Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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16 de junio de 2008

Espía nocturno

Se escondía detrás del espejo para poder espiar mejor. Horacio había aprendido que para no ser encontrado, había que saber esconderse. La oscuridad no dejaba mucho librado a la imaginación.
La puerta del cuarto había quedado apenas abierta, dejando pasar tan solo un fino haz de luz. Podía ver desde donde estaba como ese rayito blanco invadía en forma tímida la negrura que lo rodeaba.
No llevaba la cuenta de las horas que tenía detrás del espejo, pero suponía que eran unas cuantas. Había oído a sus padres acostarse un buen rato atrás.
Estaba por darse por vencido, cuando escuchó el crujir de la madera del pasillo. Algo o alguien se estaba acercando. Sonrió en la penumbra, lejos de cualquier mirada acusadora.
La puerta comenzó a entornarse lentamente, dejando pasar cada vez un poco más de luz desde el pasillo. El bulto en la cama no era él, pero confundiría a cualquiera que no intentara destaparlo. Había puesto cuidado en ello.
Esperaba ver asomarse el cuerpo de alguien en cualquier momento, sim embargo la puerta se detuvo. Unos pequeños pasos resonaron fuera de su vista. No quería asomarse, porque podía ser descubierto.
Sintió ruidos de algo pequeño trepando a la cama. Vacilaba entre salir y sorprender a su visita o permanecer guarecido detrás del espejo. La incertidumbre lo carcomía. ¿Quién provocaba esos ruidos? No era lo que estaba esperando, sin dudas.
Solo entonces se dio cuenta que tenía miedo. Una vez que los sonidos cesaron, se mantuvo petrificado más de media hora en su lugar. Cuando estuvo seguro que lo que había entrado ya no estaba en la habitación, salió.
Encendió la luz y recorrió con la mirada cada rincón del cuarto. No había nadie o nada fuera de lugar. Cerró la puerta del todo y se sentó en la cama, palpando como con cierto orgullo el bulto que simulaba ser él.
Casi resignado metió la mano debajo de la almohada y palpó la desilusión de su hipótesis. Sus dedos regresaron a la luz sosteniendo un billete y dos monedas. La teoría se había venido abajo. El dinero, la ausencia de su diente y esos ruidos tan pequeños, tan diminutos, que no podían hacer otra cosa que desilusionarlo...
Había estado tan seguro que el Ratón Pérez no existía, pero tan seguro... y sin embargo, allí estaba su sello.
La magia ganaba esta vez, pero no dudaba en vencerla algún día.

8 de junio de 2008

El sueño de Sasha

Se encontró de repente en medio del sueño que la perseguía desde hacía tiempo. Sabía que estaría agitándose en la cama, transpirando y con los cabellos húmedos, como si tuviera fiebre.
En el sueño, su madre, cada días más débil, sollozaba con la cabeza sobre la mesa. La miraba a los ojos, con los suyos totalmente enrojecidos, y le pedía que por favor lo hiciese, pero ella no accedía.
Entonces, su madre, revelaba de abajo del brazo el revólver que allí reposaba guarecido de la vista y se pegaba un tiro en la sien. Y así es cómo se le permitía vivir. Maldecida en vida, debía morir cada noche para despertar al alba.
Sasha, en el sueño, permanecía despierta llorando a su lado, sosteniendo su cabeza pálida y fría, intentando no tocar la sangre. Y ni bien comenzaba a salir el sol, la sangre se secaba, la temperatura volvía al cuerpo de su madre y ella amanecía somnolienta, y de inmediato se veía rodeada por los brazos de su hija.
Y otra vez, en el sueño, llegaba la noche, y nuevamente la madre le imploraba que lo hiciera, que la ejecutase. Pero ella se negaba y la escena volvía a repetirse, en un ciclo sangriento, una y otra vez. Pero a cada despertar, su madre estaba más débil, más disminuída.
Y llegaba entonces una noche en el mismo sueño en el que ya no tenía las fuerzas para levantar el revólver y le rogaba, le imploraba que por favor lo hiciese, que si no disparaba, moriría. Y con lágrimas que le bañaban las mejillas, temblando por el horror, sacaba el arma de la mano avejentada de su madre y casi en un suplicio dirigía el cañón hacia su blanco y entonces, con fuerzas que no venían del corazón ni de su mente, apretaba el gatillo.
Y allí, como cada noche, despertaba, totalmente asustada, casi en un llanto, mojada de pies a cabeza, con las sábanas hechas un ovillo a un costado. Respiraba profundo y exhalaba, respiraba y exhalaba, de a poco pasaba la agitación.
Ya calmada, en puntas de pié para no despertar a nadie, llegaba hasta la puerta del domitorio de su madre y se quedaba allí, en la penumbra, contemplándola con una extraña mezcla de amor y tristeza, y ante todo, miedo. Un miedo indescriptible, que parecía arañarle la piel en ese mismo momento, agazapado en alguna parte de la casa.
Pero su madre descansaba tranquila, en el silencio de la noche, su contorno subiendo y bajando a medida que respiraba. Su mamá dormía y ella debía ir a hacer lo mismo si quería levantarse para ir a clases.
Echó un último vistazo y se fue conforme. Su madre descansaba como un angel y el revólver yacía manso sobre la mesa de luz.

4 de junio de 2008

Mis lápices de colores

Compré lápices de todos los colores, la caja de madera de doscientos cincuenta seis, uno más lindo que el otro. Venía el dorado, el verde limón, hasta pomelo rosado. Una maravilla la cajita! Y salí con la sonrisa fresca y el cabello al viento, sin perder ni un segundo y me perdí en las calles de mi barrio.
Pinté de rojo los troncos de los árboles y de naranja sus hojas, le di colorido a los perros blancos dejándolos azules, lilas y turquesas. No dejé senda peatonal sin retocar, una franja amarilla, otra plateada, la siguiente rosa, luego esmeralda y la siguiente siempre de otro color.
Mis colores lograron también que las veredas dejaran de ser grises y ahora relucen como el oro y las casas, cuyos frentes son siempre pálidos y aburridos, son dueñas (gracias a mis lápices!) de las tonalidades más bonitas que uno se pueda imaginar.
Dibujé estrellitas y soles en las calles, niños y niñas jugando en los tapiales y le di otra mano de celeste al cielo. Dejé que mis manos volaran coloreando con alegría los automóviles! Ahora circulan multicoloridos, simpáticos, bien despacio para que todos los contemplen.
Ya estaba ocultándose el sol cuando mamá me llamó para ir a cenar. Regresé trotando y feliz, con el sacapuntas desgastado y los lápices cortitos pero llenos aún de su magia. Y detrás mío quedó un mundo más lindo, digno de ser habitado. Y con la misma sonrisa que me había ido, ahora me sentaba a la mesa, con la caja de colores bien a mano siempre dispuesta a pintar una risa en lugar de un gesto triste y reemplazar lágrimas con dulces margaritas.

2 de junio de 2008

El hombre que no fallaba

Pocos asesinos a sueldo eran conocidos como él. Su fama cruzaba oceános y derrumbaba idiomas. En los oscuros callejones del mal vivir, su nombre de mil caras, tan cambiante como el viento, era sinónimo de garantía. La reputación lo colocaba en la cúspide de los mercenarios sin banderas, de los hombres fantasmas que van de un lado a otro, empuñando un arma en las recónditas sombras del día y las tinieblas de la noche, dejando a su paso su sello inconfundible, fundido en plata y bañado en carmesí.
Era el hombre que no fallaba, el que jamás dejaba un encargue por hacer. Todos buscaban sus servicios, sin preguntar ni una sola vez en cuánto iría a costar. Esa tarde le llegó una carta, siguiendo los procedimientos que solo los que caminaban los pasillos de la muerte conocían bien, esos que garantizaban que era un pedido verdadero y no una mera trampa de las agencias de la ley que estaban tras su cabeza.
El hombre que nunca había fallado ni dejado escapar a una víctima rompió el lacrado del sobre y sacó la tarjeta del interior. La cifra tenía seis ceros. Revisó en la computadora su cuenta bancaria y allí estaba el depósito. Siempre cobraba por adelantado, tal era su reputación.
Satisfecho, tomo la segunda tarjeta, dónde estaban los datos de su blanco. Leyó el nombre tres veces para estar seguro. Algo parecido a la confusión lo tomó por sorpresa. En la tarjeta estaba escrito su nombre y su dirección. El hombre que nunca había fallado no lo dudó y fue por su arma. Y por supuesto, como profesional que era, no falló.