Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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29 de julio de 2011

Ojos

María comenzó a temerle a su hijo cuando éste aún no había cumplido los seis meses de vida. No le parecía normal que su bebé la observara todo el tiempo y que esa mirada fuese tan helada. Si ella se movía hacia la derecha, los ojos no se apartaban. Si iba hacia la izquierda, sucedía lo mismo. Aquello le resultaba extraño, y si bien no lo confesaba, le provocaba escalofríos.
Cuando comenzó a gatear, notó que por más que se alejara dentro de la casa, a los pocos segundos lo tenía detrás. Más de una vez volteó y se lo topó, allí en el piso, a punto de aplastarle una manito con su pie. Pero no era la sorpresa y el temor de casi haberlo pisado lo que le arrancaba un alarido, sino esos ojos oscuros, penetrantes, abiertos de par en par que no dejaban de posarse sobre ella.
No se animaba a contarle a su marido. Lo veía llegar cansado del trabajo y era tan cariñoso con ellos, que pensaba que cualquier comentario sería una forma de expresarle su disconformidad con el hecho de ser la que durante todo el día debía hacerse cargo de la casa y la criatura al mismo tiempo.
Sin embargo, le daba bronca que no se diera cuenta de cómo la miraba el niño. En las comidas, desde su sillita alta, el pequeño le dirigía la mirada todo el tiempo. Ella había intentado llamar la atención de su esposo, para que se percatara de aquello, pero no lo logró.
Lo que más la aterraba, era esa falta de afecto en las pupilas, que a veces le recordaban a un par de fosas. Al año y medio la situación no había cambiado. María no podía dormir. Se imaginaba a su hijo de pie bajo el marco de la puerta, observando hacia la cama. Tenía pesadillas. Le costaba entregarse al sueño. El miedo había tejido una capa alrededor de su cuerpo y vivía con ella todo el día.
En vano había intentado convencer a su esposo de mandar al pequeño a un jardín maternal. ¡Al menos para evitar esa mirada unas horas al día! Pero con razón el había alegado prescindir de ese gasto, dado que ella no tenía trabajo y podía cuidarlo.
No había momento, ni en la cocina, en el patio, en las habitaciones, que no se sintiera vigilada. La noche en la que no soportó más la situación estaba bañándose. Había cerrado la ducha y se disponía a buscar el toallón, del otro lado de la cortina de baño. Al descorrerla, él estaba ahí. Dio un respingo y un grito, todo al mismo tiempo. Sin pensarlo se acercó al niño y le pegó un sopapo en el rostro. El ruido fue ensordecedor, retumbó entre las cuatro paredes.
Aguardó el llanto del niño, sería inevitable. Y luego la reprimenda de su esposo. Pero el niño no lloró. Ni tampoco le quitó la vista de encima. María entró en pánico. Retrocedió, hasta dar con la pared. Cerró los ojos y empezó a gritar, enloquecida.
Su marido llegó corriendo. Pensó que se había caído. Desde entonces, ya nada fue igual. Esa misma noche la internaron. Primero en un hospital, luego en un hospicio. El la visita todas las tardes, antes de ir a trabajar. Hace tres años que no lleva al niño. Por alguna razón ella se pone histérica al verlo. Le cuesta creer que el pobre no pueda ver a su madre.
Cuando está en su casa, en la soledad de las noches, se replantea rehacer su vida. Pero piensa en María y desiste. Confía en que alguna vez se repondrá. En tanto, lo tiene a él, a su pequeño. Tan dócil y amable, tan buena compañía desde que no está ella. Si no fuera por él, no sabría que sería de sus días. Apaga la luz y se sumerge en el sueño, sin soltarle la mano a su pequeño. Y sueña con ella, con tenerla de nuevo en casa.
Ella, entre paredes acolchadas, también sueña. Se ve corriendo, ya sin aliento, pero no puede detenerse, porque cada vez que lo hace, el niño está detrás. Y ya no son ojos los que la miran, sino dos puñales ensangrentados que claman por su cuerpo.

26 de julio de 2011

Clínicamente imposible

No quise llorar, estaba mentalizado en no hacerlo, pero al entrar al recinto, ver los rostros compungidos, escuchar los lamentos por lo bajo y saber que del otro lado de la puerta estaba ella, no pude contenerme.
Cuando me arrimé al féretro, mis mejillas estaban húmedas y mis ojos ardían de pena. Sentía que me faltaba el aire, que las piernas me flaqueaban. El corazón, sin embargo, no palpitaba.
Había dejado de hacerlo el día que los médicos me avisaron que debía decirle adiós. Sentí como si una pinza oxidada me lo extirpara, con arterias y todo. Pensé que era un ataque y le avisé a mi hermana. Me llevaron hasta una camilla. Los médicos volvieron corriendo, me movilizaron en una camilla y me trasladaron a una habitación. Me controlaban los signos vitales, me tomaban el pulso y en tanto, discutían entre ellos. Veía sus semblantes preocupados y supe que también me estaba muriendo. No quería estar en sus cabezas, quizá creyéndose responsables de la noticia que me habían dado, que me estaba provocando la muerte.
En la sala en la que me metieron había monitores en las paredes y una potente luz en lo alto. Otros médicos se sumaron al grupo. Me pusieron suero y un sedante. Pronto una neblina barrió con la vista y luego, dejé de sentir sonidos y sensaciones. Me sumí en la oscuridad, relajado, tranquilo.
No recuerdo nada, no vi luces blancas, túneles y mucho menos a ella. Cuando desperté, setenta y dos horas después, Andrea ya se había ido. Había partido, me dijo mamá. Rompí a llorar, aferrándome a las sábanas. Me sedaron de nuevo, para que no me agitara. Ni siquiera había intentado averiguar que había sido lo mío, mi malestar. No me importaba.
Desperté un par de horas después. Pregunté por Andrea, por su velatorio. Me pidieron calma. Estaban recién trasladando el cuerpo y a mi me darían de alta antes del atardecer. Iba a poder estar por la noche con ella. Aquello fue un bálsamo de falsa felicidad, una sensación ambigua de inútil esperanza.
Los médicos arribaron al rato y me miraron atentamente. "Su corazón ha dejado de latir" me comunicaron. No comprendí. ¿Acaso no estaba vivo? ¿No me estaban hablando?
Me explicaron, consternados. Me iban a dejar ir a pedido de mi familia, pero tenía que volver sin falta a la mañana siguiente. Debían hacer estudios. Mi caso era clínicamente imposible.
Me dejaron a solas, meditando con la vista en el blanco cielo raso. "El corazón ya no funciona, pero no entendemos como es que sigue vivo" me dijeron antes de irse. Ese conocimiento me dejó confundido.
Fue más tarde, con el paso de las horas, el viaje hasta la casa fúnebre, el repaso de los últimos días, el miedo a perderla, el dolor de saber que la perdía, que me dieron las pautas de lo que me estaba sucediendo. Hasta entonces, era solo el saber que Andrea ya no estaba. Pero el trayecto hacia ese adiós físico, de verla por última vez, aunque sea  su cuerpo, fue una revelación.
Mi corazón se había despedido también, se había ido con ella. La pregunta era entonces ¿qué hacía yo aún ahí? Pero no se trataba de una pregunta científica ni retórica. Estaba formulada con otro tono, el mismo que alguien le hace a otro desde un tren a punto de partir: ¿Y? ¿Vas a subir o te quedas en el andén?. Con ese tono, con esa intención.
Me aferré al féretro, llorando. Alguien palmeó mi espalda. Escuché voces que murmuraban, seguramente hablando del dolor, de la pérdida irreparable, de heridas que jamás cicatrizan. La vida es así, la vida es eso. Cuando el corazón deja de latir, en cambio, es una señal. ¿Vas a subir o qué? Si amor, voy. Saqué del bolsillo el bisturí que tomé sin que nadie viera en el hospital y tracé la hoja de ruta sobre mi garganta, sin dudar.
Ya estaba en viaje y mi corazón había vuelto a latir.

23 de julio de 2011

La necesidad de la noche

Los fuegos artificiales estallaban sobre sus cabezas, obligándolos a no quitar los ojos de tremendo espectáculo. Alrededor, un mundo de gente se apiñaba en torno a la calle principal de la ciudad. Por encima de las risas, los gritos de euforia y los diálogos en voz alta para hacerse entender, reinaba la música. Melodías festivas y alegres, que invitaban a bailar hasta el fin del mundo.
Las mujeres eran osadas y vestían ropas tan sueltas como escasas. Los hombres se deleitaban con ellas, mucho más que con los fuegos de artificios, tejiendo en sus mentes soñadas aventuras. Nadie estaba quieto, nadie podía. Los grupos se desplazaban de un lado a otro, los turistas se confundían con los lugareños, era una masa uniforme caracterizada por la diversidad de colores, de voces y formas de demostrar la felicidad que envolvían sus cuerpos.
A lo largo de la avenida, la numerosa cantidad de bailarines vestidos de una misma manera presagiaban el inminente comienzo del desfile de las comparsas. Algunos comenzaban a despejar el escenario de asfalto y buscar ubicaciones lo más cercanas posible. El cotillón parecía tener su propia fiesta: los frascos de espumas se vaciaban por centenares, el papel picado brillante volaba por el aire como copos de algodones y las máscaras ocultaban fugazmente los rostros felices de miles de personas, contagiadas por el clímax de la noche.
A doscientos metros los primeros indicios de una de las comparsas despertó los alaridos de la muchedumbre. Algunos jóvenes aprovecharon el momento para abrazar con más ímpetu a sus acompañantes de turno, en algunos casos sus novias, en otros no. Donde la vista se posara, había gente besándose. En lugares más apartados, incluso iban más lejos. La noche era una fiesta, todos lo sentían así.
La primera comparsa exhibió la sensualidad de sus mujeres, el físico imponente de los jóvenes y la algarabía de una noche que muchos deseaban, no acabara jamás. Los miles de presentes adoraron de inmediato a sus dioses paganos rindiendo los tributos más atrevidos. El alcohol duplicó su apuesta y las explosiones en el cielo alcanzaron su máximo esplendor.
En medio de tanta danza, erotismo y desenfreno, se escucharon gritos de tintes lejanos a la felicidad. Pero entre tanta exhuberancia de alegría, pasaron inadvertidos. Eran portadores de los mismos, ancestrales fantasmas del reino de los caídos. Habían despertado del letargo, como cada año, llamados por el rito de la zamba, de la libertad del espíritu, del anhelo de la vida. Llevaban sus propias máscaras, todas ellas tristes, de rasgos inexpresivos y carentes del brillo de la vida.
Se mezclaron entre la multitud cargando con la tristeza y la opresión sobre los hombros, intentando volcarla sobre esos seres fuera de si, descontrolados.
Como cada año, hicieron el esfuerzo. Lograron atraer a unos pocos, volverlos violentos, acercarlos a la sangre. Pero no los suficientes como para avivar el fuego de la maldad.
Los dioses paganos tenían más fuerzas en cada oportunidad, porque la raza necesitaba del desahogo, de esa forma de primitiva alegría, de la celebración aunada de las almas, de la felicidad colectiva, el deseo de la carne, de la belleza, de tocar el cielo con las manos, de tomar cada uno de esos fuegos de artificios y arrojarlos contra la nostalgia, los errores, los momentos equívocos, y borrarlos, dejándolos en el olvido, del otro lado de la máscara, aunque sea por una noche, lejos del bienestar que envolvía cada poro de la piel.
Entonces, la noche de carnaval, triunfaba una vez más.

20 de julio de 2011

Microrrelatos de Ciencia Ficción | Parte 2


Mírame


Mírame, me dijo. El sonido de su voz era extraño pero melodioso, sin embargo había llegado en aquella nave. Mi mente se negaba a tal pedido. Mírame, repitió. Sola en aquellas montañas, no tenía escapatoria. Finalmente, cedí. El horror fue indescriptible: un ser deforme, de tan solo dos piernas, dos brazos, una cabeza pequeña y un par de ojos.


Sentencia

Era un estudioso de las aves, que dedicaba horas y horas para observarlas. Conocía sus hábitos, sonidos, épocaz de migraciones y un sinfín de características más. Razón por la que nunca sospechó de la bandada de golondrinas que se abalanzó sobre él, que terminó por raptarlo.
Sus piernas se agitaban en el cielo a medida que ascendía. Sentía como los picos de las aves en muchos casos, se prendían dolorosamente a su carne. Sobrevoló varias ciudades y en el viaje lo comprendió.
Lo habían acusado de espía y lo estaban llevando a cumplir su condena.
Aseguran quiénes lo vieron caer, que fue como si alguien lo hubiese arrojado de gran altura.


Julia

Era solo una broma. Esconderse de papá. Solo eso. Luego vendría algún que otro reto, pero finalmente ganarían las risas. Como siempre.
Pero no, no sucedió nada de eso. El satélite despegó impulsado por el enorme reactor, con la pequeña Julia dentro preguntándose que sería ese temblor.

17 de julio de 2011

Microrrelatos de Ciencia Ficción | Parte 1


El regalo


ZTR868 era la estrella que su padre le había regalado para su cumpleaños número diez. Todas las noches la observaba con su telescopio. Cuando cumplió veinte se decidió a visitarla. Entonces trepó a un árbol muy alto y dándose cuenta que aquello no era más que un manto oscuro repleto de piedras brillantes, fue asiéndose de las mismas y perdiéndose en la inmensidad del espacio.
Ahora su padre lo saluda todas las noches, desde el telescopio de la habitación vacía que dejó atrás.


El ataque

No podrían culparlo a él, no señor, no podrían. El planeta estaba cercado, las naves invasoras lo habían rodeado y estaban a punto de iniciar el fuego. Hizo lo que cualquier humano hubiese hecho. Apretar el botón rojo.
El ventanal exhibía lo que ocurría afuera: la Tierra se doblaba sobre si misma, las montañas caían, el cielo se llenaba de polvo y las calles de sangre. No podrían culparlo a él, porque ya nadie quedaría.
El suelo comenzó a quebrarse bajo sus pies...


El nacimiento del superhéroe

Al despertar sintió una electricidad recorriéndole el cuerpo. El simple acto de girar el picaporte incendió la puerta. Sin pensarlo, sopló y el aire que arrojó de su boca formó un torbellino y extinguió las llamas.
Salió al balcón, consciente que tenía super poderes. Podía ver con nitidez cada detalle del edificio del otro lado de la calle e incluso, desde el décimo piso, los rostros de los conductores de los automóviles que viajaban por la avenida.
Sonrió, sintiéndose poderoso. Saltó al vacío y extendió los brazos. Sin embargo no sucedió nada. La gravedad lo envió directo a la acera y su cuerpo se desmembró en un cuadro sangriento.
El poder de volar no se le había otorgado.

14 de julio de 2011

Vendavales

Se miraron a los ojos en un bar y se confesaron el dolor de no poder verse más. Cayeron algunas lágrimas y un puñal los atravesó como un vendaval.
Al adiós le siguieron los años, la vida misma, otra gente, nuevos amores, otras desilusiones.
Se volvieron a ver un siglo después, reconociéndose detrás de las arrugas y la piel marchita. Se supieron ellos con solo verse los ojos. Las pupilas se ensancharon, enormes, asombradas. El interior fluyó como un volcán, a pesar de la edad.
Se detuvieron un instante, una sola fracción de tiempo en el universo. Esos ojos lo decían todo. Nada había acabado en el olvido, seguían viviendo aquel amor.
Y entonces entendieron que cada uno debía seguir su camino, porque nada igualaría ese ayer.
- Perdón, creí por un momento que era otra persona.
- Por favor, creí lo mismo. Adiós.
- Adiós.
Y así marcharon en direcciones distintas, arrastrados por un vendaval y el saber que nada sería igual.

11 de julio de 2011

Once centímetros

Tan solo once centímetros. Los medí. Ya con el tiempo a mi favor y aún respirando, me tomé ese trabajo. Once centímetros me separaron de la muerte. De mi cuerpo a ese impacto de bala, una distancia mínima, casi insignificante.
Me puse a pensar en lo que podría haber pasado de moverme en ese instante. Calculé entonces el tiempo que un cuerpo demora en trasladarse esa distancia. Nada. No tarda nada. Once centímetros se recorren en un abrir y cerrar de ojos, casi sin darnos cuenta.
Una mano mide de largo un poco más. Un hoja de cuaderno también se pasa. Hasta una banana suele ser más grande.
Me apoyé en la pared, dejando ese margen al descubierto. Ese margen que significaba la diferencia entre estar vivo y estar muerto. Once centímetros, me repetí, y mentalmente enumeré cientos de objetos con esa exactitud, mientras con la imaginación los iba colocando entre mi cuerpo y la marca en la pared.
Mi esposa se acercó en silencio, consciente de lo que estaba haciendo. Comprendía y en esa quietud de sus expresiones, daba a entender su agradecimiento al destino. Estaba adelante suyo, que más podía pedir.
Le pedí unos minutos más. Aún no podía irme. Aquello era demasiado fuerte. Estaba descubriendo mi fragilidad, la de todos. Dándome cuenta que la muerte puede fallar por pocos centímetros, pero que siempre está cerca, acechando.
El lugar ahora estaba desierto. Solo quedábamos los dos y aquel impacto que había provocado un agujero en el material.
La noche iba a caer en cualquier momento. El frío iba acrecentando la duda en mi mujer. Finalmente me llamó por el nombre y me invitó a marcharme. Me fui en cuerpo, pero hay días que creo que mi mente sigue allí, todavía meditando.
La diferencia entre estar vivo y muerte es mínima. Quizá lo estemos y no lo sepamos. Quizá no existe ni una cosa ni la otra, pero seamos incapaces de entenderlo. Once centímetros me permiten escribir este texto.
Ese es el tamaño de mi milagro.

8 de julio de 2011

Un caso para el Sargento Camisasa

Cuando los novatos agentes Pedroza y Corti encontraron el cuerpo degollado de la chica desaparecida, en el basural de la terminal de ómnibus, dio comienzo a la búsqueda más enfermiza de un asesino que se haya dado en la ciudad.
La relevancia que tuvo el hallazgo en los medios de información obligó a la intendencia a solicitar a las fuerzas policiales el mayor esfuerzo para el esclarecimiento del macabro suceso. El motivo era muy obvio: la joven, de tan solo veinte años, era la hija del intendente.
El jefe de la comisaría fue preciso en la orden dada: “Este es un caso para el Sargento Camisasa”. El boletín se difundió internamente con la velocidad de un rayo y llegó al Sargento Agustín Camisasa un día después, cuando pudieron ubicarlo en el loft de la pelirroja Veraluce, el más afamado de los travestis de la zona centro.
Desaliñado y mal vestido, tras una noche de parranda agitada, precedida a su vez de una jornada completa en el casino, Camisasa se hizo presente en el edificio policial. A pesar de sus conocidos desajustes personales, se le respetaba su capacidad para el trabajo.
- Sargento, observe estas fotos. Es la chica desaparecida.
- Bonito collar, comisario.
- Es la marca que dejó el cuchillo, Camisasa.
- Ajá. Puede entonces que haya habido en el lugar, un bonito collar.
- Sargento, el tema es así. Rafael Mandoni quiere que esto se resuelve. Esta joven era su hija. ¿En cuánto puede tener novedades?
- Sabe usted que no soy un microondas que le puede indicar un tiempo exacto, comisario. Tendrá que asignarme personal, algo de viáticos para comida, dine...
- Sargento, ¿quiere también que incluya en su legajo el día y la noche de ayer?
- Tres horas, comisario.
La vida policial podía resultar estresante si uno no estaba preparado para el agotamiento mental que suponía atar cabos sueltos, realizar entrevistas y perseguir criminales. Camisasa lo estaba, desde pequeño. Su primer gran recuerdo de la infancia era ver a su padre uniformado, golpeando con dureza al vecino.
La sangre tiraba y a pesar de haber contado con muchas opciones tras terminar el secundario, como trabajar como ayudante en lo de Rulo, el mecánico de la cuadra; panadero, en lo de la tía Ester; e incluso, junto a Julián su primo, levantando quiniela clandestina en la calle; Agustín se había decidido por la profesión de su padre y tras un arduo curso de tres meses, haber ocultado con maestría un tatuaje en la nalga derecha que decía “Invicto”, se había recibido con honores.
El resto, mérito de su carrera y papá, ahora jefe en la provincia.
Nadie tenía contactos como él. Soplones de primera, que entregarían a su madre a cambio de cualquier cosa. Prefería sin embargo los travestis y las putas. Podía pagar en especies.
Estacionó su Falcon particular en el borde de la vereda. Bajó y se colocó las gafas para sol. Zona de monoblocks, miradas furtivas desde cualquier rincón. Pero todos conocían al Sargento Camisasa. Cada martes y jueves acudía a las partidas de póker en el edificio 3 de la manzana 5. Más de una vez lo habían visto irse en calzoncillos.
Golpeó en la puerta del departamento A del primer piso del bloque que estaba delante de donde estacionó. Se asomó un hombre desgarbado, con cara de rata. Al ver al policía, bufó por lo bajo.
- Qué pasa Camisasa.
- Hablá y la sacás barata, Rata.
- ¿Hablar? Si querés, algo te invento, Sargento.
- De la mina degollada y no te hagás el pelotudo.
- Pero no rima...
- Dale, soltá la lengua. La piba ésta, quién la cortó. Vos sabés todo Rata...
- ¿Y a cambio, que hay?
- Te puedo conseguir las dos lucas que te hice perder jugando al truco con Alvarez.
- Algo es algo...
- Cantá.
Prefería el Falcon a la patrulla por una simple cuestión. No le daban una patrulla. Las últimas tres que manejó, terminaron en el depósito de chatarra. De todos modos lo escoltaban tres coches de la comisaría y un camión de asalto. El dato era bueno, lo había comprobado.
Se detuvieron frente a una vivienda precaria, en el barrio La Teja Floja. Con el megáfono anunció que tenían rodeada la casa. De la vivienda que estaba a sus espaldas dos motos salieron a toda prisa por la calle de tierra. Camisasa miró el papel y se dio cuenta que se habían equivocado de casa. Ordenó de inmediato una persecución.
Pudieron darle alcance dos kilómetros al oeste, cuando intentaban llegar a un acceso a la autopista que estaba en construcción. Detuvieron a los dos sujetos. Tras una hora de interrogatorio a solas con ambos, Camisasa salió de la sala con la confesión firmada por uno de ellos.
Mandoni le agradeció y el jefe lo condecoró. El Sargento atinó tan solo a decir: “Es mi deber”.
Esa noche, acodado en la barra del bar del “Polaco” Palonsky, su confidente nocturno, entre whisky y whisky, le dijo a su amigo: “Dos años, máximo tres”.
- Es muy poco.
- Si, cómo para que no agarre viaje el bobina ese. Imaginate, tres años y a la calle, con veinte lucas para gastar en lo que quiera. En la puta vida se imaginó con tanta guita esa inmundicia.
- Menos mal que pensás en todo...
- ¡Si supieras lo que se de los jueces! En fin, en dos años hago un intento y veo si alguno lo larga. Son gajes del oficio polaco, que vamos a hacerle. Qué iba a saber que la turra esa que bailaba en el caño del Dancing era la hija de Mandoni. La puta madre, que mala leche. Pero ves, todo tiene arreglo.
- ¿Y con el collar que hiciste?
- De dónde te crees que saqué las veinte lucas...
- El crimen perfecto.
- Y si. Era un caso para el Sargento Camisasa.



Cuento escrito para el Fanzine Risotto, publicado en el #2, correspondiente al mes de abril de este año.

5 de julio de 2011

El olvidado Buriel

La historia de Buriel es trágica. Ignorado en la actualidad, fue un gran compositor de los años 40 y 50, en el siglo pasado. Quedan sus composiciones en la memoria de los pocos que alguna vez la escucharon y sobreviven a los años. Y cuando decimos pocos, nos quedamos cortos en la apreciación.
Se formó en el conservatorio, con mucho empeño y entusiasmo. Se graduó con honores y muy joven, deslumbró a propios y extraños con su destreza en el piano, su claridad para componer y un carisma pocas veces visto.
Las salas de la ciudad se venían abajo en cada presentación. Debía repetir sus funciones, una y otra vez, casi hasta el hartazgo. Buriel era inmenso y del otro lado del océano su nombre despertaba pasiones como ningún otro en las últimas décadas.
Pero en Europa estalló la guerra. Buriel perdió la chance de cruzar el charco. Pero no se resignó y se propuso conquistar América. Escribió partitura tras partitura, todas de una delicadeza celestial. Los estrenos eran un éxito asegurado. No importaba qué compusiera, todo era maravilloso.
¿Cuál era el techo para el talentoso joven? Si incluso las mujeres más adineradas del país se rendían a sus pies, obsesionadas por su música y también, por la misteriosa atracción. Pero de todas ellas, fue Carmen la que le dio un vuelco a su corazón.
Durante el noviazgo, de cinco meses, compuso tres de sus mejores obras. Luego se casaron. Otras composiciones llegarían en aquel feliz momento de su vida. Pero luego ocurrió el accidente en aquel teatro y ya nada fue igual.
Dicen los que estaban disfrutando de su presentación al mando de la orquesta de cámara provincial, que se sintió un ruido que hizo temblar las cuerdas y anuló los vientos. Y tras aquel sonido, el sector de plateas altas se derrumbó como una torre de naipes. Bajo los escombros, el propio Buriel sacó el cuerpo sin vida de su preciada Carmen.
El músico cayó en la oscuridad. Sus notas se volvieron dramáticas, sin un ápice de felicidad. Inundó sus obras de percusiones, relegando los violines y los instrumentos de viento. Sobre el piano ejecutaba piezas que parecían extraídas de las ultratumbas. Su cuerpo también parecía poseído, encorvado sobre las teclas, ocultando de la gente su rostro pálido, envuelto en lágrimas.
Los teatros dejaron de convocar a Buriel. El otrora éxito, era ahora un rechazo tácito de la audiencia. Las butacas vacías se habían vuelto una característica impensada en sus conciertos.
Se dedicó a la bebida, encerrándose en su enorme y solitaria mansión en la que permanecía semanas componiendo, aunque ya ninguna de sus obras, antiguas e inéditas, volvió a ser ejecutada. Razón por la que no queda registro alguno de las mismas, salvo el recuerdo de algún espectador o la mención en periódicos de la época.
Pero la desgracia que terminó con su vida, fue la prematura sordera que lo atacó a los treinta y cinco años de edad. Agobiado por la soledad, el dolor de su corazón incompleto, aquello fue la gota que colmó el vaso. Los médicos diagnosticaron una infección. La misma empeoró y a los pocos meses, no podía escuchar.
Quería componer, pero no le bastaba la música en su mente. ¡Necesitaba escuchar su música! Era un horror ver como las teclas del piano subían y bajaban bajo sus dedos entrenados y sin embargo, todo era silencio. Gritaba de bronca, pero incluso el grito era irreal. ¿Lo había dado? ¿En el caso del piano, estaba sonando?
Se recluyó por completo en su hogar. Le temía a la locura, no obstante, siguió componiendo, a pesar de no escuchar. Intentó vender esos trabajos, pero nadie los quería. Las partituras se fueron añejando, sus dedos perdiendo movilidad y su corazón, marchitando.
Una mañana despertó escuchando el sonido de su piano. Pensó que era un sueño. Aún creía que lo era y casi estaba convencido, cuando tras ponerse los pantalones y correr hasta el estudio, vio a su mujer Carmen, sentada en el taburete, tocando con armonía y destreza.
¡Carmen! dijo con felicidad e incluso escuchó su propia voz. Acercó otro asiento a la par de su mujer y como si toda a vida lo hubiesen hecho, tocaron a cuatro manos.
La melodía era dulce, veloz y tan suave como el algodón. Si, cómo no recordar esa obra. Se había inspirado en ella para componerla. Se sintió envuelto por una tibia sensación, como si lo hubiese abrazado un ángel. Miró a su lado y la contempló: estaba radiante, como si nunca...
Sus manos se detuvieron. Ella siguió tocando. No podía ser, no podía ser ella. Ella estaba...
Se puso de pie y corrió hasta su habitación. Allí se encontró. Estaba en la cama, con la cabeza ladeada y los ojos abiertos. Su cuerpo no respiraba.
Suspiró resignado. Aquella vida había terminado. Desde el estudio, la música lo llamaba. Miró ese ser avejentado por última vez y volvió con Carmen. Y desde entonces, la música sigue sonando misteriosamente en la vieja mansión, aunque nadie la escucha. Solo dos seres que nadie puede ver ni aplaudir.
El olvido y la tragedia enterraron su nombre. Sus dos amores le dieron la vida eterna.



Cuento escrito especialmente para Revista Tintas, publicado en el número de marzo/abril, cuya temática fue "la música".

2 de julio de 2011

Guión para mi muerte

Interior – Habitación – Día

Me encontrarán por la mañana, recostado sobre la cama. Mi rostro inexpresivo y cierta espuma en mis labios confirmarán mi muerte.

Interior – Hall principal – Día
Gestos de dolor, de sorpresa. La servidumbre no disimula la pena. Los pocos familiares presentes en el momento, dirán que me había llegado la hora.

Exterior – Parque en el ingreso a la mansión – Día
Dos coches policiales cruzarán las antiguas rejas. Se apearán uniformados y un detective. El inspector Cristaldo.

Exterior – Puerta principal de la mansión – Día
Los pocos familiares querrán saber a que se debe la presencia policial. Cristaldo no dará explicaciones, tan solo se limitará a pedir permiso para entrar.

Interior – Hall principal – Día
Cristaldo tomará nota de la servidumbre, pero principalmente de los familiares y los interrogará en este orden:
Felix, mi tío anciano
Andreína, mi nieta mayor
Julia, mi esposa
Oscar, mi hijo menor (tío de Andreína)

Interior – Sala de reuniones – Noche
Me velarán en la mansión hasta la mañana siguiente. Llegarán y desfilarán tristes delante del féretro mis otros nietos, mi hija, mi otro hijo, primos y demás tíos. También amigos y conocidos de la alta sociedad. En un rincón, tomando notas, permanece el inspector Cristaldo.

Exterior – Cementerio – Día
La enorme caravana de coches estacionados servirá de fondo para el primer plano: personas ataviadas de luto enterrando un cuerpo, el mío. El obispo en persona será quién diga las oraciones de rigor. Julia no parará de llorar.

Exterior – Cementerio – Día
El servicio finalizará en el mismo momento que se desate una fuerte tormenta de lluvia y truenos. Todos correrán a sus vehículos, presurosos. Todos menos Cristaldo, de pie ante mi tumba aún abierta.

Exterior – Puerta prinicipal de la mansión – Día
El inspector hace sonar el timbre de la mansión. Irá solo y empapado. Andreína abrirá la puerta y con voz trágica, llamará a su abuela. Julia aparecerá y pedirá clemencia, privacidad y respeto por mi, recién fallecido.
Cristaldo se excusará, pero entrará de todos modos a la casa.

Interior – Hall principal – Día
Cristaldo se sacará el abrigo mojado y se lo dará a Rodolfo, mi fiel mayordomo. Será consciente que todos lo mirarán casi formando un círculo alrededor de su figura. Todos los que acudieron al servicio, estarán allí.
El inspector sacará de un bolsillo un papel y lo mostrará en alto, anunciando:

Inspector
"Esta es la orden judicial para someter el cuerpo del Sr. Morrison a una autopsia".

Patricio, mi otro hijo
"¡Pero ya ha sido enterrado!"

Inspector
En estos momentos están trasladándolo a la morgue federal.

Habrá exclamaciones, Julia fingirá desmayarse y mi tío Romualdo se adelantará hasta quedar cara a cara con el inspector.

Tío Romualdo
"¡Con qué derecho!"

Inspector
"Con el que me da la ley. Acá no se investiga una muerte, se investiga un asesinato y en veinte minutos varios patrulleros arribarán por ese camino allí afuera y se llevarán a los culpables".

Interior – Morgue – Día
El forense mirará una vez más los resultados de la muestra y fruncirá el ceño. Luego, desviará la vista hacia su joven ayudante y le dirá:

Forense
"Cristaldo tenía razón: arsénico".

Interior – Hall principal – Día
Julia se repondrá como por arte de magia y junto a Andreína le gritarán al inspector que se vaya de la casa. Cristaldo mirará en torno, sabiendo que está en el centro de la hoguera, pero confiará en sus cálculos y tan solo responderá a esos gritos con tres palabras:

Inspector
"Ahora, quince minutos".

Patricio, mi hijo, será el primer en intentar arrojarse sobre el policía, pero éste reaccionará rápido y tras evitarlo, lo mantendrá a distancia apuntándole con su 9 mm.

Mi hija
"¡Maldición inspector, esto no debía resultar así!"

Otro tío llegará por la escalera que comunica al primer piso, disparando una escopeta. El tiro pasará cerca de Cristaldo, pero solo arruinará el terminado de una columna a su espalda.
El inspector se pondrá a reparo del fuego y contestará con fuego el fuego, acertándole a mi tío. Algunos de los parientes se pondrán a cubierto y otros aprovecharán para escapar por la puerta principal. Pero se toparán con una sorpresa.

Exterior – Puerta principal de la mansión – Día
Cinco patrulleros estarán aguardando bajo la lluvia y aquellos que escapaban no tendrán más remedio que detener la huida. Comprenderían muy tarde que Cristaldo los había engañado en cuanto a lo del tiempo, solo para hacerlos reaccionar.

Interior – Hall principal – Día
La policía sacará por la puerta, esposados, a los restantes parientes, todos arrestados.
Cristaldo le explicará a mi fiel Rodolfo que mi muerte había sido un complot de parte de la familia, avaros de riqueza, debido a que de alguna manera se habían enterado que cambiaría pronto el testamento y que la mayoría, quedaría afuera del mismo.
Rodolfo se mostrará contrariado y preguntará:

Rodolfo, el mayordomo
"No entiendo. ¿Cómo hizo para descifrar todo tan pronto?".

Entonces Cristaldo extraerá de otro bolsillo, un nuevo papel. El papel será este mismo guión y dirá:

Inspector
"Todo estaba escrito aquí."

Y con amabilidad extenderá el guión hacia Rodolfo que aún sin comprender la totalidad de los hechos, preguntará:

Rodolfo, el mayordomo
"¿También figura aquí quién se quedaría con la herencia?"

Inspector
"No, eso no lo dice"

Cristaldo mostrará su rostro apesadumbrado, consciente que ese misterio quedó sepultado a la par de mi muerte y hasta quizá odiándome por no haberlo develado en este guión.