Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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24 de septiembre de 2016

Último capítulo

Mi editor me llamó anoche y me preguntó cuál era el problema. Cómo si eso fuese fácil de explicar. Claro que se lo dije, pero me cortó, creyendo que le estaba tomando el pelo. Estoy apremiado por el tiempo, por el contrato que firmé hace dos años, cuando acordé con la editorial una novela cada año. Durante los últimos meses disfruté del éxito de mi anterior publicación, las giras de presentación, las notas en los medios de comunicación, las regalías por las ventas que parecían multiplicarse mes a mes.
Por todo eso, y no tanto por la obligación contractual, la editorial y mi editor especialmente, esperan con ansias esta nueva historia, con el fin de poder mover la maquinaría de hacer dinero a través de mi próximo libro. El problema, según ellos, es que la novela no está terminada. El problema, desde mi realidad, es que no puedo terminarla.
No es por falta de ideas, muy por el contrario. El argumento es sólido, muy elaborado y los personajes están bien definidos, consolidados a través de los primeros capítulos. Podría aventurar que es lo que mejor he escrito en mi vida. Pero algo sucede con ese borrador de más de cuatrocientas páginas. Algo extraño que me carcome los nervios.
He ganado con los años la virtud de la disciplina. Una metódica rutina que me sienta delante de la computadora a primera horas de la mañana y me tiene allí hasta pasado el mediodía. Cada día me enfrento al capítulo final de la novela. Y cada día le doy forma, llevo a los personajes hasta el final que tengo en mente, cerrando la historia, a mi modo de ver, de la mejor manera.
Pero al cabo de un rato, al volver al borrador, el capítulo ya no está.
La primera vez que ocurrió pensé que me daba un infarto. Revisé todo el escrito, creyendo en la posibilidad de haber perdido capítulos anteriores. Aquello no tenía sentido. Tenía mucho cuidado de ir guardando el trabajo cada algunos minutos, una costumbre bien aprendida, para evitar justamente esos dolores de cabeza.
Tuve que dejar de lamentarme y volver a redactar esas páginas. Apelé a mi memoria para darle a la redacción los mismos matices que la primera vez. Es casi imposible escribir el mismo texto dos veces. Juegan muchos factores en la elaboración. Internos y externos. Pero traté de dar lo mejor de mí. El resultado me dejó satisfecho.
Jamás doy aviso a mi editor ni a nadie al llegar al final de una obra. Porque en realidad, llegar al final solo implica una parte del proceso. Luego, tras unos días en los que el texto queda en reposo, vuelvo a él para hacer una primera corrección.
No dudé sobre haber grabado bien el trabajo. Porque incluso, esta vez hice una copia en otra carpeta de la computadora. La novela estaba terminada.
Al cabo de unos días, decidí dejar la obra de teatro en la que estaba trabajando y buscar el archivo con la novela. Abrí primero la versión original, sobre la que había trabajado los cuatro meses anteriores. Mi sorpresa fue mayúscula. El último capítulo no estaba. Me apresuré a buscar la copia que había realizado, para encontrarme - con un gran nudo en el estómago - que tampoco estaba allí.
Con desesperación, volví a redactar el capítulo. El resultado fue el mismo. Mi amargura e incomprensión iban creciendo día a día. Esto se repetía de manera cíclica. La escritura. La desaparición. Alguien raptaba mis palabras. Decidí narrarlo en voz alta en un grabador. Una vez que coloqué el stop y le di play para poder escuchar lo grabado, solo había estática.
Empecé a sentir pánico. Ni siquiera podía escribir otras cosas. Traté con la dramaturgia de la obra de teatro que me habían encargado, pero no pude hilvanar dos diálogos seguidos. Quise concentrarme en un cuento de ciencia ficción, pero las palabras se amontonaban sin sentido, completando oraciones y párrafos que no conducían a nada. Es que ese capítulo estaba enquistado como un puñal en mi cerebro.
Necesitaba solucionar lo que estaba pasando, pero no tenía a quién acudir. Mi editor pensaría que era una excusa, mis colegas más cercanos se mofarían y pocos amigos que quedaban para poder solicitar una opinión. Y los que podía considerar como tales, vivían aún en el pueblo de mi infancia. De repente, comprendí lo solo que estaba en la gran ciudad. Sin amigos, novia, nadie en quién confiar.
Los nervios estaban ganando la batalla. Noches enteras sin dormir, buscando una solución. El editor llamando casi a diario. Mi familia preguntando a la distancia cómo marchaba mi nueva creación. Y cabeza era un hervidero. Nada parecía estar en su lugar. Y entonces, hace un par de días, esa carta debajo de la puerta del departamento.
Estaba fechada en los días que esta locura había comenzado, cuando el capítulo comenzó a borrarse como por arte de magia. En el sobre solo figuraba mi nombre, sin ningún dato del remitente. Era un sobre blanco, común y corriente. La hoja, con renglones, estaba arrancada de un cuaderno de apuntes. La carta estaba redactada a mano. La letra era prolija, con una leve tendencia hacia la derecha. En su único párrafo, decía:
"Estimado, el final del capítulo nos disgusta. No estamos de acuerdo con el destino que nos brinda. Ninguno de nosotros lo comparte y como parte activa del libro, nos vemos obligados a evitarlo de cualquier forma".
Firmaban "Los personajes".
¿Qué clase de broma era esa? A nadie le había confiado mi tragedia. Mi capítulo en blanco. Nadie lo sabía. Y de repente, ese sobre, esa carta, sobre esa hoja con renglones... esa hoja. Corrí hasta el cajón del escritorio. Saqué mi cuadernos de apuntes y me estremecí. Una de las hojas sin usar había sido arrancada. Y ahora estaba en mis manos, con un escrito manuscrito hecho por los personajes del libro.
Cuando anoche mi editor me llamó, le conté todo esto. Su primera reacción fue la risa, luego la bronca por considerar importante el tiempo de entrega y finalmente el odio, por el dinero que le estaba haciendo perder. En realidad, se refirió al dinero que todo estábamos perdiendo.
Pero en ningún momento entendió detrás de mis palabras, ignoradas por supuesto, el verdadero problema: ese capítulo jamás podría escribirse. No, al menos, de la manera que lo tenía pensado. Ellos no querían. Ellos, mis personajes.
Siempre creí que las historias, los argumentos, nos llegaban a través de una inspiración, de una musa mágica que nos revolotea arrojándonos ideas a nuestro alrededor. Qué era cuestión de cerrar los ojos y esforzarnos por absorber esa magia. Nada de eso es así, Son los personajes los que nos cuentan las historias.
Aquí estoy, frente a la computadora para terminar esa novela. Pero no como yo quiero, sino cediendo a sus deseos, porque no es mi imaginación al fin y al cabo la que narrará esos párrafos, sino la voluntad de ellos, que tras nacer y desarrollarse, se han adueñado del argumento.



15 de septiembre de 2016

Adiós querido Pablo Dell'Oca, dibujante, amigo, luchador

No es un día más. Tampoco esta entrada es ficción. Cuánto desearía que así lo fuera. Hoy se nos fue Pablo Dell'Oca, dibujante con quién trabajé los dos últimos años, proyectando varias historietas juntos.
Se nos fue luego de batallar muchísimo contra una cruel enfermedad. Siempre con optimismo, sin dejar de dibujar, de pensar a futuro. Hoy su compañera de la vida, Amalia, tan luchadora como él, me dio la triste noticia.
Nunca nos hizo perder las esperanzas, al contrario. Estaba seguro que iba a salir adelante. Su fuerza era contagiosa. Lo es, lo seguirá siendo.
Pablo entró en mi vida hace dos años, de la mano de otro gran amigo que me ha dado la escritura y la historieta: Felipe Avila.
Con Felipe venimos haciendo historietas juntos desde hace unos siete años y al estar comandando ese hermoso proyecto que es Rebrote, le dijo a Pablo que me contactara para ver si hacíamos algo en conjunto.
Un 22 de octubre de 2014, recibí este primer mail, el primero de muchos.

Buenas tardes, Ernesto, mi nombre es Pablo Dell'Oca, soy conocido de Felipe Avila, trabajo cerca de donde lo hace él y compartimos las ganas de hacer historietas. Hace tiempo que charlamos sobre el tema y que le muestro los dibujos que hago y con el surgimiento de las tres revistas de Rebrote me ofreció un espacio para participar en la apaisada de ciencia ficción, fantasía y misterio.

Ese fue el puntapié inicial. Creamos "Futuro XY", cuyo primer número publicó Rebrote este año; "El lienzo de Ulises" (tira semanal que a medida que Pablito podía, fuimos subiendo a la web); "Antinémesis", una de tinte sobrenatural que tiene ocho páginas ilustradas;  la "Leyenda del mate y el yaguareté", con la que ganamos el 1er Certamen Federal de Historietas del Ministerio de Cultura de la Nación en 2015; "Malena", una breve historia de cuatro páginas del género terror, aún inédita; "Souvenirs", historia de terror clásico, de la que bocetó varias páginas; y "Rosario", de la que solo hay un fragmento terminado.
Muchas de esas historietas estaban avanzadas en la brillante mente de Pablito. Con un estilo particular, me iba ofreciendo bocetos, dibujos, maravillas que me deleitaban y con seguridad, encantarían a todos. Porque su manera de narrar visualmente es única, con una fuerza y certeza que pocas veces he visto.
Gracias a Felipe, tuve la suerte de conocerlo. A través de correos, mensajes en Facebook, mensajes de whatapps y el maravilloso e inolvidable encuentro en la cena de Rebrote de diciembre pasado, entablamos una gran relación de amistad.
Cuando enfermó, en mayo del 2015, el dibujo se transformó en su manera de sentirse bien. Eso y sus seres queridos, sus amigos, su familia: "Por suerte tengo al lado mío a mi novia y mi suegrita que me cuidan en todo" me escribió, sinceramente contento por la compañía.
Con el pasar del tiempo nos fuimos conociendo. Le gustaba leer y usar en sus dibujos grandes plenos de negro. Me había dicho que en climas oscuros me sentía mucho más cómodo, utilizando "mínimos detalles ornamentales y mucho claroscuro".
Traté de imaginar los guiones de nuestras historias teniendo en cuenta su estilo, que es admirable. Tuvo toda la libertad para plasmar su talento, porque era gracias a él que esos textos cobraban vida. Él les daba vigor a las escenas, lograba transmitir más de lo que decía el guion. Pablo es - y permítanme el presente - un grande.
Me contó también que su relación con la historieta "viene heredada de mi padre, fanático de las europeas en los 70-80. A los trece me regaló "El Eternauta" de Breccia y me voló la cabeza. Nunca leí mucha historieta. Siempre la miré, más que nada. Estoy tratando de corregir el error! En los noventa estudié con Alberto Salinas, un tipazo con sus alumnos, visité su estudio. ..era un ambiente lleno de magia, como sus clases! Una muy linda época!".
Luego, trabajó como ayudante de Carlos Pedrazzini y tuvo "el privilegio de leer de primera mano los guiones de Robin Wood. Eso fué del '93 al 95 aproximadamente, haciendo revistas mensuales para la editorial Eura, de Italia, sobre el personaje "Dago", de quien fue mi profesor, Alberto Salinas".
Pablito nació un 15 de febrero de 1975, en Capital Federal. Se formó artísticamente en la Escuela Panamericana de Arte y en la Escuela de Dibujo de Carlos Garaycochea, con Alberto Salinas como profesor. Se recibió de Maestro Provincial de Artes Visuales (IPBA de Santa Rosa, La Pampa) y cursó la licenciatura de Artes Visuales en el IUNA (Bs. As).
Fue ayudante del dibujante Carlos Pedrazinni - Pablo estaba feliz cuando este año, al mostrarle sus trabajos actuales, Carlos lo felicitó - y ocasionalmente realizó story boards (que, según me contó, fue la única vez que ganó algo de dinero con el dibujo). Publicaba en la revista "HB" de Santa Rosa, La Pampa y habíamos empezado a publicar juntos "Futuro XY" en Rebrote.
Estaba a la espera de ver materializado el premio del concurso que ganamos en 2015, pero se fue sin poder tener en sus manos la publicación y el dinero que había obtenido. Esto, gracias a la maldita burocracia estatal, que aún mantiene en vilo a todos los que obtuvimos algo en ese certamen de historietas del Ministerio de Cultura de la Nación. Me da mucha impotencia que él no haya podido ver uno de sus sueños hecho realidad, porque ese había sido su primera obtención en una convocatoria de este tipo.
Pero si recibió el reconocimiento de colegas. El grupo "Rebrote", en diciembre pasado, le dio el premio "Revelación". Y en ese mismo evento, recibió las felicitaciones y elogios de Quique Alcatena y Lito Fernández.
Un artista gigante, que el destino nos arrebata cuando recién estaba comenzando a mostrarnos su talento. Una persona sensacional, que transmitía las mejores sensaciones. Humilde, atento, honesto. Siempre me decía que le gustaba lo que escribía y se alegraba con sinceridad cuando le enviaba nuevos guiones. Me dijo no hace mucho "acordate que más allá de tu laburo, tu responsabilidad mayor es con la escritura".
Se nos fue Pablo y lo estamos extrañando. Todavía no lo quiero creer, no me quiero hacer la idea. No pude escribir ese guión de Nippur que soñabas dibujar. No pude tampoco estar en tus últimos momentos. Quiero creer que donde estés, estás bien. Qué nunca te faltará un lápiz y un papel para hacer eso que tan bien hacés. Qué desde ese lugar, nos iluminarás a todos con tu optimismo y sencillez.


Uno de los pocos fragmentos ilustrados de "Rosario", una historieta de pocas páginas

Pablo siempre soñó con dibujar un episodio de Nippur. Me había enviado bocetos del gran personaje de Robin Wood, confiando que podría alguna vez escribirle un guion.


Qué maravilla hizo Pablo con el guion de "Futuro XY". Le dio vida a las palabras y fuerza a una historia que nos gustaba mucho a los dos.

Lápiz de "Souvenirs", historia truculenta de terror clásico. Compartíamos el gusto, entre otras cosas, por leer a "Stephen King". Leímos, por casualidad, "Revival" al mismo tiempo.

Otra página de "Souvenirs". Pablo era muy meticuloso y le gustaba corregir cada página la mayor cantidad de veces posibles, hasta conseguir lo que se proponía como resultado final.

Una de las primeras páginas de "Antinémesis", guion que le fascinó y que mezclaba hechos sobrenaturales con demonios. 
 

La misma página de "Antinémesis", ahora en su versión final. 

"El lienzo de Ulises", una propuesta semanal que no pudimos continuar debido al ritmo que tenía.

En la cena de "Rebrote", el único momento que compartimos personalmente. Junto a Ranquel (izquierda), otro gran dibujante y amigo de Pablo (derecha).

Pablo y Lito Fernández. El maestro de los maestros le dijo a Pablo: "Mostro". Ningún premio vale más que eso.

Quique Alcatena también lo llenó de elogios: "¿Dónde estabas que no te conocíamos?"

Junto a Felipe Avila y Marcelo Bukavec, integrantes de "Rebrote", que esa noche le dieron a Pablo el premio "Revelación".

7 de septiembre de 2016

La improbabilidad de un encuentro

Jamás había usado un arma, mucho menos llevar una consigo. Salvo ese día, esa fatídica tarde en la que al bajar del taxi se topó con esa mujer de ojos claros y cabellos castaños.
No fue un encuentro de amor a primera vista ni nada por el estilo, sino un fuerte golpe de frente. Él bajaba, ella quiso subir a toda prisa. Chocaron con torpeza y él, que era más alto, terminó con la nariz partida por culpa de la frente de la joven.
La mujer lo insultó con energía, pero no se detuvo a ver como estaba. Se subió al taxi y a los pocos segundos el coche se alejaba por la calle principal. Apenas si pudo advertir el detalle de los ojos y el cabello a través de la ventanilla baja de la puerta trasera del vehículo.
Se llevó la mano a la zona dolorida de su rostro y palpó la sangre húmeda descendiendo hacia los labios. No pudo menos que maldecir su suerte y tratar de determinar con rapidez, el lugar donde dirigiría sus pasos.
Su destino original, que era la sucursal del banco, quedó atrás mientras sus piernas lo llevaban hasta una farmacia cruzando la calle. Compró unas gasas, agua oxigenada y analgésicos. El farmacéutico lo ayudó con la herida. Al cabo de unos minutos quedó limpia, pero por recomendación iría más tarde a ver un médico. Era probable que tuviese una fractura.. El dolor era un presagio de tal infortunio.
Al salir a la calle se encontró con el revuelo. Patrullas policiales e incluso un utilitario de fuerzas especiales. Al parecer estaban todos pendientes de la sucursal del banco. Cruzó hacia esa dirección para informarse de lo que sucedía.
Uno de los efectivos uniformados lo detuvo y le pidió que retrocediera. Le explicó que debía ir al banco, pero el agente policial volvió a reiterarle la orden. Se alejó solo hasta el cordón de la vereda. Desde allí observó que otro de los policías hablaba con el encargado del puesto de diarios que estaba a pocos metros. El hombre estaba señalando en su dirección. El uniformado se llevó un handy a la boca y a los pocos segundos otros policías lo estaban rodeando a él.
Lo llevaron aparte y le pidieron que se apoyara contra la pared, los brazos y piernas extendidas. Palparon sus bolsillos de los pantalones y también del saco. Solo encontraron su billetera, los analgésicos y una gasa. Entonces le pidieron que se diera vuelta y se desprendiera el saco. Hurgaron en los bolsillos interiores y para su sorpresa, le encontraron un revólver.
Los policías lo empujaron contra la pared, mientras pedían refuerzos. Él estaba atónito. Le había sacado el arma de su bolsillo, de eso no tenía dudas. Pero al mismo tiempo, no podía creerlo. El oficial que lo retenía le estaba haciendo mal la cara, porque la tenía apretada contra la piedra de la pared. Quería quejarse, pero estaba tan apretujado que no podía ni mover la boca.
Se acercó un coche con las sirenas encendidas y en pocos movimientos lo quitaron de la pared, cruzaron la vereda con él y lo arrojaron dentro del vehículo, que aceleró a gran velocidad.
Preguntaba a todos qué era lo que estaba pasando, de dónde había salido ese revólver... pero las únicas respuestas que obtenía eran miradas férreas y de poco amigos.
Lo llevaron a una dependencia policial y lo dejaron solo en una sala de tres por tres, sin ventanas, en cuyo centro había una mesa pequeña y dos sillas, en una de las cuales, él se había sentado. Esperó un buen rato hasta que la puerta se abrió. No sabía si habían pasado minutos u horas. Estaba asustado y la nariz había comenzado a dolerle. Había buscado en vano los analgésicos. Habían desaparecido junto a la billetera.
El hombre que cruzó la puerta, trajo consigo sus tarjetas de crédito y documento de identidad. Arrojó todo sobre la mesa y ocupó la silla vacía.
- ¿Qué necesidad había? - preguntó de mala manera el hombre, que no vestía como policía pero con seguridad lo era.
- No entiendo... - fue su respuesta. A cambio, recibió una fuerte bofetada.
- No vas a jugar conmigo. En las cámaras no aparecés, pero te vieron con ella. ¿Qué ibas a hacer? ¿Esperar que saliera para rematarlo? Quedate tranquilo, ella lo hizo bien, demoró, pero al final murió. Pero vos tenés el arma, así que sos cómplice.
- ¿Cómplice de qué? ¿Quién murió?
El policía que no estaba vestido como tal hizo una mueca de disgusto. Se puso de pie y se dirigió a la puerta. La abrió y entró otro policía.
- Dice que no sabe nada.
- No me extraña - dijo el tercer hombre en la habitación - ¿El arma tiene sus huellas?
- Todavía no sabemos.
- ¿Cómo sabías que no había muerto? - le preguntó el recién llegado.
- No entiendo...
Los dos policías se alejaron un poco. Trataron de bajar el tono de voz, pero pudo escucharlos.
- La mina dispara, sale volando a la calle y le da el arma a este tipo, pero de alguna manera se entera que está vivo y lo espera afuera, para rematarlo cuando lo saquen en ambulancia.
- Disculpen... pero ¿a quién le dispararon?
Volvieron a dejarlo solo. Sus credenciales y tarjetas estaban sobre la mesa. Mecánicamente las guardó en sus bolsillos. Mientras lo hacía, recordó el choque con la mujer al bajar del taxi. Era con seguridad de la mujer que hablaban. Cuando se produjo el golpe de cabezas, ella debió aprovechar para meterle el arma en el bolsillo. Con el dolor no se enteró de nada. Pero si eso era lo que había sucedido, debía explicarlo con urgencia.
Golpeó la puerta hasta que alguien la abrió desde el otro lado. Pensó que lo escucharían, pero entraron violentamente y lo golpearon. Despertó varias horas después, sobre un colchón tan angosto como sucio. El rostro le dolía como si le hubiesen clavado cien cuchillos. Se llevó la mano a la cara y notó que había sangre no solo en la nariz, sino también en las mejillas y en la frente. Lo habían golpeado salvajemente.
Se puso de pie y fue hasta el otro lado de la celda. No había barrotes, sino una puerta de metal, gruesa. Una voz resonó a su espalda.
- Así que vos mataste al Grande.
La voz provenía de otro preso, desde la litera superior de la cama cucheta. Hasta entonces no se había percatado que era una cama de dos pisos como tampoco que estaba acompañado.
- ¿Quién es el Grande?
El otro lanzó una carcajada.
- Pregunto en serio.
- ¿Me estás cargando? ¿Hicieron cagar al Grande y no sabés quién es?
- Puede que la persona que lo mató lo sepa, a mi me pusieron un arma encima y me agarró la policía.
El compañero de celda volvió a reírse.
- Si me lo decís en serio, que mala suerte la tuya. El Grande es el que maneja todo, las cárceles, los policías, a los jueces, a los narcos, a todos. El tipo es el Dios del crimen, por así decirlo. Lo que implica que antes que te des cuenta, te llenan el cuerpo de plomo. No tenés escapatoria. Si no te hace fiambre la poli, te acogota cualquier otro en la cárcel.
- ¿Dónde estoy ahora?
- En la comisaría, estás de tránsito. En cualquier momento vienen a buscarte.
- ¡Pero yo no lo hice! ¿Qué puedo hacer para demostrarlo?
- Me vas a matar de la risa vos. Si no lo hiciste, a estas alturas no le importa a nadie. Con alguien se la tienen que desquitar y si todos andan diciendo que fuiste vos, andá comprando la lápida.
Se recostó en la cama y trató de ordenar las ideas. Pero cada punzada de dolor en el rostro era un presagio de lo que suponía le iba a pasar en manos de los que quisiera cobrarse revancha.
Minutos después fue trasladado a otra sala.
Le dijeron que adentro lo esperaba una abogada. Lo hicieron entrar, le pusieron esposas y lo obligaron a sentarse.
Cuando escuchó la puerta cerrarse, levantó la vista. Delante suyo, ojos claros y cabello castaño lo miraba fijamente. Un breve gesto de ella fue suficiente para evitar cualquier comentario, sonido o gesto innecesario, que revelara quién era realmente.
Se sentía más desconcertado que nunca. Ella era la mujer por que estaba metido en tremendo problema, pero por alguna razón ella estaba allí.
- ¿Qué sucede? - preguntó él.
Ella permaneció en silencio, repasando unos papeles.
- Estamos ante una acusación de cómplice de asesinato. ¿Entiendo lo que eso significa?
Ella se llevó la mano a la boca en un gesto casual, pero aprovechó para colocar el índice sobre los labios, con un claro gesto para que no contestara. Él abrió grande los ojos.
- No, no se lo que significa.
- Bien - dijo ella, aprobando la respuesta. Iban entendiéndose en ese juego de silencios y gestos - Quiero que firme esta declaración.
Le extendió un papel.
- Firme.
- ¿No debo leerlo antes?
- Firme.
Él firmó.
- El Grande no existe - dijo de pronto ella - Y salvo los golpes en su rostro, nada de esto es real.
- No entiendo... es decir, entiendo menos que antes.
- Nadie mató a nadie, yo coloqué el arma en su bolsillo, esto no es una comisaría, los policías no eran policías, el preso no era un preso. Nada de esto es real.
- ¿Están... están jugando conmigo?
- No señor, usted está jugando con nosotros. En su mente, desde hace unas largas horas. Así que es hora que despierte, me escucha, es hora que vaya despertando...

- ¿Señor? ¿Está bien? ¡Llame al médico enfermera, el hombre está despertando!
- ¿Qué...?
- Tranquilo, lo traje al hospital, disculpe, he sido tan bruta. Lo golpeé sin querer al subir al taxi y lo dejé inconsciente.
- Usted tiene los ojos claros y el cabello castaño...
Ella rio.
- Disculpe, no me río de usted, sino que pensé que lo primero que me diría serían varios insultos y con razón.
- Es que... es una larga historia.
Ahora rio también él.
- Tengo una vergüenza, no se imagina. Lo mínimo que podría hacer, es quedarme a escuchar su historia.
Sonrieron.
- ¿Quiere escucharla?
- ¡Claro!
- ¿Alguna vez usó un arma?
Por un segundo se imaginó el rostro de ella transformado, el ingreso por la puerta del hombre policía pero vestido como médico...
-  No, jamás - dijo divertida la mujer.
- ¡Pues yo tampoco, hasta esta fatídica tarde, al toparme con usted!



3 de septiembre de 2016

Los invisibles

El invierno fue crudo. Las calles desiertas en plena noche, las persianas bajas con sus enormes grafitis, la ciudad indolente y nosotros, caminando el asfalto. De un lado a otro, buscando refugio, comida, alguien que nos quisiera escuchar.
Pero no había nadie. Eramos los únicos transeúntes del entramado nocturno, confundiéndonos con las sombras, mirándonos en los reflejos distorsionados de las pocas vidrieras que aún se dejaban ver detrás de rejas herrumbradas y frágiles. Andando, cuadra a cuadra, calle a calle, con lluvia, con viento, con todas las inclemencias juntas.
Fueron meses difíciles en los que esperábamos desahuciados el amanecer, el primer rayo de sol, esa partícula de luz que nos permitiera rendirnos ante el cansancio y el hambre. Desaparecer por unas horas, en la quietud, en la nada misma. Dejar de ser para no pensar. Rendidos, así, sin más.
Y luego, despertar en la misma pesadilla. Otra vez la noche, la solitaria noche, en la que éramos solo nosotros deambulando, sin atisbo de fin. Cíclico, infernal. Errantes en vida, en un mundo que nos volteaba la cara.
Nosotros, los olvidados, pisando nuestras propias penas y también las ajenas, por calles cuyos nombres no nos dicen nada, prisioneros en libertad, rehenes de la miseria, fantasmas de la civilización que reitera sus pecados casi por diversión.
El invierno se marcha. Pronto será primavera. Y de alguna manera, la haremos sentir culpable. Nosotros, los invisibles de este mundo.