Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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28 de febrero de 2015

A salvo en casa

Mientras recorría los últimos metros en dirección a su casa a gran velocidad, volvía a recriminarse su reacción, que en definitiva lo estaban obligando a correr con el máximo esfuerzo de piernas y pulmones,
Aunque eran pensamientos desordenados, trataba de armar en su cabeza la sucesión de eventos que lo llevaban a esa corrida extenuante. Alcanzó la puerta de su casa con el último aliento. Metió la llave con la mano temblorosa, abrió y cerró en un solo movimiento, asegurando la puerta con el peso de su propio cuerpo agitado y transpirado.
¿Cómo es que había sucedido todo aquello? Había ido temprano al centro a realizar unos trámites, para no tener que regresar a las apuradas había optado por almorzar en un bar. Eligió uno bastante modesto, en una calle paralela a la principal de la ciudad. Algo oscuro porque tenía las persianas a medio levantar y las luces fluorescentes apagadas, quizá porque era de día y el dueño quería abaratar gastos.
Pidió un tostado con un vaso de cerveza. Leyó el diario que estaba en una mesa contigua, pagó, dejó la propina debajo del plato y se marchó. Hasta ahí sin ningún problema. Había terminado los trámites, almorzado y solo le restaba regresar y dormir una siesta. Un plan sencillo, nada de otro mundo. Pero entonces fue que aparecieron los coches de la patrulla de policía.
Fue cuando cruzó la calle, tras abandonar el bar. Los coches se detuvieron chirriando los frenos, justo a sus espaldas. Las puertas de los vehículos se abrieron con estrépito y los agentes policiales bajaron con las armas desenfundadas.
No podía creer lo que veía. Se apearon con tanta celeridad que en menos de cinco segundos dos de los uniformados ya se habían metido al bar, mientras los demás iban en camino o cubrían desde la vereda.
No tuvo tiempo ni de pensar en lo que estaba pasando. Uno de los agentes se dio vuelta y por algún motivo intuyó que él había salido del interior del local. Con voz ronca y firme le gritó que se quedara quieto en el lugar.
- Usted, el de remera azul, no se mueva - esas fueron las palabras del oficial. El de remera azul era él, no había lugar a dudas. Aunque no necesitaba saber el color de la remera para caer en la cuenta que le hablaban. Los ojos penetrantes y el brazo apuntando en su dirección eran razones suficientes para estar seguro.
Tendría que haberse quedado quieto cómo le pedían. Pero pudo haber sido el arma en la mano del policía, la velocidad con la que se desencadenaron los hechos o el mismo miedo que vive dentro de uno y que nos domina cuando menos lo esperamos. Pudo haber sido cualquiera de esas opciones.
Lo cierto es que no se quedó inmóvil para esperar al hombre de uniforme azul que había comenzado a avanzar hacia donde él estaba. Muy por el contrario, salió corriendo.
No miró para atrás ni se detuvo, cruzó calles con los semáforos en rojo, tropezó con personas que caminaban por las veredas o salían de negocios, pero jamás dejó de mover sus piernas. No pensó, no utilizó la razón - si es que acaso había lugar para la misma -, simplemente huyó.
La puerta a sus espaldas era suficiente protección. Eso pensaba ahora, mientras la agitación le arrebataba el control del cuerpo. Estaba seguro de haberlos perdidos varios kilómetros atrás, pero no se había confiado y por eso no detuvo la marcha rauda.
Esperó sin moverse, con los ojos cerrados. No escuchó sirenas ni movimientos extraños. El barrio se comportaba como cada tarde, sin sobresaltos. Recién después de dejar pasar una hora, se animó a ir hasta la cocina. Buscó con desesperación la heladera y sacó una botella. No era agua. Bebió con fruición. De repente lo asaltaba una sensación rara. Se sentía invulnerable.
Sonrió. Luego dejó lugar a la risa. Carcajadas cortas, casi perversas. Ahora veía con claridad lo infantil de su reacción. Y eso le causaba gracia. Se había asustado y no tenía explicación para eso. Era una redada al bar. Quizá por drogas o por ser el aguantadero de algún delincuente. Pero no lo buscaban a él. Era para reírse.
Dio vueltas por la casa una media hora. Los nervios iniciales habían dado paso a la excitación. Finalmente bajó hasta el sótano. No se molestó en encender la única lámpara porque sabía que estaba quemada. La oscuridad no lo incomodaba, todo lo contrario. Bajó los peldaños de la escalera lentamente, silbando una vieja canción que lo remontaba a su adolescencia.
A pesar de estar todo oscuro, pudo divisar las siluetas. Sentía además el esfuerzo por liberarse. Las dos mujeres que tenía maniatada desde hacía semanas allí abajo seguían donde las había dejado. Sucias, malolientes y con un daño psicológico irremediable.
Estaban amordazadas y desnudas. Las acarició, percibiendo el terror en sus cuerpos. Luego se sentó en el suelo, a pocos metros de ellas. Sabía que su solo presencia era motivo para que se orinaran encima. Y le parecía bien. De repente se largó a reír. No podía olvidar la reacción al salir del bar.
Suspiró, repleto de felicidad. Se divertiría un poco allí abajo y luego iría a descansar. ¿Quién sabe ahora cuándo tocarían a la puerta para llevarlo tras las rejas?  
La policía lo estaría buscando y en cualquier momento lo atraparían. Pero no ese día. Porque ese día era invulnerable. ¿Se habrá imaginado el agente a quién le había dado la orden de alto? No, imposible. En la calle, es un ciudadano más. ¿Con cuántos psicópatas se cruzaría uno a lo largo del día sin saberlo?
Con ese pensamiento en la cabeza comenzó a ponerse de pie, con ganas de acercarse a sus prisioneras.

24 de febrero de 2015

Mientras el sol brilla en lo alto

Parecían los de la obra de teatro, esos que esperaban a un tipo que nunca aparecía. Así estaban cuando el sol del mediodía comenzó a azuzar con fuerza, invitando a buscar refugio.
- Ya va a venir - sentenciaba cada tanto Omar, responsable en realidad que estuvieran en esa esquina desde bien temprano.
La gente iba y venía, sin prestarles atención, pero el hombre del puesto de diarios y un par de propietarios de comercios de la calle miraban de mala forma hacia la esquina. Al menos eso sentía Pablo. Y eso que con el kioskero había estado charlando una media hora, discutiendo los títulos del diario deportivo de la fecha.
Pablo escapó del sol ni bien pudo, metiéndose debajo del toldo de una florería. Miraba su reloj pulsera importado de China a cada instante. El desacertado y continuo vaticinio de su amigo lo exasperaba,
- Vámonos a la mierda - volvió a repetir, creía que por vigésima vez en lo que iba del día, pero Omar se hacía el desentendido, tal su costumbre.
- Mirá que lindo se ve aquel avión con el cielo despejado como hoy - mencionó como al pasar, ajeno al comentario de Pablo que no dudó en despotricar mientras acomodaba su espalda sobre la pared del negocio.
- ¿Sabés dónde te podés meter el avión y el bonito día? Lo digo siempre y nunca lo cumplo, pero esta es la última vez que te acompaño.
Omar sonrió sin mirarlo a los ojos. Tenía la atención puesta calle arriba, como si enfocando la vista hacia ese punto específico, llegaría. Poco parecía importarle que el sol del mediodía le diera de lleno.
- ¿Te conté de la vez que esperé casi seis horas el tren a Tucumán?
- ¿Me estás jodiendo Omar? Estuve clavado con vos toda la puta tarde. ¿Cómo querés que me olvide? No ves, ahí tenés otra... no, si soy un pelotudo yo...
- No, esa vez no, cuando tenía que ir a ver a mi primo.
- Esa vez fueron dos horas. Esperaste seis cuando murió tu mamá.
Omar hizo un silencio. Su amigo tenía razón. Suspiró, siempre mirando hacia el mismo lado.
- Yo digo la vez que fui a ver a mi primo.
- Fueron dos horas... y también estuve.
- Bueno, esa. Me acuerdo que... ¿seguro eras vos?... No importa, me acuerdo de algo de esa espera. Estaba seguro que era la última. No dije nada entonces, pero tenía la intuición que moriría en ese viaje. Durante el tiempo que esperé... perdón, esperamos sentados en el banco de la estación, supe que jamás regresaría.
- Volviste, quedate tranquilo. No va a venir, regresemos.
- Ya va a venir - dijo sin cambiar el tono de voz - A lo que voy, es que estoy teniendo un presentimiento parecido.
- ¿Parecido al "ya va a venir"? ¿O al "no vuelvo de Tucumán"? Porque de ser así, ahorrate las palabras.
- Escuchame Pablo - y tras un par de horas sin mirarlo al rostro, Omar volteó hacia su amigo - ella va a venir, pero no de la forma que la esperamos. Hasta dudo, mirá lo que te digo, que nos demos cuenta que ella ha llegado. Me animo a decirte que ya está con nosotros y no lo sabemos.
- Si algo te faltaba, era perder los pocos pajaritos que tenías en la cabeza. No te dejo solo porque seguro te perdés. Si tu hermana no vino, es que no alcanzó el colectivo o se arrepintió. Ya sabés como terminamos. La conocés, los dos la conocemos. Vamos a estar tres días acá y ella no se va a dignar en aparecer.
- Pablo, sabés que no tenés por qué estar acá. No te obligo, es una decisión tuya.
Su amigo no dijo nada. El dueño de la florería estaba cerrando la persiana y le dedicó una mirada de pies a cabeza. Se alejó con cierto recelo.
- Estoy porque soy el único amigo que tenés - dijo al fin,
- Estás para no sentirte solo. El sentido de la vida es una constante manera de eludir la soledad. Vos lo sabés mejor que nadie. Por eso siempre que estoy en la ciudad me buscás.
- Extraño a tu hermana, quizá ya lo sabés. Pero hoy no va a venir, por más que me lo asegures.
- Yo creo que ya está aquí. Me pareció sentirla en la brisa.
- No viene, mirá que fui boludo en hacerte caso. Llamarla después de años y decirle tantas palabras juntas. Se asustó y me hizo venir para que perdiera el tiempo y las últimas esperanzas. Es tu culpa que estemos esperando acá, sabía que brillaría por su ausencia.
- ¿Y si no es eso, Pablo? Si realmente venía a verte y sufrió un accidente. La sentí, es mi hermana.
- Si así fuese, la habría visto. ¿Acaso no te veo a vos? Debo parecer un enfermo mental, parado aquí solo hablando con la nada misma y sin embargo, acá estoy Omar, esperando a tu lado, como siempre.
- Es hora entonces que dejes de hacerlo, Pablo. Creo que como me buscaste a mí, es hora que la busques a ella. Mi presentimiento es muy fuerte, como aquella vez que iba a ver a mi primo...
- Callate Omar, volviste. Punto.
- Pablo, jamás volví, lo sabés mejor que nadie. Me buscaste y me trajiste. Es hora que me dejes ir, que me liberes. Puedes ayudarla a ella, como lo hiciste conmigo. Ayudarme a entender lo ocurrido. Pero por favor Pablo, no te vuelvas a engañar. Ni ella te va a corresponder ni tampoco será tu eterna compañía.
- Nada es eterno, Omar.
- Nada, mi querido Pablo. Ni siquiera la muerte. Así que tampoco la esperes, ella vendrá cuando lo crea necesario y se irá cuando menos lo esperes.
- Entonces es hora que te marches. Trataré de buscar a tu hermana. La muerte es un lugar oscuro para que esté sola.
- De alguna manera siempre lo estamos.
Omar volvió a sonreír, esta vez tan cerca que creyó que al fin podría volver a abrazarlo, pero a los pocos segundos ya no estaba. Una brisa fresca envolvió a Pablo mientras una sensación de amarga melancolía colmaba su ser.
A paso lento, fue abandonando aquella esquina. El sol era un punto radiante en el cielo. En su cabeza se formaba una idea clara y precisa: en alguna parte de aquella gigantesca ciudad vagaba ella, sin saber a qué mundo pertenecía. Nadie lo sabe en realidad, pero el trataría de encontrarla para así juntos tratar de develar el misterio.


19 de febrero de 2015

Un mágico centro del mundo

La primera vez que coincidieron en la plaza del barrio eran unos niños y aquello era semejante al paraíso, con sus juegos, espacio para correr y jugar a la pelota y los árboles que ofrecían un sinfín de aventuras con sus brazos alzados al cielo a modo de escaleras interminables que lo transportaban a sus mundos de fantasía, donde por momentos eran piratas buscando un tesoro imposible y al rato, los salvadores del mundo ante el inminente ataque extraterrestre,
Fue el paraje donde también descubrieron que las niñas eran más que unas molestas compañeras de juego y que detrás de las voces agudas había belleza y sensaciones agradables. De pasar las tardes bajo el sol, o con lluvia, en la medida que crecieron fueron cambiando los horarios y postergando su visita hasta entrada la noche, ya sin elegir los juegos y los imaginarios campos de fútbol, dejándose llevar por la privacidad propia de los árboles, de su oscuridad encantadora, de la textura áspera pero amiga en la cual reposar los cuerpos para dar un beso, intentar un movimiento osado con la mano o simplemente intentar un tímido "te quiero".
El grupo fue tejiendo su propia geografía y existencia alrededor de aquella plaza. Pablito se convirtió en Pablo, el Piru en Alejandro, Eze en Ezequiel y Cachimba en Roberto. El nombre los convirtió en adultos jóvenes, en nuevos rumbos, en decisiones difíciles. La plaza fue el nexo, el vínculo eterno en tiempo y espacio, que sin cambiar su fisonomía conectaba pasado y presente con tanta simpleza que parecía ajena al mundo que la rodeaba.
Los fines de semana largos, las navidades, algunas semanas de las vacaciones, aquel lugar abría una puerta mágica y los cuatro desandaban los pasos desde sus lugares en el mundo para encontrarse de manera tácita sobre el verde césped, donde en pie esperaban los árboles de siempre (cada vez más altos) y esos juegos de robusto metal, pintados una y otra vez, capa sobre capa, como la memoria misma.
Reían, recordaban, volvían a ser felices. Se lamentaban que sus respectivas vidas los mantuvieran tan distantes a lo largo del año, pero aplaudían ese centro del mundo que los atraía como una fuerza magnética cada tanto. Bromeaban incluso que sin ellos, la plaza no existiría. La plaza, en silencio, asentía. Los árboles con sus hojas aplaudían de cara al viento. Se despedían con abrazos y promesas en vano. Sabían de toda forma que aquel lugar los reuniría.
La última vez que compartieron una charla en la plaza fue un año nuevo, tras los fuegos de artificio que inundaron el cielo del barrio. Pablo y Alejandro pensaban que sus dos amigos no irían. No era para menos. Ezequiel, que se había casado con la hermana de Roberto, había sido denunciado por su esposa por violencia doméstica.
Era raro estar bajo los árboles y respirar ese aire de realidad, siempre ajeno en esos pocos metros cuadrados. Pablo lo comentaba en voz alta y a Alejandro se le antojaba fuera de lugar. Comprendía que algo estaba contaminando la intimidad de la plaza.
Estaban por irse cuando los vieron venir, caminando muy despacio, a través de la calle. Venían discutiendo, a casi dos metros de distancia uno de otro. Se acercaron, creyendo que con el gesto la tensión se disiparía. Pablo alcanzó a ver una botella rota en la mano de Roberto. Alejandro supo que lo que asomaba del pantalón de Ezequiel era una pistola. Pero todo sucedió muy rápido. Lo que vieron jamás iban a poder contárselo uno a otro.
Roberto levantó la botella en el aire en el mismo momento que pisó el césped de la plaza. Quizá como manera de demostrar su lamento, uno de los árboles dejó caer la rama más alta, cuyo impacto arrancó una de las hamacas. Ezequiel, que ya estaba cerca del subi-baja reaccionó de inmediato. De nada sirvió que sus amigos corrieran hacia ellos. O si, pero no de la manera que esperaban.
Ezequiel disparó y la bala se alojó en el pecho de Alejandro, que nerviosamente se interponía entre ambos. Pablo no supo que eso sucedía a sus espaldas, porque en ese instante trataba de quitarle la botella a Roberto. Pero el brazo de su amigo resbaló y el filo del vidrio le cercenó la vena yugular a la altura del cuello.
El lugar se llenó de patrulleros y lágrimas. Los agresores fueron llevados a la comisaría, donde esa misma noche, antes del amanecer, Roberto se quitó la vida colgándose en la celda en la que lo habían encerrado. Ezequiel fue condenado y todavía permanece preso.
La plaza ya no luce, los árboles han perdido las hojas y los juegos yacen herrumbrados. El césped extraña a los niños luego jóvenes, finalmente adultos.
Ellos tenían razón. Ausentes, los lugares mágicos no existen.

5 de febrero de 2015

Claves para la vida

Cuando uno se equivoca al escribir una contraseña, vaya y pase. Cuando esto ocurre seguido y la cuenta se bloquea, es un dolor de cabeza. Hasta se comienza a dudar de la memoria, o a creer en los dichos que afirman que los años no vienen solos. Pero cuando se vuelve una regla general y ninguna clave funciona, y todas las cuentas de todos los correos quedan paralizadas, el logon a páginas que uno accedía habitualmente ya no puede realizarse y el ingreso a la cuenta electrónica bancaria queda impedida, vemos venir una cataclismo mucho mayor: el fin de nuestra existencia.
La clave del cajero no funciona, tampoco para comprar con tarjeta. El pin del teléfono no es el que creíamos, incluso la contraseña de la nueva cerradura electrónica del edificio. El mundo comandado por asteriscos se nos revela. Se nos vuelve en contra. ¿Hemos perdido la memoria? ¿Eso ha sucedido?
De pronto estamos afuera de todo. Nos sentimos como un astronauta olvidado en el espacio, viendo como se aleja nuestra nave e internándonos más y más en el hondo horizonte nocturno, ese que algunos postulan como infinito.
En medio de la calle tratamos de frenar a alguien para contarles nuestra vergüenza. Aún es posible, todavía no hay contraseñas para que nos hablen. ¿Pero a quién detenemos? El resto del mundo se mueve ajeno a nuestro. Un policía. Está parado en la esquina, haciendo un turno adicional en el banco. Nos acercamos lentamente, como quién ha cometido una falta. Nos cuesta mirarlo, quizá tememos que nos vea en actitud sospechosa. Al final lo encaramos, carraspeamos y en el momento de soltar la verdad, de pedir ayuda, atinamos a preguntar la hora.
Nos vamos con un "once menos cuarto" carente de sabor, arriando a duras penas con el problema al hombro. Sin teléfono, sin tarjeta, sin poder consultar el correo desde la tablet, sin poder ingresar al departamento, sin poder sacar un solo billete del banco. No es posible olvidarse todas las contraseñas. Una, dos, tres incluso. Pero todas no es creíble.
Nuestro psicólogo. El debe tener la llave que abra la memoria. Pero claro, no nos atiende sin turno previo. Venga mañana nos dice la recepcionista, siempre amable, bien pintada y arreglada y perfumada con alguna colonia de marca. ¿Pero qué hacemos hasta el día siguiente? ¿Dónde dormiremos? Si ni siquiera podemos desbloquear el teléfono para llamar a alguien.
Entonces caminos hacia donde creemos, vive gente conocida. Es que se ha perdido esto de ir de visitas, es más fácil el skype, el mail, el mensaje, el whatsapp. El café se comparte, pantalla de por medio, cada uno con un pocillo diferente, sin el sonido de fondo de otras conversaciones, ni el tránsito filtrándose por el ventanal que da a la calle. Y caminamos, nos perdemos, volvemos atrás, tratamos de dar sin éxito con esa calle tan ansiada. Y cuando llegamos, dudamos que realmente hubiese sido esa. Comenzamos de nuevo, buscando un nuevo destino que cree estar guardado en alguna parte de nuestra memoria. Junto a las contraseñas, nos decimos con cierta ironía.
Deambulamos y vemos gente durmiendo en colchones sobre las veredas. Es gente que ha perdido sus claves, nos decimos mentalmente. Tomamos nota de ese registro y nos angustiamos. Encontramos en ese pensamiento la respuesta a tantos problemas. Algo tan simple como el olvido de una clave, o de todas en realidad, nos llevaría a una población marginal, a una desolación universal. Nos asustamos ante tal magnitud. Cuesta respirar. El final inminente siempre provoca la asfixia. Hay que frenar la marcha, recostar la espalda contra la pared y relajar los músculos, dejar que el pecho se infle y se desinfle, retomar el ritmo, cerrar los ojos, pensar en nada. Repetirnos la palabra tranquilo hasta el cansancio, pero lentamente, para no ponernos nerviosos. Tranquilo, tranquilo, tranquilo...
Cuando eso pasa, podemos seguir. Aunque a cada paso nos carcomerá la duda. ¿Seguir hacia dónde? ¿Quién nos devolverá lo que somos? ¿Dónde clamaremos por nuestras claves, la identidad velada, la existencia toda?
Entonces vemos ese rostro conocido, rubio, bonito, que viene directo a nosotros. Ese rostro de juventud perdida, entrada en años. El gesto mustio, los ojos sombríos, la boca ancha parloteando en voz alta. Dice un nombre, y acaso ¿no es el nombre de todos? Nos toma de los hombros y nos zamarrea. Luego nos deja, se hace un lado, se toma la cabeza, mira hacia abajo, hacia un costado, está llorando y ya dejamos de verla, porque aparecen dos hombres de blanco que repiten el mismo nombre que ella, pero en tono calmo, casi de amigos, y nos conducen despacio, sin apuro hacia esa ambulancia estacionada a un lado de la calle.
- ¿Nos llevan a recuperar las contraseñas? - preguntamos esperanzados, iluminados por el sol del mediodía golpeando a pleno en nuestros rostros desencajados.
Responden que si. Entonces, tras un largo suspiro, sonreímos.

1 de febrero de 2015

Días felices, días oscuros

Hay días en los que siento que puedo lograr lo que me proponga y otros que no. Hay días en los que ningún sueño es inalcanzable y otros donde ni siquiera me permito soñar. Días felices, días oscuros. Contrastes propios de la existencia, duelo de las ideas y los sinsabores.
Camino con la mirada al piso, con la firme convicción de renunciar. Me permito de manera enérgica imaginar el momento, el rostro de mi superior, el cruce de palabras y mi verba segura, calma y tajante.
Llego hasta el edificio, atravieso el umbral sabiendo que será la última vez, subo las escaleras de a dos escalones por vez, tal la tranquilidad que pesa sobre mí. El pasillo se bifurca. A la derecha es la rutina. A la izquierda, el lugar pocas veces visitado, que termina en puerta de madera noble y cartel de letras grandes formando un nombre importante dentro de aquel lugar en el mundo.
Dejo escapar un suspiro. Mi mente dice izquierda, pero mi cuerpo opta por la derecha. La puerta que se abre es la de siempre, metal gris topo, dejando a la vista un puñado de escritorios desparramados sin un orden preciso, de espaldas a un ventanal sucio oculto detrás de persianas que pocas veces se levantan hasta arriba de todo.
Las piernas me depositan al lado del escritorio de todos los días. Los papeles están como los dejé la última vez. Me niego a sentarme, pero no encuentro resistencia. La computadora está iniciando con su habitual forma de darme los buenos días. Escuchó algún que otro comentario, quizá un saludo, pero forma parte de la rutina, ese envolvente proceso cíclico que nos gobierna en todos los sentidos.
Me llega un mensaje de texto. Lo observo un buen rato. Ella pregunta si ya está, si ya lo he hecho. Me muerdo los labios. Sabe que no he podido tomar el pasillo de la izquierda. Lo sabe bien porque cada día es la misma historia. Como si mi existencia se desdoblara en dos partes, una, la que no quiere desprenderse de lo conocido, y la otra, que teme aventurarse en los sueños.
No voy a contestarle. No es necesario, conoce la respuesta. Ha enviado el mensaje solo para clavarme una aguja. Sé que ahora está camino a su casa, quizá parando en una panadería a comprar medialunas calientes a pesar de haber desayunado conmigo una hora atrás. Así es ella. En cambio, yo... bien, es difícil describirse uno mismo. Hay días que puedo hacerlo y otros que no.
Alguien deja una pila de papeles a mi lado. No he visto quién. A veces creo que solo llegan, que nadie los trae. Pero es imposible. Cierro los ojos y me cuesta sacarme de encima su rostro. Risueño muerde una tostada y me guiña un ojo: "Hoy es el gran día, al fin". Me lo dice con tono burlón, conocedora del futuro inmediato. Así es ella.
Escucho mi nombre a mi espalda. Giro. Un compañero quiere saber si puedo darle una mano con sus papeles. Quiero decirle que no, pero me sale un "claro". Más trabajo. El mismo precio. La escucho a ella, siempre tan sencilla de palabras: "Después no te quejés". Y tiene razón. ¿Pero cómo se hace? A nadie le enseñan cómo moverse en el mundo. Ni cuál es la forma de encarar el pasillo de la izquierda. De afuera todo parece fácil, pero no lo es.
Ella me dice que uno la complica, que las cosas son sencillas. Puede que tenga razón. Mi compañero ya me ha traído sus papeles. Luego se marcha. Dice algo como que debe ir al doctor. Pero quizá vaya a la plaza de la esquina a leer un libro. No lo sé. Tampoco me voy a asomar por la ventana a comprobarlo.
Tengo uno de esos momentos de epifanía en los que me decido, apago la computadora (no sé por qué, pero siempre me imagino apagando la máquina antes de un gran paso en la vida) y salgo de esa enorme habitación para al fin tomar el pasillo que lleva a la puerta de buena madera. Pero es fugaz, tan solo una imagen. Al abrir los ojos, una diversidad alarmante de íconos y carpetas se alinean como si estuviera tallados en la pantalla del ordenador. No me he movido, ni lo haré, al menos hasta el mediodía, en el horario del almuerzo que como cada mediodía, consistirá en un sandwich de milanesa del barcito de al lado.
La partida se inclina otra vez. Ya tiene ganador.
Pero algún día me veré en el podio. Y en su rostro ya no percibiré la sorna de hoy, sino la sonrisa genuina del "viste que podés".