Eugenio observa preocupado la televisión. Y está asustado. No solo por el porvenir y el de su familia, debido a la pérdida de su trabajo esa misma tarde. Sabe que la realidad, ya de por si difícil, se desmoronará aún más si no consigue una entrada monetaria de inmediato, pero sin embargo no es lo que absorbe su mente en ese instante.
Tampoco lo es la idea de que sus hijos y su mujer, que desde hace tiempo lo ignoran y solo fijan su atención en él cuando necesitan de algo (rutina a la que estaba acostumbrado, casi por la misma obligación que sentía por ellos), lo estuvieran odiando en ese momento más que nunca.
Ni mucho menos, el bochornoso episodio que había vivido en la oficina (que hasta esa misma tarde ocupó) cuando su jefe le informó delante de todos que prescindía de sus servicios, debido a la cruda situación económica del país. La noticia lo destrozó y lloró delante de sus compañeros. O ex compañeros en realidad.
Ninguna de esas cosas, de por si preocupantes y lamentables, podían sacudirlo tanto como las noticias que estaba presenciando en el televisor: El pánico había ganado las calles. Una extraña enfermedad asolaba el mundo.
El número de miles de enfermos en apenas veinticuatro horas había sido un presagio. En siete días, ya eran dos millones en todo el planeta los infectados. Lo peor de todo no eran las cifras, sino el hecho de reconocer, los médicos e investigadores, que desconocían el origen y las formas de contagio.
La enfermedad se declaraba con pequeñas manchas en la piel, de color azul y al cabo de seis horas dejaba a la persona casi sin fuerzas.
Si bien a primera vista parecía tener una similitud con la enfermedad púrpura trombocitopénica (que ralentiza en el cuerpo la producción de plaquetas, que son las células sanguíneas que tienen por función detener las hemorragias y que por ende, al disminuir, dan lugar a la aparición de moretones, sangre en las encías y hemorragias internas), en los primeros días los estudios indicaron que no era así.
La nueva enfermedad, denominada por el momento Virus Indigo, provoca no una menor producción de plaquetas, sino que directamente bloquea la creación de las mismas y destruye las existentes. Las hemorragias entonces se extienden internamente en el cuerpo del afectado, matándolo a las pocas horas.
La noticia era espantosa y parecía traer el efecto de un dominó. Sintió que sus penas eran mínimas comparadas con lo que estaba sucediendo en el mundo. Se sentía inseguro. De todas formas, y a pesar de no mirarla, tampoco podía evitar que su esposa le estuviera clavando los ojos con furia y resentimiento, desde la otra punta de la mesa.
Cuando descendió del coche y vio la cantidad de autos en el estacionamiento, sintió una gran satisfacción. Habían acudido finalmente. Se miró en el reflejo de la puerta del hotel. Estaba elegante con ese traje. Su esposa no se había equivocado con la corbata roja. Iba con la situación.
Sabía que lo estarían esperando. Todos sentados alrededor de la gran mesa ovalada del piso seis. Aguardando su presencia, expectantes por saber que les diría. Y él, ansiaba hablarles. Al fin su oportunidad en el mundo de los grandes negocios. El gran momento de su vida.
El ascensor se detuvo. Llegó al piso seis. La sala de reuniones estaba al final del pasillo. Personal de seguridad cuidaba el lugar. Los saludó respetuosamente con un gesto de cabeza y una sonrisa genuina. El fin y al cabo, eran trabajadores como todos.
La puerta se abrió y el lugar estaba como lo esperaba. Los empresarios se pusieron de pié. Saludó uno por uno. Conocía la mayoría, por haberlos visto en revistas o televisión. La plana mayor del empresariado mundial. Y todos a sus pies.
Les sonrió, pero no tomó asiento. La silla en el extremo de la mesa quedó vacía. Pronunció las primeras palabras para quebrar el silencio:
- Señores, apagaré las luces y les mostraré y explicaré lo que he venido a ofrecerles.
Desde lejos cualquiera diría que era un galpón abandonado. Quizá de un viejo taller metalúrgico. Las paredes de ladrillos sólidos, sin pintar, apedreadas por el tiempo. El techo estaba cubierto por enormes planchas de zinc. Un paisaje cotidiano, propio de cualquier suburbio de ciudad.
Una especie de ambulancia se retiraba del lugar, aunque sin inscripción alguna. Sobresaliendo de un contenedor que habían bajado de la misma, se podían observar bolsas negras, aunque era imposible adivinar que contenían. Se abrió un portón y salieron dos personas, con batas de enfermeros. Uno parecía tener manchada su ropa con algo oscuro, podía ser sangre. La distancia era considerable.
Los tres chicos estaban agazapados detrás de unos arbustos, a una calle. Habían escuchado en su casa, hablar del lugar y tenían la certeza que allí ocurrían cosas anormales. En primer lugar, estaba emplazado en un sitio alejado de viviendas, lo que ya de por si era sospechoso. Aunque no era por eso que podría llegar a llamar la atención: el galpón tenía demasiada vida. Iban y venían coches y vehículos más grandes, como utilitarios, ambulancias y camiones.
Una vez que el portón se cerró, bastó un gesto del más grande de los tres para que salieran del escondite y cruzaran corriendo hacia la vereda. Sigilosamente llegaron hasta el galpón.
En uno de los laterales había una ventana ubicada a unos tres metros y medio del piso. Debajo habían visto suficientes cajas como para treparse y espiar. El sol pegaba fuerte y los tres estaban cansados, pero no tenían miedo a intentarlo. El mundo vivía en miedo, con esa enfermedad maldita, pero ellos no.
Ellos eran jóvenes.
Le ardían los pies de tanto caminar. Había recorrido media ciudad buscando trabajo. No había tenido nada de suerte. Con el tema del virus índigo, pocos lugares mantenían sus puertas abiertas. El desconocimiento de la forma de contagio era lo que más alarmaba a todos. Por esa razón, pocos se animaban a andar por las calles. En horas picos, las calles más transitadas parecían propias de barrio.
La situación era de poca ayuda. Se intentaba mantener escaso contacto con los demás, así que apenas se presentaba en un sitio, dejaba su currículum y lo invitaban a marcharse.
Mentalmente estaba agotado. Ponía el máximo esfuerzo en la situación, lo tenía bien claro. Pero así y todo, le daba miedo presentarse otra noche más a su casa con el semblante derrotado y la noticia negativa sobre su búsqueda laboral.
Eugenio suspiró. Tuvo ganas de ir a sentarse a la plaza, como hacía siempre al salir del trabajo, para despejar la mente un poco o atreverse a soñar con qué un día de estos saldría adelante. No solo no había salido, sino que se había enterrado. Desechó la idea y volvió a su hogar.
Como esperaba, escuchó regaños. Su mujer le tiró el plato de arroz sobre la mesa y se fue a ver televisión a su cuarto. Ninguno de los chicos estaba. Temió por ellos, por miedo a que se contagiaran en la calle, aunque de inmediato comprendió que no sabía como podían contagiarse. ¡Nadie lo sabía! Pensó en ver también algo de tele, pero en todos los canales daban noticias sobre la enfermedad. No se hablaba de otra cosa. Incluso en los de películas, ahora había micros sobre cómo cuidarse, qué hacer... todas mentiras, seguramente. De alguna forma había que llevar tranquilidad a la gente ante tanto caos.
Su mujer volvió de la habitación. Se imaginó que seguramente con otro ataque verbal. Pero se equivocó. En su lugar escuchó:
- Viejo, antes de cagarnos de hambre, te gustaría escuchar una idea que se me ocurrió. Pero ojo...
Todas las miradas apuntaban a él. Así lo había planificado. Apagó el proyector. El video los había dejado sin palabras.
- Esto que han visto, existe. Y está funcionando, ahora mismo. Cómo podrán entender, no puedo decirles ni dónde o cómo se consigue la materia prima. Mucho menos, por el momento, dónde está el sitio.
"Entenderán entonces el motivo por el cual, al aceptar venir a esta reunión, aceptaban además mantener confidencialidad extrema sobre lo que hoy se vea o se charle. Entenderán, amigos míos, que lo que hoy nos une es la muerte misma".
"Pero sepan y entiendan, que aún, a pesar del maldito Indigo, aún tenemos esperanzas. Y que en ella radica el negocio que vengo a proponerles para llevar a todo el planeta".
"Imaginen el dinero que he hecho en pocos meses. Ahora, multipliquen vuestra imaginación por una proporción mundial y por favor, no se asusten ante tantos ceros"
Se rió. Notó en los empresarios temor. Las imágenes habían sido fuertes. Pero era consciente que a esa raza que tenía delante no los movían los sentimientos, sino el dinero, y minutos más o minutos menos, el dinero treparía en lo más alto de la razón de esas personas y ganaría la batalla.
Era cuestión de seguir hablando. El convencimiento era cuestión de tiempo. Cuestión de sudor, le había dicho a su mujer antes de salir de su mansión. ¿De sangre no? le había preguntado ella. "No amor, la sangre es de otros" y ambos se habían puesto a reír a carcajadas.
Limpiaron el ventanal con un trapo viejo. No buscaron dejarlo perfecto, tan solo que les permitiera mirar hacia dentro. Era tan amplio que los tres podían observar al mismo tiempo, aunque siempre con cuidado de no caerse del lugar donde estaban trepados.
No era mucho lo que se veía, pero más que suficiente. El horror se reflejaba en cada centímetro del interior del galpón.
Estaban atónitos los tres, asustados sin poder comprender. Al menos veinte camillas, decenas de personas con batas verdes de enfermero, equipos de alta tecnología cada tres metros y sobre el extremo opuesto, lo que parecía ser una gran cámara frigorífica.
Pero lo más aterrador era lo que había en cada camilla y lo que sucedía con ellos. Entendían ahora el movimiento de vehículos. Sabían sin haber visto, lo que contenían esas bolsas negras. Ninguno de los tres hablaba, pero el silencio nefasto que los rodeaba parecía hablar por ellos.
Los cuerpos arrojados sobre las camillas estaban conectados por medio de agujas a unos tubos plásticos, por medio de los cuales se transportaba sangre. Los tubos terminaban en un contenedor plateado, rotulado.
Cada diez metros, unas enormes pizarras recordaban a los hombres de bata dónde colocar las agujas:
Cuero cabelludo: Venas superficiales del cráneo
Cuello: Yugular externa
Axila: Vena axilar
Fosa antecubital: Vena basílica, cefálica y mediana
Antebrazo: Vena radial, cubital y mediana
Mano: Venas dorsales de la mano
Tobillo: Safena interna y externa
Pie: Venas dorsales del pie
Las letras eran claras y legibles, aún desde el ventanal. Los hombres de bata parecían actuar mecánicamente, como si estuviesen tratando con piedras en lugar de cuerpos humanos. Todos llevaban guantes desechables y una rasuradora en el bolsillo. Uno de ellos estaba quitándole con una de estas el cuero cabelludo a un cuerpo recién depositado sobre una camilla.
Sentían que el estómago se les revolvía. Cómo podía ser que escucharan de ese lugar en... los tres sintieron el movimiento al mismo tiempo. Una de las cajas cedió. Se arrojaron sobre el ventanal para no caer, sabiendo que el vidrio no los resistiría. El peso lo partió en fragmentos filosos y los chicos cayeron al interior, golpeando con dureza en el piso de cemento, tras una caída de más de tres metros, en medio de astillas que se incrustaron en sus cuerpos, provocando un dolor adicional, llevándolos a un estado de inconsciencia y a merced de los hombres de bata.
"Lo acabo de escuchar en el noticiero Eugenio" le dijo su mujer. Las palabras que siguieron, lejos estuvo de imaginarlas nunca de la boca de ella. Pensó en lo raro de no conocer realmente a la persona con la que uno ha compartido la vida.
Con mucha frialdad, le informó que se había descubierto que la única forma de salvar a una persona infectada, era haciéndole una transfusión completa de sangre. De esa forma, era como si se le cambiara el agua sucia a un florero. El organismo, misteriosamente, comenzaba a crear plaquetas nuevamente y encontraba otra vez el equilibrio para recuperarse a pleno.
Y de inmediato, le planteó la idea. La macabra pero lucrativa idea. Llenó de ejemplos su discurso, enfatizó sobre la disparidad social, la eterna desesperanza y el anonimato de actuar en medio del caos. Le habló durante horas, hasta convencerlo. Sería muy fácil, pero había que cruzar una línea. Una vez del otro lado, no habría vuelta atrás.
El mejor negocio en tiempos de muerte, era la misma muerte. Si el virus seguía propagándose con la velocidad que lo estaba haciendo, en pocos días superaría los diez millones alrededor de todo el globo terráqueo. Era la oportunidad para actuar en consecuencia. Si la solución eran las transfusiones, los bancos de sangre iban a estar colapsados. Difícilmente se conseguirían dadores para ir recolectando sangre, por el temor a salir a la calle, por la falta de amor al prójimo, por mil razones.
Era hora de ensuciarse las manos y montar un banco de sangre clandestino, un lugar dónde poder recolectar la mayor cantidad de sangre posible y ofrecerla en el mercado negro. La demanda sería enorme en los tiempos venideros.
- ¿Pero de dónde sacamos la sangre? ¿Ponemos anuncios? preguntó Eugenio.
- ¿Anuncios? Eugenio, tenemos que salir a buscar la sangre. ¡A río revuelto, ganancia de pescadores! En el caos, nadie se preocupará por los mendigos que desaparezcan, ni los chicos de la calle, la gente de las villas. Hasta puede que alguno piense que le estamos haciendo un favor a la sociedad. Con suerte, hasta el gobierno nos ayudaría. Pensalo Eugenio, en unos meses más, esto se hará tan grande que podremos financiar bancos de sangre clandestinos en todo el mundo. Pero debemos actuar antes que nadie, buscar un lugar alejado, contratar gente que nos sea leal y trabaje en total silencio... pero ya Eugenio, esto debe ser ya.
Y Eugenio, cansado de la vida que llevaba, de la resignación diaria, no lo dudó. "Ya", se dijo con vehemencia.
El silencio se alargaba más de lo previsto. Conservó la compostura en todo momento, sabiendo que al final, todo sería felicidad. Paseaba su mirada animada de rostro en rostro, buscando deducir que estarían pensando los cerebros detrás de esos ojos temerosos.
Alguien levantó una mano y Eugenio contestó la pregunta que le hicieron y alentó a los demás a seguir preguntando. Evacuaría todas las dudas, se los aseguró. Y así lo hizo. Tendrían reservas, garantías, el anonimato asegurado, las ganancias depositadas a término. Tendrían todo en bandeja de plata, de oro si así lo querían. Solo debían dar el si y respaldar económicamente el proyecto para trasladarlo a todo el mundo.
Qué si, que sabía que se estaba negociando con la muerte, pero así era el mundo de los negocios, casi lo mismo que con las armas, los químicos y podía dar una lista interminable de ejemplos. Pero entendieron la idea.
Hablaron primero entre ellos. Al cabo de diez minutos, el silencio ganó la sala. Eugenio estaba ahora si sentado en la punta de la mesa oval, aguardando, sin perder la sonrisa del rostro. Las caras que veía, eran amigables, distendidas. De a uno fueron dando su veredicto.
Cómo lo había sospechado, todos le dieron el apoyo económico. Nadie se quería quedar afuera del negocio. El empresariado mundial lo acababa de convertir en una persona multimillonaria.
Invitó a todos a pasar al séptimo piso, donde con antelación, previendo el resultado feliz, había preparado un agasajo para todos sus invitados. Dejó que salieran, estrechando alguna que otra mano.
Marcó el número en el celular de su esposa. "Querida, lo logramos. Aún no les digas nada a los chicos, por el momento que sigan ignorando lo que pasa. Si, yo también te amo. Y hoy como nunca. Ya no nos falta nada, ni jamás nos faltará". Cortó. Había una celebración que esperaba por él.
Apenas si podían mantenerse en pie. Los tres estaban muy golpeados. Al más chico le había entrado una astilla de vidrio en el ojo. No paraba de llorar. Su hermano mayor lo consolaba, pero no podía disimular su dolor: el brazo parecía quebrado en dos partes. El tercer hermano, tenía sangre en el vientre. También se había cortado. Temía que fuese un corte profundo.
Sin embargo las penas por la caída remitieron a los pocos segundos. Cinco hombres de bata verde lo rodearon, sorprendidos y enfurecidos por su violenta intromisión. Los tomaron de los brazos y los arrastraron hasta el centro del galón.
- ¡¿Quiénes son!? ¡Qué estaban haciendo ahí arriba! ¿No saben que les pasa a los curiosos?
Y los llevaron hacia las camillas. Los chicos gritaban con fuerzas, pidiendo clemencia, jurando que no hablarían con nadie. El más chico se meó encima. Los tres querían vomitar. De a uno los fueron atando a camillas contiguas.
- ¡Vamos! Rápido con el cianuro, que nos atrasan los cuerpos que llegaron esta tarde.
Dos de los hombres de batas llegaban corriendo con ampollas y jeringas, mientras los chicos lloraban sin reparo. Sus bocas habían sido aquietadas con cinta adhesiva.
- El cianuro - le dijo uno de los hombres de bata a otro - Acaba de llamar Eugenio. Cerró el trato, parece que vamos a estar forrados en plata.
- Muy buena noticia, muy buena noticia - exclamó un tercero.
El nombre de Eugenio remitió las mentes de los chicos al recuerdo de su padre y también de su madre, de cuánto los extrañarían, del dolor que les causaría saber que ya no estaban. Si tan solo hubieran sido más cuidadosos. Pero cómo imaginarse que ese lugar sería un antro del horror, además, incomprensible, si había sido su padre quién nombrara esa dirección cuan...
Se disiparon las imágenes, se borraron los recuerdos. La oscuridad llegó primero, el dolor de las agujas después, cuando aún sentían el cuerpo y luego, la siempre inalcanzable paz.