Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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2 de enero de 2015

Canción para el otoño

El verano es una estación cruel, pero al menos con un poco de agua los chicos se refrescaban. El miedo de Lucía era a futuro, para cuando llegara el otoño y comenzaran los primeros fríos. El lugar donde vivía - porque no se podía llamar una vivienda - se sostenía apenas por unas chapas y troncos. Cuando llovía, era lo mismo adentro que afuera.
No era el mejor lugar para que crecieran, pero era lo poco que había conseguido. En los apremios, los deseos no existen. Es lo que hay, como le había enseñado su mamá cuando aún vivían en el norte, hacía tanto y tan allá a lo lejos.
Ninguna vida era fácil. Lo había aprendido de pequeña. Cada persona que había conocido era un ejemplo. Nadie, hasta los que tienen un poco más, tienen servido el destino. Por eso, jamás había sentido envidia. La suerte iba y venía, como la dicha y la felicidad, y en esa ruleta que era la existencia, algún día la fortuna le tenía que tocar. Y si no era a ella, a su corazón le alcanzaba con que fuera a ellos, sus niños, que descalzos chapoteaban a la orilla del río, calmando la furia del sol que quemaba la piel.
Las cosas se hacen por amor o no sirven le había dicho una vez su mamá, que se lo había escuchado a un tal Cabral. Y era cierto. Cuando se puso en pareja con José, era porque había quedado embarazada, no por otra cosa. Y no sirvió. Porque llegaron más críos y más responsabilidades, pero jamás había dinero para otra cosa que no fuera para el vino.
Fue entonces, al saber que estaba en camino el cuarto hijo, que decidió cambiar el rumbo y de un día para otro se encontró haciendo dedo con los chicos a cuesta para buscar otra suerte, esa tan esquiva desde siempre. Terminó lejos, en una ciudad nueva, con tantos miedos como posibilidades.
La calle fue su hogar hasta que consiguió el precario techo donde cada noche se ocultaban de las estrellas. En la cama, donde dormían todos, su último pensamiento consciente solía ser siempre el mismo: estaba allí por amor a sus hijos.
Cada día era una nueva ilusión. Por supuesto, no creía en cuentos de hadas, sabía que no aparecía un príncipe vestido de gala ofreciéndole probarse un zapato. Las fábulas, los relatos, eran formas de endulzar los oídos y abrir las mentes. El verdadero factor era el trabajo. Salir a ganarse el pan, cómo había hecho su madre. A fregar pisos, a limpiar veredas, a pasar el trapo. Si quería soñar otros trabajo, podía, claro que sí, pero de nada le serviría. Con los pies en la tierra el camino era más fácil de transitar.
Los miedos, claro, estaban al pie del cañón. Dejar solo a los chicos en la precaria construcción, delegar que lo miraran de tanto en tanto sus vecinas, estremecerse al pensar que les podría ocurrir un accidente, o bien, pensando en el otoño y la llegada de los primeros fríos, que el dinero no fuera suficiente para poder comprar un calentador o pagar por un lugar mejor.
Había temores, pero también optimismo. Una especie de balanza, de contrapeso, lo bueno y lo malo, como en todas las cosas. El equilibrio, ese del que tanto habla la gente. Gente que ni siquiera se ven privados de las necesidades básicas, pero que de todas formas tienen sus problemas. Como todo el mundo.
Cuando regresaba, casi al atardecer, los encontraba felices jugando en el agua. Siempre ante el amable cuidado de alguien del barrio, a quien por supuesto, Lucía agradecía infinitamente. Se ponía a pensar en lo infeliz que sería de no tenerlos, en lo aberrante que habría sido permanecer donde estaba, siendo testigo de cómo el hombre que los había procreado los privaba de alimento y también de cariño.
Era libre y al mismo tiempo, esclava. Aunque por elección. Por cuando uno ama, todo sirve. Ya sea el sacrificio o el dolor, el pasar hambre para que un hijo coma o encamarse a escondidas con el marido de alguna de las mujeres que la contrata para limpiar la casa. Todo suma para poner el pan sobre la mesa, para verlos felices y sonriendo, para pensar en cómo combatir el frío cuando llegue.

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