Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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16 de agosto de 2019

Ciudad enferma

Comenzó de manera inocente, como suelen comenzar todas las cosas. La necesidad de protegernos, de estar más seguros, de colocar un obstáculo para que cuando estuviéramos lejos de casa nos sintiéramos más tranquilos.
Es así que el paisaje de la ciudad fue transformándose. Las rejas en las ventanas, los portones cada vez más altos, el alambre de púa encima de los tapiales, puertas más robustas, vidrios más gruesos, alarmas con sensores en cada rincón. Primero una casa, luego la de al lado, la otra, la de más allá, la que está cruzando la calle y en un abrir y cerrar de ojos, la totalidad de las mismas.
Pero no bastaba con enrejar las viviendas: también los colegios, las instituciones, incluso las plazas. Los herreros de la ciudad iban y venían en sus camionetas, tomando medidas, instalando, llevando rejas, cambiándolas por otras más resistentes, más altas, más seguras.
Los barrios se fueron pareciendo a cárceles, con la salvedad que podíamos salir a la vereda, transitar hasta el mercadito a hacer las compras, ir a trabajar, charlar con los vecinos, dar un paseo con el perro por la plaza. Pero el sol comenzaba a bajar y corríamos a la seguridad que nos brindaban las fortalezas en las que vivíamos.
Los robos en las viviendas comenzaron a disminuir. Se escuchaba de tanto en tanto el chillar de alguna alarma, pero estábamos seguros de que los malvivientes no podrían entrar. Fue entonces que se incrementó el robo en la vía pública. Ya no esperaban la noche ni la protección de las sombras. En pleno día salían de atrás de los árboles, bajaban de una moto a toda velocidad o hasta de vehículos en movimiento, que también eran luego utilizados para la fuga.
Los comercios comenzaron a atender por pequeñas ventanas. La gente tuvo que hacer cola en las veredas, porque los comerciantes no se animaban a levantar las persianas y permitir el paso. Entonces, sucedió algo más. Esa gente formando cola se convirtió en presa fácil del robo.
¿Qué soluciones se podían dar? Comprar en forma online. Se impuso la lógica y las personas, desde sus hogares, hacían los pedidos por las redes sociales o en los sitios web de los comercios de la ciudad. Era práctico y sencillo. Se hacía el pedido, se pagaba con tarjeta y en cuestión de minutos o un par de horas, alguien tocaba timbre para entregar los paquetes.
Claro, no demoraron mucho en darse cuenta que ahora el negocio era asaltar los delivery. En cuestión de meses, nadie se animaba a trasladar un pedido, ni en bicicleta, moto o auto. También disminuyó el tráfico, porque los automovilistas eran emboscados y asaltados.
En los trabajos permitieron que los empleados pudieran hacer sus tareas de manera remota. Los operarios que sí o sí debían trasladarse, eran pasados a buscar por utilitarios preparados como para ir a la guerra, con una malla metálica de protección en las ventanas, para repeler cualquier ataque con piedras.
La policía primero no daba a basto, luego dejó de concurrir a los llamados de emergencia. Es que los oficiales no podían llegar a la Comisaría, por el mismo miedo que atravesaba al resto de la sociedad.
Las personas ya no salían a la calle. Se las ingeniaban para pasar alimentos e insumos para el día a día a través de los tapiales o los techos. Cada manzana comenzó a organizarse con comunicaciones internas entre las viviendas. Los que tenían conocimientos en construcción propusieron excavar y crear túneles. Durante varios años, y trabajando por turnos, las manzanas comenzaron a conectarse de manera subterránea.
Familiares y amigos volvieron a darse un abrazo después de mucho tiempo. En tanto, en las calles, solo transitaban maleantes. De tanto en tanto trataban de derribar alguna puerta, asaltar una casa poco protegida o robarle a los pocos valientes que aún, apremiados por la necesidad, debían asomarse por alguna circunstancia.
El factor salud fue desde siempre el principal motivo de nerviosismo. Hasta que se pudo conectar con las pocas manzanas que tenían farmacias, los remedios únicamente podían conseguirse escabulléndose a toda velocidad por las calles. Los malvivientes esperaban ansiosos la acción. Y cuando atrapaban a alguien, no solo eran víctimas de robo. Muchos eran golpeados hasta morir.
Otros morían en las prisiones que tenían por hogares. Y debían ser enterrados en el patio.
Los niños más pequeños no sabían que era jugar en los juegos de una plaza. Mucho menos, lo que era ir a la escuela. Cuando se habilitaron los túneles subterráneos, pudieron al menos jugar con sus primos o hacer nuevos amigos. Pero eran juegos sin alegría, de labios cerrados. Algunas maestras dictaban clases en sus hogares. Lo básico, leer, escribir y las matemáticas elementales.
El abastecimiento de comida de a poco se fue convirtiendo en un problema. Las reservas de los comercios se fue extinguiendo. Las huertas de cada vivienda se transformaron en los pilares de la supervivencia. Pero se imponían estrategias de racionamiento.
La energía eléctrica apenas si duró algunos meses, hasta que los de afuera se dieron cuenta que cortando el cableado aéreo nos tendrían a todos a oscuras, con mucho más miedo. De todos modos, la hubiesen cortado tarde o temprano por falta de pago. La economía de cada familia estaba estancada, la ciudad era tierra de nadie y no había forma de generar dinero.
El desconocimiento de lo que sucedía en el mundo era total. No funcionaban las antenas de telefonía móvil, las radios locales tampoco y las pocas que provenían de afuera, solo pasaban música. Y las pilas para las radios iban agotándose a un ritmo vertiginoso. De todas maneras, parecía que el mundo se había olvidado de nosotros. O lo que sería mucho peor, el mundo estaba tal como nosotros. No queríamos ni siquiera imaginarlo.
Con el tiempo, la falta de mantenimiento, de limpieza, hizo que el paisaje pareciera viejo, olvidado, con un dejo de óxido por donde se mirara. Las calles y veredas sucias, llenas de hojas secas que nadie barría, los frentes de las viviendas con la pintura descascarándose, el hierro oxidándose producto de las lluvias. Incluso en el aire se podía respirar ese olor metálico tan característico en una chatarrería.
En las viviendas, las conversaciones eran cada vez más espaciadas, los silencios se volvían la norma y las risas parecían una facultad perdida. No había nada para celebrar, ni siquiera los cumpleaños. De vez en cuando mirábamos las calles, no para anhelar la libertad, sino para aborrecer a los delincuentes que nos la habían privado. Aunque nunca faltaba aquel que nos recordaba que el encierro lo habíamos hecho nosotros. Que las rejas las mandamos a poner nosotros, lo mismo que las puertas robustas, las persianas pesadas, el alambrado alto. Otros replicaban que había sido necesario. Y allí, si las fuerzas nos acompañaban, se producían algunas discusiones.
Hasta que sucedió lo de Ornella. La hija de los García. Toda su adolescencia transcurrió en la prisión de su casa. Miraba hacia afuera durante horas y veía cómo los maleantes pasaban en sus motos y coches a toda velocidad, a veces haciendo carreras entre ellos, otras indiferentes de todo. Los veía también andar de a pie, golpear los barrotes de las ventanas, disparar contra las ventanas, gritar como poseídos y reír a grandes carcajadas, sacados, furiosos.
Cruzó miradas con uno de ellos, uno joven, quizá apenas un par de años más que ella. En otro caso, el muchacho quizá hubiese disparado en su dirección. Pero no lo hizo. En las noches, cuando su familia dormía, ella se acercaba a la ventana y arriesgándose, arrojaba hacia afuera un sobre con una carta redactada a mano. Su caligrafía era prolija, impoluta. Y a cambio encontraba cada mañana, antes incluso que el sol saliera, el mismo sobre pegado del otro lado del vidrio, con una respuesta en su interior. La letra era irregular, dura, tosca, y las palabras estaban plagadas de errores de ortografía, pero a ella nada de eso le importaba, solo el mensaje, lo que esas palabras mal escritas decían. Y así, Ornella se enamoró de uno de ellos.
Escapó una noche, sin que nadie lo supiera. Había coordinado con él, que la esperaría en la vereda de enfrente. Salió por la puerta principal, pero no tuvo tiempo siquiera de cerrarla. Dos tiros le volaron la cabeza a corta distancia. La llave cayó al suelo y repiqueteó cuatro veces. Los maleantes entraron en tropel y dispararon en todas las habitaciones. Los García ni se enteraron que estaban muertos.
La seguidilla de disparos nos puso a todos en estado de alerta. Los túneles comenzaron a llenarse de transeúntes preocupados, que iban de un lado a otro. Hasta que comprendimos la situación pasó al menos un día. Ellos se habían apoderado de una vivienda. Y no tardarían en descubrir la entrada a los túneles. Cada familia la tenía escondida y además, cerrada con llave. Pero era cuestión de días, u horas.
Estábamos casi famélicos, pálidos, faltos de fuerzas. Sabíamos al mirarnos a los ojos, que no era mucho lo que nos quedaba de vida. El encierro, la desesperanza, nos estaba matando mucho más rápido que la falta de alimentos y de medicamentos. Y a pesar de todo nuestro esfuerzo ellos habían logrado quedarse con una de nuestras viviendas. Una de las puertas al universo secreto de túneles laberínticos que conectaban a cada rincón de la ciudad.
Al mirarnos a los ojos, éramos conscientes de nuestra suerte. Tarde o temprano sucedería. Y vaya paradoja, al tomar la decisión fue la primera vez que en años nos sentimos en libertad.
Buscamos armas, cuchillas, palas, rastrillos, palos con punta, nos colocamos ropas gruesas, máscaras e incluso, arrancamos algunos hierros oxidados de las ventanas traseras. Ya no harían falta. Para bien o para mal, el momento había llegado.
No nos sentimos héroes ni nada parecido. Solo queríamos tener paz. Y para tenerla, había que librar una batalla. Corrimos por los túneles en todas las direcciones, gritando fuerte en un solo alarido, miles y miles de enfermizas personas apareciendo por puertas, ventanas, alcantarillas, como si de repente esas casas prisiones hubiesen decidido escupirnos por todas partes.
Y ellos, munidos de armas, de maldad y crueldad, se supieron vencidos antes de oponer resistencia. Porque la fuerza contenida de un pueblo, una vez en erupción, no hay quién pueda doblegarla.