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27 de enero de 2015

La valiente, desolada y olvidada historia de Éritrio

Éritrio era un valiente y leal guerrero, soldado audaz que podía enfrentar a un ejército enemigo sin otra ayuda que su espada.
El rey Horacio lo mandó a llamar, en su afán ambicioso de conquistar nuevas tierras y acaparar todo el oro que fuera posible.
Éritrio acudió de inmediato al gran palacio, sintiéndose bendecido por el llamado.
- Conquistarás en mi nombre y todo lo que tú te apoderes será de nuestro reino. ¡Lo llenarás de gloria!
- Iré dónde usted lo desee, su majestad.
- ¡Quiero que conquistes el mundo!
Sin perder tiempo, Éritrio partió raudo con un grupo de hombres. A medida que fue avanzando, fue sumando gente en sus filas. Mercenarios, guerreros, simples campesinos. Hubo una época de esplendor donde los ejércitos enemigos se rendían a sus pies.
Llegó cierto momento en que era tan grande la distancia que lo apartaba de su rey, que dejó de enviar el oro. En su lugar, fue fundando pequeñas aldeas. Pero jamás se detuvo. Cruzó mares y desiertos, selvas y montañas.
Durante décadas siguió sumiso su misión. Sin darse cuenta, ya viejo y acompañado de un puñado de hombres, arribó nuevamente a su reino. Ya no quedaba tierra por recorrer.
Pero al querer entrar al palacio, se lo impidieron.
- ¿Y quién eres tú? - le preguntaron, apuntándole con lanzas.
Vociferó su hombre, golpeándose el pecho. Pero no hubo voces de asombro ni de aprobación.
- ¡Exijo ver al rey Horacio!
Los guardias rieron. Había invocado al pasado.
- Horacio está muerto desde hace treinta años, imbécil. Lárgate de aquí de inmediato.
El héroe olvidado en vano trató de abrirse paso, ni siquiera con la ayuda de quiénes lo acompañaban. Su reino lo desconocía. Ya no quedaba nadie que recordara su rostro. Y mucho menos, nada de aquella promesa  de gloria que alguna vez le habían permitido soñar.
No permitió que lo siguieran. Se internó solo en la noche, perdiéndose en el horizonte entre almas vagabundas y soldados abandonados.

24 de enero de 2015

Esperadas vacaciones

Ok, si, me fui de vacaciones. Para un tipo de mi estirpe no es fácil planificarlo. No es cuestión de mirar el almanaque y elegir una fecha. Uno tiene que estar siempre porque el deber es el deber. Uno así lo eligió. Sin embargo el cuerpo habla y cada tanto pide un descanso.
El celular tuve que llevarlo, no podía apagarlo de un día para otro. Me suena todo el tiempo, lo que es un fastidio. No en sí por tener que escucharlo, sino por esa voz en mi cabeza que dice en todo momento "tenés que atender, tenés que atender". Contesto cada llamada un poco más tarde con un mensaje de texto. Estoy seguro que piensan que no soy yo el que les responde. Me deben imaginar secuestrado o peor aún, ahogado en el fondo de algún lado. No es para menos.
La última vez que perdí contacto con el mundo, fue hace una década. Estuve afuera un mes. Al volver me habían hecho un velorio y un funeral sin cuerpo presente. Lo más difícil fue hacer los trámites para darme de alta otra vez como "ser vivo". Esta vez hay una persona que sabe, aunque solo hablará en caso de llegar nuevamente a este instante extremo. Odiaría pasar por lo mismo una vez más.
La finalidad es la misma que la de cualquier buen vecino. Quitarse un poco de stress de encima y dejar de pensar en el trabajo. Si uno no logra despegarse de lo que hace, no solo corre el riesgo de caer en un vacío provocado por la rutina sino que además es probable que termine odiando la actividad que realiza.
Dudo que me suceda, reitero, la última vez que lo dejé fue hace una década. Pero lo mío es una cuestión de mentalidad. Tengo nervios de acero. No es una expresión, sino un hecho. Si no fuera así, no podría cumplir mi rol en la sociedad. La falsa justicia es necesaria, de la misma manera que debe haber un justificativo para que existan las cucarachas.
El mar es atrapante, debo reconocerlo. Tiene un no sé qué que lo hace especial. Sobre todo en las noches nubladas, cuando la oscuridad lo confunde con el horizonte mismo y el sonido es la única percepción que nos queda mientras nuestros pies reposan sobre la arena húmeda y fresca.
Por supuesto que he estado antes en el mar, incluso he navegado bastante, pero no en plan de vacaciones. Es diferente enfrentarse a tanta maravilla y poder apreciarla. Cuando uno trabaja, lo que nos rodea forma parte de un escenario, una gran oficina. El mar, las montañas, las calles, el cielo. Todo. Pero al anteponerle la palabra vacaciones a nuestro andar, transformamos esa fachada que nos imponen las obligaciones en un distendido cuadro de unas pocas semanas de duración.
Aunque hay cosas que no puedo dejar atrás. El celular es uno de ellos. La Glock 18 es otra. Encajan bien debajo de la camisa rosa a medio abrochar y el look de playa con el que me he vestido, completado con ojotas negras y short de baño azul.
La gente pasa a mi lado, le sonrío a las jóvenes en diminutos trajes de baño, le guiño el ojo al niño que arroja la pelota de goma a mis pies y compro alguna que otra bebida fría en el puesto de ventas sobre la arena, casi con la misma naturalidad que el resto del año me enfundo en mi verdadera personalidad, la que no deja de atender el teléfono y no esconde el arma.
Mis conocidos se preguntarán en tanto, perplejos, dónde carajo estoy. Más de uno sospechará que al fin me han dado caza. Pero lo cierto es lo que les he contado. Playa, mar y sol. Y de noche, cuando las nubes ocultan la luna y no hay diferencia entre el mar, la arena y el horizonte, largas caminatas. Puede que se escuche un disparo o dos. Puede... pero no está en mí confesar tales acciones. En esos casos, es la Glock la que se distiende, como todo hijo de buen vecino.

21 de enero de 2015

Coma primero, pregunte después

Golpeó con tanta fuerza el escritorio que el puño le quedó doliendo. El semblante del director del canal no había cambiado un ápice. Era decisión tomada, sin vuelta atrás. El del viernes sería el último programa del exitoso ciclo. Cinco años ininterrumpidos, visitantes ilustres, recetas épicas. La combinación más galardonada de la televisión en las últimas décadas: cocina, entrevistas en un marco exótico y misterioso. Por todo eso, Augusto no podía creer la decisión.
- ¡El programa es lo mejor de la televisión! ¡No lo puede terminar así!
- Claro que puedo, el rating está bien, pero no es lo mismo que otros años. Los demás canales tienen juegos, regalan drones, hay desnudos...  la entrevista en vivo pasó de moda Augusto y esto de jugar al chefs extravagante ya fue. Quizá en unos cinco años a alguien le interese reflotar la idea, pero mientras tanto le sugiero que abra un restaurant y aproveche lo que le queda de fama.
Augusto seguía sin poder caer en la cuenta de lo que sucedía. O en realidad, caía y no podía entenderlo. "Coma primero, pregunte después" era el programa más original de cocina del que tenía memoria. Un formato de hora y media donde sentaba a comer a grandes personalidades de diferentes ámbitos, dialogaban de temas diversos mientras iban degustando un plato exótico, del que no se proporcionaba ningún dato hasta el último segmento, donde se emitía la grabación del momento en que era preparado. Los platos contenían elementos poco vistos o a veces repudiados, como insectos o vegetales no tradicionales, que sin embargo, con la gran mano culinaria de Augusto se convertían en manjares que largamente eran comentados a lo largo de la semana en las redes sociales y en otros programas televisivos.
Era increíble ver la cara de sorpresa de los invitados, que el director de cámaras oportunamente iba tomando y emitiendo en un recuadro de la pantalla, en la medida que se iban develando los secretos del plato de turno. "Coma primero, pregunte después" había vendido incluso franquicias a otros países, pero solo aquí había logrado permanecer tanto tiempo en el aire.
Hasta ahora.
El chef trató de disuadir a lo largo de dos horas al director, pero su posición era inflexible. Ya tenía incluso la programación preparada para el mes siguiente. Y el rumor que había corrido por los pasillos en las últimas semanas se había transformado en un hecho. El fin tenía su cita.
- Entonces solo me queda un programa - reflexionó a punto de irse de la oficina el chef - Solo uno...
- Exacto - confirmó el ejecutivo.
- Está bien, solo le pido una cosa, permítame traer a quiénes yo quiera, no importa el costo. Solo le pido eso y terminaremos el programa de la mejor manera. Un gran final, que nadie olvide.
- Concedido - dijo el hombre sentado del otro lado del escritorio.
Augusto eligió a lo grande. Un ministro de jerarquía, el presidente de la Nación, el jefe de estado del país vecino con quién las relaciones no estaban del todo bien, el conductor televisivo de moda que tenía a su cargo el programa que reemplazaría al suyo, el representante máximo de la iglesia católica local, un rabino de renombre y un político de trayectoria cuya función parecía ser la de quejarse de quién estuviera en el poder, sin importar bandera.
Los datos de los invitados del último programa fueron filtrados a cuenta gotas, con el fin de crear misterio. Siempre la incógnita del programa era la mesa, cómo estaría conformada y por supuesto, el plato principal. Se esperaba un buen rating, aunque ya se le había adelantado que ninguna cifra cambiaría el destino.
El viernes por la mañana los diarios hacían mención de la última emisión del otrora aclamado programa en artículos de hasta una página de extensión. Augusto estaba feliz. No era común una mesa con tan prestigiosos invitados. Por eso es que se había esmerado con el plato principal, uno suculento y al mismo tiempo delicioso, cuyo preparativo le llevó casi toda la tarde. Para que nadie delatara, solía preparar el plato en soledad, en una cocina con cámaras fijas, para que luego su editor de confianza preparara el compilado definitivo que se emitía como frutilla del postre. Cumplió el rito por última vez, casi con un dejo de tristeza.
Pero al salir del estudio donde estaba la cocina, el pavor se había apoderado de los pasillos.
- ¿Qué sucede? - le preguntó a un sonidista, uno de los pocos que parecía no tener prisa en aquel manicomio en el que se había convertido el canal.
- Secuestraron al director del canal.
- ¿Cómo?
- Si, parece que dejaron una nota o algo. La verdad, me parece una movida política. Escuché que se quiere postular, así que seguro está haciendo alarde...
- Pero... ¿salimos al aire con el programa?
- Ni idea, yo me quedo acá, en mi puesto. No me van a pagar más ni menos por preocuparme.
Augusto dejó al sonidista atrás y tomó el pasillo que conducía hasta la dirección. Como era de suponer, había convocada una reunión.
El segundo ejecutivo de la emisora tenía la palabra.
- Si lo que desean es ponernos de rodillas, no lo harán. No haremos un circo de esto, saldrá el programa al aire y haremos énfasis dentro del programa de lo sucedido, pero no cambiaremos nuestra rutina. Eso quieren estos terroristas...
- ¿Han sido terroristas? - preguntó en voz baja Augusto a su director de cámaras, que estaba parado debajo del marco de la puerta.
- No, no se sabe en realidad, pero viene usando ese término desde hace media hora.
- ...quieren que les rindamos tributos y es precisamente lo que no haremos. Está llegando el presidente al canal, el jefe de estado de un país vecino, personalidades de suma importancia. Esas son nuestras cartas. Y las jugaremos en el peor momento. Y les demostraremos quienes somos. Nuestro director estará orgulloso cuando todo esto termine.
Hubo aplausos, aunque no tan firmes. Algunos dudaban. Los demás canales estarían emitiendo durante todo momento sobre el secuestro y ellos estarían haciendo en vivo un programa de entrevistas y cocina.
Augusto cruzó una mirada con su director.
- ¿Salimos al aire entonces?
El director se encogió de hombros.
- Así parece.
Faltaba una hora para el comienzo del programa. Cada uno comenzó con sus respectivas tareas. Augusto se encerró en su camarín, repasando una serie de preguntas que había elaborado para sus invitados. Claro que los temas irremediablemente se desviarían hacia la noticia del momento.
Un mensaje de texto obligó a que observara un instante su celular. Era de su editor de confianza.
- Terminada la edición. ¡Qué plato!
No solo era su editor, sino también su mano derecha y pareja. Aunque esto último era un enorme secreto. Augusto sonrió. Si el plato le había gustado, sería un éxito en la pantalla.
Faltando quince minutos, se dirigió a la cocina a servir los platos. Se encargaba personalmente de hacerlo desde el primer programa. Aquello, decía, era un arte. Y gran parte del valor agregado que le daba a cada porción estaba en ese instante de intimidad.
Lo que siguió a continuación ocurrió con la voracidad de un tifón. El vértigo de la televisión y del último programa, de la noticia impactante del secuestro del máximo ejecutivo del canal, del impacto mediático de tener en medio de la tormenta a importantes personalidades en una misma mesa. La presentación, las expresiones de congoja ante lo sucedido, los invitados, la mesa, las primeras preguntas, las alusiones permanentes al secuestro, otras preguntas, la comida, la degustación, los rostros felices ante el buen sabor de la carne y su salsa, los elogios en los cortes comerciales... un verdadero tornado de emociones, una montaña rusa siempre en ascenso y el rating trepando índices como hacía tiempo no se veía.
Los televidentes llamaban y dejaban sus mensajes. Había record de mensajes de textos y las redes sociales explotaban. Mientras tanto, en cada pausa para las publicidades se emitía un flash de noticias con la actualidad del secuestro. Los minutos pasaban y el último programa del ciclo se consumía de manera épica.
El retorno del bloque de publicidades y noticias los encontró terminando el plato principal. El presidente había repetido por tercera vez, lo mismo que el ministro. Los demás se sirvieron dos veces. Algo notable que era característico de "Coma primero, pregunte después", es que la comida era abundante y Augusto tenía el tino de ir turnando las entrevistas para que los comensales pudieran disfrutar sus manjares.
A pesar de la tensión que se vivía detrás de cámaras, donde se esperaban noticias de los secuestradores, en la mesa se había logrado un clima distendido en el tramo final. Con sonrisas picaronas los invitados aventuraban sobre la preparación del plato principal, principalmente, en la salsa que acompañaba la carne. Nombraban ingredientes como si arriesgaran respuestas en un concurso de preguntas. Augusto sonreía y levantaba las manos, en su gesto habitual que su tele audiencia traducía como un "todo a su debido momento". El "detrás de escena" de la preparación y la revelación de los ingredientes era la parte más festejada del programa y lo que, con seguridad, lo diferenciaba de todos los demás.
Las cámaras enfocaban a Augusto y saltaban de un comensal a otro. El chef manejaba muy bien los tiempos y sabía que el silencio era un ensayo de la despedida. Entonces, miró la cámara principal. Se acercaba el adiós.
- Hoy nuestros ilustres invitados han saboreado un plato que a simple vista es tan solo carne al horno con salsa y ensaladas varias. Pero como es costumbre, aquí nada es lo que parece, sino mucho más. Salvo las ensaladas, que no tienen demasiado secreto en el día de hoy, vamos a revelar a nuestros invitados y a ustedes del otro lado de la pantalla, la receta misteriosa del día de hoy.
Una breve publicidad que patrocinaba el momento le permitió a Augusto ponerse de pie. Al volver su imagen, el semblante era de total felicidad.
- Hoy - prosiguió - vamos a presenciar una comida única, difícil de repetir, dado los ingredientes. Podríamos decir que hoy los sentados a la mesa han sido unos privilegiados - dijo con complicidad hacia sus invitados - como lo he sido yo, este chef extravagante pasado de moda que les está hablando, al poder elaborar esta receta, la última, la mejor, la que dará que hablar por décadas. Y antes de ir al video, les voy anticipando el ingrediente principal. Tome nota señor, señora. ¿Está preparado? No se equivoque, ni se haga ilusiones, no se lo van a vender en la carnicería de su barrio. Pero si quiere pregunte, por ahí tienen aunque sea un kilo de un director ejecutivo de un importante canal de televisión.

18 de enero de 2015

La oportunidad

La luciérnaga vuela en espiral, esa gran curva sin fin. Despliega su andar sin importarle el viento ni la muerte. La noche se vuelve cómplice sin otro esmero que el de estar. Una danza que no lo es, una sombra cuya luz apaga y enciende a capricho, surcando la oscuridad, dejando una estela que a nadie le ha de importar.
Pero de todos modos él está para observarla parado al lado de la ventana. Hace una hora que tomó su turno en el hospital, pero aún deambula por los pasillos enfundado con su bata celeste propia de los enfermeros. No quiere asumir su responsabilidad, al menos de momento no desea hacerlo. Apenas si ha podido dormir. Jornadas largas, descanso imposible. El resultado era el reflejo en aquella ventana, con las últimas palpitaciones de la noche antes de cederle su lugar al amanecer.
El vuelo de la luciérnaga se perdió entre árboles altos aunque él permaneció de pie ante el vidrio contemplando el exterior. A lo lejos divisaría pronto esa línea de fuego alzándose que luego, como por arte de magia, convertiría lo oscuro en luz. Uno de los pocos milagros en los que creía.
Los pasos apurados en el pasillo delatan una urgencia. El sonido de las ruedas de una camilla, el murmullo acelerado de voces conocidas, las puertas de vaivén que se cierran con la misma fuerza que fueron desplazadas para abrir el camino. Todo es urgencia allí. Sobre todo en las horas últimas de la noche.
Con cuántas ganas hubiese dejado el uniforme sobre una silla y caminado hacia la salida. La parada del colectivo estaba en la esquina misma. Podría esperar uno y estar en un rato en su casa. O bien, hacer el recorrido largo, a pie. Disfrutar la mañana, el aire aún no tan viciado de la ciudad, el contacto con el día naciendo. Con cuántas ganas uno haría las cosas si no existiese la responsabilidad.
Alguien corre en dirección contraria por el pasillo, pero se detiene en la puerta y lo exhorta por el nombre a ir a la sala de urgencias. Todo es urgencia allí. La persona sigue corriendo y él finalmente rompe el letargo y marcha hacia donde le ordenaron. Al fin de cuentas de qué sirve presenciar el amanecer si no se tiene a nadie a quien abrazar en ese preciso momento.
El lugar al que llega es el infierno mismo. Médicos gritando, enfermeros corriendo y un cuerpo sobre una camilla. Alguien juguetea con el más allá. Pero esa gente quiere impedirlo. De pronto, se convierte en uno más.
Recién a los cinco minutos de estar allí entiende que es una joven la que está tendida sobre la camilla. Está grave, en una especie de shock. Según el médico, a causa de una hipotermia. Las marcas en los brazos indican además que existe una consecuencia debido al abuso de drogas.
- No es lo que consumió - dictamina el médico principal, buscando algo en los ojos de la muchacha - Si no lo que no.
Un cuadro de abstinencia, sumado a precarias condiciones de vida, mala alimentación, una noche a la intemperie.
Sobre una silla han dejado las pocas pertenencias de la chica al momento de ser encontrada. Una campera de hilo con grandes bolsillos, una vincha y un celular tan viejo y golpeado como su alma, joven de años, marchita de dolor.
Durante media hora luchan denodadamente por estabilizarla. El ritmo cardíaco, la temperatura, se convierten en las preocupaciones principales. El infierno es así. Una batalla constante. ¿Bien contra el mal? No, nunca es así. Siempre es contra la muerte. La única lucha es por sobrevivir. Por respirar un segundo más.
Finalmente los signos vitales responden dentro de los parámetros que bien podrían señalarse como normales. No hay sonrisas entre los médicos y enfermeros. Solo el saber que se ha cumplido con el deber. Apenas crucen la puerta habrá otras guerras que pelear. Y nadie puede permitirse el lujo de relajarse. La muerte puede estar disfrazada de la menor distracción.
Solo queda él en la habitación. Quedan cosas por hacer, pero la urgencia mayor ha pasado. Ahora es su turno, el de controlar el suero, los antibióticos, medir la temperatura, asegurarse que todo esté bien para la paciente y luego retomar el pasillo, las demás puertas, los otros infiernos. Como cada día a lo largo de jornadas extenuantes.
Algo hace ruido en su interior. No es la cercanía de la muerte, ni el sufrimiento de esa joven en la camilla. El día anterior había pensado en renunciar. El dolor se le hacía una montaña difícil de escalar. Y como frutilla del postre, algo que nunca había hecho, aquella llamada en el colectivo...
¿Cómo se le pudo haber ocurrido llamar a un número escrito en el asiento? Había pensado en la tal Alejandra, en aquel "si" al preguntar por ella, la catarata de insultos, el dolor que sin entender la razón había consumado. Si entender o sin querer hacerlo. Nadie llama a otro por el gratuito placer de degradarlo y eso había hecho él. ¿Había pensado que el dolor se puede trocar por otra cosa?
No había dormido pensando en ello. El teléfono llamando una y otra vez, pero con el sonido desactivado, sobre la mesa de luz. Hasta que en un punto de la noche, había dejado de insistir. ¿Qué cosas tenía para decirle la tal Alejandra? ¿Cuántos insultos más caben en una persona?
El pulso de la chica estaba bien. Sus ojos seguían dilatados pero debido a la medicación suministrada seguiría durmiendo unas horas más. Se quedó mirando ese rostro que nada tenía de joven a pesar de la edad. Las marcas de la vida, pero presentes mucho antes de lo que correspondía. ¿Podía quejarse de su existencia cuando delante tenía casos extremos como los de esa muchacha? Claro que podía. Cada uno tenía sus propios infiernos. Aunque le preocupaba uno en especial. El de la tal Alejandra. La "zorra".
Aún podía llamarla. Ser más cauteloso esta vez. Pedir perdón para comenzar. Aunque quizá ella esperara esa oportunidad para seguir insultándolo. No podía saberlo. De la misma manera, no podía seguir pensando en el asunto. Debía encontrarle una solución.
Miró la hora y aún era temprano. Podía estar durmiendo o trabajando. Al pensar en el término "trabajar" no pudo ocultar de su mente una imagen de una Alejandra encendida en la cama con un cliente. ¿Y si no lo era? ¿Si aquella anotación en el asiento era fruto de una persona que no la quería? Era lo más probable. Por eso su reacción, el ataque verbal. ¿Quién podía creerse él para juzgar a otra persona? ¿Acaso no había aprendido en su profesión que se atendía a todos por igual, sin importar condición, raza o religión?
- Alejandra - murmuró.
Volvió a mirar a la joven. El brazo sobresalía por debajo de la sábana. Las marchas indicaban una fuerte adicción. Se lamentó por ello. ¿Cómo se llamaría ella? No había documentación entre sus pertenencias. Seguramente el hospital estaba haciendo ya las averiguaciones correspondientes. Pero no era un interés burocrático el suyo, sino real.
Buscó el celular en el bolsillo de su pantalón. Le había puesto nombre al número que tantas había llamado por la noche. Lo había hecho durante el trayecto al hospital en colectivo. Era el primero en su libreta de contactos. Alejandra, a secas.
Dudó un par de minutos, con el dedo separado dos milímetros por encima del botón de llamada y los ojos puestos en el monitor que mostraba los signos vitales de la joven inducida al descanso en la camilla a escasos metros de dónde permanecía de pie.
Estuvo a punto de no llamar, pero en el último instante presionó el botón. Se llevó el celular al oído y se preparó la escuchar como se producía la llamada, con esa melodía monótona, sinónimo de espera.
Escuchó el primer eco sonoro y luego otro sonido, más cercano, una melodía suave, inesperada. Una musiquilla cargada de dolor e inseguridad, desprovista de felicidad. Al levantar la vista vio además la luz. La pantalla del celular de la joven sin nombre estaba sonando.
Se apresuró por llevar su dedo al botón de "colgar" en su teléfono, para atender esa llamada pero se detuvo a tiempo. Prolongó la suya, la que estaba haciendo, para corroborar que el otro seguía llamando. Solo cuando el buzón de voz tomó la llamada y él cortó, la melodía que envolvía la habitación cesó.
Su cuerpo se paralizó. No hacía falta volver a marcar. Supo que temblaba casi de inmediato, incluso antes de tomar la mano de aquella frágil Alejandra, que ahora cobraba vida y dejaba de ser un nombre escrito con borratinta blanco en la parte de atrás de un asiento de ómnibus. Vida que casi se extingue, una hora antes. Rostro demacrado por la vida, arrugas en un cuerpo joven, marcas indelebles en sus brazos, difíciles de olvidar por esa mente adormecida cuyo destino no ha sido el mejor, sin duda alguna. Y su llamada... solo Dios sabe en qué momento llegó.
La tiene ahora delante, podría pedirle perdón, pero ella no lo escucharía. Descansa tras haber estado en el borde mismo de la muerte. Como quizá lo ha estado antes, como lo estará muchas veces más. Pero esta ocasión es especial, es la que él está presenciando. Es la que forma parte de su vida de manera accidental.
Pedir perdón y escuchar. Elegir las palabras, buscar la manera, ubicarse en el mundo. Misiones de todos los días que pocos desean encarar. Las existencias vacías, los sufrimientos invisibles, los mártires en movimiento que el mismo ser humano crea para evitar las verdaderas confrontaciones que exige el destino.
Alejandra duerme en aquella camilla mientras él la observa, esperando con temor el momento en que despierte. Así se irá el día, lentamente. No sabe que resultará de su confesión, pero tampoco le importa. ¿Qué son las oportunidades? Esos instantes es los que uno decide qué camino tomar. Y él, que a veces desconocía el trayecto diario creyendo haberse pasado cuando aún no había llegado a destino, veía por primera vez con claridad la presencia de una oportunidad. En medio del infierno, una luz. En medio de la batalla, un alto al fuego. En el bosque, un camino.
Su ignorancia, el padecimiento de ella. La confusión y ese anhelo de todos, de encontrar el sentido, la verdad, la razón por la cuál cada día debemos abrir los ojos y respirar.

14 de enero de 2015

El padecimiento

Las tardes son frías cuando el alma está en pena. El clima que reina para los demás es ajeno, inútil. Las tormentas internas no tienen pronósticos pero si consecuencias. Y no existe recaudos que uno pueda tomar para evitarlos. No hay sótanos en los recovecos de nuestra existencia. Cada rincón es alcanzable por el tornado.
Cuenta el dinero en su bolsillo sin extraerlo. Es un ejercicio que la acompaña de pequeña, cuando la vida en la calle era su certeza y el futuro una quimera. Conoce las texturas y las marcas para ciegos. Sabe que tiene lo suficiente como para un par de gramos. El corazón le late con prisa, como el deseo mismo. Es adicta, no lo niega, aunque se esconde.
Hace diez minutos que espera en aquel pasillo húmedo. Su reflejo es una imagen borrosa en un charco cercano, aunque le recuerda mucho a su apariencia real. Del otro lado de la puerta alguien espera una orden y ella, de éste, su turno.
Las cáscaras de naranja derrumbadas a un lado de un viejo trapos de piso le recuerdan que no ha comido. Pero no es hambre lo que tiene, si bien aquella imagen le arranca una fugaz tentación, efímera como su mirada siempre esquiva, saltando de un objeto a otro, como si donde posara su vista hubiese fuego. El olor que llega no es el que recuerda de pequeña, cuando perseguían con su hermano al camión de las naranjas con la esperanza que al menos una cayera sobre el asfalto. Casi siempre se perdía al final de la calle sin haber dejado una mísera muestra de su paso.
Eso sucede con la mayoría. Se van sin dejar una muestra de su paso por la vida. Su hermano, su madre. Ella seguiría el mismo camino. Le duele la pierna. Eso es una huella de su pasado. Ya no recuerda qué golpe la fracturó. Pero en la humedad, el dolor vuelve. Quizá por eso las lágrimas son húmedas. El agua trae la tristeza. A veces en forma de lluvia, otras de mar que invita a los suicidas.
Una rata cruza impune hacia el otro lado. Está acostumbrada a verlas. La puerta, en tanto, sigue cerrada. Pero entonces escucha el sonido del picaporte y de inmediato lo ve moverse. Se produce el milagro, lo que tanto ansía. La madera se pliega hacia afuera y salen tres jóvenes con gorrita. Caminan muy juntos, hablando por lo bajo. Ella no los mira. Aprendió hace tiempo que es de mala educación.
- Pasá.
La voz proveniente desde la boca oscura que ha quedado con la puerta abierta la invita a expulsar un suspiro. Al fin. Vuelve a apretujar los billetes en el bolsillo, consciente de la cantidad que lleva. El dueño de la voz en tanto la conduce por un pasillo que tiene sus vericuetos. La oscuridad se ocupa de ocultarlos. No es la primera vez que los transita y sabe que tampoco será la última.
Finalmente llega a un salón amplio, donde media docena de mesas con sus respectivas sillas se disputan el lugar. Algunas están ocupadas. Una música suave suena en alguna parte. Pero ella no mira, no escucha, no siente. Solo avanza. Y cuenta el dinero, una y mil veces, sin quitarle la mano de encima.
En la pared opuesta está la barra con bebidas. A un lado, una nueva puerta, pero con rejas por delante. Cuando llega hasta allí, una mirilla se abre. Más abajo hay una puerta muy pequeña, de unos treinta centímetros de lado por veinte de alto. Es el lugar donde debe dejar el dinero y por dónde llegará lo que anhela.
Puede ver un ojo en la mirilla. Una voz dice que se apure. Ella dice lo que quiere, apresurada. Se vuelve torpe al querer aclarar la cantidad. Sabe que no había necesidad. La voz no le traería nada hasta que ella no lo indicara. No son cosas de traer y llevar.
Ahora debe aguardar, alimentar la paciencia con la sabiduría de la espera, de la...
Su celular.
Se ve sorprendida. Sabe que tendría que haberlo apagado. De reojo alcanzar a darse cuenta que la observan. No atenderlo sería sospechoso. Su respiración de agita. Se vuelve impertinente. Como su celular, que sigue sonando.
Lo atiende.
- Hola.
Ha dicho hola, su tono ha estado cargado de preocupación, al punto de no poder pronunciar bien la última letra. Tiene miedo, está triste, solo desea esos pocos gramos. Y aquella llamada está fuera de lugar.
Del otro lado escucha un motor lejano y nada más. El hombre que la acompañó hasta la puerta enrejada le pide que se corra hacia otro lugar. Se inquieta. No quiere perder el turno, ya ha entregado el dinero.
Alguien pronuncia su nombre. Alguien que no reconoce.
Duda. Quiere volver a la puerta, sin embargo afirma. Hubiese querido decir con firmeza "Si, soy Alejandra" pero en cambio le sale un simple "si". Entonces, todavía sin convicción, hace su pregunta.
- ¿Quién habla?
El hombre se vuelve a acercar a ella y le pide que se retire. Ella mueve de manera negativa su cabeza, incrédula. No quiere que la echen. No quiso recibir esa llamada, no quiso. Pero se queda sin palabras. Del otro lado escucha que alguien pronuncia un nombre. Pudo haber sido Luis, Raúl, Esteban o Diego Armando, en ese momento no le importa, la están sacando del lugar, de ese sitio donde bien sabía tenía que ingresar con el celular apagado, donde desconfían hasta de la sombra que uno lleva. Mientras la empujan para que salga, le arrojan el dinero.
No lo puede creer. De repente está juntando el dinero del piso y diciéndole, consternada al auricular del teléfono móvil, que no conoce a nadie con ese nombre, nombre que ya ha olvidado, que nunca le importó, que bien se podía ir al mismísimo carajo.
Está llegando a la puerta que da al pasillo húmedo cuando esa voz del otro lado de la línea le dice que ha sacado el número de la parte de atrás de un asiento de ómnibus.
Se paraliza. Pero dos manos enormes y fuertes la arrojan contra la puerta que en un mismo movimiento se abre y la deja a solas con sus charcos y el cielo gris y encapotado.
Alejandra escucha a sus espaldas como la puerta se cierra. Es un sonido doloroso. El mismo sonido de un trueno en medio de la montaña, o de un relámpago en plena noche, bajo la cobija de frazadas mojadas, al amparo de un árbol de plaza, como antaño, cuando era pequeña.
Solo atina a una cosa. Una catarata de insultos sale de su boca como si fuese una cámara septica llena de mierda. Deja sus últimas energías en ese grito intenso e infinito, desgarrando sus cuerdas vocales, blandiendo sus pocas armas que son las palabras contra el imbécil que le había impedido ser libre. Cae de rodillas, jadeando, fulminada por el esfuerzo. Pero aún no ha terminado. Aún tiene más que decir, solo necesita un respiro, recambiar al aire, recargar la recámara con las únicas municiones que puede concebir... y escucha el "clic".
¿Cortó?
No lo puede creer. Se mira las manos, las piernas, la vestimenta. Trata de ponerse de pie, pero resbala y cae sobre un charco. Escucha risas inexistentes burlándose de su existencia, de su vida entera. El teléfono también ha caído. Todo está cuesta abajo. La fachada se desmorona con tremenda morbosidad. Esa que trató de construir por años para esconder los años remotos, la inocencia robada, los dolores premeditados. Cada ladrillo que cae es un peldaño más que retrocede. Sabe que pronto volverá a ser aquella niña en cuerpo y alma. Viviendo con miedo, bajo las estrellas con nada más que el cobijo de un árbol.
A tientas escapa de aquel lugar. El boulevard la asalta de pronto como un león hambriento. Pero al mismo tiempo, le devuelve las fuerzas. Instintivamente tiene el celular delante de sus ojos. Allí tiene el número. Marca. Y llama.
Es de esperar, nadie atiende.
Pero insiste. Lo hará de ser necesario toda la noche, o toda la vida, daba igual.
La vida, lo que le restaba de ella, podía ser esa noche. O esa noche, podía ser el resumen de su vida.
Hoy su techo serían las estrellas. Cruzó la calle, en dirección a la plaza. Extenuada, se sentó bajo un árbol. Estaba en su hogar.

11 de enero de 2015

La ignorancia

El ómnibus se detiene. Me muevo en el asiento hacia delante y vuelvo a caer sobre el respaldo. Es algo breve, rutinario, pero me percato de ello. De la misma forma, escucho el llanto de un bebé al fondo del pasillo. Se escucha el murmullo apagado de una música proveniente de los auriculares de una joven de pelo corto un asiento por delante, de la hilera contraria.
Una ráfaga de aire me golpea el rostro. El vehículo se ha vuelto a poner en marcha y la ventanilla de mi lado está abierta. Pero el lugar contiguo lo ocupa un hombre que parece estar dormido y me desanima a pedirle que la cierre. No tengo frío, al contrario, el calor es agobiante, pero las corrientes de aire me provocan alergia.
No sé donde estoy. Con seguridad he dormido más de la cuenta y me he pasado de largo. Sucede muy a menudo, sobre todo en jornadas largas, en las que el trabajo se aprovecha de mi voluntad y mi estupidez lo permite. A medida que los sentidos retornan de a uno al cuerpo, trato de pensar con celeridad que hacer, aunque sin mover un sólo músculo sobre aquel asiento.
Mi primera intención es ponerme de pie y adelantarme hasta el sitio de chofer para preguntarle una obviedad para él. Me pregunto cuántas veces por día le sucederá lo mismo, de tener que responder ante la irresponsabilidad de un pasajero, que en lugar de estar atento se duerme o se pierde en cavilaciones sin sentido. Ninguna idea que tenga su raíz sobre un colectivo puede tener sentido. Observo al hombre guiar el ómnibus y descarto la idea. Se puede ver su rostro cansado y fastidiado en el espejo retrovisor.
Mis ojos se distraen y se posan en la parte posterior del asiento que tengo delante. Lo han escrito al menos mil veces pero predomina el blanco del esmalte que se usa para borrar texto en papel. Un par de insultos y una descalificada descripción de una tal Alejandra. Al lado de "zorra" figura un número de celular.
A mi lado el pasajero que duerme revolea un brazo y me pega en la pierna. Suspiro. Desconozco donde estoy, viajo incómodo y no quiero ir a preguntar cuán grave es mi error. En algún lugar terminará el recorrido y allí mismo podré tomar otro de regreso. Es lo que se me ocurre a continuación. Una idea poco graciosa se cruza fugaz en el camino: aquel recorrido no tiene final de línea y estaré viajando por toda la eternidad. En algún punto la encuentro placentera y como todo lo que parece ideal, desaparece de la misma forma en la que llegó.
Sin darme cuenta tengo el teléfono en la mano. No es moderno ni tiene internet, pero sirve para llamar y recibir mensajes y con eso es suficiente. Los primeros tres números los ingreso dudando, pero el resto fluye con total naturalidad. Ignoro si corresponde realmente a esa tal Alejandra, pero nada hay por perder. Mucho menos por ganar.
Llama una, dos, tres veces. Imagino que en cualquier momento saldrá el buzón de voz y será el momento en el que cortaré la llamada, pero entonces escucho su voz.
- Hola.
Hola. La voz es de mujer. De mujer desganada o triste. La última vocal apenas si se alcanza a distinguir. Noto un ruido de fondo, quizá es música o gente hablando. A veces lo que uno cree percibir es lo que espera y no lo que es en realidad.
Me siento estúpido. Pero en lugar de cortar pregunto si es ella. No sé por qué, solo lo hago. Digo su nombre pero en tono interrogatorio. Lo encierro en signos de pregunta, encarcelándolo para siempre, incriminándolo como sospechoso de un crimen del que con seguridad era ajeno.
- Si - duda la voz con lógica, porque desconoce mi timbre, mi modulación, soy una persona que no conoce que ha preguntado por ella - ¿Quién habla?
Quiere saber. La ignorancia es el peor de los estados. Es estar indefenso. Débil, enfermo. Alguien pregunta por ella, sabe su número, su nombre y vaya a saber qué cosas más. Delante de mis ojos la tildan de muchas maneras. Lo hace un trazo tembloroso que pudo haber sido a causa de la bronca o del mismo tránsito. Quiero pensar que es lo primero, que no ha sido ella. Nadie se auto proclama prostituta, chupapenes ni zorra a menos que lo desee con toda el alma. También quiero saber. No sé a ciencia cierta qué, pero coincido con ella en eso.
Le digo mi nombre como si eso aclarara todo, pero lo único que hace es arrojar un nuevo manto de confusión. A mi alrededor todo sigue igual, con la diferencia de tres jóvenes de gorrita que charlan animosamente en el pasillo. El colectivo sigue avanzando como si no supiera que debió dejarme mucho antes en el camino. Ella vuelve a hablar. Dice que no conoce a nadie con mi nombre. Eso es algo difícil de creer. Con mi nombre hay cientos de personas. Alguno debe haber cruzado a lo largo de su vida. Pero no la culpo. Es de noche, alguien la llama a su celular y le dice su nombre. Alguien que por su voz, no conoce. Por ende, a la fuerza debe desconocer a todos, porque solo así se siente protegida.
- Perdón - la palabra me sale sin pensarlo, casi como acto reflejo y me parece la más apropiada - He visto tu número en un asiento del ómnibus y lo he marcado.
Se enoja. Vaya que lo hace. Me insulta. Me trata de hijo de puta, de pervertido, de muchas cosas más, pero no me inmuto. Ella no me lo dice a mí, se lo dice a la voz que no conoce que la ha llamado. Y puede que en algo tenga razón, porque es probable que alguien que llame a los números que aparecen escritos en los asientos de los colectivos o en las puertas de los baños públicos así lo sean. La escucho esgrimir todo un arsenal de palabras que tratan de atentar sobre mi moral, pero me sorprendo al notar que no me lastiman.
Ella termina de descargarse pero no corta, escucho su jadeo, su voz a punto de quebrarse, siento que debo decirle algo, que está esperando una respuesta a su pergamino de ofensas. Pero en lugar de eso, corto. Y en voz alta, sin darme cuenta, digo:
- Zorra
El hombre a mi lado se despierta y me mira con ojos entrecerrados. Uno de los chicos con gorrita desvía u atención hasta donde estoy sentado. Quizá alguno más haya reaccionado igual. No lo sé. Como tampoco sé sobre esa chica, la razón de su enojo, las veces que la han llamado culpa de ese texto escrito con borratintas. Pero en estos casos, la ignorancia es una bendición. Siempre que se obra mal, no saber es lo mejor.
El colectivo vuelve a frenar. Reconozco mi parada. Me levanto velozmente y aprovecho que hay gente descendiendo y bajo. Por alguna razón no había reconocido el camino habitual. Quizá algún desvío o simplemente, por estar distraído. No me importa. Estoy cerca de casa. El celular llama, miro la pantalla y no es un número que tenga registrado, pero reconozco los úlitmos tres dígitos. Es Alejandra. Dejo que llame. Más tarde lo bloquearé. Ha sido una jornada larga, pero ya estoy llegando.

8 de enero de 2015

Noches de día

La lluvia cae como una triste historia que se repite una y otra vez. Afuera las calles escupen agua y los pocos valientes que disfrazados salen a la carga como si no se pudiera esperar, se ven difusos entre la balacera de gotas que se interpone entre ellos y nosotros.
En las noticias dicen que mañana saldrá el sol. Mienten descaradamente. Los días que vienen serán siempre grises. Lo sabe el mundo entero, pero de todas maneras intentan decirnos que no es así. La lluvia esta vez no parará.
El agua le dará paso al viento. Luego al barro. Finalmente llegará la sangre. No es un presagio, está escrito. Lo dicen las estrellas durante la noche, las pocas que brillan entre nubarrones de pésimo augurio. Lo dicen los libros antiguos, atrincherados en sótanos húmedos e inalcanzables. También lo gritan los huesos de los desahuciados, cuya voces carecen de sentido.
Lo intolerantes están de parabienes. La gran fiesta ha comenzado. Pocos valores quedan en pie. Pero ninguno sobrevivirá para cuando llegue la noche. La lluvia irá destilando los últimos vestigios de bondad, llevándose las risas y las alegrías a los desagües de un putrefacto canal.
Encerrados, observamos cómo la oscuridad va cubriendo todo, a pesar de ser aún de día. Vemos las rejas cubriendo entradas y ventanas, las alarmas comunitarias asaltando las calles, los vecinos asegurando sus puertas con dos vueltas de llave, las miradas continuas detrás de las cortinas que se descorren ante el menor sonido proveniente de afuera. Nos escondemos sigilosamente, porque falta poco para la noche.
La lluvia se hace intensa, sofoca, asfixia, se hace carne. Empapados de miedo, sentimos el frío de la desconfianza. Nos observamos de reojo dudando del otro. Leemos los diarios, escuchamos la radio, vemos la televisión, pero a nadie le creemos. La verdad ya no existe, ha dejado de tener valor.
Nos queda la lluvia y el saber que no se detendrá. Analogía perfecta de la humanidad, el nacimiento y la muerte, el trueno y el relámpago, el correr a refugiarnos, el sentirnos a salvo y de tanto en tanto, cuando es solo una llovizna, animarnos a disfrutarla, darle la cara, abrazarnos a ella, aunque solo hasta que se vuelve tormenta y se olvida de la piedad. Y se repite, una y otra vez, como nuestra bélica historia humana.
Cuando amaine, veremos los charcos. Y si aún tenemos fuerzas, saltaremos encima. Como cuando éramos niños y éramos inocentes. Allá lejos y hace tanto.


5 de enero de 2015

Las palmas

Que triste se fue Mariana de su clase, caminando esas calles con aire de fiesta, colmadas de personas angustiadas por las compras de fin de año. Que triste es el mundo, por más que nos cansemos de sonreír y ponerle ganas. No es algo que podamos ocultar con maquillaje o debajo de una alfombra. Es la realidad y nos envuelve, aunque hagamos lo posible por cerrar los ojos.
Podemos engañarnos con buenas noticias, con creer que a todos les importa, con tragarnos los discursos de campaña y esperar que el planeta abra los ojos. Pero encendemos el televisor y nos convertimos en testigos de enfrentamientos, de guerras, de ataques con misiles, de aniquilamientos masivos, de persecuciones sin sentido, de tragedias y vanidades, del estertor continuo de la humanidad.
Maldecimos, nos ponemos de mal humor y nos refugiamos en la biblioteca. Tomamos un libro, una tragedia. Un nuevo libro, otra tragedia. Otro libro, otra tragedia. La historia es tragedia. En cada rincón el ser humano se ha bañado de sangre, ha motivado el hambre, impuesto la muerte, la condena, la tortura. Ha perseguido y ha sido perseguido. Los opuestos, el blanco y el negro, el rico y el pobre, la paz y la guerra, la vida y la muerte, el poder y la humillación.
Una tras otra, las finas capas de la historia fueron superponiéndose con el paso del tiempo, pero la humedad y el color de la sangre se ha extendido a través de la superficie y contagiando a cada generación. Así, el violento ser humano se ha reproducido durante siglos. Así lo sigue haciendo. Así seguirá sucediendo.
La gran balanza está equilibrada. Unos pocos de un lado, el resto, una multitud, del otro. Un planeta tan amplio, tan rico, en manos de elegidos. Uno existe con la sensación de tener que pagar a cada paso el precio por estar vivo, de respirar el aire que nos rodea, como si no fuera la naturaleza la verdadera dueña de nuestras vidas. La historia y los que la escriben nos han hecho creer que no es así, y hoy damos por sentado que debemos dávidas a nuestros gobernantes, a los tiranos del mundo, a los que deciden por nosotros, a los que inventan guerras a cambio de dinero, que respirar tiene un costo, que la vida es para ganarse el pan, que el planeta no es gratuito, que el sacrificio es la moneda corriente y que el hambre les toca a los que no pueden subirse al tren de los afortunados.
Mariana está triste. Se cruza a uno de "sus chicos" que cabizbajo cuenta monedas, mientras su brazo derecho hace malabarismo para no perder los pocos diarios que aún le quedan por vender. Hoy a ido a clases. Era jornada de trabajo. Recorrer las calles, vender el semanario, comer al final del día. Si sobraba algo, por ahí había algo más, algún estímulo.
Aún resuenan las palabras de una hora atrás. Mientras espera el semáforo, se quita las lágrimas con el dorso de la mano. Los coches frenan con el rojo y el paso se abre para los que esperan. Se adelantan unos niños, entusiasmados con los regalos que llevan en unas enormes bolsas. La madre los sigue detrás, cargando una bolsa con botellas.
El juego era sencillo y al mismo tiempo, divertido. Los que no sabían leer se acercaban a su oído a escuchar la consigna. Los que tenían la suerte de haber concurrido al menos un tiempo a la escuela, leían el cartelito que ella le había puesto al compañero en la espalda y trataban de representar con mímica lo que allí decía.
Los chicos, a veces dispersos, otras violentos, jugaban sin embargo en esa ocasión con mucho entusiasmo. El juego, en general, era una forma de acercarse. Sus duras vidas por un momento se abrían a otras perspectivas. Llegarían luego las horas para el dolor de estómago, para patear por unas monedas, el sobrevivir al barrio, a las juntas, volverse a calzar las mochilas con sus historias sobre la espalda con todo lo que eso significaba. Pero allí, en la clase de teatro, el juego era un abrazo cálido en medio de la gélida realidad del día a día. Y aquel específicamente, les daba un grato momento de risas, que no es poco.
El niño leyó el cartel en la espalda del otro. Dudó un segundo y empezó su actuación, con la esperanza de representar bien la frase y que los demás adivinaran. Batió las palmas, como llamando a una casa, y luego uniendo los dedos de la mano derecha por la punta, se los llevó a la boca repetidamente, como si estuviera introdujendo algo al tiempo que su mano izquierda se movía en círculos encima de su estómago.
Ella sintió un nudo en la garganta. Si los demás niños no adivinaban la frase había dejado de importarle. Ella lo entendía a la perfección. El hambre había sido representado con el batir de palmas, con ese llamado (casi siempre no contestado) esperanzado que con seguridad el niño repetía a diario, yendo de casa en casa, en un acto de supervivencia, de necesidad y urgencia.
El cartel decía: "Cuando tengo hambre me hace ruido el estómago". Los chicos arriesgaban a los gritos, tapando una voz con la otra. Mariana solo escuchaba el repiquetear de las palmas, una y otra vez. Y ese batir se convirtió en todas las palmas de alguien pidiendo que escuchó en su vida. En las palmas de niños, de mujeres y de hombres. En rostros y siluetas asomados detrás de una reja, de un mosquitero, desde la vereda misma, con una tibia sonrisa y un mismo pedido. Ese "tiene algo para darme" que nos devolvía cada tanto a la realidad, con la fuerza de un uppercut de campeón de los pesos pesados. Esa sonido hijo de la historia, de la humanidad. Esa plegaria es busca de un pequeño milagro, en el socorro del prójimo, venciendo a la humillación, a la vergüenza, porque la muerte y el hambre no perdonan ni a una ni a otra, y la supervivencia se olvida de ciertas nimiedades cuando el dolor ha doblegado ya las piernas y obliga a uno a andar de rodillas.
La clase termina, los niños vuelven a sus realidades y solo quedan las palmas en el aire. Mariana camina con el sonido en su cabeza. Sabe que no hay nadie lo demasiado fuerte como para contener el llanto ante tremenda verdad, salvo claro, aquellos que están por encima de todo, incluso del prójimo, de la solidaridad, los que se creen dueño del mundo y de todos los que lo habitan. Son los que ríen a altas horas, los que entrechocan copas con el champán más caro, los que desconocen el sufrimiento, los que hacen y deshacen a su antojo, sin importar el credo, la bandera y la nación. Los mismos que a lo largo de la historia han ido cavando la gran tumba de la humanidad, esa que de a poco, ocupamos todos.
Cuando llega a su casa, se lava la cara, respira hondo y presta atención a la calle. Quiere estar atenta, quiere que todos lo estemos. Un pedazo de pan no hará la diferencia, pero si los oídos de todos están despiertos, puede que haya un cambio. Sabe que la esperanza no viene envuelta en celofán ni tiene un moño de regalo. No se compra en las tiendas, ni con efectivo ni tarjeta de crédito. Nace en el corazón, en el sentido común y el amor al prójimo. Cree en el ejemplo, en que el ayudar puede cambiar historias mínimas, y que la lágrima puede transformarse en una sonrisa. Es una ilusa de corazón enorme, que no se resigna a creer que la vida es sinónimo de tristeza y que el mundo es en verdad un lugar hermoso.
Debe haber otra gente que piensa igual, parte de la humanidad que odia los opuestos, que sueñan con un mundo sin disparidades, donde todos estemos hombro a hombro, y sin hambre. Donde las palmas ya no se escuchen. Donde no sean necesarias.

2 de enero de 2015

Canción para el otoño

El verano es una estación cruel, pero al menos con un poco de agua los chicos se refrescaban. El miedo de Lucía era a futuro, para cuando llegara el otoño y comenzaran los primeros fríos. El lugar donde vivía - porque no se podía llamar una vivienda - se sostenía apenas por unas chapas y troncos. Cuando llovía, era lo mismo adentro que afuera.
No era el mejor lugar para que crecieran, pero era lo poco que había conseguido. En los apremios, los deseos no existen. Es lo que hay, como le había enseñado su mamá cuando aún vivían en el norte, hacía tanto y tan allá a lo lejos.
Ninguna vida era fácil. Lo había aprendido de pequeña. Cada persona que había conocido era un ejemplo. Nadie, hasta los que tienen un poco más, tienen servido el destino. Por eso, jamás había sentido envidia. La suerte iba y venía, como la dicha y la felicidad, y en esa ruleta que era la existencia, algún día la fortuna le tenía que tocar. Y si no era a ella, a su corazón le alcanzaba con que fuera a ellos, sus niños, que descalzos chapoteaban a la orilla del río, calmando la furia del sol que quemaba la piel.
Las cosas se hacen por amor o no sirven le había dicho una vez su mamá, que se lo había escuchado a un tal Cabral. Y era cierto. Cuando se puso en pareja con José, era porque había quedado embarazada, no por otra cosa. Y no sirvió. Porque llegaron más críos y más responsabilidades, pero jamás había dinero para otra cosa que no fuera para el vino.
Fue entonces, al saber que estaba en camino el cuarto hijo, que decidió cambiar el rumbo y de un día para otro se encontró haciendo dedo con los chicos a cuesta para buscar otra suerte, esa tan esquiva desde siempre. Terminó lejos, en una ciudad nueva, con tantos miedos como posibilidades.
La calle fue su hogar hasta que consiguió el precario techo donde cada noche se ocultaban de las estrellas. En la cama, donde dormían todos, su último pensamiento consciente solía ser siempre el mismo: estaba allí por amor a sus hijos.
Cada día era una nueva ilusión. Por supuesto, no creía en cuentos de hadas, sabía que no aparecía un príncipe vestido de gala ofreciéndole probarse un zapato. Las fábulas, los relatos, eran formas de endulzar los oídos y abrir las mentes. El verdadero factor era el trabajo. Salir a ganarse el pan, cómo había hecho su madre. A fregar pisos, a limpiar veredas, a pasar el trapo. Si quería soñar otros trabajo, podía, claro que sí, pero de nada le serviría. Con los pies en la tierra el camino era más fácil de transitar.
Los miedos, claro, estaban al pie del cañón. Dejar solo a los chicos en la precaria construcción, delegar que lo miraran de tanto en tanto sus vecinas, estremecerse al pensar que les podría ocurrir un accidente, o bien, pensando en el otoño y la llegada de los primeros fríos, que el dinero no fuera suficiente para poder comprar un calentador o pagar por un lugar mejor.
Había temores, pero también optimismo. Una especie de balanza, de contrapeso, lo bueno y lo malo, como en todas las cosas. El equilibrio, ese del que tanto habla la gente. Gente que ni siquiera se ven privados de las necesidades básicas, pero que de todas formas tienen sus problemas. Como todo el mundo.
Cuando regresaba, casi al atardecer, los encontraba felices jugando en el agua. Siempre ante el amable cuidado de alguien del barrio, a quien por supuesto, Lucía agradecía infinitamente. Se ponía a pensar en lo infeliz que sería de no tenerlos, en lo aberrante que habría sido permanecer donde estaba, siendo testigo de cómo el hombre que los había procreado los privaba de alimento y también de cariño.
Era libre y al mismo tiempo, esclava. Aunque por elección. Por cuando uno ama, todo sirve. Ya sea el sacrificio o el dolor, el pasar hambre para que un hijo coma o encamarse a escondidas con el marido de alguna de las mujeres que la contrata para limpiar la casa. Todo suma para poner el pan sobre la mesa, para verlos felices y sonriendo, para pensar en cómo combatir el frío cuando llegue.