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26 de octubre de 2014

Los crímenes de Morini

El coche aparcado en la vereda llamaba mucho la atención. Un auto rojo, largo, de los años sesenta. Impecable, de vidrios polarizados, reluciente al sol, pero tétrico bajo la luz de la luna. Hacía un día que estaba delante del edificio de ladrillos vistos desgastados por el paso del tiempo.
Un patrullero pasó dos veces en menos de quince minutos por la calle, reduciendo la velocidad para detectar algún ocupante en su interior. Una llamada anónima había alertado sobre el vehículo. Más tarde arribó otro auto, sin insignias oficiales, del que descendieron dos personas. Una de ellas llevaba una linterna y escrutaba por la ventanilla del acompañante. El otro, tenía la mano metida dentro del pantalón, sosteniendo algo más firme que sus genitales.
Lo que ocurrió después se extendió por un breve lapso de segundos. Una luz se iluminó en el interior del auto rojo. Un destello en realidad. Un punto brillante en la oscuridad, que encendía y apagaba. Los hombres apenas si tuvieron tiempo de reaccionar. Alcanzaron a cruzar una mirada antes de la explosión.
El lugar se llenó de vehículos de la policía, un camión de los bomberos y dos ambulancias. Las dos víctimas eran del personal de investigaciones, vestidos de civil. Los vecinos espiaban desde las puertas de sus hogares. Algunos curiosos sacaban la cabeza tímidamente por las ventanas de los edificios más próximos. Sin embargo, nadie se asomaba desde el edificio de ladrillos que estaba delante del siniestro.
Un grupo de policías ingresó al mismo a inspeccionarlo. Se encontraron con una edificación semi abandonada, con cuartos saqueados, paredes faltantes, restos claros de lo que eran reductos de drogadictos y en el sexto piso, el último, una habitación con una sola silla, sobre la que encontraron, abandonado, el equipo de detonación que provocó la explosión del auto.
Morini, mientras tanto, sonreía observando todo desde el café de la esquina, donde un ventanal enorme le permitía una vista de privilegio.
Había comenzado su vida en el crimen casi por casualidad. Una tarde, apostando en el Jockey Club a un caballo que le habían asegurado tenía ganada la carrera, se reencontró con dos viejos amigos de la escuela. No eran precisamente las compañías que deseaba su madre. Pero se los veía bien vestidos, con semblante de ganadores.
- ¿En qué andan? Parece que la vida les sonríe.
Los amigos le guiñaron un ojo. El caballo ganó y esa noche salieron de recorrida en los boliches de la ciudad. Por la mañana, era el nuevo socio de su ex compañeros de escuela. El detalle era que aún no le habían dicho que era lo que hacían. Se enteró al día siguiente, cuando le entregaron una escopeta de caño recortado y una bolsa para meter el dinero.
Desde aquel atraco a la financiera habían pasado muchos años e infinidad de crímenes. Si algo recordaba del robo en el que se inició, fue la sensación de apretar el gatillo y sentir el poder de un arma en las manos. Con sus amigos duró poco. Un par de robos solamente. Luego, le voló la cabeza a cada uno. Le parecía poco lo que recibía y tampoco le gustaba discutir demasiado. Había descubierto que se podían resolver las cosas de manera inmediata. Un mundo nuevo se abría camino a sus pies. Y le encantaba.
Ahora, mientras le agregaba azúcar al café y lo revolvía con parsimonia, no dejaba de disfrutar del espectáculo que le regalaban las fuerzas de autoridad, totalmente nerviosas y perplejas ante el desastre que había armado. Seguro ya habían descubierto el aparato en el sexto piso y estarían buscando huellas por todas partes. Contenía la risa. Aquello era su definición de placer.
Morini bebió el café, dejó propina a un lado del pocillo y salió a la calle. Se acercó a preguntarle a un uniformado qué era lo que había pasado y hasta intercambió algunas palabras con el chofer de una ambulancia sobre lo sucedido.
Luego se acercó a la máxima autoridad presente en el lugar y le tocó la espalda.
- Morini... ¿qué hace acá?
- Estaba cerca y escuché en la radio lo ocurrido, si necesita mi presencia...
- Por favor Comisario, usted está de vacaciones.
Morini asintió con la cabeza, le dio el pésame por los agentes caídos y arrojó una falsa promesa en el aire. Luego se alejó del lugar, esquivando agentes alterados y patrullas con luces furiosas rugiendo sobre los techos. El caos era excitante. Sumamente excitante.

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