Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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14 de noviembre de 2022

Voz de grafito

Escribo desde que tengo memoria. Mis primeros cuentos fueron garabateados en la pared del pasillo de mi casa de la infancia, pero no tuvieron una buena recepción. Varios retos y un par de chirlos no lograron, sin embargo, mitigar la necesidad de contar historias. Por eso, cuando aprendí a escribir, pude al fin plasmarlos como correspondía. Pero, de todas maneras, los escribía de noche, cuando todos los demás dormían. Temían que me vieran. No sé si aquellos chirlos me habían causado un temor reverencial hacia la opinión ajena, pero lo cierto es que aquello era un acto privado, algo entre el papel y yo. 

La única compañía era la luna, a través de la ventana. Sin ella, no habría podido redactar ni una sola línea. No por inspiración, sino porque no quería encender la luz y la única fuente de iluminación era aquella que me propiciaba el satélite natural de nuestro planeta. Distante, a miles de kilómetros, me abrazaba cada noche con su generosa presencia.

Una cosa extraña era que, a pesar de escribir a diario, en el colegio no podía redactar ni siquiera dos líneas cuando me pedían una composición literaria. Como si arrancarme palabras, a la vista de todos, fuese un acto vergonzoso. Me esforzaba, pero mi mente quedaba en blanco. Y a las apuradas, para no entregar una hoja tan solo con renglones, apuraba oraciones inconexas, casi nunca relacionadas a la temática solicitada. No me fue para nada bien en el colegio. Era objeto de burla por parte de mis compañeros y también, de los docentes. Toda esa época fue un suplicio. Tanto, que abandoné en los primeros años de la secundaria. 

Para entonces, mi hogar era un caos. Peleas, golpes, insultos. Hermanos que se iban, gente desconocida que llegaba. Y yo, por las noches, tratando de seguir escribiendo. Pero se tornaba cada vez más difícil. Sobre todo, porque cuando llegaba el momento de encontrarme con la luna, en mi cita nocturna. mi cuerpo no daba más. Tras haber dejado el colegio me había visto en la obligación de hacer algo. Y ese algo fue en el taller metalúrgico de un tío. Entraba a las siete de la mañana y salía a las seis de la tarde. Volvía a casa repleto de grasa, de pies a cabeza. Demoraba una hora en quitarme la mugre. Tenía quince años, pero parecía de treinta.

En algún momento, dejé de escribir. Es increíble como la rutina va carcomiendo el alma. Me puse de novio, al tiempo vivíamos los dos en una piecita que alquilábamos, más tarde llegó un pibe, después una nena, de un laburo pasaba a otro, cuando no alcanzaba buscaba otras changas, nos peleábamos, me perdía en algunos bares de mala muerte, nos reconciliábamos, perdía un trabajo, encontraba otro, sumaba deudas, presiones, la escuela de los chicos, malas amistades, la policía, la noche, el alcohol, ella me dejó, más peleas, despidos, falta de laburo, la calle.

Entonces sí, tenía treinta. Pero aparentaba sesenta. Solía sentarme en un banco de la plaza, al atardecer, con un tetra envuelto en papel de diario, para disimularlo un poco. Me lo iba tomando de a poco, para que me durara un poco más. No era fácil conseguir las monedas para comprarlo. Me ponía de frente hacia la calle, donde, al otro lado, se podía ver la silueta de la escuela donde tan mal la había pasado. Aunque, comparado con ese instante, aquello había sido el paraíso. Claro, dicho en sorna. Cuando lo único que hay para comparar son malas experiencias, algo mediocre suele presentarse como un oasis.

Cuando el líquido había entrado en su totalidad en mi cuerpo, caminaba sin apuro en busca de un refugio. Un alero, un buen árbol, una obra a medio terminar. Una noche, despejada, con mucha luna, decidí dejarme caer sobre el mismo banco donde había tomado el vino. Hacía frío, pero no estaba mal. Entre las copas de los árboles, podía ver la majestuosidad de la luna. ¿Dónde estarían todos esos escritos de mi infancia y parte de la adolescencia? ¿En qué cajón de la vieja casa habían quedado olvidados? La mano cayó a un costado, rozando las hojas del suelo. Podía sentir la humedad en la punta de los dedos. Hojas por aquí, hojas por allá. De pronto, una superficie dura, curva, larga, familiar. Me senté y miré incrédulo lo que sostenía en la mano.

Pensé en arrojarlo lejos. Pero, en su lugar, me puse de pie y caminé. Buscaba algo más. La luna lo sabía y guiaba mis pasos con su luz cristalina. Contra un zaguán, algo doblada por el viento y los avatares del destino, estaba lo que anhelaba. Con la mano libre, la atrapé con fuerza.

El corazón palpitaba excitado. Parecía que el pecho me iba a explotar. Volví a la plaza, pero dejando atrás el banco con el tetra, aún apoyado contra el respaldo. Fui hasta las mesas, allí donde por las tardes algunos jugaban al ajedrez. Aparté unas ramas con el brazo y dispuse la hoja blanca con cuidado. Alisé sus puntas con esmero, tratando de dejarlas planas. 

La otra mano, la que sostenía el lápiz, me temblaba. Estaba nervioso. 

Por primera vez en años, estaba sintiendo algo. Como un volcán apagado, que, de pronto, siente algo caliente sus entrañas. Pero en mi caso no era lava. Eran palabras. Las que jamás pude decir y oculté en papel. Las que, desde que tengo memoria, están en mi cabeza, y no tengo manera de expresar de otra forma. Porque cuando muevo los labios, mis cuerdas vocales no me acompañan. Porque soy mudo de nacimiento. Porque una vez me olvidé de seguir escribiendo y ya no tuve otra posibilidad de hacerlo. Porque ahora, en esta plaza, con la luna allá en lo alto, sonriendo, tengo esta nueva oportunidad. 

Mi voz, materializándose. La escritura, recordándome que estoy vivo. Que siempre lo estuve. Respiro. Siento. La noche me envuelve. Lloro, pero de alegría. De saber que no hay tiempo perdido, sino tiempo por delante.

Dejo este papel con mi historia, aquí, en esta plaza, testigo de mi suerte. Saldré a perseguir la luna y junto a ella, recuperar mis sueños. Espero encontrarte en mi camino.


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