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14 de mayo de 2016

Caminata al río

A sus pies, el río calmo mecía los pocos camalotes en la orilla. Cincuenta metros más allá un par de pescadores aguardaba en silencio la tensión en sus cañas. El horizonte eran islas y un cielo gris plomizo, inquieto fondo de un paisaje cómplice.
Con la punta del zapato empujó una piedra al río. Hizo un ruido imperceptible y desapareció de su vista, sumergida unos pocos centímetros en el agua marrón. Tenía las manos hundidas en los bolsillos del pantalón y la mirada vagando de un punto a otro, sin observar nada en particular.
Había bajado la temperatura después de la puesta del sol y los pescadores se habían puesto sus abrigos. A él el frío no lo inquietaba. Estaba parado en la orilla sin ningún motivo en especial. O en realidad si, pero aún no lo sabía.
Esa tarde se había despertado de la siesta con una sola idea. Caminar hasta el río. Hacía meses que no lo hacía. Antes, cada mañana, recorría a pie las casi treinta cuadras que tenía desde el barrio en el que vivía. No era solo el río, las islas, la caminata en sí. Era el ritual de volver. El retorno a su niñez. A sus días de infancia con ese paisaje delante de los ojos. Los juegos en el agua, los picados de fútbol en las plazoletas, los mojarreros improvisados y las horas esperando el pique en compañía de hermanos, primos y amigos. Su adolescencia, la primera y única novia, el primer beso, la barra de amigos, las salidas, las trasnochadas en grupo, las mateadas de los domingos, el primer laburo...
Ese viaje implicaba a diario un sinfín de sentimientos. Como si pudiera desandar los años y retomar su vida desde cualquier momento. Pero al volver a casa sabía que no era así. Tan solo podía acudir a los recuerdos y por entonces, eso lo conformaba.
Pero la realidad ahora era otra. Desde la muerte de su esposa, la mujer que lo acompañó toda la vida, aquella caminata se postergaba cada mañana. Incluso, la había postergado ese mismo día, cuando después de unos mates amargos, se puso una campera y amagó a ir hasta la puerta. Sin embargo, tras la siesta, la idea se había hecho poderosa.
Y entonces caminó, pisando las hojas de otoño, respirando la brisa fresca de mayo, jugando a recordar los rostros de antaño y aún más difícil, darles un nombre y apellido. El río estaba allí, imponente pero al mismo tiempo, indiferente. No lo estaba esperando, como no espera a nadie. Solo está, porque su existencia es esa.
Cuando emprendió el regreso, ya de noche, los pescadores todavía estaban. Parecían anclados al lugar. Y es probable que lo estuvieran. Él mismo lo había estado, durante años, cada mañana de su vida.
Esa había sido su última visita. Lo supo de inmediato, al tiempo que le daba la espalda al colosal Paraná. Desde que había fallecido su mujer, no había vuelto a sonreír. Ahora lo hacía. Las manos enfundadas en los bolsillos, el tranco lento, la mirada en alto. No hacía falta otro regreso. Lo que buscaba no estaba allí. Nunca lo había estado. Volver era ponerle un marco al ayer, por temor quizá a que de a poco se fuera desdibujando. Pero era algo inevitable, la forma que tiene la vida en transformarse, en dejar lugar para el futuro.
Ignoraba cuánto tiempo le regalaría el caprichoso destino, pero de algo estaba seguro. No lo ocuparía en tratar de alcanzar un río cuyas aguas largamente ya lo habían dejado atrás.
Por eso sonreía en aquella fresca noche de otoño, caminando bajo estrellas ocultas y en calles desiertas.

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