccionar. Luego estuve un buen rato pensando en que quizá si estaba algo loco el viejo Jacinto, pero luego reflexioné que quizá se refería a otra cosa y no justamente lo que uno entiende por viajar al pasado. Decidí no seguir dándole motivos a mi mente para dudar de mi amigo. En tres horas lo pasaría a buscar y el significado quedaría claro. A veces nos obligamos a conjeturas innecesarias, como si tener raciocinio fuera motivo suficiente para jactarnos de saber la verdad. Me dediqué a las tareas de cada día y me olvidé del asunto, al menos hasta el horario de salida.
Apenas si mandé un mensaje de texto a casa diciendo que no volvía. No me respondieron. Daba igual. Era un día espléndido. El sol se filtraba por la ventanilla del auto brindándole a la jornada otoñal una sensación de paz que invitaba a tirarse sobre el suelo y quedarse las horas mirando viajar la nubes.
Jacinto me esperaba sentado cerca de las palomas. De vez en cuando íbamos a alimentar a las aves. Era un pasatiempo que ambos disfrutábamos. Lo saludé con un abrazo y caminamos en silencio hasta el coche. Era raro no estar hablando, pero más rara había sido la invitación. El rompió el hielo.
- ¿Te quitaron la lengua los alumnos hoy?
Me reí. Negué con la cabeza y le expliqué con sinceridad que estaba pensando en su invitación, que no entendía eso de dar un paseo al pasado. Jacinto fue conciso y enigmático.
- Ya vas a ver.
Una vez en el auto, las palabras fluyeron como un río al que el dique le da finalmente paso. En tanto, me iba diciendo donde doblar, que caminos agarrar. Una hora después íbamos por la ruta vieja, con el horizonte amplio a lo lejos y el paisaje tan típico de la zona, con campos sembrados y árboles por doquier, deslizándose en dirección contraria a cada lado del vehículo. En el equipo de audio sonaba "Frente a Frente", aquella hermosa balada de los ochenta pero en una nueva versión de Enrique Bunbury. A Jacinto le gustaba la tranquilidad de la melodía, la nostalgia de la letra.
- ¿Dónde vamos don Jacinto? - le pregunté amablemente cuando los últimos compaces del tema se apagaban.
- Ah, ¿no es una zona hermosa? Mirá como el campo absorbe todo, como el tiempo parece desaparecer allá a lo lejos. Y en el tiempo, los instantes lo son todo. En el futuro solo hay instantes pasados. Porque el presente es efímero y solo cuando se convierte en un hecho singular, será algo. ¿Nunca te has preguntado donde quedan esos momentos que de vez en cuando vuelven a nosotros en forma de recuerdos? No te asustes, o no te ilusiones, no hay una ciudad mágica donde viven los recuerdos. No, pero hay ciertos parajes, ciertas latitudes ocultas, donde el tiempo se ha detenido, donde aún es posible reencontrarse con lo que a uno le sabe familiar. Al menos, querido Emanuel, que a uno le parezca familiar. Es allí donde nos dirigimos. El último confín de la tierra en el que puedo sentirme a gusto.
Y entonces, estirando su índice tembloroso, me mostró el cartel al costado de la ruta. El nombre del pueblo me resultaba conocido pero siempre sucede cuando alguien nos hace ver algo que quizá siempre estuvo allí y continuamente pasamos de largo.
Nos metimos por un camino de tierra muy angosto. Subí la ventanilla de mi lado, porque la tierra se metía sin permiso. Jacinto ni se inmutó. Unos ochocientos metros camino adentro, un cartel horizontal, que atravesaba de lado a lado la calle, sostenida por dos postes de casi cuatro metros de altura cada uno, anunciaba la bienvenida.
El pueblito parecía sacado de un cuento de antaño. Calles de tierra en su mayoría, cuando no de adoquines. Veredas angostas y con árboles. La gente delante de sus humildes viviendas, cada uno con su silla, en ronda, con la pava en el centro y el mate yendo de mano en mano. Jacinto saludaba agitando sus dedos y los vecinos le devolvían el gesto con una grata sonrisa en los rostros.
- ¿Son conocidos? - le pregunté.
- Todos los somos Emanuel, salvo que no siempre nos preocupamos por saludar. Nadie te negará un saludo si tu los saludas.
Pensé que podría estar en lo cierto. Conducía lentamente, aprovechando la quietud de la siesta, el silencio de la tarde quebrado tan solo por la risa de algunos chicos jugando con una desgastada pelota en un baldío frente al cuál pasábamos.
El pueblo tendría unas siete calles de largo por unas diez que las cruzaban transversalmente. Mantuve el coche en movimiento recorriéndolo, hasta que Jacinto me dijo que paráramos en la plaza.
Bajamos del coche y algunas personas se acercaron a saludar a don Jacinto. De inmediato nos llevaron a tomar mates. Yo seguía a Jacinto, como un chiquillo extraviado siguiendo al policía que lo encontró. No tardé mucho en conocer la calidez de los pueblerinos, en escuchar sus historias, en agradecer que estuvieran tan apartados de la ruta y que por eso el progreso no los arrollara. Se sentía respeto, buen trato. Algunos adolescentes estaban con nosotros y ninguno se expresó mal ni utilizó un lenguaje vulgar como el que mi oído malacostumbrado tenía por norma escuchar a diario.
Grandes, no tan grandes y chicos compartían en armonía. Jacinto de vez en cuando preguntaba por algún nombre y la conversación tomaba otro rumbo, con otros paisajes, otros coloridos, nuevas anécdotas.
Parecía que habían pasado horas desde que arribamos, pero al consultar el reloj, apenas si hacía una hora que habíamos llegado. Jacinto tenía razón, había lugares donde el tiempo parecía detenerse. Allí el aire era distinto, incluso lo era aquello que la vista no nos devolvía, la gente lo era, sus sentimientos, sus urgencias. Los semblantes tranquilos y felices. Me sentía bien. Repleto de ánimo, de esperanza. Y con orgullo miraba a ese viejo tan buena persona que por casualidad había conocido en ese difícil instante de mi vida. Ese instante de adiós. E impensadamente, de bienvenida. No solo a Jacinto, sino a la sensación de estar vivo, de mirar por primera vez, de escuchar como nunca antes, de sentir y palpar las texturas de una forma diferente.
Cinco o seis veces calentaron la pava, la gente fue yendo y viniendo, ninguno dejó de saludarme y hasta me entusiasmé de sumarme a la charla. La brisa y el sol nos cobijaban en la intemperie de esas veredas calmas, con la sombra de los tilos a nuestros pies.
Un muchacho de veinte años se acercó al grupo y preguntó si tenía ganas de acompañarlos en un picadito. Me vi sorprendido por la invitación.
- ¿Me decís a mi, pibe?
- Si señor, nos falta uno. Nos vendría al pelo que quisiera.
Lo miré a Jacinto pero ya este me observaba con una sonrisa de oreja a oreja que prácticamente me decía "andá Emanuel, como en los viejos tiempos".
Seguí al chico hasta el baldío cruzando la calle. Detrás, los vecinos y también Jacinto, empezaron a cargar el mate, la pava y a trasladarse para ver el partido. La pelota estaba bajo el pie descalzo de un hombre más o menos de mi edad. Me sonreía, como todos los demás. Y sentí que estaba en un grupo de amigos.
La pelota soltó sus riendas y comenzó a rodar sobre la cancha pelada, la tierra hacía pequeños remolinos y se perdía en la tarde, burlando hasta al mismísimo sol. Qué lindo fue sentir el contacto del cuero en los pies, escuchar el resoplido de la respiración al correr, los pulmones hincharse de vida, las ganas de gambetear, de dar un pase, de tirar un taco. Cuánta felicidad... y alrededor de la cancha de tierra la gente agolpada, alentando sanamente, riendo con las pifias, celebrando los goles por igual. Jacinto aplaudía, y yo reía, reía sin parar. Como un loco grande, como un niño que volvía a ser niño luego de haberse confundido en un mundo irreal, repleto de adultos, de problemas y sinsabores. Hasta creí oír gritar de algarabía a mi abuelo. Cuánta felicidad...
La tarde se fue apagando, no las voces. No el mate, no las ganas de estar vivo. Llegó el momento de las despedidas, de los abrazos. Vuelve pronto Emanuel, vuelve que te esperamos, me decían. Y nos subimos los dos al auto, con alegría, con la sensación de esperanza en cada poro de la piel.
Transitamos todo el camino de tierra hasta la ruta en silencio. Pero un silencio nada incómodo, al contrario. Retomamos el diálogo sobre el pavimento. Y recién nos detuvimos al llegar al asilo.
- Don Jacinto, bajo con usted por las dudas que le digan algo, ya que se ausentó tanto tiempo...
- No Emanuel, por favor, no bajes. Regresa a tu casa que has estado todo el día afuera. Te doy las gracias por este viaje, este hermoso paseo. Para mi fue volver al pasado, a otras épocas. Ojalá lo hayas disfrutado tanto como yo.
- Jacinto, no tiene idea de lo que lo disfruté. No sabe cuánto se lo agradezco.
Me contestó con la mirada alegre, la sonrisa en sus labios. Me dio un abrazo dentro del auto y bajó para ya no volver.
Me fui sin saber que era la última vez juntos.
Llegué a casa y me propuse no amargarme por los reproches pero tampoco oculté mi felicidad, la certeza de ser otro.
Al otro día llegué como cada tarde al asilo. Toqué el timbre y salió Irene, la encargada. Ni bien me vió su semblante cambió.
- Emanuel, querido, por Dios... - se detuvo, me aferró de los hombros y supe que algo le había pasado a Jacinto.
- Irene ¿qué pasa? ¿está bien don Jacinto?
Me atrajo hacia ella, como si fuese un niño y casi en el oído me susurró las palabras que no quería escuchar.
- Nos dejó Emanuel, nos dejó...
- Pero es imposible - retruqué, como si fuera el dueño de la verdad - Si ayer a la tarde lo dejé aquí mismo en la puerta y estaba bien...
- Emanuel, Emanuel. No. Ayer a la tarde ya estaba muerto. Falleció ayer por la mañana. Intentamos ubicarte a tu celular, a tu casa, pero no tuvimos suerte. Lo llevamos ayer a la tarde querido. Lamento mucho que no hayas estado, le hubiese encantado.
Di un paso atrás. Incrédulo. No comprendía. Si ayer había estado todo el día conmigo. Cómo había podido... me estremecí. Enjuagué las primeras lágrimas. Volví al coche y huí. Lejos del asilo.
Conduje sin destino durante una hora. Y de pronto me vi yendo por la ruta. Tomé el desvío de tierra y llegué al pueblo.
Me recibieron con felicidad. Ninguno preguntó por Jacinto. Me invitaron con mates, me convidaron con nuevas historias y luego, se armó otro picadito. Jugué y fue feliz otra vez. Incluso vi a Jacinto aplaudiendo a un costado. Cuando el partido terminó quise buscarlo, pero ya no estaba. Me acompañaron los demás al auto y saludé "hasta mañana".
En casa la tarde se transformó en noche.
La nostalgia aflorando como una estaca. Pero la vencía evocando su voz, sus palabras sus historias, sus charlas interminables.
Si tan solo lo hubiese conocido con más tiempo, me repetía una y otra vez. Pero sabía donde encontrarlo. Conocía el camino hacia el pasado, hacia ese lugar donde los instantes podían saborearse como la primera vez, frente a frente con uno mismo, con el que alguna vez fue, con el que desea volver a ser.

En al aire de la habitación, obscuridad mediante, la voz de Bunbury me sumió en el descanso, como si me acunara la melodía, el canto, la letra...

Solo quedan las ganas de llorar,
al ver que nuestro amor se aleja.
Frente a frente, bajamos la mirada,
porque ya no queda nada de que hablar...


12 de marzo de 2010

La razón por la que no existen los héroes

Había nacido como héroe, con poderes ilimitados. De niño sus padres lo disfrazaban con atuendos muy audaces y lo enviaban en las noches a los rincones más peligrosos de la ciudad.
Le habían inculcado ayudar a los indefensos, la diferencia entre el bien y el mal, la necesidad del débil de ser sostenido en los momentos de flaqueza, la urgencia del herido por conservar la salud, el ajusticiamiento anónimo para los injustos.
Creció recorriendo las calles, alumbrado por farolas amarillentas y la compañía solitaria de la luna. Supo de la vida bajo los cartones, de los puentes que eran techo, de los rincones donde el crimen nacía una y otra vez.
Saboreó la sangre del derrotado y la humillación del atormentado, extendió su mano a la prostituta ultrajada, cobijó al desamparado y vigiló al malviviente drogado. El niño era a la vez ángel y demonio, pero ante todo, justo.
La adolescencia lo encontró meditabundo. Desconocía el cansancio y sin embargo algo de eso le sucedía. Sabía que no era su cuerpo, sino su mente. Conocía cada calle, cada vereda, cada callejón oscuro y sin embargo, se decía, no conocía nada.
Combatía en la sociedad aquello que el hombre volvía a instalar continuamente, una y otra vez, como el polvo que se limpia de un mueble, que vuelve constante, permanente.
Derrotaba a unos, pero aparecían otros. La escoria se multiplicaba como cucarachas. No alcanzaba el esfuerzo, no servían las gracias. La humanidad se repetía en sus facetas oscuras. La maldad tenía su propia motivación y el bien parecía ser solo para los débiles.
Las noches dejaron de verlo recorrer las calles. La luna comenzó a extrañarlo. Los transeúntes notaban su ausencia y los crímenes crecían como la marea tras un maremoto. El héroe escupió su propia sangre y maldijo su esencia. Los ojos enrojecidos eran testigos del llanto que nacía en sus venas, preso de rabia.
Comprendía que su destino era en vano, que todo esfuerzo era inútil y que por más que luchara, el mal siempre estaría un paso adelante. Coronó su tristeza alzando el puñal en alto.
Lloró desconsolado cuando la hoja de metal rebotó como si fuera de goma al chocar con su pecho. Quedó tendido en el suelo durante varias horas, mientras la noche se retiraba y los sonidos de la ciudad llegaban a sus oídos, como invitándolo a retornar a lo suyo, a esa misión sin sentido que algún dios sinvergüenza le había encomendado en algún punto de otra existencia, tan remota, utópica, irreal, que parecía un sueño.

9 de marzo de 2010

El vigilador

Su trabajo no era difícil de cumplir. Lo habían contratado en una empresa de vigilancia y lo único que debía hacer era observar las cámaras de seguridad ubicadas en el perímetro de la empresa.
Estaba sentado ocho horas con los ojos puestos en los enormes monitores que contenían como si fueran pequeños recuadros las casi doscientas cámaras. Algunas enfocaban el perímetro, desde distintos ángulos y ubicaciones. Otras estaban en las oficinas y pasillos. Podía divisar el techo, el subsuelo y los laboratorios. Otras estaban destinadas a las áreas de producción, ya sea en las que se veían operarios o las que solo permitían en las funciones máquinas automatizadas. Incluso había una cámara que siempre estaba en negro, aunque podía comprobar que estaba funcionando.
No podía distrarse, mucho menos hablar de dormirse. Una cámara también lo enfocaba a él y le habían informado que otro hombre, en otra parte del complejo edilicio, lo estaba vigilando.
A su vez, en varias de sus cámaras podía divisar a otros tantos vigilantes observando a su vez a otro grupo de monitores. Por lo que alcanzaba a divisar, eran otros ángulos, otros lugares, al menos por lo que distinguía en las pantallas de cristal líquido.
El cuarto donde estaba (similar según veía, a los de los demás vigiladores) era bastante estrecho. Una silla, una bandeja de controles y la pared hasta el techo de monitores ultra delgados. Un extintor de incendios en una de las paredes laterales, un dispenser de agua fría en la otra y a espaldas de la silla, una puerta blindada.
No había ventanas. La ventilación hacía su recambio a través de unas imperceptibles hendijas en el techo. La iluminación era tenue y provenía de unas lámparas de bajo consumo ubicadas también en el techo, que apenas estaba a dos metros y medio del piso.
Un intercomunicador cuyo micrófono estaba fijo justo delante de la silla era el único medio de comunicación con otros sectores. Por más que tuviera consigo el celular, allí dentro no tenía señal.
A veces jugaba con la idea de lo que podía pasarle si se descompensaba estando en ese lugar, pero de inmediato recordaba que lo estaban vigilando de la misma manera que el monitoreaba a otros. Todo ello lo hacía pensar en un círculo vicioso, en un laberinto sin fin, en una especie de pesadilla de afiebrado de la que no se puede despertar.
Suponía que la intención de la empresa de brindar seguridad a sus bienes patrimoniales era buena, pero creía que era excesivo el hecho de estar vigilando incluso al personal de vigilancia y que además no se centrara todo en un mismo lugar.
Pero lo que calificaría de raro comenzó a mediados del último mes. Notó algo extraño en los demás vigilantes de su turno, que eran siempre los mismos. A medida que pasaban los días, los notaba más viejos. Cómo si en lugar de veinticuatro horas, pasaran años.
Si bien no le permitían llevar elementos para hacer anotaciones, comenzó a memorizar los detalles de cada uno de ellos y ni bien llegaba a su casa, volcaba todo a un cuaderno. Durante tres semanas llevó un detalle exhaustivo de lo que veía.
No le quedaban dudas, algo sucedía, pero no comprendía con exactitud que. Cada noche, antes de acostarse, se miraba al espejo, temiendo ver ese envejecimiento también en su imagen. Pero ni siquiera encontraba una cana en su cabello.
Apenas si tenía con quién poder comentarlo. Lo recogía un colectivo de la empresa delante de su casa cada mañana, viajaba sentado solo como casi todos los demás en un viaje que se caracterizaba por la ausencia de voces. Hasta entonces no le había prestado atención a la falta de diálogo entre los empleados. Pero lo mismo sucedía ya dentro de la empresa.
Bajaba del colectivo en una plataforma que lo conducía a los molinetes de ingreso, donde debía pasar una tarjeta magnética que registraba su entrada. Luego iba a los vestuarios, donde cada uno poseía un casillero. Mientras se ponían la ropa de trabajo, el silencio seguía siendo un denominador común.
Un par de veces intentó cruzar palabras con otros empleados, pero voltearon los rostros y siguieron en sus cosas como si nada. No sabía a que achacar esas actitudes. No volvió a insistir.
Ya en su puesto de trabajo, podía llegar a trabar conversación de palabras sueltas con el supervisor, a quién debía transmitirle cualquier movimiento sospechoso detectado en las cámaras. Pero no era un diálogo, mucho menos una conversación. Apenas un intercambio de datos. En las pocas ocasiones que formuló alguna pregunta, jamás obtuvo respuesta. Se limitó entonces a transmitir lo que era necesario, ni una palabra más.
Por todo esto, no tenía con quién discutir su idea del envejecimiento de los demás vigiladores. Y algo más lo ponía nervioso, el hecho de no saber donde estaban físicamente esas otras personas. Recordando los rostros que le devolvían las pantallas del cuarto estrecho, los buscaba entre los que bajaban de los colectivos o la gente que veía camino a las diversas áreas antes de tomar el turno.
Sin embargo no tenía suerte. La duda crecía día a día. Y esas personas seguían envejeciendo.
No sucedía lo mismo, en cambio, con los operarios u oficinistas que observaba en otros puestos, solo con aquellos que se dedicaban a observar los monitores.
Cansado de tanto misterio, una tarde al tener que informar de unas sombras detrás del estacionamiento del ala este que podían corresponder a ladrones o bien, al movimiento de los árboles, aprovechó que del otro lado del intercomunicador estaba el supervisor y le preguntó si sabía que le pasaba a los demás vigiladores que los notaba cada vez más viejos.
Por supuesto, no recibió respuesta alguna. Al otro día, al descender del colectivo y querer marcar con su tarjeta en los molinetes, se encendió una luz roja. Personal de seguridad se acercó, lo tomaron de un brazo y lo llevaron a un pequeño cuarto, donde sin vacilar le indicaron que la computadora señalaba que había sido despedido.
Pidió hablar con sus superiores, pero en cambio, extendieron ante él una especie de pantalla portátil, de apenas medio centímetro de grosor. Era una especie de planilla electrónica. Enganchada de un borde, vio una lapicera de punta digital. Le pidieron que firmara abajo de todo y se limitara a no protestar.
Lo hizo sin pensarlo, porque la sensación de que pasaba algo raro seguía latiendo en su interior. Lo llevaron por un pasillo trasero hasta unas oficinas más amplias. Allí aguardaban dos personas vestidas completamente de negro salvo las corbatas rojas que pendían a lo largo desde el cuello hasta altura de los ombligos. De mentones prominentes y miradas punzantes, los hombres lo obligaron a sentarse en la única silla del lugar.
La rareza había trocado en miedo. No le importaba si le decían que se fuera, esos extraños le daban mala espina. Estaba seguro que terminarían golpéandolo o peor aún, desfigurándolo y mutilándolo. Le dolía de solo pensarlo. Ahora se lamentaba de haber firmado la planilla, ni siquiera sabía que decía. Pero por el momento solo atinaron a encender un reflector que irradiaba una luz muy brillante, que prácticamente no dejaba ver ningún detalle del cuarto, apenas los cuerpos de los dos grandotes vestidos de negro.
Esperaron allí un buen rato, sin que se produjera un solo ruido. De pronto ingresó al recinto un tercer hombre de negro, aunque con la corbata azul. Comenzó a interrogarlo, a preguntarle sobre las conclusiones que había sacado. Le echó en cara que lo habían contratado solo para observar movimientos extraños, para preservar los bienes patrimoniales y no para detenerse en detalles que no le importaban en lo más mínimo.
Se sentía intimidado, la voz era potente y los gestos ampulosos, la mirada parecía hacerle sombra y notaba como las piernas le temblaban a pesar del
esfuerzo por dejarlas quietas. Sus ojos llorosos imploraban solo que lo dejaran ir, pero la boca se había aferrado al silencio y su corazón oscilaba entre la taquicardia y la muerte.
Pero el hombre de corbata azul fue terminante, la había cagado. No sabía que significaba ello, pero no creía que solo hablara de un despido. Dio una orden y los corbatas rojas lo sacaron a la rastra hasta un pasillo de paredes blancas y reflectores encendidos. Apenas distinguía una línea amarilla a lo largo del piso también blanco. El camino se hizo eterno hasta que finalmente una puerta se abrió y fue empujado hacia el interior de esa habitación.
El cambio lumínico fue notorio. De la blancura total del pasillo, provocada por los reflectores, a la negrura absoluta que devoraba todo en aquella habitación. El empujón lo había enviado al suelo. Se incorporó con miedo, no solo por la situación, sino porque le temía a la oscuridad. No sabía donde estaba ni que había en ese cuarto. Escuchó como gemidos y tanteó a sus espaldas con el fin de encontrar un asiento o la pared. Sin embargo, tropezó con algo y un quejido atroz quebró el tenso aire que parecía no existir entre tanta oscuridad. Al caer sus manos tocaron aquello con lo que había tropezado. Las piernas de alguien. La respiración se le cortó a altura del pecho y apenas si podía tragar saliva.
Se acurrucó contra la pared que por fin había encontrado y evitó todo roce con lo desconocido. Los gemidos no cesaban y provenían desde distintas direcciones. La sala parecía enorme y estaba seguro que no solo lo acompañaba el dueño de las piernas. Vagamente recordó la cámara que siempre se mostraba en negro y sintió no estar equivocado en relacionarla con esa habitación.
Si acaso había descubierto algo, jamás podría hablarlo con alguien, al menos fuera de ese lugar. No sabía lo que le esperaba, pero tampoco anhelaba saberlo. Como tampoco ya le importaba la verdad, el envejecimiento, la necesidad de hurgar donde no debía. Lo que si supuso, casi con certeza, era que la oscuridad sería su porvenir.
Desconsolado, comenzó a gemir.

6 de marzo de 2010

El camino al norte

Hay un estrecho pero largo pasillo en el edificio de la escuela donde me formé que guarda tantos misterios como crímenes la ciudad.
Conocido como "el camino al norte", pues en esa dirección cardinal se encontraba el aula de dirección, era transitado con miedo por aquellos que castigados por sus maestras debían tomar sus útiles y enfrentarse cara a cara con la directora.
Testigo de llantos contenidos y lágrimas a raudales, el pasillo erigió su fama de siniestro con el correr de los años.
En los recreos o bien en los juegos de los niños fuera del colegio se contaban historias que parecían inverosímiles y hasta fantásticas. Relatos sobre chicos que una vez enviados a dirección ya nunca más eran vistos, otros sobre niñas a las que invisibles manos le cortaban las trenzas mientras corrían evitando trastabillar y caer rendidas sobre los mosaicos oscuros del lúgubre recorrido.
Todos habíamos oído hablar de los susurros al pasar; de las paredes que parecían acercarse unas a otras, estrechando aún más el camino; de los murciélagos que habitaban los rincones que los ojos no alcanzaban a vislumbrar; de las ráfagas heladas de viento que calaban los huesos y que parecían provenir de ninguna parte en especial.
De una u otra forma, siempre alguien era castigado y aquello era quizá el miedo mayor. Todos intentábamos comportarnos, más sabiendo lo que nos esperaba en caso de incurrir en alguna travesura. Sin embargo, las maestras creían ver en todo gesto un acto de maldad hacia algún compañero; en cada abrazo, un intento de empujar al otro al suelo y en los diálogo existentes, escuchar una mala palabra nunca dicha.
En nuestras charlas de niños, esas que discurrían en un sinfín de temas, saltando de uno a otro como si fuésemos chimpancés bailoteando entre las ramas de los árboles, hablábamos de ello con un terror silente.
Estábamos convencidos que existía un embrujo y que las maestras estaban poseídas por ese poder oscuro que con seguridad residía en el aula de la directora. Hasta la campana que indicaba los recreos parecía sacada de una película de horror; ni siquiera el campanario de la iglesia sonaba tan lúgubre cuando anunciaba un entierro. Y eso que se hacía escuchar seguido, porque aquella era una ciudad extraña, donde la muerte era moneda corriente.
Quizá por ello los adultos no creían nuestras historias y justificaban nuestros miedos amparándose en que ir a dirección no era bonito para nadie. ¿Pero cómo nos podían explicar que Carlitos faltaba a la escuela desde el día que lo enviaron a dirección por dejar caer una hoja al suelo en medio de un examen? ¿Cómo podían hacernos olvidar que Angelita asistía a clases con la boca cosida debajo de ese gran vendaje que llevaba desde la tarde en que comenzó a gritar alocadamente camino a dirección tras ser haber sido acusada por la maestra de haberle mostrado la lengua? ¿O podíamos ignorar lo que le sucedió a Juan, o a Ismael, a Florencia, Germán, Omar, Miguel, Anahí, Jazmín y a decenas de nombres que ahora se me van de la cabeza?
Ir a la escuela era un infierno. Y aquel pasillo una figura fantasmal. Ninguno de nosotros tenía la certeza de regresar a casa, de volver a jugar con nuestros juguetes, de pelarnos otra vez las rodillas en la canchita de fútbol del club. De a poco el color de los juegos, de los pasatiempos, de las cosas felices, perdió su brillo y se vio opacado por el temor constante. Nuestras sonrisas se borraron y pasamos a ser niños de ojeras amplias, atentos a no cometer ningún error, a no infringir ninguna "ley", a ser estatuas vivientes.
Con los años vimos como muchos de esos niños sucumbieron a la locura, al suicido, al crimen. Y fuimos testigos de como muchos de nosotros escapamos de milagro de destinos similares.
El pasillo sigue allí, aterrorizando a otras generaciones, incluso a nuestros hijos. Cuando nos cuentan lo que ya sabemos, callamos la verdad y alegamos las mismas mentiras que nos decían de niños. Tememos. Aún hoy tememos.
¿Acaso nos creen tan valientes de poner un pie en esa escuela? Jamás. Nunca más la pisaremos. Ninguno de nosotros, ninguno que haya sobrevivido, tiene la más mínima intención de recorrer ese pasillo para enfrentar a la directora.
Por eso escuchamos y miramos hacia otra parte, como corresponde. Como la humanidad ha hecho siempre para sobrevivir.
Que así sea.
O mejor dicho, que sea lo que la escuela quiera.

2 de marzo de 2010

El interrogatorio

A Martini, López y Abregú los llamaron aparte. Fueron obligados a sentarse en un sillón de cuero desgastado por el uso y los amenazaron con golpearlos si hacían el menor sonido.
Esperaron en silencio, nerviosos, impacientes por saber como se darían los hechos. Fuera, otros trescientos empleados eran sometidos a rigurosos interrogatorios, todos con el mismo fin.
Cuando la puerta de la oficina se abrió, entró un uniformado de casi dos metros de alto, que parecía ser un oficial de alto rango. Preguntó a uno de los subordinados si alguien ya les había aclarado a los detenidos de qué se los acusaba, pero este negó con la cabeza.
El oficial sacó un atado de cigarrillos Camel del bolsillo y con cierta parsimonia acomodó el culo sobre el escritorio. Los miró fijamente mientras sacaba un encendedor Zippo y encendía uno de los cigarrillos.
Se lo llevó a la boca y se alejó del escritorio, caminando hacia el centro de la habitación. Con una mirada les indicó a sus subordinados que se retiraran. El portazo hizo reaccionar a los tres detenidos, que no podían dejar de observar al alto policía, como hipnotizados por su imponente presencia.
Con el cigarrillo entre los dedos, dejó escapar el humo por la boca en dirección al techo. Luego bajó la mirada y casi con repulsión les preguntó:
- ¿Quién de ustedes fue? ¿Quién de ustedes mató al gerente general?
Los tres se miraron, llegando a la comprensión de la situación. Ese era el motivo por el cual había sonado la chicharra que habitualmente se tocaba en la fábrica para indicar el horario de salida. Habían sido puestos en fila y de inmediato notaron la presencia policial. Cinco minutos más tarde estaban caminando hacia la oficina de seguridad.
- Muchachos, son gente grande. No me hagan perder el tiempo. A ver usted ¿Martini, verdad? A ver Martini, explíqueme que se siente.
Y de inmediato le enterró el cigarrillo en la frente. El grito de Martini fue desgarrador, la falta de previsión sumado al susto, hicieron que se meara al instante.
López y Abregú instintivamente tiraron sus cuerpos hacia atrás, como si la pared no estuviese allí.
- ¿Cuánto tiempo quieren hacerme perder? ¿López? ¿Usted que puede decirme?
Los ojos de López se agrandaron al punto de parecer reventar. No sabía si protegerse el rostro o los brazos. Sin embargo el oficial no optó ni por uno ni por los otros. Levantó su zapato con suela de cinco centímetros y lo bajó con fuerza encima de los testículos de López, doblándolo en dos.
El policía lo levantó del hombro y lo arrojó otra vez al asiento. Las lágrimas le caían pesadamente.
Abregú quería largarse a llorar ahí mismo. Sabía que ese día tendría que haber faltado, haberse quedado en su casa a cortar el pasto o hacer algún mandado. Tenía al oficial parado a sus pies.
- ¿Abregú, cierto? ¿Y, usted, qué...
- ¡Fue López oficial, fue López! ¡López lo acuchilló, fue López! ¡Por favor, ya sabe, no me lastime, por favor!
El oficial siguió de largo hasta la puerta, la abrió e hizo pasar a los dos guardias anteriores y llamó a otros más.
- Oficiales, llévense a Abregú, es el asesino.
- Pero... pero... - balbuceó Abregú, mientras era blanco de las miradas de sus compañeros y los demás policías.
- Pero nada Abregú - dio tajante el oficial - Al menos Martini usó la cabeza y no habló y López tuvo huevos y se quedó callado. Pero usted Abregú, usted me da asco. Usted tiene lengua y la usa para delatar a gente inocente.
Y dicho esto, lo tomó del cuello, le abrió la boca y tras estirarle la lengua hacia afuera, se la mordió con tanta fuerza que le arrancó un pedazo haciendo que la sangre saltara por el aire.
Los policías se llevaron a Abregú que iba dando alaridos de dolor. El oficial se quedó en su lugar, con la boca chorreando sangre y los otros dos detenidos aún sentados, petrificados, a su espalda.
Sacó nuevamente el atado de cigarrillos y le ofreció a Martini y López. Por miedo más que por deseos de fumar, ambos aceptaron.
- Muchachos - les dijo mientras enfilaba hacia la puerta - a veces la justicia necesita de métodos pocos ortodoxos para hacerse prevalecer. Y si algún día cometen un asesinato, permitánme un consejo: no revelen con qué arma lo hicieron sin que antes otro se los diga a ustedes primero.
El portazo los hizo reaccionar nuevamente. Eran libres otra vez. Aunque ninguno de los dos ocultaba el profuso deseo de asesinar al oficial de policía que recorría sus venas.