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28 de febrero de 2015

A salvo en casa

Mientras recorría los últimos metros en dirección a su casa a gran velocidad, volvía a recriminarse su reacción, que en definitiva lo estaban obligando a correr con el máximo esfuerzo de piernas y pulmones,
Aunque eran pensamientos desordenados, trataba de armar en su cabeza la sucesión de eventos que lo llevaban a esa corrida extenuante. Alcanzó la puerta de su casa con el último aliento. Metió la llave con la mano temblorosa, abrió y cerró en un solo movimiento, asegurando la puerta con el peso de su propio cuerpo agitado y transpirado.
¿Cómo es que había sucedido todo aquello? Había ido temprano al centro a realizar unos trámites, para no tener que regresar a las apuradas había optado por almorzar en un bar. Eligió uno bastante modesto, en una calle paralela a la principal de la ciudad. Algo oscuro porque tenía las persianas a medio levantar y las luces fluorescentes apagadas, quizá porque era de día y el dueño quería abaratar gastos.
Pidió un tostado con un vaso de cerveza. Leyó el diario que estaba en una mesa contigua, pagó, dejó la propina debajo del plato y se marchó. Hasta ahí sin ningún problema. Había terminado los trámites, almorzado y solo le restaba regresar y dormir una siesta. Un plan sencillo, nada de otro mundo. Pero entonces fue que aparecieron los coches de la patrulla de policía.
Fue cuando cruzó la calle, tras abandonar el bar. Los coches se detuvieron chirriando los frenos, justo a sus espaldas. Las puertas de los vehículos se abrieron con estrépito y los agentes policiales bajaron con las armas desenfundadas.
No podía creer lo que veía. Se apearon con tanta celeridad que en menos de cinco segundos dos de los uniformados ya se habían metido al bar, mientras los demás iban en camino o cubrían desde la vereda.
No tuvo tiempo ni de pensar en lo que estaba pasando. Uno de los agentes se dio vuelta y por algún motivo intuyó que él había salido del interior del local. Con voz ronca y firme le gritó que se quedara quieto en el lugar.
- Usted, el de remera azul, no se mueva - esas fueron las palabras del oficial. El de remera azul era él, no había lugar a dudas. Aunque no necesitaba saber el color de la remera para caer en la cuenta que le hablaban. Los ojos penetrantes y el brazo apuntando en su dirección eran razones suficientes para estar seguro.
Tendría que haberse quedado quieto cómo le pedían. Pero pudo haber sido el arma en la mano del policía, la velocidad con la que se desencadenaron los hechos o el mismo miedo que vive dentro de uno y que nos domina cuando menos lo esperamos. Pudo haber sido cualquiera de esas opciones.
Lo cierto es que no se quedó inmóvil para esperar al hombre de uniforme azul que había comenzado a avanzar hacia donde él estaba. Muy por el contrario, salió corriendo.
No miró para atrás ni se detuvo, cruzó calles con los semáforos en rojo, tropezó con personas que caminaban por las veredas o salían de negocios, pero jamás dejó de mover sus piernas. No pensó, no utilizó la razón - si es que acaso había lugar para la misma -, simplemente huyó.
La puerta a sus espaldas era suficiente protección. Eso pensaba ahora, mientras la agitación le arrebataba el control del cuerpo. Estaba seguro de haberlos perdidos varios kilómetros atrás, pero no se había confiado y por eso no detuvo la marcha rauda.
Esperó sin moverse, con los ojos cerrados. No escuchó sirenas ni movimientos extraños. El barrio se comportaba como cada tarde, sin sobresaltos. Recién después de dejar pasar una hora, se animó a ir hasta la cocina. Buscó con desesperación la heladera y sacó una botella. No era agua. Bebió con fruición. De repente lo asaltaba una sensación rara. Se sentía invulnerable.
Sonrió. Luego dejó lugar a la risa. Carcajadas cortas, casi perversas. Ahora veía con claridad lo infantil de su reacción. Y eso le causaba gracia. Se había asustado y no tenía explicación para eso. Era una redada al bar. Quizá por drogas o por ser el aguantadero de algún delincuente. Pero no lo buscaban a él. Era para reírse.
Dio vueltas por la casa una media hora. Los nervios iniciales habían dado paso a la excitación. Finalmente bajó hasta el sótano. No se molestó en encender la única lámpara porque sabía que estaba quemada. La oscuridad no lo incomodaba, todo lo contrario. Bajó los peldaños de la escalera lentamente, silbando una vieja canción que lo remontaba a su adolescencia.
A pesar de estar todo oscuro, pudo divisar las siluetas. Sentía además el esfuerzo por liberarse. Las dos mujeres que tenía maniatada desde hacía semanas allí abajo seguían donde las había dejado. Sucias, malolientes y con un daño psicológico irremediable.
Estaban amordazadas y desnudas. Las acarició, percibiendo el terror en sus cuerpos. Luego se sentó en el suelo, a pocos metros de ellas. Sabía que su solo presencia era motivo para que se orinaran encima. Y le parecía bien. De repente se largó a reír. No podía olvidar la reacción al salir del bar.
Suspiró, repleto de felicidad. Se divertiría un poco allí abajo y luego iría a descansar. ¿Quién sabe ahora cuándo tocarían a la puerta para llevarlo tras las rejas?  
La policía lo estaría buscando y en cualquier momento lo atraparían. Pero no ese día. Porque ese día era invulnerable. ¿Se habrá imaginado el agente a quién le había dado la orden de alto? No, imposible. En la calle, es un ciudadano más. ¿Con cuántos psicópatas se cruzaría uno a lo largo del día sin saberlo?
Con ese pensamiento en la cabeza comenzó a ponerse de pie, con ganas de acercarse a sus prisioneras.

1 comentario:

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

Parecía alguien inocente en el lugar equivocado y resultó un psicopata, con la fantasía retorcida y cumplida de damiselas en peligro, en su poder.
Buen giro.
Capaz que las baña compulsivamente a lo salvaje.