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30 de junio de 2013

Las apariencias engañan

Vestía ropas desgastadas y un par de ojotas. Sus movimientos eran lentos, como si temiera estropear el suelo que pisaba. Parecía no haber comido por semanas. Pero no mendigaba ni tampoco aceptaba limosnas.
Solía pararse en la esquina de la plaza y mirar a la gente. Al principio los policías que recorrían la zona le pedían que se moviera, pero luego, se hizo tan habitual, que dejaron de ver en su persona una amenaza para los demás.
De vez en cuando, algún desprovisto de prejuicios se detenía a conversar con él. Aunque no eran demasiados. Era un hombre instruído, que estaba muy informado de lo que sucedía en todo el mundo.
La única vez que me detuve a hablar, tuve que reconocer que la impresión que tenía de esa persona, era totalmente errónea. No soy de hacer preconceptos, pero con ese hombre los había hecho.
Recuerdo que la charla se dio por casualidad. Al pasar por esa esquina, se me cayó el diario que llevaba bajo el brazo. Creo que fue por querer mirar la hora en el reloj. No me había percatado, pero escuché su voz.
- Señor, se le ha caído el periódico.
Al levantar la mirada, me topé con su fisonomía tantas veces vista. Luego observé hacia atrás y vi el diario desparramado en el piso.
Le agradecí y al cabo de unos minutos estábamos comentando los titulares del periódico. Me sorprendí sobremanera al notar los conocimientos de esta persona, la percepción de la realidad y principalmente, sus posturas sobre la política, la sociedad y las relaciones internacionales.
Le pregunté por qué la vida lo había llevado a esa situación de calle. Fue la única sonrisa que le vi.
- La vida no lleva a nadie a ninguna parte. Es uno el que para bien o mal tomas las decisiones. Quédese tranquilo con mi realidad. ¿Acaso me ve mal?
Y sinceramente, con esas vestimentas, esa forma de moverse, el hecho de estar allí parado como un mendigo, me daba toda la sensación de que era una persona que pasaba por una mala realidad. Se lo dije. Me palmeó el hombro y luego nos despedimos. Ni siquiera aceptó que lo invitara con un café.
Pasé muchas veces por esa esquina y en más de alguna ocasión cruzamos un saludo, pero nunca repetimos la charla. Luego, dejó de aparecer. Me imagino que todos sospechamos lo mismo: había pasado a mejor vida. O bien, quizá alguno con mayor esperanza o menos negativismo, que se había ido a otra ciudad.
Pero anoche, al sintonizar las noticias no debo haber sido el único que recibió lo que mostraban las imágenes con sorpresa. Es decir, con más de la normal.
El informe en vivo mostraba una majestuosa nave espacial descendiendo sobre el centro de Madrid, con miles de personas que se acercaban para apreciar el extraño acontecimiento. En los rostros se podía palpar la incertidumbre, el miedo y hasta la incredulidad. Los noticieros anunciaban que el descenso había sucedido sin previo aviso y que hasta el momento, no había existido contacto alguno con el interior de aquel gigantesco OVNI.
Minutos después se abrió una compuerta enorme y por allí salieron cuatro seres extraterrestres. Los reporteros y la gente hicieron un silencio. Aquellos seres eran como nosotros. Y el que tomó la palabra, para hablar en un claro español, ya no vestía ropas desgastadas y un par de ojotas, ni se movía lento y temeroso, pero era el mismo individuo que durante tanto tiempo había estado parado en la esquina de nuestra plaza.
Me quedé en silencio. Él no. Fue tan claro que me estremecí. En pocas palabras anunció que tras años de estudiarnos, habían decidido que era hora de marcharse, dejarnos solos.
- Ciertas cosas, no tienen remedio - concluyó.
La compuerta se cerró y la nave desapareció.
Con estremecimiento comprendí que ahora si, estábamos solos en el universo.

27 de junio de 2013

Las cañas

Siempre que íbamos al río, llevábamos nuestras cañas. No importaba si luego no las usábamos. Estaban allí, en el techo del auto, recordándonos el sentido de la vida.
Aquel domingo en particular, mami no quiso salir de casa. Mi mujer tampoco. Con Enrique no insistimos. No era un domingo común. Era el aniversario.
Enrique me recordó al pararnos sobre la orilla, de cara a las islas, que antes allí sabía haber un camalotal bastante grande. Asentí, también lo tenía fresco entre los recuerdos.
Miramos hacia el auto, contemplando las cañas. La tarde estaba fresca, ambos vestíamos camperas gruesas y bufandas. No había gente pescando, porque el sol ya casi estaba cayendo. Enrique sonrió.
- ¿Hace cuánto tiempo que no las usamos? - preguntó, aunque sabía la respuesta de antemano.
Me encogí de hombros y me agaché. Allí había una piedra ovalada. La lancé al agua y logré que rebotara tres veces antes de hundirse hasta el fondo. Enrique ya no me miraba.
- Creo que desde el accidente de papá - respondí a los minutos.
Mi hermano señaló el río, hacia el sur. Venía llegando un barco carguero. Se había dado cuenta por el movimiento de las aguas marrones, que habían ganando fuerza en su desplazamiento.
Entonces fue mi turno para sonreír. Cuando éramos niños nos quedábamos maravillados con los buques que entraban al puerto. Decíamos que seríamos marineros, que viajaríamos por el mundo recorriendo ríos y mares. Decíamos tantas cosas.
- Aún me gustaría navegar el Paraná en un barco así.
- A quién no - le dije.
- Hace frío Diego. Volvamos.
No era una propuesta ni una orden. Era un hecho. Subimos al coche y antes de ponerlo en marcha, miramos el paisaje inmaculado de nuestras vidas. Creo que suspiramos al unísono.
- ¿Qué grande el viejo, no? Hacer que amemos tanto esto.
- Si - reflexioné - El viejo siempre va a estar acá para nosotros.
El motor se puso en marcha. Dejamos atrás las islas, el verde, el río, su olor, su sonido. Sobre el auto, eternas, descansaban las cañas de la memoria.

24 de junio de 2013

En tu propio patio

La primera vez que lo vi fue suficiente. Y eso lo transformó en la última. Recuerdo bien el momento. Eran horas de la madrugada. No podía dormir y encendí la computadora. En realidad solo la pantalla, porque el equipo estaba descargando un par de películas. Leí algunos diarios en línea y finalmente caí donde caen todos: Facebook.
Miré actualizaciones durante diez minutos, riéndome con algunas ocurrencias y enojándome con ciertos comentarios intolerantes. Pero no fue nada de aquello lo que me impactó. De un momento a otro, en el muro de un joven que no conocía personalmente, pero que solía leer lo que colocaba en su perfil, comenzaron a aparecer sentidas frases repletas de angustia, dolor, pesar.
Leí una por una, completando el rompecabezas en mi mente. Algo le había ocurrido a cientos de kilómetros, en el lugar donde vivía. Y esa gente cercana, conocedora de los acontecimientos, iba agregando de a poco su despedida en el muro.
Si, porque todos los comentarios y publicaciones apuntaban a lo mismo: el joven había fallecido. Me quedé tenso frente a la computadora y con morbosa paciencia, dejé transcurrir los minutos mientras iba desglosando mensajes de dolor, algunos de los cuales arrojaban más luz a los hechos.
Para las cinco de la mañana, mi conocimiento estaba a la par de los que comentaban acongojados. De todos modos, me faltaba el contacto, la certeza de que esa persona era real. O que había sido real. Estaba asistiendo a un velorio virtual, de una persona de la que solo conocía su nombre y apellido y una foto de perfil. Pero era mucho más que un velatorio, era el repaso acelerado de su vida, viendo sus fotos, sus amistades, estableciendo lazos entre los firmantes y el infortunado. Aquello era una necrológica en tiempo real, pero al mismo tiempo, me parecía lejano, un hecho distante, que no podía afectarme.
Solo cuando el sol despuntaba por la ventana, indicando el inicio de un nuevo día, me aborrecí por la innecesaria curiosidad. Y lo peor de todo, es que comprendí que estaba asistiendo a un duelo verdadero, pero a puertas abiertas. Eso, no podía concebirlo. Era como asomarse a la ventana y encontrarse con que están enterrando a alguien, con cortejo incluído, en el patio de tu casa.
No estaba preparado para eso. La tecnología no solo me estaba acercando opiniones, comentarios, gente que publicaba cosas. Me estaba invitando a sus vidas, a sus miserias, a sus felicidades, a su muerte. Mi mundo virtual se había convertido en un gran conventillo, de pasillos amplios y departamentos de puertas y ventanas abiertas, donde todos y cada uno, podía observar al otro.
Me asusté. Aquello había dejado de gustarme. Odio que toquen timbre en mi casa para traerme malas noticias, odio el llamado del teléfono en horas de la madrugada que solo indica desgracia. No podía soportar ser espectador de aquello. Fue suficiente. Ni ahí, ni en ningún otro lugar. En ese preciso instante, borré mi cuenta.
Preferí el egoísmo de la soledad, al conventillero teatro del siglo XXI.

21 de junio de 2013

Tan solo una Y

Don Honorio encendió la tele y se acomodó en el sillón de siempre, donde su cuerpo se amoldaba a la perfección. La pantalla devolvía una molesta estática. Cambió de canal repetidamente, pero la situación persistió.
- ¡Vieja! - exlcamó al rato - ¿Hoy a la tarde pudiste ver a Rial? No se ve ningún canal.
Desde la cocina, entre sonidos de platos y el agua corriendo, llegó la voz de su mujer.
- Nos cortaron el cable, viejo. Hace dos meses que no pagamos.
El hombre apagó el aparato y resignado, buscó la radio portátil, que de vez en cuando usaba los domingos para escuchar algún partido de fútbol. Ninguno en especial, era hincha de Independiente, así que le daba lo mismo cualquier equipo en los últimos años.
Estaba el informativo:
"Estudios realizados en los últimos meses permiten vislumbrar con claridad que la brecha entre las clases altas y de poder, es ínfima. A tal punto, que los investigadores de la prestigiosa universidad han remarcado que esa diferencia equivale a tan solo una letra del abecedario. Aunque parezca mentira, se trataría de la vigésimosexta letra del alfabeto español, la i griega o como desde hace poco tiempo se recomienda decirle, la ye.
El ejemplo analizado con énfasis es claro y no escapa a segundas lecturas.
Por un lado, dice el informe, se puede establecer una certeza sobre las clases que prevalecen, con la cuál es fácil resolver el paradigma. En la misma, se afirma lo siguiente:
La clase gobernante "quiere tener poder y dinero"
La clase política "quiere tener poder y dinero"
La clase empresarial "quiere tener poder y dinero"
Siendo la premisa "tener poder y dinero", extrapolada a la clase media y clase baja, la misma, según los investigadores, quedaría reducida por la desaparición del conector Y. 
Ejemplo:
La clase trabajadora "quiere poder tener dinero", desprendiéndose como continuidad de la idea:
... para poder comer
... para acceder a servicios de salud
... para poder vestirse
... para llegar a fin de mes,
entre otras posibilidades existentes.
El estudio, ratificado por varias academias alrededor del mundo, es probable que se encamine sin lugar a dudas al premio Nobel, debido a...."
Don Honorio apagó la radio. Era demasiado.
- ¡Vieja! - volvió a llamar.
- ¡Qué querés ahora! - bramó Etelvina, que se había puesto a barrer el piso.
- Nada, que parece que los griegos hijos de mil puta nos cagaron la vida.

18 de junio de 2013

Nueve

Aquello le parecía muy extraño. Cada escalera de su edificio tenía nueve escalones. Jamás los había contado, pero esa mañana, con la energía eléctrica cortada, se le había hecho más ameno bajar los nueve pisos que lo separaban de la planta baja enumerando cada escalón.
Aunque todo intento de distracción quedó hecho a un lado al tomar nota mental de la coincidencia. Y si bien sabía que cualquiera le diría que era lógico que el número fuese el mismo en cada piso, había un detalle en el que esas otras personas no repararían: el edificio estaba situado en el número 9 de la calle 9 y tenía nueve pisos.
Un escalofrío le recorrió la espalda. Miró su reloj. Faltaban segundos para la nueve de la mañana. Por suerte el número del día y del mes no coincidían. Ese conocimiento hubiese alcanzado para darle un síncope.
Llegó a la planta baja agitado, aunque no debido al descenso. Vio a uno de los conserjes del edificio y se acercó hasta donde estaba.
- Lupino - acertó el nombre, al menos se había dado vuelta al escuchar el nombre, simpre confundía a los dos empleados - Dígame una cosa. ¿Notó que cada escalera, en cada piso, tiene nueve escalones?
El hombre lo miró, dejando el escobillón contra la pared.
- La verdad que no, González.
- Si puede, cuéntelos. Más tarde, no ahora. Y me dice.
- ¿Le digo qué?
- Eso, que hay nueve escalones por escalera.
- No lo entiendo González. ¿Eso está mal? ¿Usted es arquitecto?
- ¿Arquitecto? No, lo que le digo, es que hay una enorme coincidencia.
- Eso espero, sino algunos pisos serían más altos o más bajos que otros.
- No, escúcheme Lupino. Mírelo con amplitud.
Lupino se quedó mirando a su interlocutor, achinando los ojos, haciendo un esfuerzo por seguir la idea.
- ¡Lupino, la dirección del edificio!
- Usted la sabe, número 9 de la calle 9.
- Claro que la sé, por eso mismo. ¿Se da cuenta? Nueve, nueve y más nueves. ¿Qué me dice?
- Que el culo le llueve.
González se quedó perplejo. Lupino, en tanto, lanzaba una estruendosa carcajada, para luego retomar la limpieza del piso con el escobillón. Silbando, se alejó por el pasillo, hasta la puerta de la conserjería.
No podía creer que tomara para la burla su descubrimiento. ¡Reírse de aquello! ¿Qué consecuencias tendría esa fatal cadena de nueves para su vida? ¿Para el destino mismo de la humanidad? Lupino podía tomarle el pelo, pero él sabía bien que había un significado oculto detrás de todo. Cómo estaba seguro también que había algo escondido en el contenido de los paquetes de garrapiñadas de almendra, luego de haber contado la misma cantidad de almendra en tres ocasiones diferentes, de vendedores de distintas plazas. O cómo también tenía la plena certeza que los taxistas cuyas patentes terminadas en 5 eran solteros. O la certidumbre que en los sonidos de estática de Radio El Mundo se disfrazaba un código secreto que solo podía ser captado por fuerzas alienígenas instaladas en el planeta.
- El culo te llueve... ¡que maleducado! Así está la humanidad. No vemos lo que tenemos en la punta de nuestras narices. ¡No nos quejemos cuando estemos al borde de la extinción! ¡Ni un quejido quiero escuchar, ni uno! - y tras dar un portazo, González salió a la calle, dejando atrás su último descubrimiento.



Este relato entre cómico, obsesivo y demencial, es una breve excusa para anunciar que hoy el blog cumple ¡9 años de vida! Les agradezco que estén del otro lado, leyendo los relatos que publico y muchos de ustedes, también comentando. Han pasado muchos lectores por este blog desde sus inicios, en el año 2004, y es mi deseo dar las gracias a todos, los de ahora, los de siempre y aquellos que se han perdido en el camino.
¡Y viva la literatura!

15 de junio de 2013

Tres actos

Primer acto
Un escenario repleto de personas que charlan entre si. En las sillas del teatro, solo una mujer.

Segundo acto
La mujer que está sola en las sillas, carraspea. Las personas sobre el escenario guardan silencio. La mujer saca una bolsa de pochoclos y comienza a comer.

Tercer acto
La mujer hace que se duerme, deja caer la bolsa de pochoclo y al caer la misma al suelo, se incorpora, como despertándose. Luego se pone de pie, abuchea hacia el escenario y se retira del teatro.
Cae el telón.

El público sobre el escenario aplaudió a rabiar. La mujer regresó para agradecer. La obra "La espectadora" fue un éxito, según sentenciaría luego la crítica especializada.

12 de junio de 2013

Resignación del fútbol

A Lucho no le gusta el fútbol, jamás le gustó el fútbol. A pesar de su padre, entrenador de las categorías juveniles del equipo del pueblo; a pesar  de sus dos hermanos, ambos futbolistas; Lucho siempre odió el fútbol.
Lo consideró banal, facilista, sin riesgos ni complicaciones, sin el intrincado laberinto que le ofrecía la literatura, su verdadera pasión desde que tenía memoria. El amor por los libros era su interés. La culpable era su madre, encantada de acercarle autores y aventuras.
Lucho siempre renegó del fútbol.
Desde que era un gurrumín, época en la que lo querían llevar a patear a la plaza. Resultaban tardes eternas, que terminaban en berrinches queriendo volver a su hogar. El lamento de su padre, al ver ese desprecio por la pelota, era enorme, casi trágico.
Aquella plaza se convirtió poco a poco en su temor máximo. Ni siquiera al crecer la contempló para arrimarse con un libro en las tardes cálidas y aprovechar sus bancos de madera, su escenario de hamacas y toboganes. Porque allí también habitaban dos arcos y casi siempre había una pelota rodando, pateada por otros. Se recordaba junto a sus hermanos,mientras esperaban el momento para saltar al césped, ellos felices y él, en tanto, con la bronca al hombro, odiando al fútbol.
Lo quisieron mandar al club a practicar, pero fue solo un par de veces. Ni siquiera quería ir con la familia a alentar al equipo del pueblo. Y mucho menos, viajar hasta Rosario para ver a los colores de su padre.
¡Cómo le dolió a don Pedro ver que su hijo renegaba del fútbol! Pero Lucho se plantó en la suya y siempre dijo, desde muy temprano en su vida: “Odio al fútbol”.
Ni aún cuando creció y pasó a ser Luis y en el laburo, en el estudio, el fútbol era la conversación que rompía el hielo, la excusa para conocer al otro, que igualaba o distanciaba, que creaba puntos en común o diferencias. El prefería utilizar esas horas - que de otra forma malgastaría inútilmente detrás de una pelota o hablando de ello - para sentarse a leer y a escuchar el sonido de las páginas, el áspero contacto de las yemas de sus dedos en la sustancia hermosa que era un libro.
Páginas e historias que lo trasladaban a mundos fantásticos, lugares increíbles; conocía a los personajes, los veía, los imaginaba, se hacía amigo de ellos, disfrutaba como si ese simple acto de leer, fuese vivir la aventura que tenía en sus manos. Incluso en la lectura sentía más pasión que en una cancha de fútbol.
Hasta se daba el gusto de leer sobre fútbol, porque ahí si veía, en esas líneas, en las palabras detrás de otras, en las ideas plasmadas por un autor en algún cuarto a media luz, que el fútbol tenía razón de ser.
Pero había un secreto, algo que no confesó jamás. Algo muy oculto en su interior. Lucho sabía que había nacido, en realidad, para el fútbol. Lo sabía desde la primera vez que tuvo contacto con la pelota. Lo sabía porque cuando la vio venir, supo de inmediato como patearla. Era, quizá, lo que también había visto su padre, y por eso, era probable, sufrió tanto. Lucho durante muchos años, cuando nadie lo veía, pisaba un balón y hacía malabares y sabía que esa pelota calzaba justo en su pie, y que su pie y su cuerpo estaban hechos para el fútbol.
Y comprendió entonces - quizá muy pronto - que si le daba tiempo al fútbol, no tendría lugar en su vida para el amor que lo había conquistado. Entonces, caprichoso, voluntario, se obligó a odiar al fútbol. Se alejó de aquello para lo que había nacido y ya grande, se impuso no tocar una pelota, no mirar un partido, alejarse todo lo posible, por miedo a que el destino interpusiera sus garras entre él y sus libros.
Lo odió para no amarlo. Lo alejó, para no acunarlo.
Incluso a sus propios hijos les prohibió el fútbol y les inculcó el amor por los libros. Desde la cuna misma, les impidió la pelota, la cancha, el estadio, la mística del juego de las multitudes.
Ni siquiera permitió que se acercaran a ese deporte. Les completó el tiempo que les quedaba libre del colegio y la lectura. Los envió a estudiar música, dibujo e incluso, otros deportes, pero nunca fútbol.
Y Luis, que antes había sido Lucho, pasó a ser Don Luis. Porque el tiempo avanza y se empecina, y uno, frágil, poco puede hacer ante la vida. Pero el fútbol, que antes había sido fútbol, seguía siendo fútbol. Eso si, siempre al margen de él, que lo ignoraba, le daba la espalda, haciendo que uno y otro fuera siempre por caminos separados.
Hasta que llegó Enzo.
A los nueve meses daba sus primeros pasos. Sus ojos, dos gemas verdes, que veían todo  por primera vez, con la alegría de quien descubre la luz, los colores, la alegría.
Su primer nieto. El hijo de su hijo. La debilidad de su corazón. La prolongación de su vida, de sus sueños. El culpable de esa sonrisa que lo acompañaba desde que se despertaba hasta que se acostaba.
Y esa tarde, con esa pelota de goma que algún tío le había regalado, fue que sucedió. La traía en sus manitos y la arrojó hacia él. Fue despacito, rodando, hasta llegar a sus pies. Quedó en su empeine, tentadora. Lucho la miró, la miró largamente y ya no tuvo más ganas, más ganas de odiarla. La devolvió con suavidad, mansamente para que Enzo la tomara otra vez entre sus manos  regresándole la sonrisa entre balbuceos de alegría, empezando junto a él, su abuelo, a compartir esa pasión que los dos sentían por ese acto tan sublime y sincero de jugar con una pelota.

9 de junio de 2013

El cumpleaños de mamá

Se le había pasado por alto y culpaba de ello al día ajetreado que había tenido. Papeles que llegaron sobre la hora, un par de empleados que no entregaron sus reportes a tiempo, un imprevisto en la bolsa de valores... una suma de situaciones que lo desbordaron.
Juan atendió del otro lado de la línea, con bastante mal humor.
- ¿Quién habla? ¿Quién llama a estas horas de la noche?
- Soy yo Juancito, tu hermano. Perdoná la hora...
- Esteban, la puta que te parió. Me tengo que levantar temprano, boludo.
- Justamente, por eso te hablaba.
- ¿Porque me tengo que levantar temprano?
- No, por mamá. Es el cumpleaños. Mañana. Y a mi se me pasó.
- ¿Mañana? La gran puta, ni me acordé.
- ¿Hiciste planes?
- Tengo que laburar, pero salgo a las dos de la tarde. Después estoy libre.
- Bien, pero en realidad te llamaba para que veamos el regalo.
- Esteban, es tarde. Buscale algo que te guste y lo pagamos a medias, como siempre.
- Juan, Juan... escuchame. Este año es distinto. Es el primero sin papá. ¿Te diste cuenta de eso, verdad?
Esteban escuchó el suspiro de su hermano a través del teléfono. Era increíble como podía ver, sin necesidad de hacerlo con los ojos, a Juan sentándose en la cama, sabiendo que no le quedaba otra que ponerse de pie, poner el fuego y prepararse una taza de café.
- Si, ya se - dijo al cabo de unos segundos, mientras dejaba atrás la habitación.
- Estaba pensando en un viaje.
- ¿Dónde te querés ir?
- Para mi no, boludo. Para mamá.
- ¿Un viaje? Y... que se yo, la verdad que no me atrae para regalo. ¿Por qué un viaje?
- Los últimos años se los pasó encerrada, cuidando al viejo. Imaginate, pobre. Creo que un viaje le vendría bien.
- ¿Pero... sola, Esteban? Se va a negar.
- No, escuchame bien. Ahí está la cosa. Un viaje los tres, juntos.
- Pará, pará, pará. Vos sos dueños de una empresa, negro. Yo soy un pirincho rasca en una fábrica. Vos podés tomarte los días que quieras, yo no. Si vas a organizar algo, incluite vos, pero no contés conmigo
- Juan, en primer lugar, no querés venir a laburar conmigo. Así que no te pongás en víctima. Y en segundo, la idea es esa. De lo contrario, mamá no viaja, ponele la firma.
- Viejo, a mi se me complica.
- Mentira, no te gusta la idea de viajar con mamá.
- Nada que ver. Pero si así fuera, ya somos grandes. Cada uno tiene su vida.
- Ves, ese es el tema. Te da vergüenza salir con tu vieja de paseo.
- Estás diciendo una pelotudez. No me da vergüenza, lo que digo es que no tengo ganas de salir de viaje con ella. Yo tengo mis gustos. Si viajo, quiero ir donde yo quiera, hacer lo que yo quiera. No ir de niñera.
- Vos y tus negativa a las responsabilidades. Por eso seguís soltero. Piola, solo, sin que nadie te joda.
- Es mi vida. Y es más de medianoche, así que si podemos ir cortando...
- Juan, dejate de joder. Hablamos de mamá. ¿Hace cuánto que no la ves feliz? Decime.
- Nunca fue feliz, siempre quejándose por todo.
- Pero la puta madre, Juan. ¿No te importa que los años que le quedan por delante, los viva bien, contenta?
- ¿Y que querés que haga? ¿Que me ponga un disfraz de payaso y la vaya a divertir?
- No necesitás ponerte nada, tu forma de pensar hace reír por si sola. Decime una cosa... ¿en qué momento te convertiste en una persona tan egoísta?
- ¿Yo? Vos sos el que está todo el día en ese edificio, con apenas tiempo para ir a visitarla. Pero claro, se te ilumina la cabeza, a la medianoche, y ya te creés que sos el salvador de mamá, que con ese viaje le arreglás la vida.
- Juan, podés parar. ¿Te das cuenta lo que decís? ¿Cuánto tiempo nos dedicó ella, criándonos?
- Era su obligación. Si no hubiese querido esa responsabilidad, que no nos hubiese parido.
- Me dejás sin palabras. ¿Tanto te cuesta asumir responsabilidades que querés desligarte hasta de tu condición de hijo?
- Yo no me desligo de nada.
- Una semana te pido. Un viaje de una semana. Y después, seguí con tu vida. Pero dame ese gusto, dáselo a ella. Los tres juntos, en alguna parte, lejos de todo esto.
- Mirá, estoy ahorrando para un negocio que tengo entre manos. Un viaje sale caro, pensemos en algo más práctico. Una plancha, un microondas, un televisor nuevo. Y de paso nos ahorramos esta charla.
- Lo pago yo. De eso no te preocupés.
Se hizo un silencio en la línea. Juan sorbió un sorbo del café que se había preparado.
- ¿Y para que fecha? - preguntó finalmente.
- No se, después lo vemos. También vemos el lugar. Una semana Juan, siete días.
- La silla la empujás vos.
- ¿La silla...? No te puedo creer, que estés pensando en eso...
- ¿Si o no?
- No lo puedo creer, sinceramente...
- ¿Si o no?
- ¡Si! ¡Si! Por favor, Juan. Debe ser que no te veía desde el velorio, pero que distinto te noto.
- Siempre fui el mismo. Quizá te estás poniendo viejo y más sensible.
- Quizá, puede ser. Te dejo dormir. Hasta mañana.
- Hasta mañana.
Esteban quedó con el teléfono en la mano, escuchando la línea muerta que provenía del otro lado. Se arrepentía de aquella llamada, de haber escuchado a su hermano. Pero al mismo tiempo se reprochaba su falta de tiempo. Porque sospechaba que se había perdido demasiado de lo que pasaba a su alrededor, en torno a su familia, mientras lidiaba con problemas ajenos.
De todos modos no podía culpar a nadie por la forma de ser. En algo tenía razón Juan. Cada uno hacía su vida.
Era tarde y tenía sueño. Con suerte vería a su madre unas horas por la tarde. Siempre y cuando sus negocios se lo permitieran.
Se acostó al lado de su mujer, que hacía rato dormía. Su último pensamiento antes de sumirse al sueño, fue que sería lindo poder enmendar las cosas, el tiempo perdido. Pero la vida va tan rápido, que era un imposible.
Soñó con un viaje, su hermano, él y una silla de ruedas.
En la silla de ruedas llevaban un esqueleto.

6 de junio de 2013

Pedazo de cielo

Alguien alzó su mano, apuntando con un dedo. Los demás siguieron con sus ojos la dirección señalada. El sol los enceguecía, pero insistieron aguzando las miradas. ¿Acaso aquello era posible?
Un pedazo de cielo caía agonizante, pesadamente. Se desprendía del firmamento como si hubiese estado dibujado. En todas partes se escucharon gritos. ¡Una pesadilla convertida en realidad! ¡El fin del mundo! Las voces angustiadas profetizaban el último día sobre la Tierra.
En tanto, por el hueco resultante de aquel trozo celeste que caía y caía, se asomó un rostro. Oscuro, de ojos desorbitados, extendió un brazo y con una mano terminada en garras, atrapó el cielo que caía.
Antes de colocarlo nuevamente en su lugar pidió disculpas en un idioma que entendieron todos.

3 de junio de 2013

De galera y bastón

Golpeó con el bastón repetidamente sobre el mostrador. Por una puerta que tenía colocada una cortina de plástico apareció una señora de avanzada edad, caminando muy despacio. La mujer, de aspecto oriental, sonrió, pero no pronunció palabra alguna.
- Estoy buscando a Yap Fu Yao - se anunció el hombre, quitándose la galera.
La anciana se retiró por donde había entrado, con la misma parsimonia con la que había llegado. Arrastraba los pies al caminar y sus pasos eran lo único que se escuchaba en aquel local comercial.
Por los ventanales que daban al exterior, apenas si entraba claridad. Estaba situado en una calle muy angosta, en los suburbios de la ciudad. La vereda del otro lado parecía estar a un paso y era improbable que pudieran pasar por el asfalto un coche y una moto al mismo tiempo.
La espera pareció una eternidad, pero al hombre apostado sobre el mostrador poco le importaba. No mostraba signos de impaciencia, tan solo aguardaba.
Cuando la mujer volvió a emerger entre los flecos de la cortina de plástico, el visitante parecía tener diez años más. Ella, en cambio, parecía más joven. A sus espaldas, venía una hombre de mediana edad, calvo en su totalidad, con aros en las orejas y un bigote largo y fino, cuyas puntas terminaban en un rulo gigante hacia arriba.
Al ver a la persona que lo había mandado a llamar, se detuvo en seco. Le pidió a la mujer que se fuera y con recelo, se acercó al mostrador.
- ¿Qué es lo que quiere, Collins?
Collins no respondió de inmediato. Puso la galera sobre la mesa y sacó de su bolsillo una pipa. La encendió con tranquilidad y tras la primera bocanada, dejó escapar el humo hacia el rostro de Yap Fu Yao.
- ¿Le han comido la lengua los ratones, Collins? Sabe muy bien que no quiero ver esa galera en mi tienda.
- Usted me engañó y lo sabe - retrucó el otro mientras le mostraba también el bastón.
Los ojos de Yap Fu Yao se agigantaron como dos monedas antiguas.
- ¿Cómo es posible? ¡Usted sabe el peligro de tener ambas cosas!
- No quiera engañarme otra vez. Ni el bastón ni la galera tienen poderes.
- ¡Qué está diciendo! ¿Acaso no se da cuenta que los está empleando en estos momentos? ¿O cómo me puede explicar que esté aquí, en esta tienda, luego de lo que le pasó?
Por primera vez, Collins perdió el semblante seguro que mostraba desde que había llegado al lugar.
- No entiendo ¿Qué me pasó?
- ¡Yo lo maté Collins!
- ¿Usted me mató...?
- Si y usted de alguna manera juntó los dos objetos en el más allá.
- No me engañe Collins, deje de hacerlo. La última vez que lo vi me vendió esta galera por cinco piezas de oro y me convenció que viajaría en el tiempo.
- Y le advertí que no intentara conseguir el bastón que hacía juego. ¿O no lo recuerda?
- Claro que me acuerdo. Lo he conseguido y ahora ya no puedo viajar en el tiempo, ni deshacerme de él. Lo olvido, lo pierdo, hago que me lo roben, pero siempre lo encuentro nuevamente. ¿Ese era el temible poder que podían tener juntos? Vengo a devolverle la galera y pedirle que me compre el bastón.
- No puede negarme que viaja en el tiempo. Lo hace a cada instante. Mire sus ropas, sin que usted se de cuenta están cambiando. Mire sus zapatos. Cambian cada cinco segundos. Usted está viajando en el tiempo continuamente.
Collins se asombró al notarlo.
- Espere... esto no sucedía antes. ¿Qué está haciendo Yap Fu Yao?
- ¡Hombre! Nada, usted lo está haciendo. El bastón lo ha resucitado y por eso no puede perderlo, por más que quiera. Si el bastón lo abandonara, usted moriría de inmediato. ¡Míreme bien! ¿Qué nota?
- Oh, es cierto. Por momentos tiene cabello, por momentos no. Su bigote crece, se achica, deja de tener rulo, luego lo vuelve a tener... y su piel, envejece y luego, es otra vez joven.
- El tema es que no recuerda Collins, ese es el problema.
- ¿Por qué hubiera usted de matarme? ¿Acaso ya le hice este reclamo antes?
- Usted vino a robarme el bastón Collins. Por eso lo maté.
- ¿Pero no me había dicho que el bastón lo encontré en el más allá?
- Es que allí lo llevé cuando morí. ¿No recuerda? Me ha matado muchas veces, y vuelto en el tiempo, hasta dar con el momento de mi vida en el que poseía el bastón. Una de esas veces, yo lo maté. Pero lo maté en un tiempo en el que yo también lo había matado. Supongo que allí me robó el bastón, en el más allá. Pero yo no soy como los demás, Collins. Ahora ha vuelto, porque las divinidades quieren que me cobre venganza y de paso ponga fin a su mísera vida.
- ¿Entonces, he de morir?
- Es lo que nos toca, tarde o temprano.
Collins tomó el bastón y la galera y trató de regresar en el tiempo, pero lo único que sucedió fue lo mismo que hasta entonces: solo cambiaba la fisonomía de Yap Fu Yao. Agotado, arrojó los elementos contra su interlocutor.
- Me rindo - anunció.
- Tome - le dijo Yap Fu Yao y le entregó diez piezas de oro.
- ¿Y esto por qué? - preguntó al tiempo que se guardaba ávidamente el oro en los bolsillos.
- Le compré el bastón, como usted quería. De otra manera, al matarlo, no ganaría nada. El bastón lo resucitaría. Ahora es mío.
- ¿Y usted por qué no resucitó la última vez que lo maté?
Yap Fu Yao sonrió.
- ¿Para qué? Vivimos varias vidas al mismo tiempo, solo que no lo sabemos. A diferencia de los demás, tengo conciencia de ello. Una, dos, cinco o siete muertes. Es lo mismo. El tema es estar vivo en la que nos importa. Hasta luego, Collins. No puedo decir que haberlo conocido, haya sido un placer.
El oriental sacó un revólver de su bolsillo y disparó sin titubear. Otra vez estaba calvo y sus bigotes con punta parecían bailotear burlonamente.