Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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17 de junio de 2019

La montaña

Desde lo alto es apenas una mancha avanzando en un claro de la vegetación. Muy cerca, hacia la derecha, está el río. Brilla mientras serpentea de un lado a otro en un dibujo que aunque estático, es al mismo tiempo vívido, hipnotizador. Pero para la mancha, allí a varios metros, aquello que lo rodea es un paisaje ajeno. Cientos de árboles y arbustos se interponen para esconder de su vista ese brazo de agua, a pesar de la cercanía.
Y desde lo alto, la mancha sigue su trayecto. El helicóptero no le pierde pisada. Aunque distante, la vista es clara.
Claro, es difícil proponer un rompecabezas visual de esta índole sin un contexto. La única manera de ocultarse, sería entre los árboles, pero nadie se animaría. No con todas esas cosas sueltas. Partamos entonces desde el principio. No muchas horas antes, después del gran ruido.

La explosión fue muy clara. Estremecedora en algún sentido. Retumbaron los vidrios, sin llegar a romperse. Se movió el suelo, sin saltarse ningún cerámico. Se revolvieron los estómagos de todos y cada uno, sin llegar nadie a devolver. Demoraron muy poco en correr hacia el exterior, no sin antes cruzar miradas de estupefacción, en total silencio por una cuestión meramente de miedo, que los imposibilitaba de mover los labios y pronunciar palabra alguna.
Cuando decidieron correr hacia fuera del salón comedor dónde el turno DIA estaba desayunando, lo hicieron en tiempo récord, atravesando la doble puerta de ingreso casi en una exhalación.
Luego, el primer obstáculo fue el sol. Irradiaba tanta fuerza justo desde donde había provenido la explosión, que solo colocando la mano en forma de visera, podían llegar a ver algo. Y ese algo que observaron todos al mismo tiempo, fue suficiente. Algunos se llevaron la mano libre a la boca, otros sintieron las piernas doblegarse. No pocos dejaron caer lágrimas de angustia. Es que la montaña, la enorme montaña ubicada a dos kilómetros a la que ingresaban cada día a las diez de la mañana de manera puntual para relevar al turno NOCHE, ya no estaba. Y en su lugar, además del sol que ahora los atravesaba, había una voluptuosa nube de polvo que amenazaba incluso con cubrir a la enorme estrella de luz y también todo lo que estuviera a su paso, en un avance de pasmoso silencio, prácticamente al ritmo de una tortuga, que hacía aquello aún más morboso e inquietante.
Es que en ese silencio, en ese tácito mutismo, resonaba a viva voz una única pregunta: ¿Dónde estaban sus compañeros, los cien mineros del turno que iban a reemplazar en menos de una hora?
Fue un grito, que surgió del mismísimo abismo de polvo, el que terminó con todo pensamiento y desató la locura. Un grito como nunca nadie había escuchado.

Eran otros cien mineros, más los empleados del complejo. No había directivos de la minera, nunca los hay. Solo están para los actos de protocolo. El resto del tiempo, están a merced del destino, a miles de kilómetros de cualquier civilización. Esa mañana algo sucedió en la montaña, algo terrible. Ahora, huyendo en la camioneta por un camino que desconoce, rodeado de árboles, sin poder detenerse, puede pensar en dos posibilidades. La primera, que alguna detonación abrió una puerta en el corazón de la montaña dando comunicación con lo inesperado. La segunda, que ellos estaban allí dormidos y ellos lo habían despertado.
Lo cierto es que el grito los paralizó. Fue algo tan extraño que no atinaron a nada. Permanecieron de pie, observando el polvo creciendo en el aire, como una nueva montaña, pero volátil, intensa, tenebrosa. El olor debería haberles llamado la atención, pero el sonido de la explosión había perturbado todos los demás sentidos. El olor era a huevo en mal estado, a podredumbre. Como si la muerte hubiese pasado a su lado, dejando una estela de fetidez. Aún así, no nadie se detenía a pensar en ello. Pero aquel grito, aquel estremecedor sonido...
Y entonces, como salidos desde el mismo infierno, aparecieron. Aparecieron del polvo, como disparados por una enorme catapulta, haciendo un arco en el aire y aterrizando a muy pocos metros de donde todos estaban. En sus ojos podían encontrar la definición del horror. Grandes, blancos, inyectados de pequeñas arterias negras. Sus garras afiladas, enterradas en el suelo. El pecho repleto de espinas, gruesas y desparejas subiendo y bajando, al ritmo de una respiración salvaje, desquiciada. Eran abominables. Difícil de ser llamados seres, engendros o animales. Aquel contacto visual entre el minero y esas cosas, fue efímero. Equivalente, quizá, a un parpadeo. Pero lo suficiente como para grabar a fuego tan siniestra imagen.
Esas cosas no perdieron el tiempo. Se arrojaron sobre los trabajadores. Sus movimientos eran tan ágiles como mortales. Sus extremidades tenían firmeza, elasticidad y una precisión absoluta. Al menos cinco cabezas volaron por los aires, decapitadas de un solo zarpazo. El minero de apellido Gutiérrez retrocedió como pudo, cayéndose tres veces. Otros trataron de hacer lo mismo, pero fueron alcanzados y asesinados al instante. Gutiérrez tuve suerte. Mientras otros a su lado caían bajo el filo espeluznante de esas cosas, sus piernas seguían avanzando. Corrió hasta la camioneta del capataz y subió sin pensarlo. La llave de arranque estaba allí, lista para que la gire, para encender el motor, poner en marcha aquel vehículo y salir derrapando sobre la grava, acelerando a más no poder, mirando en todo momento por el espejo retrovisor, viendo como los pocos que aún quedaban en pie, sucumbían ante la monstruosa horda de cosas y cómo algunos de estos bichos avanzaban detrás de la camioneta, que ganaba velocidad y se alejaba. No supo en que momento comenzó a llorar, pero cuando llegó a la ruta, el rostro estaba empapado en una mezcla de sudor y lágrimas.

En algún momento, aunque breve, Gutiérrez creyó sentirse a salvo. Respiraba hondo, tratando de no entrar en pánico. Pero luego comenzó a verlos. Los engendros estaban por todas partes, como si aquella montaña hubiese escondido un enorme hormiguero. Los veía a los lados del camino, entre los árboles, algunos trataban de alcanzar la camioneta. Eran veloces, pero la camioneta no bajaba de los cien kilómetros por hora. El tanque, afortunadamente, estaba lleno. Pero si esas cosas seguían multiplicándose y apareciendo de la nada, no faltaría mucho tiempo para que en algún punto del camino, en alguna parada obligatoria, o donde se viera forzado a reducir la velocidad, lograran tenerlo a mano y dar cuenta de su existencia.
¿Qué sentido tenía la huida, al fin y al cabo? ¿Acaso estaba prolongando la agonía, sufriendo a cuenta de un final que tarde o temprano se produciría? Pero existe el llamado instinto de supervivencia. El deseo de vivir. Aunque sea una hora, dos horas, tres horas más. La muerte es siempre la última opción. Incluso, cuando la muerte es la única opción.
Se percató del equipo de radio a la media hora de viaje. No sabía usarlo, pero atinó a usar la lógica. Ignoraba de frecuencias y más aún, de cómo configuraba ese aparato. Apenas que sabía usar el celular para comunicarse con su hija, que no llevaba consigo, porque siempre lo dejaba en la habitación.
Estuvo treinta minutos repitiendo el mismo llamado de auxilio. Era un pedido desesperado y así sonaba. Lo único que decía era: "Aquí operario Gutiérrez, huyendo de la minera Excav. Hubo una explosión y está repleto de monstruos". Cualquiera que lo escuchara podía optar por reírse o preocuparse. Pero podía escucharse en el tono de su voz el miedo a flor de piel. Cada palabra vibraba con angustiosa tensión. Cada sílaba parecía a punto de romperse por el llanto. El idioma, el lenguaje, eso que nos permite comunicarnos, es en sí un pedido constante de ayuda. Para no sentirnos solos, para sabernos acompañados, para saber del otro. Gutiérrez quería saber de todos, que alguien le respondiera, que alguien le dijese que aquello no era real sino una mala pesadilla.
Hablaba a aquel aparato sin tener la certeza de tenerlo encendido. Media hora estuvo repitiendo lo mismo, observando al mismo tiempo de reojo cómo en el paisaje se adivinaban esas cosas, siempre al acecho. Hasta que un sonido áspero y entrecortado, similar al de un relator de fútbol sonando en una radio vieja y sucia, lo hizo llorar por segunda vez en la misma mañana.
Esa voz decía "Aquí Control Norte, enviando unidad de apoyo. Indique ubicación". Tardó un buen rato, mientras puteaba a viva voz, en darse cuenta que aquello que estaba por encima del volante era un gps. Lo encendió y obtuvo las coordenadas de la camioneta. El camino era menos sinuoso, ya no había ripio y el paisaje se estaba convirtiendo en algo que en cualquier otra situación sería digno de contemplar, con arboleda de un lado y del otro. Al vehículo le quedaba aún medio tanque de combustible. Esas cosas seguían apareciendo cada tanto. Podía verlos a través de las ventanillas cada vez que desviaba la vista del pavimento. Sabía que si se detenía, destrozarían la camioneta en cuestión de segundos. 
Pensaba que si había viviendas en los alrededores, con seguridad sus moradores ya estaban muertos. La voz en el radio le dio aviso que un helicóptero militar estaba cerca de su posición. De la misma manera que no le habían pedido explicaciones a su pedido de ayuda, tampoco le habían advertido del tipo de ayuda que enviarían. Y eso lo puso en alerta. Trató de mirar hacia el cielo, pero divisó nada. Si vio, en cambio, algunas columnas de humo oscuro a los costados, entre los árboles. Incendios. Tuvo entonces imágenes fugaces en su mente de vecinos de la zona espantados por esas monstruosidades, tratando de atacarlos y pereciendo en la lucha, con sus hogares en llama por alguna explosión involuntaria. Su imaginación iba más rápido que la camioneta, tratando de borrar esos pensamientos, que, sin embargo, se interponían a su voluntad. Es que, tarde o temprano, era la suerte que le esperaba. Y era consciente de ello, El derrotero de su huida, no era otro que la demora en un corredor de la muerte, y esas cosas de garras afiladas, los verdugos que lo ejecutarían en la horca, en la hora final.
Pudo ver al helicóptero en un claro entre las copas de los árboles, tratando de girar hacia él. Estaba a muy baja altura, casi rozando los árboles. Como le habían dicho, era del ejército, con armas en sus laterales y misiles bajo la cabina. Se fue poniendo a la par de la ruta, y comenzó a girar lentamente, suspendido en una misma posición. A medida que avanzaba, Gutiérrez lo veía más grande. De repente la trompa del helicóptero observaba frontalmente a la camioneta. Y de un momento a otro, vio absorto salir disparado un misil.

En el despacho principal de la base militar subterránea, ubicada a quinientos kilómetros de la excavación, las miradas son de preocupación. El informe de la torre de Control Norte fue recibido como una bala en el pecho. El helicóptero alcanzó a disparar contra el minero que había escapado pero no podían confirmar si habían impactado en el objetivo: las bestias habían aprovechado la proximidad con los árboles para lanzarse desde las ramas y derribarlo. Estimaban que piloto y militares a bordo habían perecido en la caída. Y si había posibilidad alguna de que se hubiesen salvado, las bestias los habrían asesinado entre los restos del siniestro.
- ¿Tenemos entonces un testigo vivo?
Nadie se atrevió a decir lo contrario. No se manejaban con supuestos, sino con certezas. No tenían pruebas que indicaran lo contrario. Ni siquiera podían valerse de los otros datos reportados por el informe: el minero no contestaba el radio y tampoco detectaban datos del gps del vehículo.
El militar sentado en la cabeza se puso de pie y caminó hasta la pared más cercana, donde se extendía un mapa de la zona, con diversas marcas de colores, una de ellas sobre un punto que decía "Montaña X". Tomó de una mesa una ficha roja y la colocó lejos de la excavación, en un lugar determinado de la única ruta de la región.
- Aquí perdimos el helicóptero. No podemos enviar unidades terrestres para confirmar si eliminamos el error colateral. Tampoco nada tripulado. Que sean drones y que nos digan cuánto antes si lo que debía hacerse, está hecho.
- ¿Podemos irnos? - preguntó un oficial.
Pero antes que el de mayor rango hablara, otro oficial se puso de pie y se dirigió al mapa. Señaló líneas distantes, de color naranja.
- ¿Cómo podemos estar seguros que las bestias no pasarán de estos límites? Hemos visto satelitalmente que son sanguinarias, más de lo que preveíamos. Si nuestros científicos se equivocaron al respecto, cómo podemos confiar en que el material colocado a lo largo de ese perímetro las contendrá. ¿Y si también calcularon mal? Cómo podemos estar tan seguros que en realidad no escapaban de la montaña por otra cuestión. Dejarlas escapar y estudiarlas en un área tan grande, es un riesgo.
- ¿Ya dijo todo lo que tenía para decir, Teniente? El plan era éste y el alto mando estuvo de acuerdo, nuestro gobierno y el de veinte naciones más estuvieron de acuerdo, y los dueños de la minera estuvieron de acuerdo. Prioridad uno, mantener como ultra secreta esta misión, la explosión y todas las muertes. Y eso implica que ese minero, ya sea por nosotros o esas bestias, esté muerto, bien muerto. Prioridad dos, hacer cumplir la prioridad uno, para que quiénes deben ocuparse de la fase de estudio, análisis y todo lo que quieran hacer con esas cosas allá afuera, se ocupen de sus tareas. Si esos límites fallan, Teniente, deberemos enfrentarnos a esas bestias. Mientras tanto, tenemos órdenes. Y debemos cumplirlas. Manden esos malditos drones y háganme saber si el minero está muerto o no.

La primera explosión no lo había matado por una hora. La segunda explosión había fallado por solo cinco segundos, que fue el tiempo que le llevó abrir la puerta y arrojarse fuera. Eso y la presencia de dos de esos bichos que saltaron sobre él cuando se tiró de la camioneta.
La onda expansiva golpeó los cuerpos de las cosas que arrastraron el suyo contra la zona boscosa. Cuando despertó, sintió una fuerte opresión sobre su espalda. Pensó que el golpe le había quebrado la columna, pero el malestar era por otra cosa. Uno de los letales engendros estaba sobre su cuerpo, sin vida. Le había servido de coraza contra la explosión. A duras penas pudo quitárselo de encima. A medida que lo movía, un líquido viscoso y tibio salía de esa cosa y lo iba cubriendo lentamente. Era como estar bajo un chorro de miel con mucho olor a mierda.
A pesar de dolerle todo el cuerpo, se puso de pie, asiéndose del tronco de un árbol. Las hojas secas crujiendo a su espalda delataron la presencia de otro de esos seres. Supo que no iba a tener tiempo de darse vuelta y que sentiría un ardor en su cuelo cuando el zarpazo lo atravesara de lado a lado. Cerró los ojos y esperó. Un frío recorrió su cuerpo y se le escapó un chorro de orina.
Al cabo de diez segundos, giró sobre sus talones. El bicho estaba ahí, a cuatro o cinco metros. Lo miraba atentamente, pero no se movía. Parecía olfatear el aire, aunque no tenía nariz. Los ojos blancos estaban atentos, mientras las líneas finas y negras que parecían tatuados en él se movían casi imperceptiblemente. Finalmente se marchó en otra dirección. Gutiérrez, que para entonces también se había cagado encima, comenzó a llorar una vez más, dejándose caer con la espalda contra el árbol, hasta quedar en posición fetal en el suelo. Todavía estaba vivo. Era el único pensamiento coherente en su mente. Y el que lo movilizó a ponerse de pie.
El helicóptero había disparado contra él, no contra esas cosas. Era una idea difícil de asimilar. Más cuando el helicóptero era su única oportunidad. Dos de los engendros pasaron a su lado, sin detenerse. Aparecieron tan abruptamente que no tuvo tiempo de reaccionar, sin embargo el corazón se paralizó un instante. No tenía que analizar demasiado para comprender que aquella sustancia que había caído sobre él lo ayudaba a pasar desapercibido de los monstruos.
Se internó cada vez más en el bosque, tratando de esconderse detrás de los árboles. En la medida que avanzaba, llegaba a sus oídos un rumor constante. Finalmente lo vio. Era un río, con una corriente bastante fuerte, pero lo suficientemente corto a lo ancho como para llegar hasta el otro lado. Aunque el agua... el agua podía limpiar esa viscosidad que lo mantenía a salvo.
Observó en los árboles trepar hasta lo alto a varios de los bichos. En lo alto, a través de las copas, algunos drones captaban la atención de las cosas. Rápidamente se puso a resguardo, para no ser visto. Los monstruos parecían saltar de árbol en árbol, en la medida que los drones se movían. Cuando notó que todos iban en una dirección contraria de dónde estaba, no lo dudó más. Corrió hacia el agua y se arrojó. La corriente era muy fuerte, trató de dar brazadas, pero era imposible. Entonces, se dejó arrastrar.

El puño golpeó la mesa con violencia y el estruendo estremeció al mensajero, que se retiró tras la orden del general. El hombre se paseó por su despacho, con pasos lentos. Finalmente se acercó al escritorio, levantó el teléfono y mintió a su superior.
- La camioneta quedó destruida por el misil, si señor. Totalmente destruida. No hay chances de que haya supervivientes. La fase dos puede comenzar.
Colgó y se sentó en su silla de respaldar alto. Volvió a tomar la tablet que le llevó el oficial y le dio play al video. El drone había filmado al camioneta, aún despidiendo humo provocado por el misil. Se veía claramente la destrucción, pero la puerta del conductor estaba abierta, no había cadáver alguno carbonizado en el asiento y más allá, contra los árboles, se veían dos bestias muertas, despedidas por la explosión. El drone las había sobrevolado detenidamente. Segundos antes que la filmación se cortara abruptamente, se podía ver un pedazo de tela, con el logo de la compañía Excav, entre los restos de la bestia. Pero no había ningún cadáver humano en el lugar.
El puño volvió a bajar con fuerza con la madera. Su futuro al mando de la misión dependía de una sola cosa: de la capacidad de esas bestias en impedir que el minero saliera de la zona de restricción.

Por momentos parecía que se ahogaba, pero entonces emergía y respiraba, mientras la correntada lo llevaba río abajo. Se había golpeado varias veces contra rocas en el camino, y sangraba de diferentes partes del cuerpo, pero confiaba en que, de alguna manera, aquel viaje tempestuoso acabaría en algún momento. Finalmente pudo agarrarse de unas ramas y asiéndose con fuerza, llegó a la costa, repleta de camalotes, ramas y botellas de plástico. Esto último le daba el indicio de estar cerca de algún lugar poblado. No sabía cuánto había viajado y había perdido la noción de la ubicación. Una pequeña barranca lo llevó hasta una zona de yuyos altos, que terminaban en un alambrado de púas. A medida que se acercaba, vio pastando vacas y mucho más lejos, algunos caballos. Las heridas le ardían y pronto comenzaría a atardecer. La temperatura había comenzado a bajar, sentía hambre y estaba muy cansado. No obstante, cruzó el alambrado y anduvo con cuidado, ocultándose entre los pastizales más altos.
A lo lejos, cuando ya anochecía, divisó una ruta. Pasaban de tanto en tanto camiones y vehículos. Se acercó lo suficiente como para identificarlos. La mayoría eran transportes militares, que le recordaban el episodio con el helicóptero. A la rastra, llegó cerca de arbustos ubicados a escasos metros del camino. Aguardó durante horas, siempre oculto. Calculó al menos una docena de camiones del ejército, pasando de un lado a otro. Creyó ver una estrella fugaz desaparecer en el firmamento, entre dos constelaciones que le eran familiares. De inmediato, vio aproximarse un viejo rastrojero, que marchaba a baja velocidad. Lo dejó pasar y echó a correr detrás. Se asió de la caja trasera y con mucho cuidado, se dejó caer dentro. El vehículo llevaba herramientas, bolsones de cereal y una lona oscura, bajo la cual se escondió. El dolor lo sumió en un sueño profundo, aunque alerta. Quizá, se dijo antes de cerrar los ojos, todo aquello fuera tan solo un mal sueño que al despertar, desaparecería. Aunque las heridas, dijesen lo contrario.

Desde lo alto es apenas una mancha avanzando en un claro de la vegetación. Muy cerca, hacia la derecha, está el río. Brilla mientras serpentea de un lado a otro en un dibujo que aunque estático, es al mismo tiempo vívido, hipnotizador. Pero para la mancha, allí a varios metros, aquello que lo rodea es un paisaje ajeno. Cientos de árboles y arbustos se interponen para esconder de su vista ese brazo de agua, a pesar de la cercanía.
Y desde lo alto, la mancha sigue su trayecto. El helicóptero no le pierde pisada. Aunque distante, la vista es clara. Es un sencillamente un viejo rastrojero, pero las órdenes son órdenes. Todo vehículo debe ser controlado.
- Perdemos el tiempo, Tom. Nadie escapa a cuarenta kilómetros por hora.
Tom, rio fuerte. Si algo le gustaba hacer, era reírse fuerte.
Más adelante, en dirección contraria, venía un auto deportivo.
- Vigilemos a ese, será más divertido.
Y Tom volvió a reír, contento de esa decisión.