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29 de julio de 2012

Cuenta hackeada

Recibí el primer mensaje de texto cerca del mediodía. Debo confesar que aún estaba en la cama, pero a mi favor podría decir que era domingo y que había estado trabajando hasta tarde. Era corto pero conciso: "Te hackearon la cuenta".
Si bien no estaba dormido, el mensaje me desorientó. Lo enviaba un amigo muy cercano y no parecía tratarse de una broma. Mi primera reacción fue repasar cuáles eran mis cuentas. Pensé en las cuentas del banco, en la caja de ahorro, en la cuenta corriente, pero supuse que mi amigo, por más cercano que sea, tenía pocas posibilidades de enterarse si algo le había pasado a las mismas.
Se refería a una cuenta de mail o quizá la de twitter. O podía ser la de facebook. ¿Qué otras cuentas tenía? Me resultaba imposible enumerarlas, desconocía la cantidad exacta. Estaba registrado en foros, sitios de compras, portales, paneles de encuestas, casas de apuestas y mil etcéteras más.
Le contesté: "¿A qué cuenta te referís?". Los cinco minutos que transcurrieron desde que envié el mensaje hasta que el celular emitió el ringtone que me indicaba que había llegado la respuesta fueron eternos. Para entonces ya había comenzado a cambiarme. Algo de luz se filtraba por la persiana y los ladridos de los perros en el patio habían logrado despabilarme. Pero no podía mentirme, lo que realmente me había impulsado a ponerme de pie, colocarme los pantalones y calzarme, había sido el mensaje de mi amigo.
Miré la pantalla del celular y sentí que se me caía el alma al piso: "La del juego online".
Entré en pánico. Solo él sabía que jugaba en la computadora a ese juego. Corrí a encenderla. Mi esposa y los chicos habían viajado el fin de semana a casa de una tía. Por mi trabajo no había podido ir. Agradecía al destino, no hubiese podido conectarme estando allá, porque la tía no tenía conexión de internet.
El inicio de la máquina se me hizo eterno. Abrí con desesperación el navegador y entré a la web del juego. Mi amigo estaba en lo cierto, me habían cambiado la clave. Lo llamé.
- Cacho, no puedo creerlo, pongo la clave y nada. ¿Cómo carajo te diste cuenta?
- Porque están haciendo spam con tu dirección, promocionando el juego. Estás frito Alfredito. Por las dudas me di de baja, no vaya a ser cosa que me pase lo mismo.
- ¿En serio me lo decís? Me quiero morir. ¿Y a vos te llegó algo desde mi dirección?
- Si, a mi, a mi mujer. Ella me preguntó que era eso, si sabía en que estabas metido. Por supuesto, me hice el boludo.
La angustia ganaba terreno en mi interior. Me preparé un café bien fuerte. Por suerte mi mujer no tenía internet allá. ¿Qué podía hacer? ¿Cómo podía evitar que le llegara a todo el mundo? O al menos, que no dieran crédito del spam. El rostró se me iluminó de repente.
Haría spam. Uno con mis cuentas de correo, dirigido a todos mis contactos, aclarando que por alguna extraña razón, un sitio web estaba enviando información falsa usando mi nombre. Me apuré en redactarlo y lo envié a través de las cuatro casillas de mails, además de publicarlo en todas las redes sociales a las que estaba registrado.
Sentí cierto alivio, como que un peso gigante desaparecía de mi espalda. Mi amigo me felicitó a través de otro mensaje: "Bien pensado, con eso zafás". La sola idea de que esa información llegara a todos mis conocidos me espantaba. Ahora, al menos se vería de otra manera.
Varias veces había pensado en dejar ese juego, pero era muy adictivo. Ahora no me quedaba otra. Por otro lado, estaba bien. A esta edad, esposo y padre de familia, no estaba bien lo que hacía. Si bien era un juego, podía indicar una pauta, una conducta. Si, definitvamente sentía alivia.
Miré por última vez la página principal del juego y me despedí en silencio. El Travesti Simulator había quedado atrás en mi vida.

26 de julio de 2012

El vecino que robaba wi-fi

No podía creerlo. Había esperado toda la semana para esa noche, porque se jugaba la final del campeonato, y la conexión de internet comenzó a ponerse lenta al grado extremo de no llegar a mostrar cinco segundos de video sin cortarse.
No tenía televisor, no lo necesitaba. Podría ver todo a través de internet. Sin embargo, se maldecía por tener que estar renegando en lugar de disfrutar del último partido del torneo.
Apagó y encendió el router wi-fi. Reinició su equipo. Nada. La conexión seguía muy lenta. En los últimos días había notado cierta desmejoría en la navegación, pero lo había atribuido al servicio, que solía mostrar inestabilidad. Pero nunca al nivel que lo estaba sufriendo entonces.
Marcó al número de asistencia técnica. Aguardó impaciente la grabación automática y digitó las opciones que le fueron enumerando y haciéndole perder el tiempo, hasta que finalmente lo atendió un operador. Le tomaron el reclamo, le hicieron hacer pruebas inútiles y finalmente le aseguraron que entre cuarenta y ocho y setenta y dos horas estaría solucionado.
- ¿Cómo cuarenta y ocho o setenta y dos horas? ¡Ahora lo quiero! - gritó en vano al teléfono.
Volvió a intentar suerte, pero el resultado fue el mismo. La imagen del partido deteniéndose a cada tanto, permaneciendo congelada entre veinte y treinta segundos. No lo toleró más. Apagó todo y salió de su casa, en busca del bar más cercano.
Odiaba todo acercamiento social, incluso tener que ir al supermercado. El hecho de hacerse la idea que estaría compartiendo con otras personas en un bar, lo estremecía. Pero era eso o quedarse sin el partido. Ya se había perdido casi todo un tiempo. Al menos podría ver el final.
Al salir de su casa se percató de algo. O mejor dicho, recordó que el fin de semana se había mudado un nuevo vecino. Su mente tejió una teoría: el vecino le estaba robando la señal de wi-fi. De inmediato torció su caminata y se encontró golpeando la puerta de la casa de al lado. Salió a atenderlo un muchacho joven, de ojos vivaces.
- Disculpe - le dijo - soy el vecino de acá al lado, sabe, quisiera saber que servicio de internet tiene, porque el mío está funcionando mal y si por esas casualidades es el mismo, podría darme cuenta si es un problema general o algo en mi computadora.
El joven dudó en la respuesta y eso fue suficiente para él, sin embargo, se contuvo. Finalmente contestó.
- Me mudé hace poco - dijo como excusándose - así que todavía no contraté ninguno, pero me estoy conectando a una señal cercana, que no tiene clave de seguridad.
- Y decime - le preguntó, seguro que se encontraba ante el culpable - ¿la usás para el laburo o bajás pavadas?
El joven se la vio venir, sin lugar a dudas. Porque retrocedió un par de pasos y miró por encima del hombro. Su notebook podía verse desde la puerta. Y a pesar de estar a cinco metros, el programa que estaba abierto en primer plano era un gestor de descarga.
- De todo un poco - se apresuró a contestar, queriendo cerrar la puerta a su espalda - Pero, si, un poco de trabajo, otro de estudio...
- ¿Y otro de música, y otro de películas y otro de porno...? ¿Cierto? - el tono que usó fue irónico y elevado.
El muchacho retrocedió asustado.
- Mire... - balbuceó - si la señal es suya y le está ocasionando problemas, ya mismo me desconecto, no sabía...
- Así que robás señal y te sorprendés que le joda la vida al que la garpa. Te voy a enseñar a vos...
Quería propinarle un par de puñetazos, al menos para desquitarse del tiempo que se había perdido del partido, del mal humor que se había apoderado de su espíritu. Un par de puñetazos y asegurarse que entendiera la lección. Un par de...
En el camino había un escalón. Daba a la entrada de la casa, a un metro de la puerta. Por supuesto, no lo vio. Se tropezó de lleno y se fue de cabeza al suelo. Golpeó con fuerza.
Despertó en el hospital, en una sala oscura. Había un televisor frente a su cama, pero estaba apagado. El único sonido que se escuchaba era el del goteo de una canilla, proveniente del baño. Estuvo despierto un buen rato, hasta que llegó una enfermera.
Le tomó los signos vitales y el cambió una venda que tenía en la frente.
- ¿Me lastimé mucho? - le preguntó.
- Bastante, pero va a estar bien - lo tranquilizó.
- Todo por culpa de ese ladrón de señal - masculló en voz alta - ¿Sabe algo señorita? Me estaban robando el wi-fi, puede creerlo.
- Bueno, ahora por un día o dos, nada de wi-fi ni nada
- Al menos me dice como salió el partido de la final.
- No tengo idea señor, no miro tele, en realidad, tampoco tengo.
- ¿Me puede conectar el televisor?
- Disculpe, pero eso lo hace otra gente.
Resopló fastidiado. El gesto no fue del agrado de la enfermera, que de todos modos intentó ser amable.
- Hay alguien esperando verlo en el pasillo, dice no ser familiar ¿lo hago entrar?
- Me da lo mismo, quizá sepa el resultado.
Por la puerta ingresó el vecino, con aspecto temeroso.
- ¡Vos acá! - vociferó desde la cama - ¡Acercate, que te pego de una buena vez!
- Cálmese señor, vine a pedirle disculpas. Ya me desconecté. Y si quiere le enseño a colocarle clave a la señal, así no se la pueden usar.
- Usar, claro. Usar es la palabra para vos, ladrón.
- Lo que sea, le pido disculpas. Ahora me voy...
- ¡No no no! No te vas a ninguna parte. Antes, decime como terminó el partido.
- ¿El partido? La verdad... no sé. No me interesa el deporte.
- Como si no bastara, además de ladrón, raro.
- Pero si quiere le averiguo, dígame quiénes jugaban.
- ¿Quiénes...? ¿Vivís en la luna pibe? Era la final, todo el mundo hablaba de ese partido. En la tele, en la radio, en los diarios...
- No me informo demasiado, la realidad no me gusta.
- Te entiendo, por eso no sabías que robar estaba mal. No te habían informado.
- Mire, ahora salgo y le averiguo. ¿Está bien? Dos minutos, ya vuelvo.
El joven salió de la habitación, dejándolo otra vez solo. No había pasado ni un minuto, cuando la puerta volvió a abrirse. No era su vecino ladrón de wi-fi, sino un médico que le sonrió, como hace todo médico para atraer la atención cuando se apresta a dar una mala noticia.
- Mire amigo - le dijo acercándose a la cama - le sacamos una plaquita radiográfica por las dudas y sabe, detectamos otra cosa.
Extendió la placa ante los ojos del hombre recostado en la cama y le señaló una mancha casi imperceptible.
- Debemos operar - anunció-. Es un pequeño tumor, nada que no se pueda solucionar, pero siempre y cuando actuemos con celeridad. Es usted una persona afortunada amigo, considere ese golpe un hecho milagroso, porque gracias a esta placa hemos podido detectar a tiempo esto.
El doctor saludó y se retiró, al tiempo que regresaba el vecino, con gesto preocupado.
- Me han dado el resultado - comenzó a decirle - pero ignoro si lo alegrará o no, porque en definitiva no sé para quién alienta. Ganó Atlético, en los penales.
El hombre en la cama estalló en lágrimas, pero sin dejar de sonreír. El muchacho sintió alivio. Al menos había ganado el equipo del que era hincha.
- Bueno, por suerte era de Atlético, temía que además me quisiera pegar por eso también - bromeó el chico.
Desde la cama, el hombre meneó la cabeza.
- No, soy de Sportivo. Perdimos. Pero igual estoy contento pibe. Sin quererlo, me salvaste la vida. Acercate, dale, que lo único que quiero ahora es abrazarte.
El muchacho se imaginó la trampa, el golpe certero. Entonces se mantuvo alejado, a salvo de cualquier represalia. Ese hombre podía llegar a cualquier ardid con tal de vengarse.

23 de julio de 2012

Día de pesca

A lo largo de la semana apenas si presta atención a la caña de pescar que descansa apoyada sobre la pared más lejana de su habitación, aquella que el sol ilumina tibiamente por la mañana, para luego quedar sumida en la oscuridad durante el resto del día.
Pero llega el sábado y muy temprano, tras sonar el despertador, se levanta, busca la caña y se va al patio, semidesnudo, a buscar lombrices para usar como carnada. Con las manos escarba en la tierra húmeda hasta dar con sus presas, que intentan escabullirse pero sin éxito.
Recién luego de conseguir más de media docena y colocarlas en una bolsa de nylon, se vuelve a meter en la casa, siempre con la caña de compañía. Se cambia, alistándose con la ropa adecuada para la hora, con las botas amarillas que le llegan muy por debajo de la rodilla y el sombrero de pescador, con anzuelos enganchados en la tela.
Por la ventana una densa capa de neblina impide ver con claridad el otro lado de la calle. La mañana será húmeda, piensa. Antes de salir se busca un piloto, también de color amarillo, por las dudas que se pusiera a llover.
Arroja la caja de anzuelos en el asiento trasero del coche, junto a la carnada y una mochila con el almuerzo, que ya tenía preparada desde la noche anterior. La caña, en cambio, la coloca con cuidado al lado suyo, en el asiento del acompañante.
- Vamos de pesca, flaca - le dice a la caña, mientras pone en marcha el motor. Las luces se encienden y un haz amarillento se incrusta en la neblina, sin lograr atravesarla. Solo cuando el auto se pone en movimiento, la neblina cede terreno a su paso.
Bordea la costanera, desierta a esa hora del sábado. Algunos pescadores preparan sus embarcaciones para salir río adentro y perderse entre las islas. Pero son pocos. La jornada no acompaña. El, sin embargo, prefiere el viejo muelle.
Recorre hasta allí casi doscientos metros, porque no tiene un lugar más cercano con reparo para dejar el coche. Hay cierta complicidad en el aire, con la brisa fresca erizándole la piel y la neblina comenzando a disiparse, dejando a la vista el verde de los árboles distantes, en la orilla opuesta del río. Puede conversar en silencio con el paisaje. Es un diálogo que disfruta y anhela.
Prepara entonces la caña, encarna una lombriz en el anzuelo y cuida que la línea esté sana. Luego, con entusiasmo, elige el lugar donde lanzar el armamento. Segundos después ve la pequeña boya roja y blanca flotar en el agua. Se mueve de un lado a otro, en ese arrumaco tan propio del río.
Mientras sostiene la caña con una mano, con la otra hurga en la mochila en busca del termo con el café. Se sirve una taza, y la apura saboreándola, acompañándola con medialunas cortadas en dos, con rebanadas de queso y jamón en el medio.
Así transcurre una hora, entre desayuno y pesca. No hay pique, tampoco lo espera. Es solo una excusa. Aprecia la sensación de libertad, el aire de la mañana penetrando los pulmones, los minutos que faltan para que su amigo llegue.
Poco queda de la neblina que lo había acompañado en todo el trayecto hasta el río. El cielo, en cambio, no perturba su consistencia gris y anodina. La brisa se ha hecho más fuerte y mueve los árboles que vislumbra a la distancia. Es una buena mañana. El lugar está prácticamente desierto, apenas unos pescadores se atreven pero a una distancia prudente, la suficiente como para sentirse seguro.
Escucha el sonido de un vehículo que se acerca. Va deteniendo su marcha. Puede sentir como las gomas frenan lentamente sobre el empedrado. No se voltea, permanece con la mirada al río, puesta donde la boya roja y blanca es símbolo de temblorosa vigía. Una puerta se abre y se cierra. Pasos. Su amigo acaba de llegar.
- Pensar que ayer había un sol de la puta madre y mirá ahora... - dice el recién llegado.
- Es un día como todos, con un poco más de melancolía - acota él, mientras cambia de mano la caña para saludar a su amigo.
 Estrechan un apretón de mano. Se conocen hace tiempo. Prescinden de las palabras que están de más. Van al grano, valorando el tiempo, evitando los preámbulos.
- ¿Que me trajiste, algo bueno? - pregunta sin quitar los ojos de la boya, que segundos antes le había parecido, se había hundido una fracción de segundos.
Su amigo sonríe. 
- No necesitás ir a la combi para comprobarlo, sabés que siempre es mercadería buena la que te traigo.
- Bueno... en realidad si necesito ir, justamente, para comprobarlo - le dice al tiempo que estallan ambos en carcajadas.
- Acá tenés las llaves. Está atrás. Ya está domesticada.
- Sosteneme la caña y estate atento, que creo que hay uno o dos a punto de picar. Decime, ¿de la villa?
- Quedate tranquilo, que no hay pescado que se me resista. Si, de la villa, podemos llevarla cuando se nos antoje, la vieja quedó conforme con la guita. Doce años, una delicia.
- Pez.
- ¿Cómo?
- Que aún son peces. Si pescás alguno, ahí vas a poder decirle pescado.
- Bueno, bueno, menos corrige Dios... dale, andá, y tratá de no hacer mucho ruido.
Se aleja, llaves en mano. Se vuelve a los pocos pasos y pregunta:
-  ¿Sabés el nombre?
- ¿El nombre? - se asombra su amigo - ¿Desde cuando querés saber el nombre? Ni idea Cacho, no tengo la menor idea. 
Tras un gesto de "no importa" retoma el trayecto. Siente el aire puro, la tranquilidad que precede a la tormenta. La suya, la que lo transforma. Esa perversión escondida en lo más oscuro de su ser, ese deseo sucio y vil que lo lleva a abrir la puerta de la combi y mirarla con ojos desorbitados.
- Vine de pesca, flaca - le dice y luego cierra la puerta.
Y entonces, reina la oscuridad.

20 de julio de 2012

Amor de verano

Quizá sea hora de confesar, de arrancarle al silencio que otorgo, nombres y apellidos. Conozco demasiado, estoy al tanto de muchos detalles y es por eso que me persiguen desde hace algunos días. Creen que aún no me di cuenta, pero sé muy bien quiénes son y lo que pretenden.
Todo comenzó en una ciudad de la costa, hace una semana. Había ido con un grupo de amigos, pero al segundo día conocía a una chica que me volvió loco. Literalmente. Dejé el hotel en el que estaba y me fui con ella, que estaba hospedada en una casa que le habían prestado. Fue algo muy intenso, difícil de describir. Pero al mismo tiempo fue mi perdición.
Me llevó a un par de boliches con un ambiente algo turbio. No necesité demasiado para darme cuenta que la mina andaba en cosas raras. Se metía en oficinitas escondidas a un costado de la barra, intercambiaba "vaya a saber qué" con extraños haciéndose la distraída, recibía llamadas a toda hora y vivía pensando que la seguían.
La pasábamos muy bien cuando volvíamos a la casa, así que soporté tres noches en esos antros. Cuando quise llamar a mis amigos para avisarles que volvía, me di cuenta que no tenía el chip en el celular. Le pregunté a ella, que recién se despertaba, si sabía que había pasado, pero no solo no me contestó, sino que salió de la habitación y cerró con llave.
La llamé a los gritos, golpeé la puerta, incluso busqué forzar la ventana, pero no pude. Esta última me sirvió en cambio para observar cuando se fue, tras subir a bordo de un auto deportivo que la pasó a buscar. Su nombre era Laura, o al menos, ese fue el nombre con el que la conocí.
Dormí toda la tarde. Me despertó el ruido de la puerta al abrirse. No era Laura, sino un morocho grandote que traía una pistola en la mano. Me apuntó y me dijo que me fuera. No lo dudé un instante. Tomé la mochila y salí raudo. Caminé hasta el hotel de mis amigos, mirando en todo momento por encima del hombro, temiendo que en cualquier momento el morocho apareciese y me pegara un tiro. Me pedía calma y me convencía a mi mismo que si me hubiese querido matar, lo habría hecho en la casa.
Los chicos ya no estaban, supuse entonces que se habían vuelto porque no les había alcanzado el dinero o se habían cambiado de hotel. Alquilé una habitación simple. Quería encerrarme y descansar, me sentía muy tensionado, pero no pude dormir. Estuve toda esa noche tejiendo hipótesis sobre Laura. La imaginé narcotraficante o miembro de alguna mafia de trata de mujeres. En cualquiera de los casos, mi vida había corrido peligro.
Me volví al día siguiente. Fui hasta lo de Julián, pero se sorprendieron de verme. Me excusé diciendo que me había vuelto antes y que solo quería avisar que estaba todo bien. Llamé desde casa a su celular, pero no me atendió. Tampoco Quique, Horacio y Felipe. Me asusté y con razón. ¿Debía volver y buscarlos? No hizo falta. Estaban en las noticias. Sus cuerpos habían sido encontrados acribillados y enterrados en la playa.
No dudé un solo instante, le pedí el coche a mi primo y salí de la ciudad. Conduje casi sin destino durante dos días, parando de noche a descansar en estaciones de servicio que tuvieran mucho movimiento de camiones. Estaba en alguna parte de Córdoba, no me importaba donde. Fue allí que noté que en mi billetera había un chip de celular suelto.
No entendí como había llegado allí. Creí que era el mío, el que había desaparecido del teléfono. Pero al colocarlo descubrí que no. Estaba repleto de nombres que desconocía. Tenía sus números y direcciones electrónicas. Y también sus fotos. Había un comentario sobre cada uno. Y ninguno de esos comentarios era bueno. No se trataba de una libreta de direcciones, era un catálogo de delincuentes. Salvo el morocho, el que me había apuntado con el arma. Se llamaba Alejandro y era agente encubierto. Había una acotación que decía "mi compañero".
Me volví a subir al auto, para no volver a detenerme. Llevo un día y medio manejando; me consume el sueño. Busco a una persona, la misma que hizo que perdiera la cabeza por ella para involucrarme adrede y ser su salvo conducto en caso de peligrar su misión. Ahora tengo su chip con toda una red criminal descripta. Algunos de ellos me están persiguiendo desde hace unos días.
Mientras escapo intento encontrar una solución para todo. No quiero llamar a casa, ni a nadie. No quiero enterarme de ninguna otra masacre por mi culpa. No los querían a ellos, me querían a mi y al chip. ¿Y ella, dónde estará esa belleza salvaje y tramposa? Probé de llamar a su compañero, pero atiende un contestador. Aún no entiendo muchas partes de este rompecabezas. Tampoco creo que me interese. Lo único que deseo es dejar de huir, recuperar mi vida. Al mismo tiempo comprendo que ya es tarde, que aquello que comenzó hace una semana no fue una aventura amorosa, sino un alud fuera de control, y que aquellos besos apasionados, repletos de calor, no fueron más que una ilusión. Ahora el frío de la muerte me recorre la espalda, mientras atravieso rutas sin destino y me debato entre confesar o seguir escapando, entre perder mi vida o apostarla a la suerte de fugitivo.

17 de julio de 2012

Tengo uno para ofrecerle

A Marcos le gustaba caminar por la ciudad. Lo encontraba placentero y colaboraba ese ejercicio con la premisa que se había propuesto tiempo atrás, después de asustarse con los resultados de los análisis de rutina en el trabajo. Tuvo que reconocer entonces que era una persona sedentaria. Por suerte aquello que había considerado un esfuerzo se transformó en una agradable rutina. Gran parte de las ganas que sentía de salir a caminar se debía en la variación de los recorridos. La ciudad era grande y desde el primer momento creyó que repetir siempre los mismos lugares lo llevaría a cansarse pronto y tuvo razón. No solo la rutina implicaba salir a caminar, había todo un trabajo de logística previo, o al menos, así lo sentía Marcos, que se tomaba media hora cada noche antes de acostarse para diagramar los cinco kilómetros diarios que se imponía en cada salida. Los itinerarios no siempre comenzaban en la puerta de su edificio. A veces se tomaba un colectivo y recorría una zona distante de su hogar. Tras dos años con esa práctica, podía jactarse de conocer ampliamente la ciudad en la que vivía. Le hacía sentirse bien estar escuchando una conversación y reconocer los sitios que se hacían mención, o estar dialogando con algún compañero de trabajo y que ante el mínimo comentario del mismo sobre un lugar en particular de su barrio, pudiera decirle “lo conozco”. Ese día bien temprano se tomó el colectivo que iba hacia el oeste. Había planificado un recorrido de cinco kilómetros que arrancaba en la plaza del barrio más alejado de la ciudad y terminaba a una distancia similar de su departamento. Por supuesto, luego debería tomarse otro transporte para poder llegar a su casa, darse una ducha, comer algo e ir a trabajar. Pero, como siempre se decía, el esfuerzo valía la pena. El sol apenas si asomaba por el horizonte, tapado de edificaciones. El tránsito se movía lentamente, sin el apuro que tendría en un par de horas. La ciudad despertaba en parte y se acostaba en otra, porque había miles y miles que trabajaban de noche y en ese horario retornaban a sus hogares. Marcos había aprendido a reconocerlos y también, admirarlos. Como también hacía lo propio con los hombres mayores, que en verano se sentaban en las veredas y que en invierno se asomaban cubiertos de bufandas y gruesos pulóveres tejidos por manos hábiles. Y ni hablar de las mujeres de avanzada edad, que sin vacilar ante el frío o el calor, avasallaban la vereda bien temprano, provistas de escobas y ruleros. La plaza vestía el silencio propio de esas horas. La vista se paseaba sobre el verde, sin demasiados otros coloridos. En la calle estaba el barrendero municipal empujando hojas con un enorme escobillón. En la vereda del otro lado, dos ancianas habían hecho un alto en la limpieza de sus baldosas y hablaban elocuentemente sobre algún suceso de la cuadra. Las voces apenas si llegaban, tragadas por la brisa que le birlaba la calma a sus cabellos. Había terminado de atarse los cordones de las zapatillas, en otro ritual necesario previo a la caminata. Fue cuando se percató que una señora le hacía señas desde la vereda de enfrente, invitándolo a acercarse. Hacía un ademán con la mano y miraba hacia dentro de su casa, a través de la puerta semi abierta. Al cuarto o quinto llamado, Marcos decidió cruzar la calle. - ¿Señora, la puedo ayudar en algo? – preguntó con cortesía, sabiéndose con tiempo de sobra para postergar unos minutos el comienzo de su andar diario. La mujer, a la que de cerca Marcos le notó arruga sobre arruga, se mostró conforme con su presencia y abriendo la puerta de par en par, dejó a la vista el problema por el que estaba necesitando ayuda. Una escalera nacía allí mismo, que iba hacia las habitaciones superiores de la vivienda, y sobre los últimos escalones, atravesado, estaba un cochecito de bebé. La madre del niño o niña que dormía plácidamente dentro del aparato intentaba con fuerza enderezarlo, pero el esfuerzo era en vano. No podía. Marcos comprendió de inmediato y sin pedir permiso llegó hasta la escalera y ayudó en acomodar el coche, levantándolo desde las patas con rueditas. - ¡Muchas gracias! – dijo contenta y extenuada al mismo tiempo la madre del bebé. - Sabía que algún buen caballero podría darnos una mano – comentó la anciana, que agradeció con una palmadita en la espalda de Marcos. - No es nada, por favor – se apresuró a contestar el, mientras se hacía a un lado para dejar pasar el coche con el niño (la ropita celeste así lo delataba) que salió a la calle. Tras saludar, la mujer se marchó, dejando a Marcos y la anciana al pie de la escalera. - Bueno señora, ahora si, a retomar lo que dejé a medias – anunció, con la intención de marcharse. La señora, pareció como si no lo hubiese escuchado. - ¿Vio que bonita la criatura? – le preguntó. Si, claro que lo era. A Marcos, que no tenía hijos, los bebés siempre le habían parecido preciosos. - Si, realmente – contestó. - ¿Le gustan los niños? – le preguntó en tono confidente la mujer. - Claro, si – dijo él, aunque se apresuró a aclarar – Pero no tengo hijos, al menos de momento. Estamos proyectando con mi novia, pero aún falta, imagínese, ni siquiera estamos casados… - la mujer lo detuvo, haciéndole un gesto con la mano, para que se acercara. - Escúcheme – le pidió, mientras acercaba su rostro avejentado hasta Marcos, que inclinó la cabeza para escucharla mejor, dado el tono de voz que había puesto – Si le gustan los bebés, ¿por qué no me acompaña? Tengo uno para ofrecerle. La primera reacción fue la lógica, es decir, pensar que había escuchado mal. Pero algo muy fuerte, que no podría describir, le decía claramente que no, que lo que había creído escuchar era exactamente lo que había dicho la anciana: Tengo uno para ofrecerle. - ¿Cómo dice? – preguntó al cabo de unos segundos en los que creyó perder la percepción de la realidad. - Le repito, si le gustan, puedo darle uno para que se lleve. - ¿Un qué? – de alguna manera debía convencerse de que no estaba refiriéndose a lo que con seguridad, la mujer hacía referencia. - ¡Un bebé! ¿Qué otra cosa va a ser? – le respondió moviendo los hombros. Marcos se quedó en silencio, lejos estaba en su mente el recorrido que debía emprender de cinco kilómetros y más lejos aún, la continuidad del día. Su atención, toda su atención, estaba puesta en esos ojos apagados detrás de enormes ojeras que lo miraban expectantes, ansiosos de una respuesta. Pero al mismo tiempo, se sentía en otra parte, quizá en un sueño, en un vertiginoso juego de su imaginación, en un delirio nocturno. Eso era, estaba dormido, aún no había despertado. Pero si, lo había hecho. Recordaba el desayuno, el tibio sabor del té con jugo de limón, el olor de las tostadas, la fresca mañana que lo había recibido al cruzar el umbral de su edificio, el trajinar en el colectivo compartiendo el viaje con obreros cansados que cabeceaban distraídos pensando en el momento de llegar a la cama para dormir. Movió la cabeza de un lado a otro, instintivamente. Escuchó el sonido de su cuello crujir, como solía suceder cuando sus músculos se tensionaban. No era un sueño, aquello le estaba ocurriendo. Esa mujer anciana, de sonrisa postiza y acanalada textura, estaba delante de él ofreciéndole un disparate. - Los tengo arriba, vamos, aproveche que hoy tengo de los dos sexos. Hay un rubiecito que es una ternura. ¿Cómo los prefiere? No lo toleraba más, era inaudito. - Señora ¿cómo que tiene bebés para ofrecer? – y de inmediato relacionó a la mujer que se iba y no pudo reprimir la indignación que nacía en su interior - ¿Esa mujer que salió, se llevaba un bebé que no era de ella? - No, claro que no. A partir que lo escoge, ya es de ella. Así que ese bebé, ya era de ella cuando usted la vio. - ¿Me está cargando, es así? ¡Lo que hace es ilegal! ¡Voy a ir a la policía! ¿Los roba? ¿De dónde… de dónde carajo los saca? - ¡Pero señor, cómo puede decir una cosa así! ¿Me está acusando de ladrona y ni siquiera ha subido a ver a los niños? - ¡Por supuesto que no subiré! Es más, me voy a ir ahora mismo a la comisaría más cercana. Entonces la anciana, con un golpe del pie, cerró la puerta violentamente. Ambos quedaron en el pequeño hall de entrada, a los pies de la escalera. - Usted no se va a ninguna parte – advirtió la mujer – No sin antes ver a los niños. Marcos se abalanzó sobre la puerta, pero la anciana fue más rápida y la cerró con una vuelta de llave. - Deme la llave – le pidió él. Ella la mostró en el aire, por encima de su cabeza y luego la dejó caer, justo a su boca. Pudo observar, por el relieve de la piel, que se tensó en su garganta, como la llave pasaba hacia el aparato digestivo. - Usted… es un monstruo – alcanzó a decirle, antes de sentirse presa del pánico. Pensó en golpear a la mujer, pero sus convicciones se lo impedían. No se veía pegándole a una mujer mayor. La anciana, en tanto, comenzó a subir por las escaleras. Las piernas escuálidas la sostenían con firmeza. - Sígame – ordenó secamente. De alguna manera tendría que escapar, pero por lo pronto le hizo caso y puso los pies en los peldaños de la escalera. Era de madera y los tablones rechinaron ante su peso. No recordaba haber escuchado sonido parecido mientras ayudaba a la mujer a quitar el cochecito de ese lugar. La escalera terminaba un piso más arriba. La anciana empujó la puerta y ante sus ojos apareció un cuarto apenas iluminado, con telarañas en cada rincón y repleto, de punta a punta, de cunas de madera, en su mayoría despintadas y muy antiguas. Entró casi sin poder pensarlo, sin poder decirle a sus piernas que se detuvieran. Como coordinado, el llanto de varios bebés estalló en la penumbra de la habitación. - Ahí están, elija – dijo la mujer, sobresaltándolo. Marcos se sujetó a una de las cunas, porque sintió que el piso se le movía. Le había bajado la presión y un nudo le atenazaba el estómago. La mujer estaba loca y él no sería su cómplice. - No, no lo haré – le contestó con frialdad. - Entonces, deberá quedarse. Es simple. El que no lleva, es mío. Primero fue una punzada en las piernas, luego un dolor en las articulaciones. Pensó en un ataque cardíaco, luego lo descartó por un pico de stress o quizá un ACV. Pero no fue nada de eso. Lo comprobó de inmediato, al sentir las extremidades reducirse y su piel ablandarse. Su mente comenzó a apagarse, reduciéndose en pequeñas imágenes, cara vez menos claras. Finalmente fue un inútil balbuceo, que ni siquiera podía dominar. La cuna en la que estaba apoyado se le antojaba ahora gigantesca. Unas manos frías lo levantaron del suelo y lo dejaron dentro de aquel pequeño mobiliario de madera, desgastado por el tiempo y el uso. Esas mismas manos ajadas y de uñas pronunciadas, arrojaron una pequeña manta sobre su cuerpito desnudo. Sintió frío a pesar de todo. Y luego, rompió a llorar. El llanto se confundió con los otros. Pronto la puerta volvió a cerrarse. Y el cuarto volvió al silencio. Al menos, hasta que la misma volviera a abrirse.

14 de julio de 2012

Límite

El límite estaba tan solo demarcado por un arroyo que podía cruzarse a píe. De agua turbia, aún dejaba ver el fondo. Era playo, demasiado. La idea de cruzar los bultos flotando ya no le servía. Se miró las manos. Estaban muy lastimadas. Los últimos dos días por la selva lo habían disminuído mental y físicamente.
A sus pies, la carga que había arrastrado casi en un llanto. Se dejó caer al suelo y mojó sus pies para refrescarse. Luego se puso de rodillas y hundió la cabeza en el agua. Por último, con desconfianza, hizo lo mismo con las manos. Le ardieron. Pero no se quejó.
Volvió a observar la otra orilla. Tan solo veinte metros. Cerró los ojos, dejándose acariciar por el sol de la tarde. Tenía hambre, podía escuchar el gruñido de su estómago. Pero no pensaba en comida. Era el primer respiro desde el enfrentamiento, así que pensaba en poder estar en paz.
Podía, claro que si. Pero debía llegar del otro lado del límite. Pero los bultos... no podría cargarlos. Había muchas piedras en ese arroyo y la profundidad escasa.
Creyó escuchar voces entre los árboles. Se sobresaltó. Permaneció diez minutos en silencio, sin poder percibir ningún otro sonido distinto a los propios de la naturaleza. No había nadie allí, pero pronto lo habría, sino no se apuraba.
Calculaba que le había sacado tres o cuatro horas de distancia a sus perseguidores. Volvió a mirar los sacos cargados y se persignó. Hasta allí había llegado con ellos. Pensó que podía salirse con la suya y llevarse su tesoro en la huída.
Los perseguidores llegaron a la orilla del arroyo casi atardeciendo. Encontraron los cuerpos de sus mujeres dentro de unos sacos cocidos a mano. Del maldito asesino no tenían un solo indicio.

11 de julio de 2012

Llamando

En la oficina de al lado suena el teléfono interminablemente. Matías sabe que todos se han ido y que esa persona, del otro lado de la línea, llama en vano, perdiendo el tiempo. ¿Pero acaso es él responsable de aquella llamada? Está seguro que no. Lo deja sonar, a pesar que el sonido lo aturde, lo distrae.
Amaga dos veces con levantarse e ir hasta la oficina, levantar el tubo, gritarle al oído a la persona que llama que deje de hacerlo, que si acaso es idiota que no comprende que nadie le va a contestar, para luego estrellar el auricular en su lugar, cargado de furia. Pero solo amaga, no se levanta, no camina esos cinco metros hasta la oficina contigua.
¿Y si lo que quieren comunicar es importante? ¿O si acaso, lo que quieren decirle a su compañero de trabajo es urgente? Ahora que lo piensa, no sabe quién ocupa ese puesto. No recuerda la fisonomía de la persona que entra por la puerta blanca que ahora observa como si fuera la primera vez. Incluso, no sabe si es hombre o mujer.
Es que ha estado tan absorto en sus tareas diarias que apenas si levanta la cabeza. Ahora mismo, hace media hora que todos se han ido, pero el permanece estoico en su silla completando planillas y haciendo cálculos para determinar si las finanzas de la empresa están al día o no.
Y aunque no es dueño, ni socio, ni siquiera jefe, tan solo empleado, sabe que su responsabilidad es para con su trabajo. Por ese motivo está aún en el edificio, escuchando un teléfono que no cesa de sonar. El sonido es una estaca clavada en su mente. Confunde las cifras, se olvida anotaciones mentales, se detiene antes de ingresar en el teclado los números que tiene anotados en un formulario que sostiene con su mano.
Se impone levantarse, ir hasta la oficina y descolgar el teléfono. Pero de inmediato desiste y enfoca sus pensamientos en su trabajo. Entonces, el teléfono deja de sonar. Y ya no vuelve a hacerlo. Su primera reacción es respirar hondo, celebrar internamente.
Cinco minutos después ya no puede seguir trabajando. En su mente repercute una idea: aquella llamada era vital, necesaria. El sonido, ahora imaginario, se instala de nuevo en su cabeza, y su imaginación, tan acostumbrada a los números, ahora proyecta una sola imagen: la suya, sosteniendo desesperado un teléfono, llamando sin suerte, pidiendo auxilio con desesperación.
Pero nadie lo atiende. No hay nadie del otro lado.
O si.

8 de julio de 2012

La muerte varias veces

Lo tenía acorralado contra el suelo. La suela de su zapato derecho retenía con fuerza el cuello del hombre sobre las frías baldosas. A su espalda Juan Carlos le gritaba con furia que le disparase. Los ojos de su víctima parecían fuera de órbita; grandes y con un punto marrón en el centro, imploraban el perdón o la muerte, aunque le resultaba difícil acertar la respuesta. Podía ver como apretaba los dientes, soltando de vez en cuando un bufido, no sin un gran esfuerzo de por medio. Del labio inferior caía un hilo de sangre, producto del golpe que le había propinado un instante antes. Por la posición, no podía observar la oreja izquierda, pero sabía que estaba bañada en sangre, porque ahí le había dado con el caño de acero. El rostro, de todas maneras, era un lienzo sobre el cuál había desparramado su paleta de morados. Había rastro de golpes en todas partes. Estaba orgulloso de aquello. Era una obra de arte, una obra maestra. Y el hombre sufría. Lo notaba en cada agitación que sentía debajo del peso de su pierna, de los estertores previos a la muerte. Pero a su espalda Juan Carlos seguía profiriendo gritos. Le repetía que lo matara. Que no perdiera el tiempo. Basta Juan Carlos, basta, se dijo mentalmente. Pero Juan Carlos prosiguió con su perorata.
Evaristo desvió su arma hacia el cielorraso y disparó dos veces. Tras los estruendos un pedazo de mampostería aterrizó en el suelo, haciendo más ruido y levantando polvillo. De inmediato dirigió el cañón del revólver otra vez sobre el rostro del hombre que esperaba morir bajo la suela de su zapato derecho.
Juan Carlos ya no volvió a gritar. Quedó petrificado en su lugar, observando el techo, al que ahora le faltaba un pedazo y a cambio, tenía dos marcas perfectas de los disparos hechos por su compañero.
El polvillo terminó entregándose al aire, rindiéndose ante el silencio que perturbó la habitación.
- ¡Qué fue eso, carajo! – exclamó luego de un minuto Juan Carlos, que se había animado a moverse de dónde estaba quieto.
Evaristo no contestó. Miraba a los ojos a su víctima, con una sonrisa en los labios. Juan Carlos no supo si había hecho oídos sordos a sus palabras o simplemente no lo había escuchado. Se acercó hasta su compañero y le sujetó el hombro. Fue un error.
Sin sacar el pie del cuello de la persona en el piso, Evaristo tomó la mano de Juan Carlos y la dobló hacia delante, torciéndola en el movimiento. Éste aulló de dolor. Aquello provocó más a Evaristo, que sin inmutarse atrajo el cuerpo del otro hacia el suyo y le aplicó, con la pierna libre, un artero rodillazo en el rostro.
Un relámpago de sangre saltó en el aire, como si hubiese explotado una arteria. La nariz de Juan Carlos parecía partida al medio, lo que pudo comprobar tras caer al suelo y llevarse las manos hacia la cara, atribulado por el dolor.
- Pero… - el dolor apagó el resto de las palabras, estaba sorprendido, no se había esperado la reacción de Evaristo, ni siquiera los disparos previos y sentía en ese momento que su nariz se había partido de mil pedazos.
- Otra palabra y te mato primero a vos – rugió Evaristo, que sin embargo no parecía alterado. Al contrario, sus ojos mostraban un brillo inusual y la sonrisa se le torcía en una mueca extraña. Pero nada de eso podía ver Juan Carlos, que luchaba por evitar que le siguiera perdiendo sangre, llevándose las manos a la herida.
Pero el hombre que estaba en el suelo, que apenas podía respirar, debido al peso del pie en su cuello, si podía apreciarlo. Estaba aterrado. Sabía que iba a morir. Era una certeza. Aquel sujeto no lo perdonaría. Era capaz de matar incluso al que había llegado con él. Lo acababa de demostrar. Hubiese tragado saliva de haber podido. Ya se había cagado y orinado encima. Se aguantaba las ganas de vomitar con un esfuerzo mayor, porque temía asfixiarse.
Y a pesar de estar en el momento cúlmine de su vida, no le importaba más que conocer la razón, el motivo, la causa de ese desenlace. Poco podía aventurar, por un lado, porque no podía razonar demasiado debido al estado de pánico que se había apoderado de su mente, y por el otro, porque creía no estar involucrado en nada que pudiese catalogarse como “malo”.
El par de ojos brilloso y decidido de su verdugo lo miraba con una sentencia incrustada en el centro. Todo estaba dicho. Al menos, por esa mirada. Sería asfixia o un tiro en la frente. Lo primero estaba a punto de producirse si la presión del pie no aflojaba y lo segundo, por como apuntaba el hombre, sería casi de inmediato. Sin embargo, aún el “por qué” flotaba en su cabeza, como una molesta mosca sobre un cadáver putrefacto.
Escuchó el click del revólver, que quitaba el seguro. Bajó los párpados por primera vez. La valentía también tenía sus límites. En la oscuridad pensó en su gente. En sus padres, en sus hermanos, mientras otra línea mental repetía de fondo en voz baja “ahora viene el disparo, ahora viene”.
Se preparó para el momento. La presión sobre su cuello lo estaba dejando sin aire. La tensión tensaba cada músculo de su cuerpo.
El estruendo fue un mazazo en sus oídos.
El siguiente sonido que escuchó fue el del metal contra las baldosas. Supo lo que era. El revólver golpeando primero y rebotando después. La presión cedió en su cuello y el cuerpo de su verdugo se desplomó hacia un costado.
Inspiró agitadamente, llenando sus pulmones. Recién luego, abrió los ojos.
El otro sujeto estaba de pie, con una mano presionando sobre la nariz, y con la otra, sosteniendo una pistola. El rostro se veía cubierto de sangre y podía notar por sus gestos que se encontraba muy dolorido.
Cruzaron las miradas y por un momento imaginó que el hombre de la pistola completaría la tarea que su compañero, al que había ejecutado fríamente, no pudo terminar. Pero éste dio medio vuelta y se alejó en dirección opuesta.
Frágil y descompuesto, al borde de la histeria y el llanto, el hombre que a punto estuvo de morir, irguió su cuerpo y con la poca voz que su garganta afectada por el pie de su casi verdugo, le gritó a quién antes pedía por acelerar su muerte:
- ¿¿¿Por qué???
El sujeto, que ya había guardado el arma entre sus ropas teñidas de sangre, miró por encima del hombro. Aún apretaba con fuerza una mano sobre la nariz. Se detuvo tan solo un instante, lo suficiente como para pronunciar unas pocas palabras.
- ¿Por qué, qué? ¿Qué quisiéramos matarte? ¿Qué él me haya golpeado? ¿Que yo lo haya matado? ¿O que vos estés aún vivo? Un consejo, mejor atenerse a lo sucedido y no a los interrogantes.
Lo perdió de vista, devorado por la distancia. Entonces percibió el hedor inconfundible del orín en sus pantalones y de la mierda en sus calzoncillos. Recién ahí ladeó la cabeza y vomitó todo lo que pudo. Estuvo con arcadas un minuto más. Cuando se puso de pie, tambaleante, no supo si preocuparse por lo sucedido o por los interrogantes. Lo único que quería era salir corriendo de allí y dejar atrás el cadáver del verdugo que ahora yacía silencioso a sus pies, sin ojos brillantes ni sonrisa extraña, tan solo con el semblante triste y oscuro de la muerte.
Y eso mismo fue lo que hizo.

5 de julio de 2012

Libros equivocados

Es probable que haya sido esa infancia tan extraña la culpable de lo acontecido ayer a Pascual Ricarte. Al menos fue la hipótesis que más circuló esta mañana en el hospital, mientras el infortunado luchaba por salvar su vida.
Pascual reunía dos cualidades que lo hicieron popular en el barrio. Era un gran cocinero y podía reparar cualquier cosa. Era increíble ver como, tras haber estado arreglando el motor de un auto en la vereda de su casa, se metía engrasado hasta los codos y volvía a aparecer dos horas más tarde, impecable, con una torta de cumpleaños que alguien le había encargado que parecía sacada de un libro de cocina.
Se podía pensar que la suma de sus habilidades daban como resultado la constante demanda de las mujeres del barrio, pero no era así. Muchos hombres hacían solícitos sus pedidos gastronómicos para agasajar a sus esposas, novias, hermanas y madres y aprovechaban, el contacto, para alcanzar algún que otro aparetejo con mal funcionamiento.
El hombre era infalible. Cualquier receta que se le pedía, terminaba siendo un manjar y si le llevaban algo que no funcionaba, cuando el dueño aparecía, ya estaba arreglado. De más está decir que Pascual no hacía las cosas gratuitamente, pero su reputación había logrado que nadie escatimara el precio, porque acudir a su persona valía cada centavo, tanto para una cosa como para otra.
Sin embargo su comportamiento era un tanto raro, por no decir fuera de lo normal. La infancia de Pascual no fue fácil y explica en parte los conocimientos que más tarde le darían tanto rédito. Su madre, que se ganaba la vida como repostera en la panadería del barrio, y su padre, un empleado de fábrica, habían descartado desde los primeros meses la lectura de los libros que podrían denominarse clásico, para los chicos.
En lugar de las historias que todo niño oía antes de dormir de parte de sus padres, Pascual había tenido que escuchar en su cama la lectura de enormes libros de tapa dura con centenares de receta de comida e incontables volúmenes de Mecánica Popular y Electricidad en casa.
Si bien se iban renovando de vez en cuando, era muy común además que esas lecturas volvieran a repetirse una y otra vez, logrando asentar de a poco los conocimientos en su cabeza, que ya a los cinco años era capaz de hacer unos bizcochuelos de vainilla que nada tenían que envidiarle a los de su madre o de reparar los juguetes que se le rompían justamente por experimentar para desarmarlos.
Poco participativo en la escuela, también se alejaba de sus compañeros, ganándose desde chico la condición de "extraño". No gustaba de salir a jugar a la calle ni mucho menos, reunirse con otros niños en la plaza. Sus lugares favoritos comenzaron a ser la cocina y el garage de su padre, donde podía desarmar y arreglar cualquier tipo de artefactos.
Creció con esas habilidades y también con esas limitaciones a la hora de relacionarse con los demás. Cuando sus padres fallecieron, pudo mantenerse con sus elaboraciones en la cocina y reparando todo lo que le llevaran los vecinos. De algún modo, se sintió parte de la sociedad que lo rodeaba y el barrio, de esa manera, lo aceptó tal cual era, ya sin prejuicios.
Pero ayer ocurrió algo impensado. Marita, hija de la hermana de Dora Gutiérrez, una de las vecinas de Pascual, llegó al barrio a visitar a su tía. El problema comenzó cuando la mujer acompañó a su tía a buscar una torta de cumpleaños que había encargado. El cocinero arregla todo salió con el pedido, pero ni bien observó a Marita, apenas si pudo balbucear el precio de la torta. Fue amor a primera vista. Al menos, para Pascual.
Ni bien se retiraron con lo que habían ido a buscar, Pascual corrió hacia la cocina y tras un buen rato de amasar, cocinar y decorar, llevó a la heladera una torta con forma de corazón, revestida en crema de color rosa y una leyenda en chocolate que decía "para la mujer más hermosa que han visto mis ojos". No conforme con ello, se puso a trabajar en un viejo Ford T que le habían traído para reparar la semana anterior, pero que había postergado durante todos esos días. No solo lo dejó arreglado para las cinco de la tarde, sino que además lo lavó, pulió y enceró.
Todavía no había atardecido cuando lo vieron salir por el garage, conduciendo un Ford T que brillaba bajo los úiltimos indicios de sol. Dio una vuelta a la manzana para justificar que lo había sacado a la calle y luego estacionó frente a la vivienda lindante a la suya, donde vivía Dora Gutiérrez. Bajó del coche con la torta en forma de corazón y tocó timbre.
Salió la dueña de casa y sorprendida de verlo, le preguntó para quién era esa torta, pensando que quizá venía de regalo por la compra de la de cumpleaños. Pero la sorpresa fue mayor cuando Pascual, tras aclararse la voz, le dijo que era para su sobrina, que lo había flechado de amor con la mirada.
Dora no pudo contener la risa. El pobre de Pascual quedó atónito. La actitud de su vecina lo hice sentirse un estúpido y sin pedir explicaciones, se subió al coche y se marchó. Dora no alcanzó a detenerlo. Luego diría que su intención fue pedirle disculpas.
Lo cierto es que humillado, Pascual condujo a ciegas. El destino no estuvo de su lado y en el primer paso a nivel, no vio las barreras que estaban bajas y cruzó igual. El tren de las siete lo embistió justo a la mitad del vehículo.
Un ambulancia lo llevó raudamente al hospital, con pérdida de conocimiento, varias costillas rotas y las dos piernas quebradas. Había perdido mucha sangre.
Dora se sentía culpable y dijo haberse reído porque en el apuro por llevar la torta no se había quitado la grasa de encima de haber estado reparando el Ford T, y su rostro, manos y ropas, estaban manchadas. Lloraba desconsoladamente, mientras Marita le acariciaba el cabello, apenada. Los demás vecinos la calmaban recordándole que la culpa que Pascual fuera tan introvertido era de los padres, de esa infancia tan singular que había tenido.
Eso fue ayer. Esta mañana aún seguía internado, en grave estado. Se decían comentarios similares y se repetían las mismas historias de siempre. Para el mediodía el médico apareció en la sala de espera para anunciar que Pascual había mejorado su estado y que pronto podrían sacarlo de terapia intensiva. Todos se alegraron. Fue cuando el doctor hizo mención a otra cosa: el paciente había perdido la memoria.
Hace un rato Marita, que no se había movido de la sala de espera desde el día anterior, quizá sintiéndose culpable en parte, porque a ella le llevaba la torta, dijo algo que dejó a todos en silencio. En las últimas horas había escuchado tanto de la vida de Pascual, que sentía conocerlo desde siempre.
- Ni bien abra los ojos, ni bien pueda escucharnos, quiero que me ayuden con algo - y tras aguardar que los presentes asintieran con la cabeza, informó - quiero que nos turnemos entre todos y leamos a Pascual los cuentos que nadie le leyó en la infancia. Si va a empezar de cero, esta vez hagámoslo bien.
Nadie puso reparos. Algunos se fueron y volvieron al rato, con libros bajo el brazo. Y aquí estamos, esperando que nos den el último parte. No habrá más cocina y reparaciones, pero quizá haya tiempo para una nueva oportunidad.

2 de julio de 2012

Tecnología de última generación

El viejo Pérez jamás imaginó que la tecnología podría incidir tanto en su existencia. Se había jubilado diez años atrás, luego de haber trabajando en el correo durante toda su vida. Mientras sus compañeros utilizaban computadoras y se veían los primeros celulares, Pérez (al que muchos llamaban a sus espaldas, viejo gruñón) prefería el tradicional papelerío en cuadernos y planillas.
Pero todo cambiaría el día que Tecnologix XXI, la compañía líder en todo el mundo en productos de última generación de electrónica e informática, sacó al mercado la tablet Nigro Max Connecting. No solo poseía un revolucionario concepto de las conexiones inalámbricas, sino que aprovechaba como ninguna la tecnología infrarroja, accediendo a cualquier dispositivo preparado para tal función, como ser un televisor, un equipo de audio, el equipo de aire acondicionado. Pero sin dudas, lo fantástico, era poder administrar la iluminación desde el mismo equipo, encendiendo, atenuando o apagando las luces del hogar o la oficina.
Hasta allí, un avance tecnológico con un propósito comercial bien definido y un éxito casi asegurado. Al menos, hasta que alguno de sus competidores pudieran sacar al mercado un producto similar.
Como era previsto, el día que salió a la venta vendió casi un millón de unidades. No fue el total de ventas lo que preocupó a Pérez, sino las que se vendieron en un radio de cinco kilómetros de su casa, que se calcula, fueron unas ochenta y ocho.
Por alguna extraña razón, la señal de las tablets hacían interferencia con la casa del viejo Pérez. Aunque claro, esto se supo después de varios días. El viejo, por otra parte, ignoraba absolutamente todo de la Nigro Max Connecting y si incluso hubiese visto la propaganda en la tele o el diario, hubiese desconocido lo que se promocionaba. Apenas entendía la diferencia entre un teclado y un mouse como para comprender el concepto de una tablet.
Sin embargo, ese día, después de las nueve de la mañana, su vida dejó de ser la misma.
Estaba subiendo al altillo de su casa a buscar unos diarios viejos cuando las luces se apagaron en su totalidad. Pensó de inmediato que serían los tapones y comenzó a descender por la escalera, cuando de repente la energía retorno y las lámparas resplandecieron. Gruñó por lo bajo y emprendió otra vez el ascenso. No había llegado a subor dos peldaños, cuando otra vez quedó en prenumbras.
Aquello no le gustaba nada. Si alguien estaba provocando que se cortara la energía cada dos segundos, ponía en peligro la integridad de los artefactos del hogar. Bajó la escalera y se encaminó a la cocina, para desenchufar la heladera y también el televisor. Lo último que quería era que se quemaran.
No había salido del pasillo cuando volvió la luz. Escuchó el motor de la heladera al arrancar y notó como le costaba. Lanzó un "que lo parió" al aire y fue raudo hasta el enchufe, para desconectarlo de la corriente eléctrica. Apenas lo había hecho, la casa quedó otra vez sin energía.
- ¿Pero que carajo están haciendo? ¿Están jugando? - dijo con bronca en la voz.
En ese momento volvió otra vez la luz y el televisor se encendió solo. Fue hasta el aparato y lo apagó. No le había alcanzado a dar la espalda que se volvió a prender. Lo apagó una vez más y lo desenchufó. Entonces, se volvió a cortar la luz.
- ¡La puta madre, van a quemar todo! - bufó a pecho limpio.
Se apuró es desconectar todos los equipos que necesitaran de corriente eléctrica para funcionar. La luz iba y venía, constantemente. Salió a la calle y afuera parecía todo normal, sin ninguna cuadrilla de la empresa de energía trabajando en la zona. Fue hasta lo de su vecino y le golpeó la puerta, temiendo que no anduviera el timbre.
- ¿Disculpe Ferreyra, pero dígame una cosa, usted también está teniendo problemas con la energía eléctrica?
- ¿Qué clase de problema, Pérez? - preguntó un recién levantado Ferreyra, que aún no se había dado cuenta que llevaba puestas las pantuflas rosas de su mujer.
- Viene y va. Me va a quemar todo.
- Fíjese si no tiene algo en corto. Acá funciona todo bien. Estoy viendo el canal de compras desde hace un rato y no se me ha cortado nunca.
Le dio las gracias y volvió a su casa. Allí la luz seguía dando su propio espectáculo. Llamó a la empresa. Aguardó hora y media hasta que llegaron para verificar lo que estaba sucediendo. No le encontraron respuesta a lo que estaban ocurriendo. Todo parecía estar bien...
- Mire señor, en realidad ni siquiera se le está cortando la energía - le explicaron - Son las luces las que se apagan, lo mismo que los aparatos. Fíjese el televisor, se acaba de apagar, pero las luces siguen encendidas. Y ahora mire... se han apagado las luces, pero la heladera está marchando.
El viejo Pérez no se había puesto a hilar tan fino. Aquello lo alarmaba. ¿Su casa estaba maldita? ¿O la instalación estaba pidiendo a gritos un recambio del cableado?
Para la noche, el viejo estaba a punto del colapso. Estaba presenciando el caos personificado. Se sentía estresado, al borde de un ataque de nervios. Apenas si pudo dormir. A la mañana siguiente se presentó en la empresa de energía y logró que volvieran a revisar todo. No encontraban ninguna anomalía. Y si no hubiese sido porque uno de los jefes de la empresa se acercó a conocer la magnitud del reclamo, la incógnita seguiría sin haberse revelado.
La diferencia entre el jefe y sus empleados no era el conocimiento, sino la tablet recién adquirida: la Nigro Max Connecting. Hacía gala de ella como un niño lo hace de su último juguete. Todo lo que le decían, lo volcaba con velocidad sobre el aparato. Estuvo así un buen rato, hasta que por error activó la función de encendido de las luces y con alarmante incredulidad notó como por coincidencia, las luminarias de la casa se prendían.
Podía haber sido una casualidad, una más de las tantas que nos da la vida. Pero el hombre no dudó en volver a probar, accionando la desactivación de las luces. Las mismas, aunque no podía creer, se apagaron en ese preciso momento. No, no era posible. No había configurado la tablet aún, ni siquiera en su propio hogar. Miró el televisor apagado. Buscó la función en su dispositivo portátil y cruzó los dedos. Al hacer On en la función de encendido remoto, el televisor se puso a emitir.
Al rato se apagó, pero no había sido él. Lo mismo con las luces, que seguían su show personal de estar brillantes para luego sumirse al silencio de la oscuridad y viceversa.
¿Y si.... ? No, no podía. Sabía que una de las características de la Nigro Max era el alcance. Pero le parecía imposible que tuviera algo que ver. ¿Cuántas se habrían vendido en la zona, como para provocar ese caos hogareño en lo de Pérez? No, era imposible. No obstante, dio aviso al fabricante.
Las pruebas fueron categóricas. Por alguna inexplicable razón, las frecuencia en las que trabajaban las tablets Nigro, coincidían con las instalaciones existentes en la casa del viejo Pérez, y por algún otro rarísimo motivo, hacía las veces de llave maestra a la inversa, permitiendo que toda función emitida por una tablet dentro del radio de alcance, modificara los valores existentes del lugar.
El fabricante negó falla alguna y adjudicó todo al destino. El viejo Pérez resolvió mudarse al quedar al borde de la locura, tras cuatro semanas de no ser dueño en absoluto de la iluminación de su vivienda ni de nada de lo electrónico que poseía bajo su techo.
Odiaba más que nunca la tecnología. Razón suficiente para mudarse a una cabaña cercana al bosque, en medio de la nada, sin más compañía que una estufa de leña y un paisaje acogedor. Su casa la puso en venta y la compró un tal Gómez, que pagó en efectivo.
A Pérez poco le importa que ese tal Gómez responda a la empresa Nigro Max Connectiong y que su antigua casa esté siendo estudiada por analistas en conjunto con el gobierno. Es que allí radica el futuro del convencimiento, el poder sobre la intimidad, el acceso a lo privado. Por eso, con dedicación y esmero, se analiza cada centímetro del lugar, en busca de respuestas.Pérez, en tanto cierra los ojos y respira aliviado.
Está a salvo.