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30 de agosto de 2009

Acorralar al loco

Los ojos parecían que se salían del rostro y el cabello empapado de sudor le daba un aire aún más grotesto. El joven se agazapaba contra la pared, mientras varias personas lo calmaban con palabras que no parecía escuchar. Estaba agitado, aterrado, aunque el aspecto demencial en el que se encontraba lindaba más el terreno de la locura que el del miedo.
Nadie sabe de dónde apareció, solo escucharon su respiración entrecortada como si hubiese estado corriendo o escapando de alguien. Y cuando quisieron ayudarlo, dado que parecía que se iba a desplomar sobre la transitada vereda, reaccionó hostilmente, empujando los brazos socorristas y gritándoles enfurecidamente que se hicieran para atrás.
Algunos de los transeúntes buscaron de inmediato el celular y llamaron a la policía. Ese joven necesitaba ayuda, era un grito de auxilio implícito que había surgido de la nada.
Quedaban aún osados que insistían en acercarse, pero eran repelidos por patadas y una mujer se ganó un arañazo en una de sus manos. ¡Alejénse! gritaba el muchacho, en un solo hilo de voz.
Alguien se dio cuenta que ocultaba algo en su pecho, cubriéndolo con la palma de su mano derecha. ¡Tiene algo! ¡Tiene algo! decían y la gente se agolpaba para ver y empujaban a los que estaban más cerca del joven y éste, pensando que se le iban encima, los atacaba con violencia.
¿Qué tienes ahí? ¡Vamos, muéstralo! le gritaban. ¿Es un arma? ¿Lleva una bomba? se preguntaban por lo bajo entre ellos.
Se escucharon las sirenas policiales. La masa se dispersó, pero sin alejarse demasiado. Querían ser testigos de lo que pasara. El orden contra la demencia, la ley sobre lo fuera de lugar.
Los uniformados pidieron calma a la gente. Se acercaron al chico, pero en forma prudencial. Notaban su miedo, sus ojos exaltados, la piel sudorosa. Podían jurar que emanaba olores extraño.
"Vamos pibe, quedate tranquilo" le decían. ¡Tiene algo en la mano, tiene algo! informaba la gente a los agentes de policía.
"Vamos pibe, no te hagás daño, entreganos lo que tenés ahí, dale".
Pero el chico se aferraba a lo que fuese que tuviera bajo la presión de la palma de la mano derecha.
Los policías insistieron por varios minutos. Llegó otro patrullero y más público. La escena era propia de circo romano. La presa contra la pared y el resto hostigando, enfureciendo a la fiera acorralada.
El chico quería salir corriendo, pero estaba rodeado. Empezó a moverse de un lado a otro, siempre con la espalda pegada a la pared. Los policías ya eran seis. Comenzaron a separarse entre si, cubriendo todos los ángulos de huída. El joven se vió invadido. Los uniformados saltaron sobre él. Forcejeó con bravura, asestó golpes, pero no pudo impedir que lo apresaran. Lo tomaron del cuello y los hombros. Lograron ponerlo contra la pared y llevarle los brazos a la espalda. En su mano derecha, seguía aferrando algo.
¡Suéltalo! le ordenaron. Su respuesta fue un rotundo ¡no!. Uno de los policías comenzó a golpearle la mano con violencia, pero el chico no aflojaba la presión. ¡Suéltalo! le repetían. ¡Suéltalo o te haremos daño! El joven les respondió, casi llorando, al borde de la desesperación: ¡No! ¡Si lo suelto, ustedes se harán daño!
Los representantes de la ley perdieron la paciencia. Uno de ellos sacó de su cinturón una picana eléctrica y la aplicó sobre la mano derecha del muchacho. Este dio un alarido y aflojó la presión. Sus dedos, casi morados, se replegaron hacia atrás, producto del dolor. Cayó sin fuerzas sobre un lado, con un hilo de baba cayendo de la boca y lágrimas surcándole las mejillas.
De su mano cayó un papel, arrugado y escrito de un lado.
¡No lo lean, imploró con sus últimas fuerzas! ¡Por favor, no lo lean!
El de la picana eléctrica lo levantó del suelo y mirando casi con lástima al que creía un pobre demente, leyó el papel escrito con letra manuscrita y tinta roja: "Y he aquí que la maldición no se consumará, hasta tanto un ser humano lea estas letras presumiendo que al dárselas de cuerdo, lo que está por suceder e ignora, no sucederá".
Sin dejarles tiempo a nada, una bola de fuego convirtió el día en noche, esparciendo al demonio por los cielos y llevando la muerte por todos los suelos.

27 de agosto de 2009

La raya

¿Todo esto por una bolsita? pensaba enojado Facundo. Qué persona sobre la tierra no ha inflado una bolsa de nylon y luego, hecho estallar! Todo el mundo, obviamente. Pero claro, a él que era el rebelde, el que desorganizaba la clase, al que siempre mandaban a dirección le tenían que dar tremenda reprimenda.
Y allí estaba, justamente en la dirección. Sentía como fuera de la oficina, en el pasillo, la directora chillaba y su maestra intentaba calmarla. Qué siempre era el mismo, que ya los tenía harto, que si no fuera por las reglamentaciones, que esto, que aquello. La maestra le pedía que bajara la voz. ¡Para qué! Más fuerte habló la directora: ¡Por qué me voy a tener que callar la boca, esta vez cruzó la raya!
¿La raya? Facundo no comprendía, es decir que ahora había una raya, una especie de límite, una cierta cantidad de "malestares de convivencia" causados que llevaban a la histeria.
Bueno, si he superado la raya, se decía, bienvenido sea. Seré, pensaba, el bicho raro del colegio "que ha cruzado la raya". Le causaba gracia. En realidad, estaba seguro de si mismo. Con el revuelo que había armado, su reputación entre los niños se había disparado y parecía no tener techo. ¿Quién iba ahora a negarle una golosina? ¿Qué compañera evitaría dejarse copiar en una prueba? No, ahora Facundo era el que había cruzado la raya. Era el más malo de todos. Facundo era de temer. Si, la sonrisa le cruzaba el rostro como a todo estúpido.
La puerta se abrió y la directora entró roja de furia.
- Acá está - dijo. Hagan lo que quieran.
Y dicho esto, dos policías vestidos de uniforme entraron a la oficina y lo tomaron del brazo. Facundo se puso pálido. ¿La policía? ¿No estaban exagerando? Pero no protestó, se puso de pié y fue con ellos, mientras la directora, a su espaldas se largaba a llorar.
- Vamos nene, vení con nosotros, hacete el malo ahora - le soltó uno de los policías.
En la puerta de calle del colegio una multitud de chicos estaban agolpados observando como se lo llevaban. Facundo les devolvía la mirada, incrédulo. ¿Todo por una bolsita?. Pero lo que más lo asustaba de la situación, era que no veía temor en los rostros de los niños, sino pena, tristeza, lástima.
Volvió la mirada al patrullero, que lo aguardaba con las luces encendidas, arrojando azules y rojos bajo el resplandor del sol. Estacionada a la par, estaba una ambulancia. Dos enfermeros subían a la parte trasera una camilla con alguien encima. Ese alguien iba cubierto con una manta negra. De repente la verdad lo tomó del cuello y deseó que lo asfixiara ahí mismo. Pero la verdad no es verdugo.
La bolsita esta vez si había asustado a alguien.
Y ahora el aterrorizado, era él.

25 de agosto de 2009

Lo que no se ve

La toco y le digo:
¿Te vas a despertar gorda? Porque parece dormida. Su pelaje suave al tacto, su color naranja brillante... tan solo está acostada, inmóvil, inerte. Entonces la zamarreo con cariño, esperando en vano que se mueva, sabiendo que ya se ha ido.
Y viéndola envuelta en tanta paz y mordiéndome los labios, aguantando las lágrimas que afloran de adentro, la pienso viva, ágil, arisca. La pienso vestida de días. Días de ayer a partir de hoy. Y ofrezco la mirada al silencio, sin detenerme especialmente en nada. O si, en la cruz que no está muy lejos, símbolo de la iglesia vecina, testigo irónico de la partida.
Y sin poder evitarlo, recuerdo los otros adioses recientes, los que calaron el corazón llevándose una parte en la huída. Y lo creo imposible, pero van para seis años sin el abuelo y dos sin la abuela. El ardor en mi pecho se vuelve una llama y ya no siento lágrimas, sino perlas de fuego. Una muerte me lleva a la otra y me anclan inevitablemente a la vida.
Siento el pelaje bajo mis dedos pero ya el corazón no late. El mío se hace más chico. Más duro. Más frío. Quisiera implorar un milagro, por cada muerte pasada.
Y sin embargo no es la tristeza la que me abraza, sino la resignación. Me atrapa, sutil, sin palabras, casi como sabiendo que allí me encontraría, de rodillas ante la muerte, sin poder hacer nada. Un inútil viviente.
Me guardo para mi sus últimos manotazos en vida, sus estertores finales, sus ojos revoloteando asustados, los quejidos sin fuerzas, sus pasos tambaleantes, el colapso de su cuerpo, el orín empapando sus patitas. No quiero pensar en las causas, en la mano maldita de algún hijo de puta, tan solo quiero quedarme con ella, como no pude hacerlo con la gente que amaba, en ese instante final, en esa despedida para siempre.
La brisa parece querer consolar lo irremediable. El trino de los pájaros suena a misericordia. Mi silencio es pena indigerible.
Los minutos en soledad, valen su peso en oro.
Escucho pasos y una voz que pregunta: ¿Y?
Respondo tras un suspiro, como si me demandara todas mis fuerzas: "Ya está. Ya se fue".
Allí está, recostada sobre el cemento frío. Como si estuviera durmiendo. Y comprendo en medio del dolor lo frágil que es la vida y lo que verdaderamente somos: una fuerza invisible.
Comprendo que entre ese cuerpo sin vida y el animal que era, la diferencia es exigua. Es algo que no vemos y que a veces llamamos alma. Pero no existe ante nuestros ojos, tan solo lo que logra su presencia. Entonces, arrodillado ante el saco de huesos color naranja, me doy cuenta entre lágrimas que creo en algo que no podemos ver, que no podemos tocar pero que sin embargo se puede sentir.
Y por más que nos preocupemos de nuestro físico, de nuestra apariencia, de nuestro ser visible, lejos estamos de ser tan poca cosa. Porque los seres vivos, somos lo que no se ve.
Sin ese algo, dejamos de existir.
Sin ese algo, el animalito no se va a despertar.
Y entonces mi algo me permite un consuelo, el de proyectar esa existencia que ya no es, en mi mente, donde, más allá que exista o no un lugar después de la muerte, yo pueda mantenerlos vivo, al menos en el recuerdo, en la presencia intangible de la memoria. Y allí, la veo corretear tan grácil como siempre, pero no tan arisca, dejándose acariciar de a ratos por mis abuelos queridos, que pasean sin prisa bajo el sol cálido de una tarde hermosa de invierno.

24 de agosto de 2009

Familia efímera

La puerta de calle se le antoja extraña. Se siente de pronto invadido por la duda. Gira en redondo y descubre que no es su casa, ni tampoco reconoce los cuadros que cuelgan de las paredes.
La mujer que lo mira tampoco es su esposa y los niños que la acompañan y le enseñan una enorme sonrisa a modo de despedida, no son sus hijos.
Presuroso y algo avergonzado, pide entonces disculpas y sale a la vereda, donde la brisa del invierno lo asalta por sorpresa y lo lleva casi de la oreja hasta el colectivo detenido en la esquina, al cual se sube para ya no volver.
Asomada bajo el dintel de su puerta, Gloria observa todo con nostalgia y desazón. Le permite a los niños de su vecina volver a su hogar y se encierra otra vez en el suyo, ahora nuevamente solitario.
Añora a ese extraño que tuvo por una noche, bajo el conjuro del suero del olvido y desea con fervor que la bruja consiga la próxima vez un efecto más acorde a su soledad.

14 de agosto de 2009

El equilibrio del caos

Eugenio observa preocupado la televisión. Y está asustado. No solo por el porvenir y el de su familia, debido a la pérdida de su trabajo esa misma tarde. Sabe que la realidad, ya de por si difícil, se desmoronará aún más si no consigue una entrada monetaria de inmediato, pero sin embargo no es lo que absorbe su mente en ese instante.
Tampoco lo es la idea de que sus hijos y su mujer, que desde hace tiempo lo ignoran y solo fijan su atención en él cuando necesitan de algo (rutina a la que estaba acostumbrado, casi por la misma obligación que sentía por ellos), lo estuvieran odiando en ese momento más que nunca.
Ni mucho menos, el bochornoso episodio que había vivido en la oficina (que hasta esa misma tarde ocupó) cuando su jefe le informó delante de todos que prescindía de sus servicios, debido a la cruda situación económica del país. La noticia lo destrozó y lloró delante de sus compañeros. O ex compañeros en realidad.
Ninguna de esas cosas, de por si preocupantes y lamentables, podían sacudirlo tanto como las noticias que estaba presenciando en el televisor: El pánico había ganado las calles. Una extraña enfermedad asolaba el mundo.
El número de miles de enfermos en apenas veinticuatro horas había sido un presagio. En siete días, ya eran dos millones en todo el planeta los infectados. Lo peor de todo no eran las cifras, sino el hecho de reconocer, los médicos e investigadores, que desconocían el origen y las formas de contagio.
La enfermedad se declaraba con pequeñas manchas en la piel, de color azul y al cabo de seis horas dejaba a la persona casi sin fuerzas.
Si bien a primera vista parecía tener una similitud con la enfermedad púrpura trombocitopénica (que ralentiza en el cuerpo la producción de plaquetas, que son las células sanguíneas que tienen por función detener las hemorragias y que por ende, al disminuir, dan lugar a la aparición de moretones, sangre en las encías y hemorragias internas), en los primeros días los estudios indicaron que no era así.
La nueva enfermedad, denominada por el momento Virus Indigo, provoca no una menor producción de plaquetas, sino que directamente bloquea la creación de las mismas y destruye las existentes. Las hemorragias entonces se extienden internamente en el cuerpo del afectado, matándolo a las pocas horas.
La noticia era espantosa y parecía traer el efecto de un dominó. Sintió que sus penas eran mínimas comparadas con lo que estaba sucediendo en el mundo. Se sentía inseguro. De todas formas, y a pesar de no mirarla, tampoco podía evitar que su esposa le estuviera clavando los ojos con furia y resentimiento, desde la otra punta de la mesa.


Cuando descendió del coche y vio la cantidad de autos en el estacionamiento, sintió una gran satisfacción. Habían acudido finalmente. Se miró en el reflejo de la puerta del hotel. Estaba elegante con ese traje. Su esposa no se había equivocado con la corbata roja. Iba con la situación.
Sabía que lo estarían esperando. Todos sentados alrededor de la gran mesa ovalada del piso seis. Aguardando su presencia, expectantes por saber que les diría. Y él, ansiaba hablarles. Al fin su oportunidad en el mundo de los grandes negocios. El gran momento de su vida.
El ascensor se detuvo. Llegó al piso seis. La sala de reuniones estaba al final del pasillo. Personal de seguridad cuidaba el lugar. Los saludó respetuosamente con un gesto de cabeza y una sonrisa genuina. El fin y al cabo, eran trabajadores como todos.
La puerta se abrió y el lugar estaba como lo esperaba. Los empresarios se pusieron de pié. Saludó uno por uno. Conocía la mayoría, por haberlos visto en revistas o televisión. La plana mayor del empresariado mundial. Y todos a sus pies.
Les sonrió, pero no tomó asiento. La silla en el extremo de la mesa quedó vacía. Pronunció las primeras palabras para quebrar el silencio:
- Señores, apagaré las luces y les mostraré y explicaré lo que he venido a ofrecerles.


Desde lejos cualquiera diría que era un galpón abandonado. Quizá de un viejo taller metalúrgico. Las paredes de ladrillos sólidos, sin pintar, apedreadas por el tiempo. El techo estaba cubierto por enormes planchas de zinc. Un paisaje cotidiano, propio de cualquier suburbio de ciudad.
Una especie de ambulancia se retiraba del lugar, aunque sin inscripción alguna. Sobresaliendo de un contenedor que habían bajado de la misma, se podían observar bolsas negras, aunque era imposible adivinar que contenían. Se abrió un portón y salieron dos personas, con batas de enfermeros. Uno parecía tener manchada su ropa con algo oscuro, podía ser sangre. La distancia era considerable.
Los tres chicos estaban agazapados detrás de unos arbustos, a una calle. Habían escuchado en su casa, hablar del lugar y tenían la certeza que allí ocurrían cosas anormales. En primer lugar, estaba emplazado en un sitio alejado de viviendas, lo que ya de por si era sospechoso. Aunque no era por eso que podría llegar a llamar la atención: el galpón tenía demasiada vida. Iban y venían coches y vehículos más grandes, como utilitarios, ambulancias y camiones.
Una vez que el portón se cerró, bastó un gesto del más grande de los tres para que salieran del escondite y cruzaran corriendo hacia la vereda. Sigilosamente llegaron hasta el galpón.
En uno de los laterales había una ventana ubicada a unos tres metros y medio del piso. Debajo habían visto suficientes cajas como para treparse y espiar. El sol pegaba fuerte y los tres estaban cansados, pero no tenían miedo a intentarlo. El mundo vivía en miedo, con esa enfermedad maldita, pero ellos no.
Ellos eran jóvenes.


Le ardían los pies de tanto caminar. Había recorrido media ciudad buscando trabajo. No había tenido nada de suerte. Con el tema del virus índigo, pocos lugares mantenían sus puertas abiertas. El desconocimiento de la forma de contagio era lo que más alarmaba a todos. Por esa razón, pocos se animaban a andar por las calles. En horas picos, las calles más transitadas parecían propias de barrio.
La situación era de poca ayuda. Se intentaba mantener escaso contacto con los demás, así que apenas se presentaba en un sitio, dejaba su currículum y lo invitaban a marcharse.
Mentalmente estaba agotado. Ponía el máximo esfuerzo en la situación, lo tenía bien claro. Pero así y todo, le daba miedo presentarse otra noche más a su casa con el semblante derrotado y la noticia negativa sobre su búsqueda laboral.
Eugenio suspiró. Tuvo ganas de ir a sentarse a la plaza, como hacía siempre al salir del trabajo, para despejar la mente un poco o atreverse a soñar con qué un día de estos saldría adelante. No solo no había salido, sino que se había enterrado. Desechó la idea y volvió a su hogar.
Como esperaba, escuchó regaños. Su mujer le tiró el plato de arroz sobre la mesa y se fue a ver televisión a su cuarto. Ninguno de los chicos estaba. Temió por ellos, por miedo a que se contagiaran en la calle, aunque de inmediato comprendió que no sabía como podían contagiarse. ¡Nadie lo sabía! Pensó en ver también algo de tele, pero en todos los canales daban noticias sobre la enfermedad. No se hablaba de otra cosa. Incluso en los de películas, ahora había micros sobre cómo cuidarse, qué hacer... todas mentiras, seguramente. De alguna forma había que llevar tranquilidad a la gente ante tanto caos.
Su mujer volvió de la habitación. Se imaginó que seguramente con otro ataque verbal. Pero se equivocó. En su lugar escuchó:
- Viejo, antes de cagarnos de hambre, te gustaría escuchar una idea que se me ocurrió. Pero ojo...


Todas las miradas apuntaban a él. Así lo había planificado. Apagó el proyector. El video los había dejado sin palabras.
- Esto que han visto, existe. Y está funcionando, ahora mismo. Cómo podrán entender, no puedo decirles ni dónde o cómo se consigue la materia prima. Mucho menos, por el momento, dónde está el sitio.
"Entenderán entonces el motivo por el cual, al aceptar venir a esta reunión, aceptaban además mantener confidencialidad extrema sobre lo que hoy se vea o se charle. Entenderán, amigos míos, que lo que hoy nos une es la muerte misma".
"Pero sepan y entiendan, que aún, a pesar del maldito Indigo, aún tenemos esperanzas. Y que en ella radica el negocio que vengo a proponerles para llevar a todo el planeta".
"Imaginen el dinero que he hecho en pocos meses. Ahora, multipliquen vuestra imaginación por una proporción mundial y por favor, no se asusten ante tantos ceros"
Se rió. Notó en los empresarios temor. Las imágenes habían sido fuertes. Pero era consciente que a esa raza que tenía delante no los movían los sentimientos, sino el dinero, y minutos más o minutos menos, el dinero treparía en lo más alto de la razón de esas personas y ganaría la batalla.
Era cuestión de seguir hablando. El convencimiento era cuestión de tiempo. Cuestión de sudor, le había dicho a su mujer antes de salir de su mansión. ¿De sangre no? le había preguntado ella. "No amor, la sangre es de otros" y ambos se habían puesto a reír a carcajadas.


Limpiaron el ventanal con un trapo viejo. No buscaron dejarlo perfecto, tan solo que les permitiera mirar hacia dentro. Era tan amplio que los tres podían observar al mismo tiempo, aunque siempre con cuidado de no caerse del lugar donde estaban trepados.
No era mucho lo que se veía, pero más que suficiente. El horror se reflejaba en cada centímetro del interior del galpón.
Estaban atónitos los tres, asustados sin poder comprender. Al menos veinte camillas, decenas de personas con batas verdes de enfermero, equipos de alta tecnología cada tres metros y sobre el extremo opuesto, lo que parecía ser una gran cámara frigorífica.
Pero lo más aterrador era lo que había en cada camilla y lo que sucedía con ellos. Entendían ahora el movimiento de vehículos. Sabían sin haber visto, lo que contenían esas bolsas negras. Ninguno de los tres hablaba, pero el silencio nefasto que los rodeaba parecía hablar por ellos.
Los cuerpos arrojados sobre las camillas estaban conectados por medio de agujas a unos tubos plásticos, por medio de los cuales se transportaba sangre. Los tubos terminaban en un contenedor plateado, rotulado.
Cada diez metros, unas enormes pizarras recordaban a los hombres de bata dónde colocar las agujas:
Cuero cabelludo: Venas superficiales del cráneo
Cuello: Yugular externa
Axila: Vena axilar
Fosa antecubital: Vena basílica, cefálica y mediana
Antebrazo: Vena radial, cubital y mediana
Mano: Venas dorsales de la mano
Tobillo: Safena interna y externa
Pie: Venas dorsales del pie
Las letras eran claras y legibles, aún desde el ventanal. Los hombres de bata parecían actuar mecánicamente, como si estuviesen tratando con piedras en lugar de cuerpos humanos. Todos llevaban guantes desechables y una rasuradora en el bolsillo. Uno de ellos estaba quitándole con una de estas el cuero cabelludo a un cuerpo recién depositado sobre una camilla.
Sentían que el estómago se les revolvía. Cómo podía ser que escucharan de ese lugar en... los tres sintieron el movimiento al mismo tiempo. Una de las cajas cedió. Se arrojaron sobre el ventanal para no caer, sabiendo que el vidrio no los resistiría. El peso lo partió en fragmentos filosos y los chicos cayeron al interior, golpeando con dureza en el piso de cemento, tras una caída de más de tres metros, en medio de astillas que se incrustaron en sus cuerpos, provocando un dolor adicional, llevándolos a un estado de inconsciencia y a merced de los hombres de bata.


"Lo acabo de escuchar en el noticiero Eugenio" le dijo su mujer. Las palabras que siguieron, lejos estuvo de imaginarlas nunca de la boca de ella. Pensó en lo raro de no conocer realmente a la persona con la que uno ha compartido la vida.
Con mucha frialdad, le informó que se había descubierto que la única forma de salvar a una persona infectada, era haciéndole una transfusión completa de sangre. De esa forma, era como si se le cambiara el agua sucia a un florero. El organismo, misteriosamente, comenzaba a crear plaquetas nuevamente y encontraba otra vez el equilibrio para recuperarse a pleno.
Y de inmediato, le planteó la idea. La macabra pero lucrativa idea. Llenó de ejemplos su discurso, enfatizó sobre la disparidad social, la eterna desesperanza y el anonimato de actuar en medio del caos. Le habló durante horas, hasta convencerlo. Sería muy fácil, pero había que cruzar una línea. Una vez del otro lado, no habría vuelta atrás.
El mejor negocio en tiempos de muerte, era la misma muerte. Si el virus seguía propagándose con la velocidad que lo estaba haciendo, en pocos días superaría los diez millones alrededor de todo el globo terráqueo. Era la oportunidad para actuar en consecuencia. Si la solución eran las transfusiones, los bancos de sangre iban a estar colapsados. Difícilmente se conseguirían dadores para ir recolectando sangre, por el temor a salir a la calle, por la falta de amor al prójimo, por mil razones.
Era hora de ensuciarse las manos y montar un banco de sangre clandestino, un lugar dónde poder recolectar la mayor cantidad de sangre posible y ofrecerla en el mercado negro. La demanda sería enorme en los tiempos venideros.
- ¿Pero de dónde sacamos la sangre? ¿Ponemos anuncios? preguntó Eugenio.
- ¿Anuncios? Eugenio, tenemos que salir a buscar la sangre. ¡A río revuelto, ganancia de pescadores! En el caos, nadie se preocupará por los mendigos que desaparezcan, ni los chicos de la calle, la gente de las villas. Hasta puede que alguno piense que le estamos haciendo un favor a la sociedad. Con suerte, hasta el gobierno nos ayudaría. Pensalo Eugenio, en unos meses más, esto se hará tan grande que podremos financiar bancos de sangre clandestinos en todo el mundo. Pero debemos actuar antes que nadie, buscar un lugar alejado, contratar gente que nos sea leal y trabaje en total silencio... pero ya Eugenio, esto debe ser ya.
Y Eugenio, cansado de la vida que llevaba, de la resignación diaria, no lo dudó. "Ya", se dijo con vehemencia.


El silencio se alargaba más de lo previsto. Conservó la compostura en todo momento, sabiendo que al final, todo sería felicidad. Paseaba su mirada animada de rostro en rostro, buscando deducir que estarían pensando los cerebros detrás de esos ojos temerosos.
Alguien levantó una mano y Eugenio contestó la pregunta que le hicieron y alentó a los demás a seguir preguntando. Evacuaría todas las dudas, se los aseguró. Y así lo hizo. Tendrían reservas, garantías, el anonimato asegurado, las ganancias depositadas a término. Tendrían todo en bandeja de plata, de oro si así lo querían. Solo debían dar el si y respaldar económicamente el proyecto para trasladarlo a todo el mundo.
Qué si, que sabía que se estaba negociando con la muerte, pero así era el mundo de los negocios, casi lo mismo que con las armas, los químicos y podía dar una lista interminable de ejemplos. Pero entendieron la idea.
Hablaron primero entre ellos. Al cabo de diez minutos, el silencio ganó la sala. Eugenio estaba ahora si sentado en la punta de la mesa oval, aguardando, sin perder la sonrisa del rostro. Las caras que veía, eran amigables, distendidas. De a uno fueron dando su veredicto.
Cómo lo había sospechado, todos le dieron el apoyo económico. Nadie se quería quedar afuera del negocio. El empresariado mundial lo acababa de convertir en una persona multimillonaria.
Invitó a todos a pasar al séptimo piso, donde con antelación, previendo el resultado feliz, había preparado un agasajo para todos sus invitados. Dejó que salieran, estrechando alguna que otra mano.
Marcó el número en el celular de su esposa. "Querida, lo logramos. Aún no les digas nada a los chicos, por el momento que sigan ignorando lo que pasa. Si, yo también te amo. Y hoy como nunca. Ya no nos falta nada, ni jamás nos faltará". Cortó. Había una celebración que esperaba por él.


Apenas si podían mantenerse en pie. Los tres estaban muy golpeados. Al más chico le había entrado una astilla de vidrio en el ojo. No paraba de llorar. Su hermano mayor lo consolaba, pero no podía disimular su dolor: el brazo parecía quebrado en dos partes. El tercer hermano, tenía sangre en el vientre. También se había cortado. Temía que fuese un corte profundo.
Sin embargo las penas por la caída remitieron a los pocos segundos. Cinco hombres de bata verde lo rodearon, sorprendidos y enfurecidos por su violenta intromisión. Los tomaron de los brazos y los arrastraron hasta el centro del galón.
- ¡¿Quiénes son!? ¡Qué estaban haciendo ahí arriba! ¿No saben que les pasa a los curiosos?
Y los llevaron hacia las camillas. Los chicos gritaban con fuerzas, pidiendo clemencia, jurando que no hablarían con nadie. El más chico se meó encima. Los tres querían vomitar. De a uno los fueron atando a camillas contiguas.
- ¡Vamos! Rápido con el cianuro, que nos atrasan los cuerpos que llegaron esta tarde.
Dos de los hombres de batas llegaban corriendo con ampollas y jeringas, mientras los chicos lloraban sin reparo. Sus bocas habían sido aquietadas con cinta adhesiva.
- El cianuro - le dijo uno de los hombres de bata a otro - Acaba de llamar Eugenio. Cerró el trato, parece que vamos a estar forrados en plata.
- Muy buena noticia, muy buena noticia - exclamó un tercero.
El nombre de Eugenio remitió las mentes de los chicos al recuerdo de su padre y también de su madre, de cuánto los extrañarían, del dolor que les causaría saber que ya no estaban. Si tan solo hubieran sido más cuidadosos. Pero cómo imaginarse que ese lugar sería un antro del horror, además, incomprensible, si había sido su padre quién nombrara esa dirección cuan...
Se disiparon las imágenes, se borraron los recuerdos. La oscuridad llegó primero, el dolor de las agujas después, cuando aún sentían el cuerpo y luego, la siempre inalcanzable paz.

9 de agosto de 2009

Un día de estos

Sale a caminar sin pensar en nada, como cada tarde, después de trabajar. En su casa lo espera una mujer que ya no reconoce y tres hijos que apenas le hablan. Hay días que siente que su vida no es su vida, sino la de otro, y que por error, la está viviendo él.
Se imagina despertando en una enorme mansión, sobre una cama matrimonial hecha en bronce, el techo bien alto y ornamentado, repleto de detalles y figuras, ventanales amplios por los cuales entra el sol y la brisa de la mañana, mientras contempla a través a los vidrios el verde campo extendiéndose más allá de su imaginación, recortado de árboles sobre un cielo límpido y mágico.
En su ilusión, tiene mayordomos que lo atienden, un magnífico Rolls Royce en la entrada de su casa y millones de dólares en cuentas de banco. Es dueño del tiempo, de los sueños, de sus anhelos. Lo tiene todo.
Ya no necesita trabajar, no necesita preocuparse por el dinero, ni por tener que hacer lo que dice el patrón. No necesita absolutamente nada de la vida de un ser común. Tiene lo que quiere, puede comprar lo que se le antoje. Es un empresario, no, mejor que eso, es una estrella de rock, no, tampoco, es un magnate, no, es un príncipe, un rey, es dueño de un país, de un continente...
Si, en su sueño es más que nadie. Es casi Dios Todopoderoso.
El sonido de una bocina.
Pide disculpas avergonzado. Apura el tranco y termina de cruzar la calle. Mira el reloj: van a ser las ocho. Su señora debe estar por empezar a hacer la comida. Más vale que vuelva a casa, quizá haga falta ir a comprar algo a la despensa. Retoma el camino mientras mira de reojo las primeras estrellas de la noche. Seguramente alguien allá arriba se estará riendo de sus sueños. Bastó un bocinazo para volverlo a la realidad. Suspira, resignado. Sin embargo, para sus adentros, jura que un día de estos...
Se sube el cierre de la campera, porque está refrescando. Falta que se enferme y no pueda ir a laburar. Marcha casi al trote, para no llegar tarde y preocupar a su mujer.
En la esquina dobla y se lo traga la noche, ya fuera de nuestra vista, perdiéndose en el anonimato de la ciudad y la eternidad de los días.

5 de agosto de 2009

El silencio de las habitaciones

Juana era madre soltera. Sus días se dividían en partes iguales. Trabajaba por la mañana en un empleo, como camarera en un bar; tras el mediodía regresaba a su pequeño departamento para prepararle algo de comer a Matías, su único hijo, de solo nueve años. Tenía solamente tiempo para eso, pues a las tres de la tarde ya estaba en una casa a cinco calles de su hogar, como doméstica.
Regresaba cansada a prepararle la cena a su niño, que a todo esto se las arreglaba solo para vestirse, ir al colegio, volver, esperar a su madre, jugar a los videojuegos, ver televisión, esperar a su madre e irse a dormir.
Luego de comer, ella se acostaba un rato. A la medianoche tomaba un turno de seis horas en un puesto del peaje, en una autopista en las afueras de la ciudad.
A pesar de tantos trabajos, con suerte pagaba los gastos del departamento, incluido el alquiler y las despensas, además de mantener a su hijo bien vestido y alimentado. Era consciente que sacrificaba no solo su vida y salud, sino también la posibilidad de ver crecer a su pequeño, que cada día estaba más grande, como así también ayudarlo en sus tareas cotidianas.
La rutina era parte de su vida, hacía todo en forma automática, y esa automatización era en realidad lo que más asustaba a Matías, porque parecía un fantasma y no una persona. Cuando su madre se iba del hogar, se quedaba asimilando el silencio de las habitaciones; luego, inspeccionaba el sonido procedente desde la ventana que daba a la calle. Soñaba con que su madre se arrepentiría de dejarlo solo y regresaría, para compartir sus juegos y ayudarlo con las tareas de la escuela .
Pero luego de sopesar primero el silencio propio y luego el ruido ajeno, entendía que sería un día como todos, sin milagros ni alegrías.
Esa mañana en particular, salió al colegio más triste que otras veces. Debía actuar en una obra y su madre ni siquiera había leído la invitación que le dejó la noche anterior sobre la mesa de la cocina.
El papel, hecho un bollo, descansaba ahora en el fondo del bolsillo de su pantalón. Caminaba casi rumiando de bronca y no podía ocultar los ojos sollozos. Pensó en ir hasta el trabajo de su madre, pero desechó la idea. En cambio, fue hasta el colegio y soportó la ausencia, como quién se resigna a recibir una vacuna o una paliza, cuando se porta mal. Deseó con todas las fuerzas de su alma, que fuera la última vez que su madre faltara a una obra suya.
De regreso a casa sintió que algo de tranquilidad había vuelto a su cuerpo. No obstante, se prometió decirle lo que sentía a su madre.
Llegó al departamento, se detuvo frente a la puerta y sacó la llave. Se percató sin embargo que la puerta estaba abierta. ¿Mamá? Se preguntó casi sin creerlo. Entró velozmente. Ella no estaba en la cocina, tampoco en la habitación. Miró con detenimiento la cama y vio que estaba sin hacer. Las sábanas revueltas, la almohada torcida y una frazada a los pies de la misma, esperando a que alguien la recogiera.
En el centro del colchón, había una mancha roja, que parecía vieja, como lavada por el tiempo y a punto de esfumarse, pero visible aún.
Matías se asustó y llamó a su mamá por el nombre: ¡Juana! ¡Juana! ¿Estás en casa? Recorrió el pasillo hasta la cocina, observó las ollas colocadas en sus estantes, los platos en el fregadero, la mesa aún sin levantar, con la taza de su desayuno y las migajas que había hecho al comer.
Abrió la heladera, casi por un impulso tonto y no encontró más que un par de botellas y comida vieja. Algo, además, olía mal. Supuse que era un plato con carne al horno, que vaya a saber cuánto hacía que estaba allí dentro.
Corrió a su cuarto, mamá podía estar armándole la cama. La ilusión lo embargó, lo llenó de alegría. Mamá se había tomado la mañana para él. Abrió la puerta sintiéndose un misil, pero la habitación lo recibió vacía. Su cama estaba como la había dejado cuando se levantó. El despertador con forma de payaso seguía marchando. Los segundos pasaban delante de su mirada. Matías volvió a llamar a su madre, gritando su nombre. El silencio le contestó sin inmutarse.
Volvió al cuarto de su madre. Volvió a la cocina. Había estado en el living cuando llegó y allí no había nadie, pero no vaciló y fue esperanzado hasta allí. La nada misma. Una brisa le rozó el cuerpo; sintió un escalofrío recorriéndole el cuerpo. La puerta vidriada que daba al balcón estaba abierta. La brisa y el frío penetraban ferozmente.
Salió al balcón y observó el mundo que se extendía ante sus ojos. Una ciudad ajena al sufrimiento que lo atormentaba, el anhelo casi vívido de querer a su madre en casa, la sospecha que ella ya no quería estar con él. Sentimientos que se encontraban en su mente y le hacían un nudo en el corazón. Pero para la ciudad que lo rodeaba, no era más que una nimiedad en un universo de problemas. Su realidad no le importaba. Era un niño, una pequeñez, una insignificancia, apenas un número en las estadísticas.
Matías se aferró de la baranda del balcón y con fuerzas gritó: ¡Mamá! El sonido se prolongó por los aires, pero sin llegar a ningún oído. En la ciudad, los gritos son mudos y los demás, sordos. Lloró, rendido sobre suelo del balcón.
La puerta estaba abierta, si. La puerta siempre estaba abierta desde hacía varios meses. La dejaba así para creer que ella había vuelto. Recreaba esa rutina, la que tanto había odiado para soñar que aún estaba. Y se ilusionaba con su presencia para no odiarla tanto por su ausencia.
Había días en que el plan funcionaba, que salía por la puerta y al volver, todo parecía normal, y entonces, en silencio, se preparaba la comida creyendo que era su madre la que lo hacía. Y se conformaba engañándose que nuevamente había ido a trabajar, por no tenerla cerca para mostrarle algo que había descubierto en la televisión o pedirle ayuda en los deberes que no entendía.
La rutina del engaño, ahora era suya. Desde el día que ella agotada, resentida y hasta quizá, odiándolo a él por la vida que llevaba, se clavó un puñal en su propia cama, dejándolo solo, además de testigo.
La policía se llevó el cuerpo y nadie volvió por él. Sin embargo el volvía todos los días por su madre, temiendo que si no lo hacía, ella jamás lo perdonaría, sea donde sea que estuviese.
Porque al final, se había convertido en ese fantasma que tanto temía. Y no habitaba la casa, sino aún peor, residía en su mente.

3 de agosto de 2009

Los callejones y el errante

Existen callejones más largos que otros, algunos que son más sucios, unos más oscuros, otros menos transitados, en definitiva, el mundillo de estos lugares es amplio y prácticamente desconocido.
Se dice que una persona se ha encargado de recorrerlos todos, trazando un mapa de los mismos, detallando los secretos que cada uno esconde, quiénes los habitan, los mensajes ocultos que encierran sus paredes, los significados de los grafitis, las muertes que acontecieron en el lugar.
El mapa, se comenta, ha sido muy pocas veces visto. Y aquellos que juran haber sido testigos de tan oscura obra, producto de siglos de trabajo, han comentado que conocer esos secretos, lleva a la perdición, al deseo inconmovible de penetrar en ellos y desaparecer en la neblina que los envuelve durante las noches.
Este hombre, cuya identidad se desconoce, se ha mencionado alguna vez en ciertos pasajes de libros de historia, y se lo ha señalado como un ser errante, sin patria ni credo. Su edad se calcula en cientos de años. Los callejones que ha trazado se remontan a siglos pasados ya distantes de nuestro tiempo. El hombre, se especula, no es un hombre.
Por cómo se describe, el mapa es un volumen enorme, de tapa rústica, forjada en un metal ignoto, recubierta con cuero animal para preservarlo del tiempo. Contiene miles de páginas, de papel duro y rugoso, desgastado por el tiempo, las más antiguas posiblemente hechas con láminas de tronco de papiro y las más recientes, con deshechos de algodón, cortezas de plantas y agua, que una vez coladas, prensadas y puestas a secar, dan un resultado similar al papel que conocemos.
Los mapas de los callejones están trazados cronológicamente, respetando las épocas en las que fueron visitados por el errante. Los detalles, secretos y otros comentarios, están escrito en los márgenes. Lo que más ha llamado la atención a los que han accedido al enorme libro, además de su estado de preservación, es la tinta. Si bien el tiempo ha intentado borrar todos los vestigios de la misma, en los mapas más antiguos, la misma aún persiste y pareciera que en el momento de ser observado, el mapa resplandeciera y la tinta casi inexistente, cobrara vida y se afirmara sobre el papel con fuerza y decisión. Las palabras de los que narran estas historias, es que la tinta pareciera cobrar vida.
Y es aquí el punto en el cual he basado mis años de interrogatorios a estas personas bendecidas por el honor de haber accedido a tan invaluable volumen, y más aún, estado de pie y vivir para contarlo, del último errante sobre la tierra, cuya misión pareciera un castigo eterno por algún crimen tan remoto y lejano que ya nadie, ni siquiera él mismo, debe recordar
No puedo ocultar mi deseo de tener ese volumen en mis manos y de mirar a los ojos a ese caminante de los siglos. No puedo aplacar mi anhelo de conocer los secretos de los callejones de todo el mundo a lo largo del tiempo. Pero ante todo, no puedo refrenar mi compulsión por llegar al final del misterio, descubrir la verdadera esencia del errante.
Y en ese volumen están las respuestas. Lo se, porque he seguido las pistas, he hablado con los testigos, he descubierto las pistas más fascinantes que cualquier hombre haya encontrado sobre la Tierra y mi descanso no será tal ni podrá ser compensado hasta tanto no solo llegue al errante, sino que además le haga caer la máscara y lo defina, ante el mundo de los vivos y de los muertos, como quién verdaderamente es.
He seguido sus pasos, he estado dónde él, pero siempre me lleva la delantera. Por siglos lo he perseguido sin poder atraparlo, sin poder demostrarle a las divinidades que mi teoría es correcta y que el errante no es más que un demente inmortal que sacia su sed asesinando en la comodidad de la noche, en la paz de la oscuridad, en la privacidad que solo los callejones pueden albergar.
Y teniendo su libro, tendré la verdad. Porque es la tinta la que me dirá el secreto. Porque la certeza me dice que cada mapa está dibujado con la sangre de una víctima distinta, de una muerte cobrada sin ninguna razón. Una certeza que persigo desde tiempos inmemoriales. Y entonces, cuando el velo caiga, los callejones se verán liberados del maleficio que el hombre que no es hombre ha invocado sobre ellos con la única finalidad de seguir errando, por los siglos de los siglos.
Solo después, podré sumirme en el descanso.