Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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28 de diciembre de 2004

Inocencia

Y Dios les dijo en un día como hoy: "Todo en lo que creéis, no existe, son puras patrañas".
El pueblo cayó de rodillas, los rostros se miraron consternados, el pánico asomaba entre la gente, los rezos cesaron y gemidos surgieron de los labios.
Dios entonces les tuvo piedad y les dijo luego de ver que habían sufrido bastante: "Qué la inocencia les valga" y su risa estremeció las montañas y colmó de olas el mar.
Los pueblerinos se regocijaron por la broma, se sintieron aliviados y se abrazaron unos a otros.
Aarón tenía diez años, pero pudo ver en la escena, no júbilo en la gente, sino miedo. Y en voz baja pronunció "qué más daría si vuestra broma fuese realidad, acaso algo en lo que creemos tiene pizca de verdad?". Y dicho esto se alejó de la multitud.
El no creía en la voz grave que tan fácilmente había engañado a todos, él creía en que si no pescaba durante la mañana o la tarde, su familia no comería por la noche. Esa era su verdad, lo demás no existía, eran puras patrañas.

Nos vamos don Pedro

No le di razones a la muerte para que me llevara tan pronto, pero igual lo hizo. Me encontró una mañana, mientras corría por el parque. Me engañó fácilmente. No vestía de negro ni sostenía una hoz. Su mirada no era terrorífica ni su voz espectral.
Lo recuerdo bien, como si fuera hoy. Se acercó, me puso una mano en el hombro y me dijo casi al oído: Nos vamos don Pedro. Y me llevó sin resistencia, dejando vacío el cuerpo sobre el césped, en una posición casi cómica, casi lamentable.
Sesenta años. Siempre creí que tenía no menos de veinte años por delante aún, pero ya ve, un día sin advertencia previa, nos dice "nos vamos" y no queda otra. La verdad, no me quejo. En realidad no sentí nada. Y estando acá, que no se dónde es, ni idea qué es de la gente que conocí. Tampoco me preocupa. Sinceramente estoy cómodo. Ya ni recuerdo que era tener hambre o sueño. Los recuerdos que aún poseo son muy difusos y tienden a desaparecer.
A veces creo que nos reciclan, sabe. Que el aire de este lugar nos va desgastando de a poco, primero internamente y no se, muy probablemente cuando ya la razón no nos sea de utilidad, nos desgastemos físicamente. Pero esas son cosas que uno piensa cuando tiene todo el tiempo del mundo. Bueno, si pasara lo que le dije, no sería tan así, no tendríamos todo el tiempo del mundo.
¿Pero para qué hacerse problema, verdad? Si uno ya está acá. Tranquilo, cómodo, sin responsabilidades (qué palabra, no recuerdo que significaba, pero era algo que embromaba bastante) ni nada. Uno está acá y es. Qué cosa es, ni idea, pero es, o acaso no soy? Al menos le estoy diciendo estas cosas.
En la vida no se podía ser así, digo, ser una persona sin problemas, con tranquilidad. Lo poco que recuerdo es que siempre había obstáculos, no se como llamarlos. Renegando. Eso. La mayor parte del tiempo estábamos renegando. Había que luchar para sobrevivir. Luchar contra los obstáculos digo, no de pelearse con otras personas.
Y sabe que ahora que lo pienso, aquellos que se resignaban a no luchar, a dejar que los problemas los superaran, tenían el mismo aspecto que nosotros. Se dió cuenta? Es decir, como explicarle. Eran, estaban, pero nada más. Se desgastaban con el aire, porque era lo único que hacían. Ya habían bajado los brazos. Ahora que hago memoria, eso pensaba de esa gente siempre y sabe qué, usted se va a reír, yo pensaba que esas personas resignadas tenían en mente dejarse estar y esperar a la muerte para estar mejor en otra parte.
Perdone, pero me hizo gracia. Recuerda usted la gracia? Si, si, a veces nos producía la risa. Esa misma. Bueno, me da gracia pensar en que esa gente esperara eso. Qué fiasco se habrán llevado los que hayan conseguido lo que buscaban! Morir para estar mejor y encontrarse que no hay nada, tan solo una sala de espera eterna (o hasta que nos desgastara el aire, vaya uno a saber) en la que la resignación es la mejor compañía.
Al menos morí creyendo que iba a vivir más, con planes para el futuro, con ideas, con ganas. Si, la muerte me dijo "nos vamos" cuando más hubiese querido quedarme, es cierto, pero en fin, la muerte es la muerte, por más que no vista de negro ni sostenga una hoz, como un tonto es un tonto por más que crea que engaña a todos haciéndose pasar por un resignado.

17 de diciembre de 2004

La torre humana

La calle era un verdadero manicomio. Las ambulancias que habían logrado llegar a través del caótico tránsito tras el terremoto estaban al pie del edificio. Sobre la acera, un arquitecto era tajante en su postura:
- Es imposible capitán, se vendrá abajo. Si la gente comienza a descender por las escaleras, se viene abajo. Y eso si antes no se queman vivos en los pasillos.
- Y entonces qué? Esperamos a qué el fuego siga avanzando o se desmorone el edificio? Dígame, qué? Bien sabe que el puente se ha venido abajo y estamos aislados, el maldito barrio está aislado. Y no tenemos un mísero bombero y mucho menos, le recuerdo arquitecto, una escalera de al menos treinta metros.
La gente corría de un lado a otro, algunos ajenos a la situación, otros en cambio, se detenían a observar a los ocupantes del único edificio que había en esa zona, que parecía mantenerse apuntando hacia el cielo en forma fortuita, pero que se notaba, cedía terreno y era inminente su final. Los ocupantes, los que no había podido escapar antes que el fuego se desatara en el interior de la estructura, estaban en la terraza.
Un chico de seis años se detuvo a escuchar al arquitecto y al capitán de la policía. Mientras se hurgaba la nariz, los observaba con detenimiento, prestando mucha atención a las palabras que cruzaban.
- Le digo capitán, si usted pide que intenten bajar por las escaleras, asumirá el riesgo de mandarlos, literalmente, a la hoguera.
- Lo sé, cree que no lo sé? Pero válgame Dios, no tengo una sola idea de como encarar esto. No están en un árbol, dónde le pido a usted que me sostenga y eleve mientras yo los bajo. Están en un maldito edificio!
- No me grite capitán, no estoy en su contra, solo le digo que no es probable que puedan bajar por las escaleras.
El capitán se quedó en silencio, respirando agitadamente. Un subalterno aguardaba a su lado con un handy en la mano, esperando para impartir alguna orden, cualquiera que fuese. Más lejos, los coches patrullas decoraban la calle con sus luces azules y rojas. El cielo, en tanto, se iba cubriendo de espesas nubes grises. El niño se fue corriendo, calle abajo.
Un paramédico se unió al capitán y al arquitecto en el agitado diálogo. De tanto en tanto, miraban de reojo el edificio, viendo como el humo aparecía siempre en una ventana de un piso más arriba que la última vez que habían desviado su mirada hacia el mismo.
Al cabo de unos minutos, el capitán sintió que le tironeaban hacia abajo la camisa.
- Vete de aquí niño, que estamos en medio de un problema. Vete, busca a tus padres.
El niño no se movió del lugar y volvió a llamarlo.
- Niño! Qué quieres, por favor, que no tenemos tiempo! - y rápidamente siguió con la charla con las dos personas que tenía delante en el mismo punto donde se había visto interrrumpido.
El niño se alejó y el capitán se olvidó del asunto. Ni el arquitecto ni el paramédico repararon en el pequeño.
A los pocos minutos, el diálogo tenía más voces. Médicos del hospital de la zona, otros policías y hasta un periodista de la televisión, que quería saber que pasaba y se quedó debatiendo con los demás. La gente que estaba en las cercanías esperando una definición, le prestaba tanta atención a este grupo de personas como a las que se encontraban varios metros por encima, sobre la terraza del edificio.
- Pero capitán, como no es posible que no haya un helicóptero de la fuerza disponible - decía a viva voz el periodista.
- Se lo repito caballero, el que tenemos está en un taller desde hace más de dos meses. El otro más cercano, está en un hangar a más de trescientos kilómetros de aquí y los dos pilotos, nos informaron por radio, no están disponibles.
- Pero me va a decir...
- Capitán! Capitán! - el subalterno apareció de repente haciéndose paso entre la gente que formaba ese extraño círculo de voces - Capitán, tiene que ver esto!
El capitán, y las demás personas que estaban buscando una salida para la gente del edificio se dispersaron inmediatamente siguiendo al subalterno, que corría en dirección al edificio, pero hacia la parte posterior.
Allí se detuvieron en seco, casi sin darle crédito a lo que sus ojos veían.
En paralelo al edificio, en forma longitudinal, apuntando hacia el cielo gris, se erigía una segunda torre. Y ésta, no de cemento y estructuras de acero. Era una torre humana, de treinta pisos de altura.
- Es... es.. imposible... - dejó escapar en una exhalación el arquitecto y fue la única voz que se escuchó.
Algunos se pasaron el revés de la mano por los ojos, porque temían que fuera una ilusión. Otros fueron más lejos, cerraron los ojos y los volvieron a abrir, pensando que sería una broma que les jugaba la vista. Pero allí seguía, firme y apuntando hacia las alturas. Y algunos hasta creyeron ver que si bien debía haber al menos cien personas allí, la forma de la torre era la de un solo ser humano. Y también vieron al chico, vaya si lo vieron. Estaba de pie, al lado de la persona que servía de pilar de la torre humana, asiéndolo de la mano, como cualquier niño que espera junto a un mayor al borde de la acera mientras cambia el semáforo a rojo para poder cruzar. La carita sonriente, mirando hacia arriba.
Y de a uno, por la torre humana, fueron bajando de a uno los ocupantes del edificio. Era imposible para quienes miraban entender como podían bajar por allí y como los "rescatistas" lograban mantener el equilibrio y a su vez, ayudar a quienes descendían. Pero ya era imposible que una torre así pudiera ser formada. Así que esos detalles, quedaron en un segundo lugar.
Quince minutos después, todas las personas de la terraza ya estaban sobre la calle, abrazándose entre ellos y con los conocidos que aguardaban su rescate. La torre de cemento comenzó entonces a arder más fuerte. La torre humana, a perder altura, a medida que los de arriba iban bajando. Al cabo de unos minutos, cualquiera podía afirmar que había sido un sueño, puesto que ya nada quedaba de la misma, salvo, claro, el grupo de gente que la había formado y que conjuntamente con el niño, se abrazaban con quienes habían salvado.
- Qué pasó aquí... cómo fue posible? - alcanzó a balbucear el capitán a quién quisiera responderle entre toda esa gente feliz que lo rodeaba.
Un hombre le sonrió y solo le dijo: Preguntale al niño.
Pero el niño ya no estaba. Lo buscó durante el resto de la tarde. Nadie de los que habían formado la torre lo conocía, tan solo lo habían seguido cuando les dijo que sabía como salvar a esa gente que estaba en el edificio. Preguntó a todo el barrio y no obtuvo ningún resultado.
Por la noche, en la estación de policía y luego que se lograra reparar provisoriamente el puente, el capitán terminó de hacer todo el papeleo del día con un dolor de cabeza más fuerte que cualquier otro día de su vida. El terremoto había afectado también al cuartel, pero sabiendo como había arruinado gran parte de la ciudad, podía decirse que eran afortunados.
Esa noche soñaría (tendría pesadillas en realidad) con el edificio, estaba seguro. Y peor aún, pensaría en el niño...
Cuando se estaba retirando, observó que el arquitecto y el paramédico que habían estado hablando con él durante la nefasta tarde aún estaban en la cafetería de la estación policial. También para ellos había sido un largo día.
Se acercó y dejó su campera sobre el respaldo de una silla vacía. Se sumó a la charla, mucho más distendida que horas antes.
- Aún estoy pensando en el niño - confesó el capitán.
- ¿Del que todo hablan?
- Exacto, del mismo que nos interrumpió cuando debatíamos hoy - le contestó el policía.
El paramédico y el arquitecto se cruzaron una mirada.
- ¿En qué momento?
El capitán abrió grande los ojos.
- Me preguntan en serio...
- A menos que nos hayamos quedado dormidos, ningún niño nos interrumpió.
- Pero... - el capitán se quedó en silencio. Cambiaron de tema. Veinte minutos después se fue.
Indagó mucho tiempo por el paradero del niño y nunca halló nada.
Un buen día se cansó y lo dejó. Pero hay días que la imagen del niño se renueva en su memoria. Justamente ocurre en días con problemas, cuando parece que no hay una salida posible.
Jamás supo quién era el niño y sabía que nunca lo sabría.
Pero desde entonces tenía la certeza de algo: las cosas imposibles no existían. Tan solo era necesario creer y contagiarles esa fe a los demás. Y así, las torres humanas dejaban de ser una ilusión.
Y estaba seguro de algo más. Que aquella torre, durante un momento, fue una sola persona.

La noche triste

Alguna vez tenía que pasar. Ya incluso le habían advertido. Pero ella la exhibía con orgullo, demasiado para mi gusto. En realidad, para gusto de muchos. Pero hacía caso omiso a nuestras palabras y la siguió presentando en sociedad como su más reluciente amuleto. Incluso antes que cayera el Sol, ya lograba que estuviéramos al tanto de su presencia. Algunos aseguraban que lo conseguía debido a que era amiga íntima de la Tarde. Pero sea cual fuese la respuesta, el tema es que hartó a todos.
Y así, una medianoche, cuando todos levantamos la vista al cielo, solo vimos negrura alrededor de la gran pelota brillante que es la Luna. Y notamos que la Noche lloraba, porque todas sus estrellas y astros la habían dejado sola, con la única compañía de su preciado amuleto blanco. Por orgullosa, claro. Y bien merecido que lo tenía.
Ahí están ahora, desamparadas en la soledad, sin nadie que ya tenga deseos de mirar hacia arriba, puesto que el cielo cuando oscurece ya no es el mismo. La Noche y su querida Luna, solitarios exponentes en un vasto territorio desierto, que otrora fue belleza e inspiración y ahora tan solo orgullo herido y desolación.