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30 de enero de 2011

Un sueño en la ciudad

La ciudad le pasa a su lado, y él, indemne al viento, olvida el sueño y emprende el camino. Lento. Desganado.
Por un momento, soñó ser pájaro. Viajar muy alto, ver todo con los ojos de un dios, caer en picada y sentir el cielo huyendo. Soñó con ser libre.
Ya con los ojos despiertos, deja atrás la calle que cada mañana lo ve partir. El sol abraza fuerte la tierra, la quema y el ardor se eleva en el aire. Está de nuevo en la tierra de sus días, de la que nunca despegó.
Cada día es un nuevo intento por vivir. Y para ello, debe sobrevivir. Triste juego de palabras que da por resultado realidad. Y en su tormento diario, el peso de ser alguien que no quiere ser.
Con existir no le alcanza, quiere ser una ilusión. Pero debe conformarse con ser una justificación. Debe ir a su trabajo, cumplir un horario, volver a su hogar y comprender. Comprender que hay un mundo alrededor. Y ese mundo es el que gira olvidándose de él. Como un carrusel sin sentido, que amontona polvo y engranajes desgastados en un último viaje circular. Pero interminable, cual pesadilla.
La vereda lo arrastra en la agobiante mañana. La ciudad camina a su lado, pero en sentido contrario, sin detenerse. Rostros conocidos, miradas familiares que despiertan cientos de recuerdos. Pero todos muy lejanos, como que llegaran de otra galaxia, de otra vida y no la suya.
Y en el repetir de sensaciones, esa soledad falsa, agobiante y descarada, que se infiltra en las grietas del inconsciente. Le oprime el pecho y clava puñales en el resto del cuerpo. Son aguijonazos. Pequeñas muertes. Pero desaparece como por arte de magia, el dolor llega y se va. Acaricia la herida, lame la sangre como un vampiro enamorado y elude cualquier pensamiento, para no volver. Y llega otro dolor, porque nunca es el mismo. Y la historia, minúscula, casi imperceptible, arrasa una y otra vez.
Y es allí, en esa interminable serie de compases que no escucha, de una música que nadie jamás ejecutó, donde desaparece para no ser más él. Y se transforma en el obrero que camina hacia su jornal.
Entonces, su verdadero yo, el que anhela ser libre, se encarama en el primer rayo de sol y le roba las alas a un espejismo y sueña.
Sueña que vuela y se funde en el cielo azul, dejando atrás el calor sórdido del infierno que baila bajo sus pies. Y suave, se confunde con una brisa y desparrama su ser sobre la ciudad.
Allá abajo camina alguien hacia su trabajo y miles y miles con vaya saber que intención. En el aire, su corazón cobra vida porque él es libre, y la ciudad, cada vez más chiquita, parece sin embargo mucho más grande.


(Cuento seleccionado y publicado en la antología del año 2008 de la Municipalidad local, denominado "150 años de Villa Constitución, inédito en el blog)

27 de enero de 2011

Tres libros a la venta en Amazon a través de la editorial digital Emooby

Esperanza, Ficciones Abreviadas y El ladrón de sueños, son los tres libros de mi autoría, en formato digital, que la editorial portuguesa Emooby ha lanzado al mercado a través de Amazon.
Desde hace varias semanas, en contacto con João Faria y Erika Faria, directores generales de Emooby se estuvo programando el lanzamiento de estas tres publicaciones, a la par de la aparición oficial de la editorial.
Por el momento, son todos en formato para Kindle, el lector de libros digitales de Amazon.com, el sitio de ventas online más importante del mundo. Emooby ya está preparando las versiones ePub y PDF para plataformas Apple (IPad, IPhone).
Es una gran alegría este contrato con la mencionada editorial con sede en Portugal, dado que la misma tras ponerse en contacto en un primer momento, se manejó muy amablemente en todo el proceso, tanto de evaluación del material como a lo largo de las etapas de corrección, diseño y presentación de los textos publicados.
Está la posibilidad, más adelante, de que estos escritos sean también traducidos a otros idiomas. Si bien está en construcción, la dirección web de la editorial será emooby.com

Sobre las obras
Esperanza es una novela escrita hace unos años, que guarda relación con la relación de pasión y vida entre don Anselmo y el club de sus amores, razón y consecuencia de su existencia. A través de las anécdotas que este entrañable personaje le narra a un periodista, la historia del club de pueblo, como sus personajes, se meten rápidamente en nuestros corazones, invitándonos tanto a una sonrisa como a más de una lágrima.
La misma obra se encuentra en la plataforma que ofrece Bubok, otra empresa editorial online, aunque esta con la modalidad "bajo demanda". Lo bueno de la versión de Emooby es que se adecúa al boom de los lectores electrónicos y tiene su objetivo puesto exclusivamente en esas plataformas.


Ficciones Abreviadas es una pequeña recopilación de cuentos, diez en total, que permitirán a lector meterse en historias que juegan con lo desconocido y sobrenatural pero ante todo, con aquellos valores que nos caracterizan como seres humanos. Puede que sea el primero de varios pequeños volúmenes de historias jugosas y si se permite, en muchos casos, sangrientas.


El ladrón de sueños es un cuento infantil, basado en el poema que lleva el mismo nombre, publicado en este blog hace más de un año. Es una historia fantástica en la que solo la valentía y osadía de los niños puede permitirnos mantener la esperanza de recuperar nuestros sueños. Para niños y por qué no, también para grandes.


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Esperanza

Ficciones Abreviadas

El ladrón de sueños

24 de enero de 2011

Refugio en el ayer

El obituario me llegó por correo, una mañana de mucho calor. Recuerdo haberlo presentido incluso antes de abrir el sobre que lo contenía. La carta escrita a mano que lo acompañaba era muy escueta, como hecha por obligación, quizás creyendo que el solo recorte de diario no fuera a ilustrarme de lo que había ocurrido.
Viajé un par de días después. Tomé un colectivo que tardó varias horas en dejarme de nuevo en casa. En mi ciudad. La que me vio crecer. En la que compartí mis juegos, mis primeros secretos, mis sueños nunca realizados.
Una suave brisa me recibió en una solitaria esquina. La mañana recién despuntaba y no había prácticamente nadie en las calles. A una cuadra observé gente esperando quizás un colectivo de fábrica. Pero nadie me vio a mí. Caminé escuchando mis pasos por las arruinadas veredas de mi Villa Constitución. Y a los pocos minutos me detuve frente a una puerta que estaba en todas mis noches.
La madera desgastada, con la pintura saltada. El mismo timbre, que otrora luciera alto e inalcanzable, ahora me contemplaba en pícara calma. Pero no funcionaba, hacía años que era un simple adorno. Las raídas cortinas se movieron tras la ventana. Me estaba esperando. Su abrazo fue amor y reproche al mismo tiempo. Nos enjugamos las lágrimas, casi con solemnidad.
Tomamos unos mates. Amargos, como antes. La vieja pava seguía siendo vieja y eso me brindó tranquilidad. Al mundo lo pueden sacudir terremotos, arrasar incendios forestales, devastar guerras, pero hay cosas que no pueden cambiar, al menos para estar seguro que nada de lo vivido fue producto de la imaginación.
En el patio, la antigua cerca estaba en su lugar. El gallinero también, aunque vacío. Por un momento, fue espiar el pasado. Tuve que cerrar los ojos y sujetarme con fuerza, los recuerdos me marearon, llegaron con una intensidad tan grande que estuvieron a punto de derribarme. De repente, había niños delante de mí y corrían y reían y eran tan felices… el sol los iluminaba y parecía jugar también con ellos; el mundo era de ellos, la vida no tenía límites, no había nada más...
El almuerzo estuvo bien y cómo no podía estarlo. No hay mejor comida que la que se hace en casa. Lo mejor fue la charla de la sobremesa. Me puse al tanto de todo lo que había pasado en este tiempo en la ciudad. La rotación de vecinos en el barrio, los arreglos en la plaza del centro, los conocidos que se habían postulado en cargos políticos que jamás me hubiera imaginado, los negocios que habían cerrado (¿en serio? preguntaba realmente sorprendido ante cada anuncio), los que habían abierto… ¡hablamos de tantas cosas que habían pasado!
Pregunté por mis amigos y supe de cada uno. Me alegré por ellos. No voy a ocultar que se me cayeron varias lágrimas, pero de felicidad más que nada. Quisiera verlos a todos, pero no creo que tenga la oportunidad. ¿Me querrían ver ellos? No sé, hace tanto que los dejé, que me fui y ni siquiera crucé una carta ni una llamada por teléfono. Es que uno se engaña, se promete para el otro día lo que no es capaz de hacer en el momento y ese demorar se vuelve eterno y tonto. La estupidez es lo que nos hace humanos, tristemente.
Tuve toda la tarde para reflexionar, para comprender lo que había hecho bien y lo que jamás podría remediar. Hubo más mates, masitas caseras, riquísimas, la misma receta de siempre, con el aroma que recordaba impregnando el aire de la cocina y el sabor de la manteca mezclada con una pizca de limón acariciando el paladar.
Antes que cayera el sol, salimos a caminar. ¡Qué hermosa estaba la ciudad! ¡Sus calles, las casas, el color, las plazas! Muchas sorpresas, más lágrimas, más recuerdos. Hasta el puerto cabotaje ya no era el mismo, ahora estaba lleno de vida. Autos por doquier, rostros que me parecen traídos de un pasado muy lejano y que me cuestan identificar. Nadie me reconoce. Raro sería si lo hicieran. ¡Han pasado tantos años!
Mientras el sol se oculta, voy sintiendo un hormigueo por dentro. Una sensación de pertenencia me asalta y me abraza. La ciudad se vuelve parte de uno sin que nos demos cuenta; se transforma en nuestro lugar en el mundo, en el refugio dónde reposan los recuerdos, las caras amigas, las infancias ausentes. La ciudad, al final de cuenta, es uno, somos todos. Y el sentimiento nos liga y estrecha, nos rodea y resguarda.
Quiero ver todo al mismo tiempo, abarcar todo con la mirada. Todo deslumbra, todo brilla. Todo es nuevo y a la vez no. Nostalgia y presente se funden en una misma realidad, en un mismo sueño. Y la noche que comienza a caer. Y con ella, viene el aire fresco. La necesidad de buscar el refugio del hogar.
Entonces, comprendo, es el momento de la despedida; del último abrazo, las últimas lágrimas secadas al unísono. El momento de decir adiós a todas las cosas, de ver y mostrar, las últimas sonrisas. Todo será recuerdo muy pronto.
Dice querer acompañarme. Quiero rehusarme, pero al final cedo. Entramos juntos al cementerio. Mi piel está fría. Suspiro profundo y le pido seguir solo. Me entiende y me deja ir, como hace muchos años atrás, cuando dejé la ciudad, cuando me fui de ellos, de todos. Otra vez, no le quedó opción. Supongo, derramó nuevas lágrimas. No tuve el valor de girar la cabeza.
Cerré los ojos y caminé lentamente y así, me fui perdiendo entre la oscuridad y la niebla de la joven noche del cementerio. Así me fui encaminando hacia la última morada.
Al fin de cuentas, lo sabía desde hacía mucho tiempo, solo que me costaba asumirlo. El que había muerto había sido yo. El obituario simplemente lo confirmaba.
La noche finalmente cayó con todo su peso y me borró de la realidad. Ahora soy parte de sueños, de recuerdos, hasta que un buen día, ya sólo quede el olvido. Hasta entonces, seré parte de la ciudad, de su gente, su memoria.


(Cuento seleccionado -uno de los dos- y publicado en el año 2008 para la antología "150 años de Villa Constitución", inédito hasta el momento en el blog)

21 de enero de 2011

Buscadores

Doscientos años atrás el mundo pensaba distinto. Hasta podría decirse, en forma primitiva. Las consecuencias estaban a la vista.
La superficie se extendía accidentada, con excavaciones por todas partes. La inmensidad de la llanura se veía grotescamente malherida por cúmulos de tierras y perforaciones que parecían no tener ningún sentido.
Sin embargo el paisaje era producto directo de la supervivencia. Y los ojos de cada ser humano estaba tan acostumbrado a ello, que formaba parte de lo cotidiano. Solo las noches frías, con el viento arrasando desde diversas direcciones, obligaba a dejar la búsqueda y encontrar refugio.
Alguna construcción abandonada, una perforación a medio terminar, cualquier lugar servía para mitigar a la naturaleza, tan inclemente cuando la noche se acostaba sobre el manto celeste del día.
Henry B y Aníbal compartían el andar desde hacía un tiempo, pero no las palabras. Cuando la noche los envolvía, encendían fuego con algunas ramas y calentaban sus manos, oyendo el sibilante y poderoso soplido del viento, para luego comer algo de lo que llevaban en sus mochilas y posteriormente echarse a dormir.
A veces sus miradas se cruzaban y hasta parecía que el silencio de vocablos al fin moriría, pero la rutina se aferraba a existir y nada brotaba de sus labios, más quedaban esos gestos latentes, tan a punto de parir.
Eran buscadores. Henry B desde que tenía noción, porque eso hacía su padre, del otro lado de las montañas. Aníbal a partir de la adolescencia, tras la muerte de sus abuelos. Historias que nunca habían contado y que a nadie les importaba.
Habían coincidido varias veces en la misma ruta. La rudeza del peregrinaje los mantuvo juntos varios días, que luego se convirtieron en semanas y finalmente en meses. Hubo un acuerdo tácito, conveniente.
Siendo dos la búsqueda se ampliaba y podían contemplar un área mayor por día. Con el correr de los años se hacía más difícil.
Si doscientos años atrás alguien hubiese aventurado este presente, lo habrían tildado de loco. Es que en los albores del siglo XXI aún se confiaba en los recursos naturales y los gritos de advertencia de quiénes hablaban de los cambios climáticos, el faltante de agua, la extinción de las especies eran desoídos impunemente.
Nada quedaba de aquellos seres que condenaron a la humanidad, tan solo el recuerdo de una generación soberbia y un legado de muerte y sufrimiento.
¿Cuánto había tardado el mundo en enfrentar la realidad de la falta de agua potable? ¿Cómo podía hacérsele entender a millones y millones de personas que a pesar de estar rodeados de océanos, mares y ríos, el agua que podía consumirse era escasa? Como alguna vez lo había sido el petróleo, los diamantes y el oro, el agua se transformó entonces en la excusa de las armas y la sangre corrió por todas las latitudes.
No hubo victorias, no hubo progreso, tan solo miseria. Un mundo diezmado por la guerra, por el hambre y por la sed. Sin agua buena se morían poblaciones, animales y crecía el caos. No existió un día en el que “el mundo se fue de las manos” de los gobernantes. Fue un proceso en caída libre, vertiginoso.
Y el mundo siguió su curso. Algunos afirman que se encamina a desaparecer tal cual lo conocemos. Otros que pasarán miles de años hasta que otra especie logre adaptarse. Pero en tanto los que sobreviven, deben subsistir.
Henry B y Aníbal son dos de los tantos buscadores de la región. Recorren a pie metro a metro de la superficie, portando péndulos y varillas, esperando el instante en el que la naturaleza misma les indica donde perforar para dar con una napa subterránea.
Van con los brazos extendidos, lentamente, soportando el frío de las épocas heladas y el calor fulminante del resto del año. Sus manos sostienen los precarios instrumentos y sus sentidos están puestos a ese momento mágico que el agua escondida metros abajo produce por la propia fricción con la tierra, generando la electricidad negativa necesaria para que se atraiga con la electricidad positiva que generan sus cuerpos. Y entonces, esa sensación extransensorial se transforma en un mecánico gesto hacia su compañero.
El péndulo, que tiene una plomada en la punta,  tiene otra función, que es la de determinar si la napa es profunda o no. Las vueltas que el mismo da sobre el lugar equivale a los metros que tiene de profundidad. Sin embargo se guardan las sonrisas y los gritos de efusividad. Tantos años recorriendo la ruta es experiencia suficiente para saber que no siempre son napas buenas lo que detectan, sino caudales subterráneos de agua de lluvias, contaminadas con los elementos impuros que aún a décadas de las últimas guerras, aún pululan por el aire.
Conformes con el resultado, marcan el lugar con un aerosol de pintura brillante y pálida haciendo una cruz tan grande como pueden, dejando que el cruce de las líneas indique el sitio exacto donde comenzar a cavar.
No se detienen, no pierden el tiempo. Se colocan sus mochilas otra vez, afirman en sus manos las varillas y el péndulo y continúan su marcha, con lentitud y paciencia, sin importarles el clima y aguardando solamente que la noche caiga para encontrar refugio.
Ni siquiera giran sus cabezas al escuchar el inconfundible sonido del helicóptero que recorre la región en busca de las señales hechas en aerosol de pintura brillante, para luego enviar a los equipos de perforación para completar la misión.
Jamás conocerán a los que beben de esas napas, nunca tendrán descanso, pero es lo que hacen, es para lo que nacieron. Si tan solo el mundo hubiese sido más cauto doscientos años antes, quizá podrían tener otras posibilidades. Se conformaban con saber que mucha gente sobrevivía gracias a ellos. Y esa gente, en el anonimato de sus refugios, agradecían a sus héroes silenciosos, de los que no conocían rostros ni nombres, pero de los que bebían la esperanza y el anhelo de seguir siendo, de seguir existiendo, de seguir poblando la Tierra.

18 de enero de 2011

Ganzúa Rivero, el boquetero

En el mundo del delito lo principal es estar a la moda. Cuando comenzó, de purrete, eran las bicicletas, cosa fácil, de prestar atención, observar dónde alguien dejaba una bicicleta sin el candado puesto, correr, montarse y salir pedaleando.
Luego vinieron los pasacassete. Lo complicado era apiolarse de la alarma, una vez hecho eso, ganzúa y a otra cosa. Se hizo buena reputación entre los suyos en aquella época, lo que le valió el apodo.
No le fue muy bien cuando los secuestros express. Había que arreglar con la policía y muy bien no se llevaba. Le ofrecieron algunos milicos integrar unas dos o tres bandas, pero se resistió. Tanto le insistió un primo, que finalmente se unió a una, sin embargo en el primer secuestro las cosas le salieron mal. Perdió un cuchillo con sus huellas y en la huída chocó con la moto a una vieja que cruzaba la calle. Estuvo tres meses escondido en una villa en las afueras, para que no lo metieran a la sombra.
En ese tiempo pudo pensar con tranquilidad. Podía meterse con la venta de drogas o dedicarse a lo que mejor le salía, que era el robo. Cuando anduvo de nuevo en las calles le ofrecieron vender paco, pero dio un no rotundo como respuesta. Lo suyo era lo ajeno.
Se armó una banda, algo improvisada al principio, pero que a medida que sumaban atracos, fue ganando en confianza y experiencia. Y siempre, atento al mercado laboral. Por ejemplo, el boom de los cybers. Asaltaron alrededor de cincuenta en cuatro meses. Un dineral. Pero luego decayó el interés de los adolescentes en esos lugares y dejó de ser redituable.
Entonces fueron los sitios de pagos de impuestos. Mucho dinero, poca seguridad. Unos treinta lugares en tres meses. Hasta que empezaron a colocar guardias, reforzar las puertas, atender a través de ventanillas protegidas y pasó a ser un trabajo de alto riesgo.
Apuntó a partir de aquella época a los supermercados chinos. Había uno cada cinco cuadras, era cuestión de elegir la ruta. Los sitios eran accesibles, las cantidades de dinero no muy grandes, pero seguras. Esos robos eran pan comido. Sin embargo la mafia china hizo correr el rumor de que se tomarían represalias. Y era mejor no meterse con esa gente. Muy sucios, peligrosos, sin escrúpulos.
¿Qué podía ofrecer estabilidad? ¿Qué no pasara de moda? Ganzúa Rivero supo la respuesta. Los bancos. Allí siempre había dinero y la seguridad una cortina de humo. Podían vanagloriarse de ser seguros pero uno siempre leía noticias de robos a bancos.
La banda estaba de acuerdo con eso, pero no querían arriesgarse a asaltarlos en horario comercial. Primero, porque los guardias estaban armadas y además la policía hacía adicionales vigilando las entradas. Y si el robo salía bien, había muchas cámaras de seguridad instaladas dentro y afuera, que podían escracharlos.
Ganzúa estaba de acuerdo. Propuso otra cosa. Robar a través de boquetes, haciendo un trabajo de hormiga, planificado, paciente, que no dejara margen para el error.
Practicaron en el barrio. De esa forma le robaron quince kilos de costillas y matambre a la carnicería de los Gómez. El éxito de aquella faena fue determinante. En medio del asado que hicieron con la carne robada, decidieron preparar el primer robo de la banda a una entidad bancaria.
Acordaron no trabajar en la zona, así que se trasladaron para estudiar el panorama a la ciudad vecina. En un primer repaso, anotaron tres bancos. Luego descartaron uno, porque el boquete tendría que hacerse desde una iglesia y la idea no tenía consenso.
Entre las dos alternativas que quedaron, optaron por un Banco Nación. La idea era entrar por el ala este, desde una casa de familia que estaba en alquiler. Claro que primero debían conocer los planos, para saber donde estaba la bóveda. Podía ser un boquete de recorrido corto o uno largo.
Los siguientes dos meses lo ocuparon con la logística. Consiguieron los planos, gracias a un conocido de un conocido de un tío de un primo del vecino de la novia de uno de los chicos de la banda que trabajaba en la oficina de catastro de la municipalidad.
La bóveda quedaba a unos veinte metros de la pared más cercana de la vivienda que habían alquilado. El pozo lo hicieron en el lavadero. Tapaban el hueco con el lavarropas automático. Descendía unos cinco metros y luego avanzaba recto por debajo del banco, hasta situarse bajo el punto de acceso.
Los dos meses de arduo trabajo se vieron compensados con el momento de tocar los cimientos del sitio que según los planos, debía ser la bóveda. El tema era ahora ¿cuándo?.
Suponían que las alarmas no se activarían, a menos que tuviesen un sistema de detección de movimiento dentro del lugar. Lo dudaban, porque la sucursal no era muy grande. Pero debían arriesgarse a ingresar en una fecha que pudiera haber efectivo. Una vez hecho el agujero, ya no había vuelta atrás.
Calcularon entonces el día que vencían los impuestos. Estuvieron todos de acuerdo. Además en esos días cobraban docentes y jubilados. Plata habría seguro. Aguardaron a la noche. Se colocaron los cascos con linternas incorporadas, un tubo de oxígeno y bajaron al pozo cargando las herramientas.
Durante cinco horas trabajaron el cimiento, hasta que lograron atravesarlo por completo. Ampliaron el boquete como para poder subir por allí a la cámara del dinero. Fueron penetrando de a uno. Ganzúa fue el último. Estaba todo a oscuras, las lámparas en los cascos parecían débiles en aquel lugar y apenas si arrancaban algunos destellos a lo lejos que hacían pensar en las cajas de seguridad.
Ganzúa se quedó al lado del boquete, mientras los demás avanzaron hacia los laterales, esperando toparse con el botín. Las lúces de los cascos eran ténues, casi inservibles. Ganzúa les preguntaba si ya habían encontrado algo, pero le repetían constantemente que no. Aquello lo inquietaba. De repente dejaron de contestarle.
Se puso de pie y avanzó el, llamando por el nombre a sus secuaces. No obtuvo contestación alguna. Era increíble, pero no llegaba a ninguna pared o caja de seguridad. Tanteaba casi a ciega. Aquello que creyó que eran reflejos, no eran nada. La luz apenas si quebraba la oscuridad para mostrar, a lo lejos, más oscuridad.
Cuando había perdido toda esperanza y el pánico ya se apoderaba de su cuerpo, sintió bruscamente como sus piernas se enredaban en algo. Cayó con fuerza al suelo. El golpe lo desarmó por completo. Un dolor punzante latió en la sien derecha, con la que golpeó al caer. Ganzúa tanteó con las manos aquello que lo había derribado y reconoció, en la oscuridad, un cuadro de bicicleta. Apuntó con su cabeza, aprovechando que la lámpara del casco seguía funcionando a pesar de la caída y vio el destello brillante del plateado del manubrio de la bicicleta que aún tenía atrapada su pierna.
La observó intentando calmarse, pero aquella calcomanía pegada cerca del asiento lo paralizó. No era cualquier bicicleta. Era la cromada rodado 26 que había robado aquella tarde de verano en la que decidió convertirse en un malviviente. Era su primer objeto robado y estaba allí, en aquel lugar.
Se arrastró con vehemencia hasta liberarse de la bicicleta. Se sentía agitado y asustado. Avanzó sin ponerse de pie, en cuatro patas, con la única idea en la cabeza de alejarse. Sus manos se apoyaron en algo y sintió que se había lastimado la palma derecha.
Ahogó un grito al reconocer un pasacassete a su lado. Y no solo uno, sino dos, tres, diez, veinte, a medida que enfocaba alrededor. Se apoyó en sus piernas y retrocedió. Uno, dos, tres metros. Un dolor lacerante atravesó su mano izquierda. Gritó, casi un aullido. Buscó aquello que lo había cortado. Lo tomó con la otra mano y ni bien lo vio, lo arrojó lejos. Era aquel cuchillo, el que había perdido en su primer robo express.
Supo lo que vería a continuación. La moto. Esa 125 cc que apenas se mantenía en una sola pieza. Oxidada como en aquel entonces, tenía aún sangre sobre el guardabarros delantero, producto del choque con la vieja.
Como pudo, se puso de pie. Le dolían ambas manos y estaba aterrado. Volvió a llamar a viva voz a sus compañeros, pero supuso que cada uno estaría purgando sus penas en aquel lugar. Maldijo el día que ideó ese robo, maldijo incluso todo lo que había hecho a lo largo de su vida. Escuchó voces y las reconoció, eran ahora las voces de aquellos que había asaltado, pidiéndole clemencia, que no les llevara los documentos, que les dejara algo de dinero, que tuviera piedad.
Se llevó las manos a los oídos. Sintió como se escurría la sangre sobre ellos. Quería gritar ¡basta! pero no podía, no se atrevía. Siguió corriendo, ya sin orientación. Un pie adelantaba a otro, una y otra vez, hasta que en un momento dado sintió que ya no había suelo. La gravedad hizo el resto. ¡El boquete! pensó ¡Estoy cayendo por el boquete!
Pero el boquete era de apenas cinco metros hacia abajo y el seguía cayendo. No supo durante cuánto tiempo. Incluso en el medio de aquella caída, estaba convencido, se desmayó. Lo despertó el golpe, el rebote contra el pavimento frío y húmedo. Gimió de dolor. Tenía el rostro contra el suelo. Sintió como las cucarachas se acercaban a su cara. No pudo evitar sentir asco cuando treparon por sus mejillas, reptaron la nariz y se perdieron entre los cabellos. Quería llorar, pero ni siquiera eso podía.
Escuchó pasos, pesados, provenientes de algún lugar estrecho, un pasillo o algo por el estilo. Los pasos se agigantaron. En pocos segundos, los tuvo cerca de sus oídos.
Una voz le ordenó que se levantara. A duras penas lo hizo. Abrió los ojos lentamente, mientras las cucarachas seguían caminándole por todo el cuerpo. Distinguía una figura, pero la oscuridad lo escondía tan bien que ni siquiera con imaginación podía darle un rostro.
- Ganzúa Rivero, el boquetero - dijo la voz, con parsimonia.
No contestó, no dijo nada.
La voz rompió otra vez el silencio.
- He aquí una pala, he aquí un suelo. Eres libre de huir, siempre que caves tu propia puerta. Escoge hacia dónde, escoge cuánto. Tienes la eternidad por delante. Nadie se dará cuenta arriba que hacen falta. Ni tú ni tus amigos. La moda ahora es robar ladrones - la voz se alejó riendo como un demonio.
En la soledad, Ganzúa aguzó los oídos y escuchó llantos. Creyó reconocer a sus secuaces.
Con miedo, movió las manos en la oscuridad.
Efectivamente, allí estaba la pala.

15 de enero de 2011

Salvadora

Casi un día común, como cualquier otro. El sol saliendo del este, las fragancias de la mañana entrando por la ventana, ella preparando el desayuno para su hijo, los cinco minutitos juntos en la mesa de la cocina, esa caminata hasta la puerta de calle y la espalda de su pequeño alejándose, hacia la escuela.
Luego la rutina, la ropa para lavar, las camas para tender, las compras en el almacén de la esquina, barrer la entrada de la casa, sacudir las alfombras… la mañana se va volando.
El teléfono la devuelve a la realidad. Por primera vez desde que se fue su hijo, hace una pausa. Se acerca hasta la mesa ratona donde está el aparato y lo atiende. No espera escuchar a nadie en particular, pero aquella voz la atemoriza. El timbre grave parece flotar en la línea telefónica y la hace estremecer.
Pregunta por su apellido de casada y ella no puede mentir. Su esposo es médico y está de guardia, su hijo se ha marchado al colegio y ella está sola, se siente indefensa. La voz dice conocerla. Tiembla en la soledad de su hogar. Quiere correr a cerrar las ventanas, asegurarse que la puerta está cerrada con llave. Pero no puede, está paralizada.
En ese instante, la voz menciona a su hijo. Al escuchar su nombre siente que una estaca atraviesa su corazón. El interlocutor le dice lo que temía escuchar: “Lo tenemos con nosotros”.
Se desespera y busca el celular con la mirada. En algún lugar lo dejó, no debe estar lejos, piensa en que puede mantener al habla al secuestrador e intentar hablar con su marido o la policía por la línea móvil…entonces la voz se muestra tajante y advierte: “Monitoreamos su celular, una llamada, un mensaje de texto y su hijo pasa a mejor vida”.
Le arde el estómago, siente que le falta el aire y el corazón le palpita furiosamente. En la cabeza reina el desorden y no hay ideas, solo confusión. Quiere dejarse caer, cerrar los ojos y desmayarse, pero teme las consecuencias. “Mi hijo, mi hijo” piensa en todo momento, mientras sigue el tren de las palabras que ese tono grave le dicta desde el otro lado.
Las instrucciones son claras y comienzan con “nada de policías, ni familiares” y terminan con “al nene lo salvás vos y nada más que vos”. Entre esas oraciones, el suplicio.
Tomó nota de cada cosa, tomó la cartera, la tarjeta de débito y salió a la calle. Debía mostrarse serena, tranquila. Le advirtieron que la estaban vigilando y la obligaron a que no saliera con el teléfono celular. Miró sus apuntes. La letra nerviosa, levemente inclinada hacia la derecha, indicaba el orden de los bancos a los que debía ir.
Visitó cuatro cajeros automáticos de los alrededores y retiró dinero de cada uno. En la libreta figuraba el siguiente paso: ir hasta varios kioscos y comprar en ellos tarjetas telefónicas, las de mayor valor.
Compró todo lo que pudo con el dinero retirado y se dirigió a una cabina telefónica que le habían indicado. Agitada, casi sin aliento, tomó el tubo y marcó un número. Había hecho todo lo que le habían pedido, sin meter en el medio a la policía. Solo quería a salvo a su hijo, nada más.
El teléfono sonó varias veces, poniéndole de punta los nervios. Estaba a punto de llorar cuando escuchó la voz del otro lado de la línea. Un escalofrío recorrió su ser. “Quiero a mi hijo” balbuceó, pero como respuesta le pidieron que dictara número por número los códigos de las tarjetas telefónicas.
Estuvo casi veinte minutos al teléfono. La hostigaban amenazándola con que si algún número era incorrecto, iba a pagar la equivocación con la vida de su niño. Le costaba leer y hablar, presa de los nervios y el pánico.
Cuando llegó a la última cifra, dijo que ya no había más. La línea se cortó de inmediato. Volvió a llamar al número, pero le daba fuera de servicio. Se tomaba la cabeza, aún tenían a su hijo. Quería encontrar una comisaría. ¿Y si aún la estaban observando? Pasó caminando por la puerta de una dependencia policial, pero siguió de largo. No sabía que hacer.
Se tomó un taxi y volvió a su casa. Marcó desde allí el número, pero seguía apagado. No se animaba a llamar a su esposo. Caminaba de un lado hacia otro. Buscó en sus cajones unos viejos valium que tenía y se los tomó. Miró la hora, casi mediodía. El tiempo había pasado volando y a la vez no, porque se había transformado en una pesadilla de la que no podía salir.
Salió a la calle, buscó aire para sus pulmones y se quedó allí, sin saber cómo reaccionar. Se dio cuenta que no estaba preparada para una situación así. Se llevó las manos al rostro y lloró desconsoladamente.
- ¿Mamá, que te pasa?
La voz de su hijo o la de un fantasma. No podía discernir en medio de la desesperación. Sintió un brazo rodeándola y entonces, recién allí, quitó las manos que tapaban sus ojos y vio que la persona que la abrazaba era realmente su hijo.
- ¿Pero… cómo Miguel, cómo es que te escapaste?
Su hijo la miró con desconcierto y luego consultó en su reloj la hora.
- Si son más de las doce y media mamá, salí recién de la escuela. ¿Te dijeron que me escapé?
Ella no comprendía. Aún temblaba y la cabeza comenzaba a machacarle como un martillo.
- Es que… temprano… llamaron y… - quiso dar una explicación, pero se rindió ante el sonido de su propia voz.
La habían engañado, le habían robado a través de un teléfono, sentados vaya saber donde, desde la comodidad del anonimato y la desesperación de una madre. Para entonces estaba llorando otra vez, pero ahora era una mezcla de impotencia, desorientación y bronca, pero ante todo, de agradecimiento, porque su hijo estaba bien, porque no le había pasado nada.
Si bien nunca estuvo en peligro, en su mente si. Y es allí donde, a pesar de todo, la vida sigue su propio curso, para bien o mal.

12 de enero de 2011

Ya no hay

Lo vi a Gonzalito ofuscado. Era el mozo del bar de la esquina pero lo conocía de la oficina, a la que iba todas las mañanas a llevar el café, que pedíamos justamente en ese sitio.
Tenía el ceño fruncido y repartía las tacitas de café con cierto enfado. Incluso tuve que pedirle las medialunas, que se había olvidado de dejarlas sobre mi escritorio.
No es que nunca haya estado así, porque Gonzalito era muy singular. Como decíamos en el trabajo, parecía que “jugaba con algunos jugadores menos”.
Le resté importancia, necesitaba esa pausa para desayunar luego de un comienzo de mañana bastante agitado. Bajé a fumar un cigarrillo a la calle y me lo volví a topar.
Hablaba acaloradamente con el conserje del edificio. Sus brazos subían y bajaban, acompañando el tono de voz.
No escuché la conversación, solo lo que el mozo le dijo en voz alta cuando se alejaba.
- ¡Ya no hay Alvarez, ya no hay!
Lo observé perderse entre la multitud de transeúntes, mientras le daba la última pitada al cigarro. Arrojé la colilla a la vereda y la aplasté con la punta del zapato.
Me acerqué a Alvarez, el conserje. Estaba intrigado.
Nos conocíamos de vista, del saludo matutino, pero más allá del “buenos días”, no habíamos cruzado otra palabra.
- Disculpe Alvarez, estaba parado allí – dije señalando el lugar, como si eso fuese relevante – y no pude evitar escucharlo a Gonzalito…
- Si, que muchacho ¿No?
- Y sabe – continué, como si Alvarez no hubiera hablado – me quedé con la duda… ¿qué es lo que ya no hay?
- Buenas letras – me dijo el conserje.
- ¿Letras? ¿Dónde?
- En las canciones.
Me quedé anonadado.
- ¿Y por eso hacía tanto escándalo y estaba de mal humor? – pregunté asombrado.
- ¿Le parece poco? – me contestó visiblemente molesto.
- Disculpe, no quería…
Pero Alvarez levantó el trapeador de pisos en forma amenazante y de inmediato se metió al edificio y desde entonces, apenas si me saluda.
Gonzalito sigue viniendo todas las mañanas, sirve el café y se retira, casi siempre silbando alguna canción antigua. Nunca alcanzo a identificar cuál y me da miedo preguntarle, no vaya a ser que se me enoje, como el conserje. Por las dudas, escondo el MP3 con cumbia y reggaeton, tampoco quiero arriesgarme a que lo vea y me pregunte que escucho.
Aunque al fin de cuentas, que culpa puedo tener que ya no haya buenas letras. Mozos y conserjes eran los antes y tampoco me quejo.

9 de enero de 2011

3186

A pesar de sus jóvenes diez años, sabía que aquello era algo triste. El solo observar los rostros ajenos le partía el corazón. Las personas se agrupaban a medida que iban llegando, la mayoría con lágrimas en los ojos, en parte por la despedida y en parte por miedo.
El lugar era inmenso, pero así y todo, en cada rincón, los sentimientos eran los mismos. Donde posaba sus ojos, la angustia estaba presente. El equipaje justo, compuesto por dos o tres bolsos como máximo, acompañaba a cada pequeña isla de personas.
Se aferró con fuerza a la mano de su padre, que en ese momento le dirigió una mirada tierna y alentadora. El también sonrió, pero una sombría duda atenazaba su espíritu. Sobre todo, cuando miraba hacia los terraplenes elevados, allí donde reposaban las gigantescas naves.
Los cuatro números de la suya se leían con claridad: 3186. En aquella enorme máquina, se iría con su familia y miles de familias más. Hacía más de un día que aguardaban para abordar. Les habían avisado que habría demora. Hasta ahora habían partido solo mil naves.
A pocos metros, esperaba una familia compuesta por un matrimonio, dos niños adolescentes y una niña que suponía, tendría su misma edad. A lo largo de las horas de espera, habían cruzado la mirada más de una vez, pero como todo niño, se hacía el distraído cuando ella lo miraba.
La pequeña era muy bonita, con ojos que a la distancia él podía asegurar, eran verdes como una esmeralda. Cuando dormía, apoyada sobre las piernas de su madre, parecía un angel. La miró un par de horas la noche anterior, hasta que el sueño lo venció también.
Su estómago crujía, pero faltaba aún para comer. No protestaba, nadie lo hacía. Se había criado con las leyes de racionalización de los alimentos. La niña, sin embargo, estaba probando un bocado de una galletita. Masticaba con dulzura, muy lentamente, como degustando cada sabor en cámara lenta. El solía hacer lo mismo, de esa forma la comida parecía durar más en su boca y aunque falsa, le daba una sensación de haberse llenado.
Buscó la mano de papá, pero esta vez no la encontró. Se había ido hasta los ventanales, seguramente a consultar las novedades de los planes de vuelo. Lo vio volver, haciendo un gesto de incertidumbre hacia donde estaba mamá. Pero a pesar de todo, no había ningún reclamo. No había motivos. La paciencia era compañera del mundo, desde hacía mucho tiempo.
Mamá tenía frío. Le temblaban las piernas y los brazos. El se acercó a darle calor. Papá lo suplantó un rato más tarde y entonces aprovechó para cerrar los ojos y pensar en las cosas que ya no volvería a ver.
Como el cielo, al que nunca conoció celeste, pero que igual admiraba, sobre todo en las noches, que era su momento preferido, echado sobre la hierba del patio de su casa, contando entre los gases las estrellas que se alcanzaban a ver. Su padre le contó que en el pasado se veían tan nítidas, que parecía que uno podía tocarlas con solo estirar la mano.
También extrañaría su casa, el camino a la escuela, que si bien hacía más de un año no lo recorría, por lo peligroso que era, aún tenía presente. No había visto a ninguno de sus amigos en la zona de embarque. Algunos incluso podrían estar ya viajando. Deseaba volver a verlos.
Abrió los ojos para volver a mirarla a ella. ¿Podía ser que le palpitara con más fuerza el corazón? Hasta le daban ganas de ponerse de pie e ir a saludarla, solamente para saber su nombre. La niña escuchaba atentamente al padre, que le hablaba haciendo ademanes con las manos, señalando hacia arriba, quizá explicándole lo que pasaría de un momento a otro.
Deseaba que dentro de la nave pudieran estar cerca, si bien ya sabía que por más que eso pasara, no tendrían contacto. No al menos hasta llegar a destino. No podía quitar la vista de ella. Su presencia se anteponía a cualquier otro pensamiento.
Incluso, lo que le había parecido extraño y a la vez reconfortante, cuando llegaron al lugar, de no ver a nadie con las máscaras puestas, ya había quedado en un segundo plano. Todo lo ocupaba la niña. Ella ante todo, incluso de las lágrimas que veía derramar en cada rincón donde posara su mirada.
Tantas preguntas le había hecho a su padre en los últimos tiempos, sobre cómo sería en el otro lugar, si podrían ver la luna, si acaso sería posible jugar afuera, y miles de cosas más, y sin embargo no le había formulado la más importante, la que lo carcomía en ese instante: ¿cómo podía saber si estaba enamorado?
La noche escondió la claridad. Algunos llantos se hicieron más agudos. Otros se convirtieron en sollozos, como de niños. Miró a sus padres, que estoicamente resistían al encanto de las lágrimas y supo que detrás de esos rostros que le transmitían tranquilidad, estaban aterrados. Quizá también él lo estaría, si no fuera por ella.
Los paneles de información continuaban apagados. No creía que se encendieran en algún momento. Desde que llegaron que estaban a oscuras. Lo que uno quisiera saber, debía recabarlo cerca de los ventanales, como había hecho su padre.
Muchos interrogantes lo asaltaban en ese momento y ninguno tenía que ver con lo que estaba sucediendo, el motivo por el cual había tanta gente alrededor, como debía de haberla en los demás sitios de embarque.
Sus preguntas y dudas tenían una única destinataria, ahora radiante y feliz, jugando con su mamá. La nave 3186 a su derecha era ahora una mole olvidada, algo sin importancia. Lo inminente, lo inevitable, aquello que los condenaba a esa espera en el andén espacial, era insignificante. Incluso, aquello que añoraría, como su casa, el cielo, sus amigos, parecían una idiotez comparados con lo que estaba sintiendo.
Entre tanta incertidumbre, con las más de ocho mil naves despegando con los pocos sobrevivientes del planeta en las que llamaban las horas finales de la Tierra, el miedo racional de todos sobre el tiempo que estarían viajando, el destino, las posibilidades de subsistir, tan una sola cosa lo preocupaba y era saber su nombre.
Esas pocas letras que le darían un sentido a su vida, un brillo a su esperanza, un anhelo para una vez dentro de la nave, permitir que lo durmieran y lo encerraran en una cámara de cryogenia, para despertar no importa cuando, diez, veinte, cien, mil años después, pero despertar y pronunciar una vez más ese nombre, seguramente tan dulce como su rostro, y entonces si, ir en su búsqueda, llegar a ella, encontrarla, hacerle saber a esa niña bonita, a esa belleza, que cambiaría todo por un beso, absolutamente todo, incluso el mundo donde vivía o la eternidad misma, en los rincones más alejados del universo.

6 de enero de 2011

Upa, el borracho

Como todos saben, ciertos poderes convergen en un punto distante del infinito haciendo posible la realidad del universo. Los mismos, que jamás alcanzaremos a comprender, son de todas formas desconocidos para la mayoría de las especies que deambulan sin toparse, por los territorios que fuerzas desconocidas han preparado para que se desarrolle la existencia.
Esto que parece una estúpida introducción de un libro de ciencias, es sin embargo, el prefacio jamás escrito para la historia de Austero Mendez, más conocido como "Upa, el borracho". Austero, cuyo nombre fue colocado por sus padres, debido a la precaria vida que llevaban y las cortas expectativas con las que pensaban educar al entonces recién nacido, fue desde siempre, un tipo sencillo.
En su paso vacilante, producto de su querencia con el alcohol, había encontrado el refugio que ningún otro par o institución le había dado en la vida. La noche y el día no tenían diferencias desde su punto de vista. Podía agarrarse un reverendo pedo fuese las tres de la tarde como las dos de la madrugada.
De pocos recursos económicos, se las rebuscaba narrando historias en la esquina de la plaza. Tenía un don especial para ello, además de una imaginación frondosa. La gente hacía un alto para escucharlo y dejaba, conforme, algunas monedas como recompensa.
Lo que nadie sabia, incluso el propio Austero, era que dentro suyo, aquellas fuerzas universales habían ocultado una réplica de los poderes que hacían posible la existencia toda. Y por lo tanto, lo vigilaban continuamente. Más de una vez, el vaivén de la vida, por no decir del estado de ebriedad, lo había lanzado hacia la calle delante de un coche en movimiento y de manera inexplicable, había visto salvada su vida.
En ocasiones, cuando el frío impedía que pudiese contar las historias en la esquina de la plaza y ganarse unas monedas, siempre aparecía de la nada en su precario refugio, algo de comida o una frazada. En algún momento supo aparecer dinero, pero la alquimia moderna lo transformaba en líquidos de alto contenido alcóholico, así que con el tiempo aquel regalo divino dejó de llegar. De todas formas, Austero se contentaba con los alimentos y el abrigo.
Nunca se ponía a pensar en aquellas bendiciones, las tomaba como una cosa fortuita, el destino de su lado y algunas veces, hasta se hacía la idea - cargada de esperanza - de que alguna vecina de la cuadra estuviese perdidamente enamorada de él.
Dormía poco, le gustaba caminar, ir de un bar a otro, rogar por un vaso de vino, desparramar alegría o tristezas, según el momento y rendirse ante la vida, con sol o luna, en cualquier vereda o plaza pública, doblado por la borrachera, lejos de la percepción de la realidad, bajo los efectos lapidarios de la bebida.
No le importaba lo que los demás pensaran, esa era su forma de sobrevivir. No concebía la vida, su vida en realidad, en un estado consciente. Temía estar lúcido, le daba pánico. El alcohol engañaba a su cerebro, le mentía, le dibujaba formas y monstruos donde no los había, pero al menos...
Vacilaba en las veredas, en las calles, en las cornisas de los puentes. Entonces iba por más bebida y volvía a escapar de esos deseos tan extraños que lo asaltaban de vez en cuando, en la misma medida que los vasos tardaban en acercarse a sus labios.
Difícilmente aquellos seres universales supieran el dolor que vivía dentro de Austero, así como tampoco lo sabían sus pares, la gente que se detenía a escucharlo, los que pasaban caminando a su lado ignorándolo, los que lo miraban con lástima tirado en la calle o molestando por un vino en algún bar. Allá va Upa, el borracho, decían, y seguían con sus vidas, como si nada.
Ese dolor criminal que lo atravesaba, le mostraba horrores impensados, imágenes que no comprendía, repletas de colores que jamás podría describir a pesar de ser muy bueno haciéndolo. Austero bebía y se emborrachaba, echaba por la borda su vida, pero al menos escapaba de aquello que no llegaba a entender. Muchas veces pensó que la miseria lo había llevado a la locura, pero en los breves raptos de lucidez se decía, con certeza, que era otra cosa.
Moriría Mendez algún día y entonces los seres del universo se llevarían la réplica de esos poderes fundamentales a otra parte, cuidándola como aquello que era, el tesoro máximo de la existencia. En tanto velaban por su vida. La persona más importante en el infinito, el tal Austero Mendez. El borracho de la ciudad, aquel que narraba historias por monedas y despertaba bajo cartones o en zanjas.
Allá va en busca de un bar, para esconder las penas y huir del dolor, dejando atrás las veredas con paso vacilante y sucias las venas, perdiéndose en la vastedad del universo, del que era el centro sin siquiera saberlo.

3 de enero de 2011

Día de playa

Conducir durante horas no es ningún placer si se ha dormido poco. José Luis había intentado descansar antes de salir, pero tenía que ayudar a empacar, llevar a los perros hasta lo de una tía para que los cuidara en ausencia de la familia, comprar las provisiones para el camino, entre tantas cosas.
Matilde dijo que sola no podía hacer todo, así que las horas de la siesta fueron sacrificadas. José Luis quiso preguntar por qué no ayudaban los chicos, pero luego de mirar alrededor y detectar el silencio proveniente de las habitaciones, comprendió entonces que estarían en casas de amigos, despidiéndose antes de viajar hacia la costa, en plan de vacaciones.
Ahora los tenía en el asiento trasero, a los tres. Dos peleando por los últimos bizcochos de una bolsa y el restante ajeno a todo, escuchando música en el mp3. Un codazo anónimo lo sumó a la batalla.
Su esposa, que viabaja cebando mates en el asiento del acompañante, pegó un grito sin siquiera mirarlos y los tres, en forma instantánea, dejaron la batalla a un lado, no sin protestar, por supuesto.
José Luis sentía que se dormía, que los párpados le pesaban una eternidad. Miraba fijamente la línea central de la ruta, para concentrarse por donde iba. El tránsito era menor en la noche, pero igualmente de peligroso, como solía serlo.
Onmibus, camiones y cientos de autos, viajaban en la misma dirección. La luz de los coches que venían en la dirección contraria lograban despabilarlo. Los kilómetros que tenía al cabo de años de manejar lo mantenían atento, a pesar de lo complicado que resultaba. Casi mecánicamente le reclamaba mates a su esposa, para que no se demorara ella al tomarlos y pudiera sentir algo caliente en la mano y la garganta, con el fin de despejarse.
En plena madrugada, los chicos quedaron rendidos. El silencio dentro del vehículo lo adormecía aún más. La miró a Matilde, que también cabeceaba. Ya había abandonado el mate, con el pretexto de que el agua estaba tibia.
Por ese motivo buscaba con la vista alguna señalización que indicara la presencia cercana de una estación de servicios, para poder renovar el agua caliente. Miraba justamente una serie de carteles que pasaban a rauda velocidad a la derecha de la ruta, cuando una luz enceguecedora nubló su visión frontal. Escuchó un chirrido de gomas, bocinazos desde otro coche e instintivamente tiró un volantazo hacia el lado de la banquina.
Sintió el impacto bajo el automóvil, como si estuviese atravesando un gran badén. La superficie por la que transitaba ya no era asfalto, sino tierra y algo de yuyos. Detuvo el coche y lo asustó el silencio. Miró alrededor. Matilde dormida en el asiento delantero, los chicos también con los ojos cerrados, en la parte de atrás.
- Por Dios - dijo casi en un suspiro. El corazón le palpitaba a gran velocidad. Estaba cansado, no tenía la menor duda. Entonces, cerró los ojos y dormitó una hora. Al despertar, el resto seguía durmiendo. Sonrió por la suerte que tenían y retomó el viaje, mucho más descansado.
Arribaron a la playa poco después del amanecer. Una costumbre que tenían, la de llegar primero a la playa, disfrutar de la mañana en la arena y el mar y recién luego del mediodía, ir al hotel que tenían reservado para alojarse.
Estacionó lo más cerca que pudo. Ni bien paró el motor, Matilde y los chicos descendieron raudamente, para echar a correr hacia la arena.
- Eh ¡dónde van! - les gritó enfadado José Luis, pero ninguno dio la vuelta. Bufido mediante, tuvo que cargar el bolso y las sillas el solo.
Prácticamente no los vio en la mañana. De vez en cuando los observaba desaparecer entre las olas o perseguirse cerca de la orilla. Incluso Matilde, a veces reacia al agua, jugaba con los hijos como una niña más. Estaban de buen ánimo. Quizá por eso, solo por eso, les perdonaría que no lo hubiesen ayudado para llevar las pertenencias hasta la playa.
El sol del mediodía pegaba fuerte. El calor que sentía en el rostro lo despertó de la siesta en la que se había embarcado recostado en una de las cómodas sillas playeras.
Se puso de pie y estiró un poco las piernas, entumecidas por la rigidez. No había señales de su familia. No se preocupó, podían estar en la cantina. Se dirigió hasta allí, pensando en un refresco y un choripán. Compró lo que quería, pero seguía sin saber donde estaban su esposa y sus hijos.
¿En el auto? pensó desorientado. Se comió el choripán en tres bocados y lo bajó con el refresco de naranja. Un manjar. Llegó hasta el estacionamiento. Buscó con la vista primero, se palpó el bolsillo del pantalón luego. Si, allí estaban las llaves. Entonces... ¿cómo es que su auto no estaba? ¿Matilde habría traido al viaje su copia? No lo creía. Odiaba manejar. Volvió a la playa, hasta donde estaban...
¿Y las sillas playeras? ¿El bolso? Estaba seguro que ese era el lugar donde había estado tomando la siesta, desde el que veía a su familia divertirse en el mar. ¿Cómo podía ser? Corrió hacia el bar, tenía que preguntarle a alguien si... ¡no! aquello no estaba sucediendo, era imposible.
El bar estaba cerrado.
Sintió un estrepitoso sonido a su espalda, giró con busquedad y una luz lo dejó ciego un segundo, lo suficiente para sentir de inmediato el impacto y dolor, mucho dolor.
Despertó muy confundido. Estaba en una sala de hospital. El suero en su brazo, su pierna en alto sostenida por un soporte metálico y con yeso desde la rodilla hasta la punta del pie, las enfermeras alrededor eran detalles suficientes para darse cuenta.
- ¿Cómo... - balbuceó.
- Cálmese - le dije muy amablemente una de las dos jóvenes - Quédese quieto, que le estamos aplicando un analgésico, así le duele menos.
- Es... estaba en la... en la playa... - dijo José Luis.
- Quieto - pidió la otra enfermera.
- ... y de repente - continuó él - algo... no sé... algo, algo, me chocó.
- Ahí está señor, ya colocamos el analgésico. En unos minutos pasará el doctor a verlo.
- No, por favor - se apresuró en decir - estaba... mi familia, estaba buscando...
Las dos mujeres se miraron, con gesto de incertidumbre. La más joven de las dos volvió hacia José Luis y le tomó una mano.
- Señor, cuánto lo sentimos, tarde o temprano lo iba a tener que saber. Su familia no sobrevivió.
- ¿No sobrevivió? Pero... por Dios, no comprendo, el mar... ¿se ahogaron en el mar?
- Jamás llegaron al mar señor, chocaron en la ruta, de frente contra un ómnibus. Usted sobrevivió de milagro.